ulfric volvió a dormirse pero Gwenda permaneció despierta. Estaba demasiado emocionada para dormir. Se había ganado el amor de Wulfric, lo sabía. El hecho de que en parte hubiera tenido que hacerse pasar por Annet era en realidad poco relevante. Le había hecho el amor con tanta avidez y luego la había besado con tal ternura y gratitud que sintió que era suyo para siempre.
Cuando su corazón se desaceleró y su mente recobró la calma, pensó en el asunto de la herencia. No estaba dispuesta a dejarlo correr, y menos ahora. Mientras en el exterior despuntaba el amanecer, se estrujó el cerebro buscando la manera de salvarlo. Cuando Wulfric se despertó, la muchacha le dijo:
—Me voy a Kingsbridge.
Él se asombró mucho.
—¿Para qué?
—Para averiguar si hay algún modo de que todavía recibas la herencia.
—¿Cómo?
—No lo sé, pero Ralph aún no ha cedido a nadie las tierras, así que todavía hay posibilidades. Además, te lