29

Westminster Hall era enorme, mucho mayor que el interior de algunas catedrales. Era una sala sobrecogedoramente larga y espaciosa, y su techo de altura colosal estaba sostenido por una hilera doble de columnas altas. También era la sala más importante del palacio de Westminster.

El conde Roland se paseaba por allí a sus anchas, pensó Godwyn con resentimiento. El conde y su hijo se pavoneaban con sus elegantes y modernas ropas, una pierna de las calzas roja y la otra negra. Todos los condes se conocían entre ellos, al igual que ocurría con buena parte de los barones, y daban palmaditas en el hombro a sus amigos, se gastaban chanzas en tono de alegre burla y luego se reían a carcajadas de sus propias gracias. Godwyn sintió deseos de recordarles que los juicios que allí se celebraban tenían el poder de sentenciar a cualquiera de ellos a la muerte, aunque perteneciesen a la aristocracia.

Él y su comitiva permanecían callados, hablando únicamente entre ellos y en voz muy baja. No tuvo más remedio que admitir que no era a causa del respeto que sentían por el lugar, sino que más bien se debía al nerviosismo. Godwyn, Edmund y Caris se sentían incómodos allí, pues ninguno de ellos había ido nunca a Londres. La única persona a la que conocían era a Buonaventura Caroli, y se hallaba fuera de la ciudad. No sabían cómo desplazarse por la ciudad, sus ropas parecían anticuadas y el dinero que habían llevado consigo, y que al principio les había parecido más que suficiente, estaba menguando a ojos vistas.

Edmund no se dejaba amilanar fácilmente, y Caris parecía abstraída en sus pensamientos, como si en ese momento tuviese alguna preocupación más importante, por imposible que pudiese parecer, pero Godwyn estaba atenazado por la ansiedad. Había sido elegido prior poco tiempo antes, en contra de los deseos de uno de los nobles más importantes del territorio. Sin embargo, lo que verdaderamente estaba en juego era el futuro de la ciudad; sin el puente, Kingsbridge no tardaría en morir y desaparecer. El priorato, a la sazón el centro neurálgico de una de las ciudades más importantes de Inglaterra, languidecería hasta convertirse en un reducto solitario de una aldea perdida, donde unos pocos monjes rezarían sus oraciones en la quietud reverberante de una catedral en ruinas. Godwyn no había luchado por ser prior para ver cómo su trofeo se convertía en polvo.

Con tantos intereses en juego, quería sentirse al frente de la situación, seguro de ser más listo que casi todos los demás, tal como ocurría en Kingsbridge. Sin embargo, allí sentía justo lo contrario, y tanta inseguridad lo estaba trastornando.

Por suerte, la figura que había acudido en su auxilio se llamaba Gregory Longfellow. Amigo de su época en la universidad, Gregory era un hombre taimado con grandes dotes para el derecho. Estaba familiarizado con la corte real. De carácter agresivo y petulante, había guiado a Godwyn por los vericuetos del laberinto legal y había presentado la solicitud del priorato ante el Parlamento, puesto que era un procedimiento que había realizado en infinidad de ocasiones. La solicitud no se debatía en el Parlamento, por supuesto, sino que se trasladaba al consejo real, supervisado por el canciller. El equipo de letrados del canciller, todos ellos amigos o conocidos de Gregory, podrían haber remitido el asunto al tribunal de justicia del rey, el tribunal que dirimía las disputas en las que el rey tenía algún interés, pero una vez más, y tal como Gregory había vaticinado, habían decidido que se trataba de una cuestión demasiado insignificante para importunar al monarca, por lo que en su lugar habían remitido el caso al tribunal común, es decir, un tribunal donde se debatían las causas comunes.

Todo aquel proceso había llevado un total de seis semanas. Era finales de noviembre y cada vez hacía más frío. La temporada apta para la construcción tocaba a su fin.

Ese día al menos se presentaban ante sir Wilbert Wheatfield, un juez de dilatada experiencia y del que se decía que contaba con el favor del rey. Sir Wilbert era el hijo menor de un barón de la región septentrional del país. Su hermano mayor había heredado el título y las tierras y Wilbert había recibido formación como sacerdote, estudió leyes y se trasladó a Londres, donde se había granjeado el favor de la corte real. Gregory advirtió al prior que Wilbert se sentiría más inclinado a ponerse de parte de un conde contra un monje, pero que pondría los intereses del rey por encima de todo lo demás.

El juez se sentó en una tribuna elevada frente al muro este del palacio, entre los ventanales que daban al Green Yard y al río Támesis. Delante de él había dos escribanos sentados a una mesa larga. No había asientos para los litigantes.

—Señor, el conde de Shiring ha enviado a un grupo de hombres armados para bloquear el paso a la cantera propiedad del priorato de Kingsbridge —explicó Gregory en cuanto sir Wilbert lo miró. Le temblaba la voz con simulada indignación—. La cantera, que se halla dentro del condado, fue cedida al priorato por parte del rey Enrique I hace unos doscientos años. Se ha hecho entrega al tribunal de una copia de la cédula.

Sir Wilbert tenía el rostro sonrosado y el pelo blanco, y parecía atractivo hasta que abrió la boca para hablar y mostró una dentadura cariada.

—Tengo el documento aquí delante —dijo.

El conde Roland habló sin que nadie lo hubiese invitado a hacerlo.

—Se les dio a los monjes la cantera para que construyesen su catedral —dijo, arrastrando las palabras en tono monótono y cansino.

Gregory se apresuró a expresar su réplica.

—Pero la cédula no restringe su uso a un propósito concreto.

—Ahora quieren construir un puente —dijo Roland.

—Para sustituir el puente que se derrumbó en Pentecostés, ¡un puente construido hace cientos de años con una madera que también era obsequio del rey! —Gregory hablaba como si estuviese indignado con cada palabra que pronunciaba el conde.

—No necesitan permiso para reconstruir un puente ya existente —adujo sir Wilbert con tono de eficiencia—, y la cédula menciona que el rey desea apoyar la construcción de la catedral, pero no dice que los monjes deban renunciar a sus derechos sobre la cantera una vez que esté construida, como tampoco se les prohíbe el uso de la piedra para cualquier otro propósito.

Godwyn sintió cómo recobraba la esperanza. El juez parecía haber entendido el razonamiento del priorato de inmediato.

Gregory realizó un movimiento con las manos que abarcaba toda la estancia, con las palmas boca arriba, como si el juez hubiese dicho algo extremadamente obvio.

—Y en efecto, señor, así lo han entendido los priores de Kingsbridge y los condes de Shiring durante tres siglos.

Eso no era del todo exacto, se dijo Godwyn para sus adentros. Había habido cierta controversia respecto al documento en tiempos del prior Philip, pero sir Wilbert no sabía eso, como tampoco el conde Roland.

La actitud de Roland era muy altanera, como si estuviese muy por encima de tener que tratar con abogados; sin embargo, resultó ser sumamente engañoso, porque lo cierto es que conocía muy bien los argumentos que debía defender.

—El documento no dice que el priorato deba estar exento de pagar impuestos.

—Entonces, ¿por qué el conde nunca había impuesto un tributo hasta ahora? —replicó Gregory.

Roland tenía su respuesta a punto.

—Los antiguos condes eximían al priorato del pago de impuestos como contribución a la catedral; era un acto piadoso, pero no hay piedad que me impulse a sufragar la construcción de un puente, y pese a todo los monjes se niegan a pagar.

De repente, las tornas se habían vuelto. La discusión se desarrollaba muy rápidamente, pensó Godwyn, no como los debates en el capítulo de los monjes, que podían prolongarse durante horas.

—Y los hombres del conde impiden el movimiento de piedra de la cantera y han matado a un pobre carretero.

—Entonces será mejor resolver la disputa lo antes posible —afirmó sir Wilbert—. ¿Qué responde el priorato ante el argumento de que el conde tiene derecho a cobrar tributos por el derecho de tránsito a través de sus dominios, sean caminos, puentes o vados de su propiedad, tanto si ha hecho valer ese derecho en el pasado como si no?

—Que dado que las piedras no pasan por sus tierras sino que son originarias de allí, el impuesto sería equivalente a cobrar a los monjes por las piedras, contrario a lo expuesto en la cédula real de Enrique I.

Godwyn advirtió consternado que aquellas palabras no habían impresionado demasiado al juez. Sin embargo, Gregory todavía no había terminado su alegato.

—Y que los reyes que dotaron a Kingsbridge de un puente y una cantera lo hicieron por un buen motivo: para que el priorato y la ciudad prosperasen, y el mayordomo de la ciudad se halla aquí presente para atestiguar que Kingsbridge no puede prosperar sin un puente.

Edmund dio un paso al frente. Con el pelo revuelto y aquella ropa tan provinciana parecía un simple campesino, en contraste con el fastuoso atuendo de los nobles que los rodeaban, pero pese a todo, y a diferencia de Godwyn, no parecía intimidado.

—Soy comerciante de lana, señor —explicó—. Sin el puente, no hay comercio, y sin comercio, Kingsbridge no podrá pagar impuestos al rey.

Sir Wilbert inclinó el cuerpo hacia delante.

—¿Cuánto ha pagado la ciudad en diezmos la última vez?

Se refería al tributo, impuesto por el Parlamento de cuando en cuando, consistente en la décima o la quinceava parte de los bienes muebles de todos los individuos. Naturalmente, nadie pagaba nunca la décima parte, pues todos declaraban poseer muchas menos riquezas de las que tenían en realidad, por lo que la suma que debía pagar cada ciudad o condado se había convertido en una cantidad fija, y la carga se repartía más o menos de forma equitativa, pues ni los pobres ni los campesinos más humildes debían pagar nada.

Edmund había estado esperando aquella pregunta, por lo que respondió con diligencia.

—Mil once libras, señor.

—¿Y el efecto de la pérdida del puente?

—Actualmente calculo que una décima parte no llegaría a las trescientas libras, pero nuestros ciudadanos siguen comerciando con la esperanza de que el puente sea reconstruido. Si dicha esperanza se viese truncada en esta audiencia hoy, es casi seguro que la feria anual del vellón y el mercado semanal desaparecerían, y el diezmo se reduciría por debajo de las cincuenta libras.

—Lo cual es casi lo mismo que cero, teniendo en cuenta las necesidades del rey —dijo el juez.

Lo que no mencionó fue lo que estaba en boca de todos, que el monarca se hallaba en necesidad extrema de dinero porque había declarado la guerra a Francia en las semanas anteriores.

Roland estaba fuera de sí.

—¿Acaso esta audiencia versa sobre las finanzas del rey? —exclamó en tono de burla.

Sir Wilbert no pensaba dejarse intimidar, ni siquiera por un conde.

—Éste es el tribunal del rey —dijo con calma—. ¿Qué esperabais?

—Justicia —contestó Roland.

—Y la tendréis. —Y en verdad quería decirle, aunque no llegó a expresarlo en voz alta: «Tanto si os gusta como si no»—. Edmund Wooler, ¿dónde está el otro mercado más próximo?

—En Shiring.

—Ah, de modo que todo el negocio que perderéis se trasladará a la ciudad del conde.

—No, señor. Una parte se trasladará allí, pero buena parte desaparecerá. Muchos comerciantes de Kingsbridge no podrán llegar hasta Shiring.

El juez se dirigió a Roland.

—¿A cuánto asciende un diezmo de Shiring?

Roland intercambió unas breves palabras con su secretario, el padre Jerome, y luego respondió:

—Seiscientas veinte libras.

—Y con el incremento del comercio en el mercado de Shiring, ¿podríais pagar mil seiscientas veinte libras?

—Por supuesto que no —negó el conde, tajante.

El juez prosiguió en su tono sosegado.

—Entonces, vuestra oposición a la construcción de ese puente le saldría muy cara a nuestro rey.

—Tengo mis derechos —protestó Roland, enfurruñado.

—Y el rey tiene los suyos. ¿Existe algún modo de que podáis compensar al tesoro real por la pérdida de mil libras todos los años, aproximadamente?

—Combatiendo a su lado en Francia… ¡algo que ni los monjes ni los mercaderes podrán hacer jamás!

—Desde luego —dijo sir Wilbert—. Pero vuestros caballeros costarán dinero.

—¡Esto es intolerable! —exclamó Roland.

Sabía que estaba perdiendo la discusión. Godwyn se esforzó al máximo para no dejar traslucir su alegría por la victoria.

Al juez no le gustaba que llamasen intolerables a sus procesos, por lo que fulminó a Roland con la mirada antes de decir:

—Cuando enviasteis a vuestros hombres de armas a bloquear la cantera del priorato, estoy seguro de que no era vuestra intención perjudicar los intereses del rey. —Hizo una pausa expectante.

Roland percibió que acababa de tenderle una trampa, pero sólo había una respuesta para aquellas palabras.

—Por supuesto que no.

—Y ahora que ha quedado claro ante el tribunal, y ante vos, que la construcción del nuevo puente sirve a los intereses del rey, así como a los del priorato y la ciudad de Kingsbridge, me imagino que accederéis a reabrir la cantera.

Godwyn advirtió que sir Wilbert había sido muy listo: estaba obligando a Roland a acatar formalmente su decisión, dificultando de ese modo que pudiese apelar más tarde directamente al rey.

Al cabo de una larga pausa, el conde contestó:

—Sí.

—Y al transporte de piedras a través de vuestro territorio sin el pago de impuestos.

Roland supo que había perdido. Había furia en su voz cuando respondió de nuevo:

—Sí.

—Que así sea, entonces —sentenció el juez—. Siguiente caso.

*

Era una gran victoria, pero probablemente llegaba demasiado tarde.

Noviembre había dado paso a diciembre. Las construcciones solían interrumpirse llegadas esas fechas; a causa de las lluvias, las heladas tendrían lugar más tarde ese año pero, a pesar de ello, les quedaban como mucho un par de semanas. Merthin tenía centenares de piedras acumuladas en la cantera, cortadas y ordenadas y listas para su colocación, y sin embargo, tardarían meses en llevarlas todas hasta Kingsbridge. Aunque el conde Roland había perdido el pleito, sin duda casi había conseguido su propósito de retrasar la construcción del puente un año entero.

Caris regresó a Kingsbridge, con Edmund y Godwyn, de un humor más bien decaído. Cabalgando por la margen de los arrabales del río, vio que Merthin ya había construido sus ataguías. En cada uno de los canales que fluían a cada lado de la isla de los Leprosos, los extremos de unos tablones de madera sobresalían medio metro por encima de la superficie formando un círculo enorme. Recordó cómo en la sede del gremio Merthin había explicado que había planeado clavar unas estacas en el lecho del río formando un anillo doble y que luego rellenaría el hueco entre ambos anillos con argamasa para sellarlo herméticamente. De este modo, el agua del interior de la ataguía podría luego extraerse para que los albañiles pudiesen establecer unos cimientos sobre el lecho del río.

Uno de los empleados de Merthin, Harold Mason, estaba a bordo de la balsa cuando atravesaron el río, y Caris le preguntó si se habían secado ya las ataguías.

—Todavía no —contestó—. El maestro quiere dejarlas hasta que estemos listos para empezar a construir.

Caris se sintió muy satisfecha al comprobar que ya llamaban a Merthin «maestro», a pesar de su juventud.

—Pero ¿por qué? —insistió la joven—. Creí que queríamos tenerlo todo listo para empezar rápidamente.

—Dice que la fuerza del río ejerce más presión sobre el dique cuando no hay agua dentro.

Caris se preguntó cómo sabía Merthin todas aquellas cosas. Había aprendido las nociones básicas de la mano de su primer maestro, Joachim, el padre de Elfric. Siempre mantenía largas conversaciones con los forasteros que acudían a la ciudad, sobre todo con hombres que habían visto edificios altos en Florencia y Roma, y además lo había leído todo acerca de la construcción en el Libro de Timothy. Sin embargo, también parecía poseer una fabulosa intuición para todo lo relacionado con la construcción. A Caris nunca se le habría ocurrido pensar que un dique vacío era más frágil que uno lleno.

Aunque estaban muy afligidos cuando entraron en la ciudad, querían contarle a Merthin las buenas noticias enseguida y averiguar qué podía hacerse, si es que se podía hacer algo, antes de que finalizase la temporada. Hicieron una sola pausa para confiar sus caballos a los mozos de los establos y luego salieron en su busca. Lo hallaron en el taller del maestro albañil, en lo alto de la torre noroeste de la catedral, trabajando a la luz de varias lámparas de aceite y dibujando un boceto para un pretil en el suelo para las trazas.

Levantó la vista de su boceto, vio sus rostros y esbozó una amplia sonrisa.

—¿Hemos ganado? —preguntó.

—Hemos ganado —respondió Edmund.

—Gracias a Gregory Longfellow —apostilló Godwyn—. Nos ha costado mucho dinero, pero ha merecido la pena.

Merthin abrazó a ambos hombres, olvidando al menos de momento su disputa con Godwyn. Besó a Caris con ternura.

—Te he echado de menos —murmuró—. ¡Han sido ocho semanas! Creía que no ibas a volver nunca.

La joven no dijo nada. Tenía algo importante que decirle, pero prefería hacerlo en la intimidad.

Su padre no advirtió la reticencia de su hija.

—Bueno, Merthin, puedes empezar a construir enseguida.

—Perfecto.

—Puedes empezar a transportar las piedras de la cantera mañana mismo —propuso Godwyn—, pero supongo que es demasiado tarde para hacer mucho antes de las heladas del invierno.

—He estado pensando sobre eso —dijo Merthin. Miró por la ventana, era media tarde, y el día de diciembre ya empezaba a difuminarse en el atardecer—. Puede que sí haya una forma de hacerlo.

Edmund se mostró inmediatamente entusiasmado.

—¡Venga, adelante, muchacho! ¿Qué habías pensado?

Merthin se dirigió al prior.

—¿Otorgarías una indulgencia a los voluntarios que trajesen piedra de la cantera?

Una indulgencia era un perdón especial de los pecados por parte de la Iglesia, y al igual que un obsequio o que el dinero, tanto podía utilizarse para saldar deudas acumuladas como reservarse como crédito para el futuro.

—Podría hacerlo —respondió Godwyn—. ¿Qué habías planeado?

Merthin se dirigió a Edmund.

—¿Cuántos de los habitantes de Kingsbridge tienen un carro?

—Déjame pensar… —calculó Edmund, frunciendo el ceño—. Todos los comerciantes importantes poseen uno… así que deben de ser unos doscientos en total, como mínimo.

—Supón que tuviésemos que ir casa por casa esta noche y pedir a cada uno de ellos que mañana se dirigiesen con sus carros a la cantera para recoger piedra.

Edmund miró a Merthin con perplejidad y luego, poco a poco, una sonrisa fue iluminándole el rostro.

—¡Qué gran idea! —exclamó, exultante.

—Les diremos que van a ir todos los demás habitantes —siguió explicando Merthin—. Será como una fiesta. Podrán ir acompañados de sus familias y podrán llevarse comida y cerveza. Si cada uno trae un carro cargado de piedra o escombros, en dos días tendremos suficiente para construir los pilares del puente.

Caris pensó maravillada que era una idea excelente. Era muy propio de Merthin, pensar en algo que no se le hubiese ocurrido a nadie más, pero ¿funcionaría?

—¿Qué me dices del tiempo? —preguntó Godwyn.

—La lluvia ha sido una auténtica maldición para los campesinos, pero al menos ha retrasado la llegada del frío. Todavía tenemos una semana o dos, creo.

Edmund estaba como loco de contento, y se paseaba arriba y abajo por la estancia con sus andares renqueantes.

—Pero si puedes construir los pilares en los próximos días…

—A finales del año que viene podremos terminar el grueso de la obra.

—¿Podríamos utilizar el puente el año que viene?

—No… pero espera. Podríamos colocar un tablero de madera provisional bajo la calzada a tiempo para la feria del vellón.

—Así que tendríamos un puente definitivo para dentro de dos años… ¡y sólo nos saltaríamos una feria del vellón!

—Tendríamos que terminar la calzada de piedra después de la feria del vellón y así se endurecería a tiempo para poder utilizarlo con normalidad el tercer año.

—¡Maldita sea! ¡Tenemos que conseguirlo! —exclamó Edmund con entusiasmo.

—Todavía tienes que vaciar el agua del interior de las ataguías —recordó con prudencia Godwyn.

Merthin asintió con la cabeza.

—Y ésa es una tarea muy ardua. En mi plan original asigné dos semanas enteras a esa labor, pero también tengo alguna idea al respecto. Bueno, pero organicemos lo de los carros primero.

Todos se dirigieron hacia la puerta, animados por el entusiasmo. Cuando Godwyn y Edmund empezaron a descender los peldaños de la estrecha escalera de caracol, Caris asió a Merthin de la manga y lo retuvo. El joven pensó que quería besarlo y rodeó a la muchacha con los brazos, pero ella lo apartó de sí de un empujón.

—Tengo más noticias —anunció.

—¿Más?

—Estoy embarazada.

La joven observó el rostro de él. Al principio parecía desconcertado, y arqueó las cejas rojizas. Luego pestañeó, torció la cabeza hacia un lado y se encogió de hombros, como diciendo: «No me extraña nada…». Sonrió, un tanto tímidamente al principio y luego con una expresión de felicidad absoluta. Al final, en su rostro se dibujó una sonrisa radiante.

—¡Es maravilloso! —dijo.

Por una fracción de segundo, Caris lo odió con toda su alma, por su estupidez.

—¡No, no lo es!

—¿Por qué no?

—Porque no quiero pasarme la vida siendo la esclava de nadie, aunque sea mi propio hijo.

—¿Una esclava? ¿Acaso todas las madres son esclavas?

—¡Sí! ¿Cómo puede ser que no supieses que pensaba de ese modo?

Merthin parecía perplejo y dolido, y una parte de ella quiso retirar aquellas duras palabras, pero llevaba demasiado tiempo acumulando su ira.

—Sí lo sabía, supongo —contestó—, pero luego te acostaste conmigo, así que supuse… —Titubeó antes de seguir—. Debías de saber que podía pasar algo así, que sucedería, más tarde o más temprano.

—Pues claro que lo sabía, pero actué como si no lo supiese.

—Sí, lo entiendo.

—Bueno, pues deja ya de ser tan comprensivo. Eres tan pusilánime…

A Merthin se le heló el corazón. Tras una larga pausa, dijo:

—Muy bien, entonces, dejaré de ser tan comprensivo. Sólo dame la información. Dime, ¿qué piensas hacer?

—No sé qué voy a hacer, sólo sé que no quiero tener un hijo.

—Así pues, no tienes previsto hacer nada y yo soy un estúpido y un pusilánime. ¿Quieres algo de mí?

—¡No!

—Entonces, ¿qué haces aquí?

—¡No seas tan lógico!

Merthin lanzó un suspiro.

—Voy a dejar de intentar ser lo que dices que soy porque nada de lo que dices tiene ningún sentido. —Se desplazó por la habitación para apagar las lámparas—. Me alegro de que vayamos a tener un niño y me gustaría que nos casásemos y cuidásemos juntos de ese hijo, suponiendo que tu mal humor de hoy sea sólo algo pasajero. —Guardó sus útiles de dibujo en una bolsa de cuero y se la echó al hombro—. Pero por ahora, estás tan belicosa que preferiría no hablar contigo. Además, tengo mucho trabajo que hacer. —Se dirigió a la puerta y luego se detuvo—. Aunque, por otra parte, también podríamos darnos un beso y hacer las paces.

—¡Lárgate de aquí! —exclamó Caris.

El joven agachó la cabeza bajo el dintel de la puerta y desapareció por la escalera.

Caris se echó a llorar.

*

Merthin no tenía la menor idea de si la gente de Kingsbridge respondería ante su causa o no. Todos tenían trabajo y sus propias preocupaciones… ¿considerarían más importante el intento comunitario de construir el puente? No estaba seguro. Sabía, por su lectura del Libro de Timothy, que en momentos de crisis el prior Philip a menudo había logrado imponer su voluntad haciendo un llamamiento a la gente corriente para que se implicase y participase de forma activa en el problema; sin embargo, ni Merthin era Philip ni se creía con el derecho de liderar a la gente: él era sólo un carpintero.

Elaboraron una lista de los propietarios de carros o carretas y la dividieron por calles. Edmund se encargó de ir a hablar con diez ciudadanos de renombre, Godwyn escogió a diez monjes veteranos y todos decidieron ir en parejas. A Merthin le asignaron al hermano Thomas.

La primera puerta a la que llamaron fue a la de Lib Wheeler, quien seguía adelante con el negocio de Ben con mano de obra contratada.

—Podéis llevaros mis dos carros —explicó—. Y a los hombres que los conducen; cualquier cosa con tal de dejar a ese maldito conde con un buen palmo de narices.

Sin embargo, la segunda vez no tuvieron tanta suerte.

—No estoy bien —les explicó Peter Dyer, dueño de una carreta para el transporte de los fardos de paño que teñía de amarillo, verde y rosa—. No puedo viajar.

Merthin pensó que el hombre tenía muy buen aspecto; seguramente lo que le pasaba es que temía una confrontación con los hombres del conde. No se entablaría ningún combate, de eso Merthin estaba seguro, pero comprendía la reticencia del tintorero. ¿Y si todos los demás también sentían ese miedo?

La tercera visita fue a la casa de Harold Mason, un joven cantero que esperaba poder pasar los siguientes años ocupado trabajando en la construcción del puente. Accedió de inmediato.

—Jake Chepstow también vendrá —dijo—, me aseguraré de que así sea. —Harold y Jake eran amigos.

Después, casi todos respondieron positivamente.

No hizo falta que les recalcasen lo importante que era el puente para la ciudad, pues todo aquél que poseía un carro era comerciante, obviamente, y además contaban con el incentivo adicional del perdón por sus pecados, pero con todo, el factor más importante parecía ser la promesa de un día de fiesta inesperado. La mayoría de los habitantes les preguntaban quiénes iban a ir, y cuando oían que sus amigos y vecinos ya se habían ofrecido voluntarios, accedían a ir ellos también, pues no querían ser menos.

Cuando ya hubieron realizado todas sus visitas, Merthin dejó a Thomas y bajó hasta la balsa del río. Tenían que transportar los carros a la otra orilla por la noche, para poder estar listos para partir al amanecer. La balsa sólo podía llevar un carro cada vez, de modo que para pasar doscientos carros de un lado a otro tardarían varias horas. Por eso necesitaban un puente, lógicamente.

Un buey estaba haciendo girar la enorme rueda y los carros ya estaban cruzando el río. Al otro lado, los dueños conducían a sus animales hacia la hierba para que pudiesen pastar y luego regresaban a la balsa y se iban a dormir. Edmund lo había dispuesto todo para que John Constable y media docena de sus hombres pasaran la noche en Newtown custodiando los carros y los animales.

La balsa aún seguía funcionando cuando Merthin se fue a la cama, una hora o así después de la medianoche. Se quedó despierto un buen rato pensando en Caris. Sus extravagancias y su carácter impredecible formaban parte de las razones por las que se había enamorado de ella, pero lo cierto era que a veces se ponía imposible. Era la persona más lista de todo Kingsbridge, pero también extraordinariamente irracional en ocasiones.

Pero lo peor de todo es que Merthin detestaba que lo considerasen un pusilánime. No estaba seguro de si llegaría a perdonarle a Caris alguna vez semejante afrenta. El conde Roland lo había humillado diez años atrás, diciendo que no podía ser siquiera un escudero y que sólo tenía aptitudes para ser aprendiz o carpintero. Pero no era débil ni pusilánime: se había enfrentado a la tiranía de Elfric, había derrotado al prior Godwyn en cuanto al diseño del puente y estaba a punto de salvar a la ciudad entera. «Puede que sea más bien menudo —se dijo—, pero por Dios que soy fuerte…».

Pese a todo, seguía sin saber qué hacer respecto a Caris, y se durmió sin lograr apartar de sí esa preocupación.

Edmund lo despertó con las primeras luces del alba. Para entonces, casi todos los carros de Kingsbridge estaban ya en la otra orilla del río, formando una desordenada fila que atravesaba los arrabales de Newtown y se adentraba casi un kilómetro en el bosque. Tardaron un par de horas más en transportar a la gente al otro lado. El entusiasmo por organizar lo que a todas luces se había convertido en una especie de peregrinación distrajo a Merthin del problema de Caris y su embarazo. Los prados al otro lado del río no tardaron en transformarse en una escena de caos alegre y despreocupado, cuando grupos numerosos de personas se aproximaron a sus caballos y sus bueyes y los condujeron hasta sus carros, donde los uncieron a sus respectivos yugos. Dick Brewer trajo un enorme barril de cerveza y lo repartió entre todos «para insuflar ánimos a los peregrinos», según dijo, con resultados muy dispares, pues a algunos se les insufló tanto el ánimo que acabaron tirados en el suelo, completamente borrachos.

Una multitud de espectadores se aglomeró a la orilla de la ciudad, a observar la curiosa procesión. Cuando la fila de carros emprendió al fin la marcha, los vítores y los gritos de júbilo resonaron por toda la ciudad.

Sin embargo, las piedras sólo eran la mitad del problema.

Merthin centró su atención en el siguiente asunto más acuciante: si iba a colocar las piedras en cuanto llegasen de la cantera, tenía que vaciar las ataguías en dos días en lugar de hacerlo en dos semanas. Cuando el clamor popular cesó, alzó la voz y se dirigió a la multitud. Aquél era el momento de acaparar su atención, cuando el entusiasmo empezaba a dar muestras de flaqueza y empezaban a preguntarse qué hacer a continuación.

—¡Necesito a los hombres más fuertes que queden en la ciudad! —gritó. Todos permanecieron en silencio, intrigados, a la expectativa—. ¿Acaso no quedan hombres fuertes en Kingsbridge? —Aquello era en parte un señuelo, porque la tarea podía ser muy pesada, pero el hecho de solicitar la colaboración únicamente de los hombres fuertes también planteaba un reto que a los más jóvenes les resultaría difícil de resistir—. Antes de que los carros regresen de la cantera mañana por la noche, tenemos que vaciar el agua de las ataguías. Será el trabajo más duro que hayáis hecho nunca, así que no quiero débiles ni pusilánimes, por favor. —Cuando dijo aquello, vio a Caris entre la multitud, la miró a la cara y la vio estremecerse: la muchacha recordaba haber empleado esa palabra, y era consciente de haberlo insultado—. Cualquier mujer que se crea igual de capacitada que un hombre también puede participar —añadió—. Quiero que vayáis por un balde y que os reunáis conmigo lo antes posible en la orilla que hay frente a la isla de los Leprosos. Recordad: ¡sólo los más fuertes!

No estaba seguro de si había logrado ganárselos con su discurso. Cuando terminó, distinguió la figura alta de Mark Webber y se abrió paso entre la multitud para llegar hasta él.

—Mark, ¿animarás a los demás? —le pidió con ansiedad.

Mark era un gigantón amable y bondadoso, muy apreciado entre sus conciudadanos. A pesar de que era pobre, tenía una gran influencia, en especial sobre los adolescentes.

—Me aseguraré de que los chicos echen una mano —dijo.

—Gracias.

A continuación, Merthin fue a hablar con Ian Boatman.

—Voy a necesitarte durante todo el día, espero —le anunció—. Para que lleves a la gente en tu barca hasta las ataguías y luego de vuelta. Puedes trabajar a cambio de dinero o de una indulgencia, tú eliges.

Ian sentía una excesiva debilidad por la hermana menor de su mujer y seguramente preferiría la indulgencia, ya fuese por los pecados pasados o por los que pensaba cometer en un futuro cercano.

Merthin se abrió camino entre las calles hasta llegar a la orilla, donde estaba preparándolo todo para iniciar la construcción del puente. ¿Se podían vaciar las ataguías en apenas dos días? Lo cierto era que no tenía ni la menor idea. Se preguntó cuántos litros de agua habría en cada una… ¿miles? ¿Cientos de miles? Tenía que haber algún modo de calcularlo. Los filósofos griegos seguramente habían ideado un método, pero si lo habían hecho, no era algo que se enseñase en la escuela del priorato. Para averiguarlo, lo más probable es que tuviese que acudir a Oxford, donde vivían matemáticos famosos en el mundo entero, según Godwyn.

Aguardó a la orilla del río, preguntándose si acudiría alguien.

La primera en llegar fue Megg Robbins, la fornida hija de un comerciante de cereales, con unos músculos robustecidos por los años de levantar sacos de grano.

—Puedo superar a la mayoría de los hombres de esta ciudad —le dijo, y Merthin no tuvo ninguna duda al respecto.

Al instante llegó un grupo de hombres jóvenes seguidos de tres novicios.

En cuanto Merthin hubo reunido a diez personas provistas de baldes, hizo que Ian transportase al grupo y a él mismo hasta el dique más cercano.

En el interior del círculo que formaba la ataguía había erigido una plataforma de madera justo por encima del nivel del agua, lo suficientemente robusta para que los hombres pudiesen ponerse de pie. Desde la plataforma, cuatro escaleras conducían hacia el fondo, hasta el lecho del río. En el centro de la ataguía, flotando encima de la superficie, había una balsa, y entre ésta y la plataforma había un hueco de poco más de medio metro. La balsa se mantenía en su posición central por unos palos de madera que salían de ella y que casi llegaban a las tablestacas e impedían que la balsa se moviese más que unos pocos centímetros en cualquier dirección.

—Trabajad en parejas —les ordenó—. Uno en la balsa y el otro en la plataforma. El que esté en la balsa llena su balde y se lo pasa al que está en la plataforma, que arroja el agua al río por el otro lado. Mientras se pasa un balde vacío en una dirección, en la otra se pasa otro lleno.

—¿Y qué hacemos si el nivel del agua del interior decrece y no nos alcanzamos para pasarnos los baldes? —Quiso saber Megg Robbins.

—Buena pregunta, Megg, será mejor que te nombre mi capataza. Cuando ya no os alcancéis, trabajad de tres en tres, con uno en la escalera.

La mujer comprendió la lógica enseguida.

—Y luego de cuatro en cuatro, con dos en una escalera…

—Sí, aunque para entonces habrá que dejar descansar a los hombres y traer a otros.

—De acuerdo.

—Manos a la obra, entonces. Traeré a otros diez hombres, ahí todavía queda mucho sitio.

Megg se dio media vuelta.

—¡Escoged a vuestro compañero, ya! —exclamó.

Los voluntarios empezaron a llenar sus baldes, y Merthin oyó decir a Megg:

—Venga, mantengamos todos el mismo ritmo: ¡llenar, levantar, pasar, arrojar! Uno, dos, tres, cuatro. ¿Y si lo acompañamos con una saloma? —Alzó su voz de agradable contralto—: «Ésta es la historia de un aguerrido caballero…».

Conocían la canción, así que todos se sumaron en el siguiente verso:

—«Cuya espada era temible y de golpe certero».

Merthin observó la escena. Todos empezaron a sudar a mares en pocos minutos, pero él seguía sin ver ningún descenso evidente en el nivel del agua. Iba a ser una tarea muy larga.

Saltó por el borde de la plataforma y se subió a la barca de Ian.

Para cuando alcanzó la orilla, lo esperaban otros treinta voluntarios más con sendos baldes.

Empezó con la segunda ataguía, con Mark Webber como capataz, luego duplicó el número de hombres en ambos diques y fue sustituyendo las cuadrillas a medida que percibía en los hombres las huellas del cansancio. Ian Boatman no tardó en caer rendido y le pasó los remos de la barca a su hijo. El agua del interior de las ataguías menguaba con una lentitud desquiciante, centímetro a escaso centímetro. Cuando el nivel del agua descendió, la labor se hizo aún más lenta, pues era necesario que los baldes cubrieran una distancia cada vez mayor para llegar al borde.

Megg fue la primera en descubrir que no se podía sujetar un balde lleno con una mano y uno vacío con la otra y mantener el equilibrio al mismo tiempo sobre una escalera. Ideó una cadena humana en un solo sentido, con los baldes llenos que subían por una escalera y los vacíos que bajaban por la otra. Mark instauró el mismo sistema en su ataguía.

Los voluntarios trabajaban durante una hora y luego descansaban otra, pero Merthin no paraba, sino que se dedicaba a organizar los equipos, a supervisar el transporte de voluntarios hasta las ataguías, reemplazando los baldes que se rompían. La mayoría de los hombres bebían cerveza en sus períodos de descanso, por lo que luego hubo varios accidentes, por la tarde, cuando algunos voluntarios soltaron los cubos involuntariamente y otros se cayeron de las escaleras. La madre Cecilia acudió a auxiliar a los heridos, con la ayuda de Mattie Wise y Caris.

Empezó a oscurecer con demasiada presteza, y no tuvieron más remedio que interrumpir las tareas. Sin embargo, ambas ataguías se habían vaciado en más de la mitad de su contenido. Merthin pidió a todos que volvieran por la mañana y luego se fue a casa. Tras unas cuantas cucharadas de la sopa de su madre, se quedó dormido a la mesa y sólo se despertó el tiempo justo para envolverse con una manta y tenderse en el jergón de paja. Cuando se despertó a la mañana siguiente, su primer pensamiento fue preguntarse si alguno de los voluntarios aparecería para el segundo día.

Con las primeras luces del alba, bajó a toda prisa hasta el río con ansia en el corazón. Tanto Mark Webber como Megg Robbins estaban ya allí, Mark mordisqueando una rebanada gruesa de pan y Megg atándose un par de botas altas con la esperanza de mantener secos los pies. No apareció nadie más durante la siguiente media hora y Merthin empezó a preguntarse qué haría sin voluntarios. Entonces, llegó un pequeño grupo de jóvenes que traía consigo su desayuno, seguidos por los novicios y luego por una gran multitud.

También apareció el barquero, Ian Boatman, y Merthin le dio instrucciones para que transportara a Megg y a varios voluntarios, quienes se pusieron manos a la obra de inmediato.

El trabajo fue mucho más arduo ese día. A todos les dolían todos los músculos del cuerpo por el esfuerzo del día anterior. Había que subir los baldes tres metros o incluso más, pero por fin se veía el final: el nivel del agua en ambos diques siguió bajando y los voluntarios empezaron a distinguir el lecho del río.

A media tarde, llegó el primero de los carros procedente de la cantera. Merthin ordenó al propietario que descargase la piedra en el prado y que llevase su carro a la ciudad a bordo de la balsa. Poco después, en la ataguía de Megg, la balsa del centro topó con el lecho del río.

Todavía quedaba trabajo por hacer: cuando hubieron evacuado el último balde de agua, tuvieron que desmantelar la balsa en sí, tablón por tablón, y sacarla de la ataguía por las escaleras. Luego aparecieron docenas de peces que no dejaban de agitarse y sacudir las aletas en los charcos cenagosos del fondo y que los voluntarios atraparon con redes y luego se repartieron entre ellos. Pero cuando todo eso estuvo hecho, Merthin se plantó en lo alto de la plataforma, agotado pero exultante, y contempló un hoyo de seis metros en el barro llano del lecho del río.

Al día siguiente arrojaría varias toneladas de mampuestos en cada hoyo y mezclaría las piedras con argamasa para formar unos cimientos colosales e inamovibles.

A continuación empezaría a construir el puente.

*

Wulfric estaba sumido en una honda tristeza.

Apenas comía nada y se le olvidaba asearse. Se levantaba como un espectro al despuntar el alba y volvía a acostarse cuando oscurecía, pero no trabajaba, ni le hacía el amor a Gwenda por las noches. Cuando ella le preguntaba qué le ocurría, él le contestaba que no lo sabía. Respondía a todas las preguntas con el mismo laconismo o con simples gruñidos.

Había poca faena en los campos de todos modos. Era la estación en que los aldeanos se sentaban junto a la lumbre a remendarse los zapatos de cuero, fabricar palas de roble y comer cerdo en salazón con manzana hervida y col en vinagre. A Gwenda no le inquietaba cómo iban a alimentarse, pues a Wulfric aún le quedaba dinero de la venta de sus cosechas, pero sí estaba extremadamente preocupada por él.

Wulfric siempre había vivido para su trabajo. Algunos aldeanos protestaban continuamente y sólo estaban contentos los días de asueto, pero él no era así. A él sólo le importaban los campos, las cosechas, los animales y el tiempo. Hasta entonces, los domingos siempre se había mostrado muy impaciente hasta que encontraba alguna ocupación que no estuviese prohibida, y en las fiestas de guardar siempre había hecho todo lo posible por sortear las reglas.

La joven sabía que tenía que conseguir que volviese a ser el mismo de antes porque de lo contrario, podía enfermar con algún mal físico. Además, su dinero no duraría eternamente. Más tarde o más temprano tendrían que ponerse a trabajar los dos.

Sin embargo, no le comunicó la noticia hasta que hubieron pasado dos lunas llenas y estuvo del todo segura. Y entonces, una mañana de diciembre, le anunció:

—Tengo algo que decirte.

Él respondió con un gruñido. Estaba sentado a la mesa de la cocina, tallando un palo de madera, y no levantó la vista de tan inútil pasatiempo.

La joven extendió los brazos por encima de la mesa y lo agarró de las muñecas para que dejara de tallar la madera.

—Wulfric, ¿quieres mirarme, por favor?

Hizo lo que le decía con una expresión sombría en el rostro, resentido por tener que recibir órdenes pero demasiado apático para enfrentarse a ella.

—Es importante —dijo Gwenda.

La miró en silencio.

—Voy a tener un hijo.

Su semblante no se alteró, pero Wulfric soltó el cuchillo y el palo.

La joven lo miró durante largo rato.

—¿Comprendes lo que te estoy diciendo? —le preguntó. Él asintió con la cabeza.

—Un hijo —repitió.

—Sí, tendremos un hijo.

—¿Cuándo?

Gwenda sonrió. Era la primera pregunta que le hacía en dos meses.

—El verano que viene, antes de la cosecha.

—Habrá que cuidar del niño —dijo—, y de ti también.

—Sí.

—Tengo que trabajar. —Volvió a parecer deprimido.

Ella contuvo la respiración, ¿qué sucedería ahora?

El joven lanzó un suspiro y luego adoptó una expresión resuelta.

—Iré a ver a Perkin —anunció—. Necesitará ayuda con el arado en invierno.

—Y con el abono —añadió ella, contenta—. Iré contigo. Se ofreció a contratarnos a ambos.

—De acuerdo. —Seguía mirándola—. Un hijo… —entonó, como en trance—. ¿Será niño o niña?

Gwenda se levantó y rodeó la mesa para sentarse a su lado.

—¿Tú qué preferirías?

—Una niña. En mi familia todos éramos chicos.

—Pues yo quiero un niño, una versión en miniatura de ti.

—Puede que tengamos mellizos.

—Pues entonces, uno de cada.

Wulfric la abrazó.

—Tendríamos que decirle al padre Gaspard que nos case como es debido.

Gwenda lanzó un suspiro de satisfacción y apoyó la cabeza en el hombro del joven.

—Sí, tal vez sí.

*

Merthin se trasladó de la casa de sus padres justo antes de Navidad. Se había construido una casa de una sola habitación para él en la isla de los Leprosos, que para entonces ya eran sus tierras. Dijo que tenía que vigilar la cantidad cada vez mayor de los costosos materiales de construcción que acumulaba en la isla: madera, piedras, cal, cuerdas y herramientas de hierro.

Hacia las mismas fechas, dejó de acudir a casa de Caris a comer.

El penúltimo día de diciembre, la joven fue a ver a Mattie Wise.

—No hace falta que me digas por qué estás aquí —le dijo Mattie—. ¿Estás ya de tres meses?

Caris asintió y le rehuyó la mirada. Miró a su alrededor en la pequeña cocina, llena de frascos y jarras. Mattie estaba calentando algo en un caldero de hierro, una mezcla que despedía un olor acre que daba a Caris ganas de estornudar.

—No quiero tener un hijo —le confió Caris.

—Ojalá me diesen una gallina por cada vez que oigo decir eso.

—¿Me condenaré al infierno por esto?

La sanadora se encogió de hombros.

—Yo me dedico a hacer pócimas, no a emitir juicios. La gente sabe distinguir la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal, y si no lo sabe, para eso está el clero.

Caris se llevó una decepción. Esperaba un poco más de comprensión por parte de Mattie. En un tono más despreocupado, preguntó:

—¿Tienes alguna poción para deshacerme de este hijo?

—Sí… —La mujer parecía indecisa.

—¿Hay algún problema?

—La forma de deshacerse de un embarazo consiste en intoxicarse. Hay mujeres que se beben cinco litros de vino fuerte. Yo elaboro un brebaje con varias hierbas tóxicas. A veces funciona y a veces, no. Pero siempre sienta fatal al cuerpo.

—¿Es peligroso? ¿Podría morir?

—Sí, aunque no es tan arriesgado como dar a luz.

—Me lo tomaré.

Mattie retiró el caldero del fuego y lo puso a enfriar en una losa de piedra. Volvió junto a su destartalada mesa de trabajo, extrajo un cuenco de porcelana de una alacena y vertió en él pequeñas cantidades de distintos ingredientes en polvo.

—¿Qué pasa? Dices que no emites juicios de valor, pero pareces reprobar mi conducta —dijo Caris.

Mattie asintió con la cabeza.

—Tienes razón, hago juicios de valor, por supuesto; todo el mundo lo hace.

—Y ahora me estás juzgando.

—Estoy pensando que Merthin es un buen hombre y que lo amas, pero no pareces capaz de encontrar la felicidad a su lado. Eso me entristece.

—Crees que debería ser como las demás mujeres y arrojarme a los pies de algún hombre.

—Eso parece hacerles felices a ellas, pero yo escogí una forma de vida distinta. Y supongo que tú también lo harás.

—¿Y eres feliz?

—No nací para ser feliz, pero ayudo a la gente, me gano la vida y soy libre. —Echó la mezcla en un vaso, agregó un poco de vino y removió el contenido para que se disolvieran los polvos—. ¿Has desayunado ya?

—Sólo un poco de leche.

Añadió una pizca de miel en el vaso.

—Bébete esto y no comas nada. Sólo conseguirías vomitarlo todo.

Caris tomó el vaso, dudó unos instantes y luego se bebió el brebaje de un sorbo.

—Gracias. —Tenía un vomitivo sabor amargo que la miel sólo lograba enmascarar en parte.

—Todo debería haber acabado mañana por la mañana, de una manera u otra.

Caris le pagó y se marchó. Caminando de vuelta a casa, sintió una extraña mezcla de alegría y tristeza. La embargaba una sensación de inmenso regocijo por haber tomado una decisión después de tantas semanas de inquietud y nerviosismo, pero también tenía una sensación de pérdida, como si estuviera diciéndole adiós a alguien… a Merthin tal vez. Se preguntó si su separación llegaría a ser permanente. Podía considerar esa posibilidad con calma, porque todavía estaba enfadada con él, pero al mismo tiempo sabía que lo echaría terriblemente de menos. El joven acabaría encontrando a otra mujer, a Bessie Bell, quizá, pero Caris estaba segura de que nunca sería lo mismo. Además, ella jamás amaría a nadie como había amado a Merthin.

Cuando llegó a casa, el aroma del asado de cerdo que flotaba por toda la casa le hizo sentir náuseas y volvió a salir. No quería pararse a contar chismes con las demás mujeres en la calle principal, ni hablar de negocios con los hombres en la sede del gremio, por lo que fue paseando sin rumbo fijo hasta encaminar sus pasos hacia los dominios del priorato, arrebujada en su tupida capa de lana para no pasar frío, y se sentó en una lápida del cementerio a observar la pared norte de la catedral, admirando la perfección de sus molduras talladas y la elegancia de sus arbotantes.

No tardó en empezar a encontrarse mal.

Vomitó sobre un sepulcro, pero tenía el estómago vacío, por lo que no salió más que un fluido agrio. Empezó a dolerle la cabeza y quiso ir a echarse a su habitación, pero temía volver a casa a causa del olor de la cocina. Decidió ir al hospital del priorato; las monjas la dejarían tumbarse allí unos minutos. Abandonó el camposanto, atravesó el césped de la parte delantera de la catedral y entró en el hospital. De repente sintió una sed acuciante.

La recibió el rostro afable y bondadoso de Julie la Anciana.

—Hola, hermana Juliana —la saludó, agradecida—. ¿Seríais tan amable de traerme un vaso de agua? —El priorato disponía de agua corriente canalizada procedente del río, y estaba fresca, limpia y era seguro beber de ella.

—¿Acaso estás enferma, hija? —preguntó la anciana con ansiedad.

—Sólo estoy un poco mareada. Si no es molestia, me gustaría echarme un momento.

—Pues claro que no es ninguna molestia. Iré a buscar a la madre Cecilia.

Caris se tumbó en uno de los jergones de paja dispuestos ordenadamente en el suelo. Se sintió mejor durante un breve espacio de tiempo, pero luego el dolor de cabeza regresó con más intensidad. Julie volvió con una jarra y un vaso y acompañada de la madre Cecilia. Caris bebió un poco de agua, vomitó y luego volvió a beber un poco más.

Cecilia le hizo algunas preguntas y luego dijo.

—Has comido algo que te ha sentado mal. Hay que practicarte una purga.

Caris sentía unos dolores tan atroces que ni siquiera habló. Cecilia se fue y regresó al cabo de un momento con un frasco y una cuchara y administró a Caris una cucharada de una empalagosa medicina que sabía a clavo de olor.

Caris se tumbó con los ojos cerrados deseando que el dolor remitiese. Tras unos minutos, empezó a sentir espasmos en el estómago, seguidos de una diarrea incontrolable. Supuso de forma vaga que seguramente se debían a la medicina administrada por la madre Cecilia. Al cabo de una hora, todos los síntomas desaparecieron. Julie la desvistió, la aseó, le dio un hábito de monja en lugar de su vestido sucio y la llevó a un jergón limpio. La muchacha se tumbó y cerró los ojos, exhausta.

El prior Godwyn fue a verla y dictaminó que había que practicarle una sangría. Vino otro monje para llevar a cabo la tarea, que hizo incorporarse a la joven y extender el brazo con el codo encima de un cuenco de gran tamaño. A continuación tomó un cuchillo afilado y abrió la vena que le recorría la parte interior del codo. Caris apenas notó el dolor del corte ni el lento palpitar del sangrado. Al cabo de un rato, el monje tapó la herida con una venda y ordenó a Caris que la sujetara allí con fuerza. Luego se llevó el cuenco de sangre.

La joven tenía una conciencia vaga de la gente que acudía a visitarla: su padre, Petranilla, Merthin. Julie la Anciana le llevaba un vaso a los labios de vez en cuando y ella siempre bebía, pues sentía una sed insaciable. En algún momento vio velas y se dio cuenta de que debía de ser de noche. Al final cayó presa de un sueño inquieto y tuvo pesadillas con escenas de sangre. Cada vez que se despertaba, Julie le daba agua.

Al fin se despertó a la luz del día. El dolor había remitido y sólo había dejado como secuela una leve jaqueca. Luego notó que alguien le estaba lavando los muslos y se incorporó rápidamente apoyándose en un codo.

Una novicia de rostro angelical estaba en cuclillas junto al jergón. Caris llevaba el vestido remangado hasta la cintura y la monja la estaba lavando con un paño humedecido en agua tibia. Al cabo de unos instantes le vino a la memoria el nombre de la joven novicia.

—Mair —dijo.

—Sí —respondió la monja con una sonrisa. Cuando la novicia escurrió el paño en un cuenco, Caris se asustó al ver que el agua estaba teñida de rojo.

—¡Sangre! —exclamó, asustada.

—No te preocupes —la tranquilizó Mair—. Sólo es tu ciclo menstrual, muy abundante, pero normal.

Caris vio que tanto la ropa que llevaba como el jergón estaban empapados en sangre.

Se recostó de nuevo, mirando al techo. Unas lágrimas le afloraron a los ojos, pero no sabía si lloraba de alivio o de tristeza.

Ya no estaba embarazada.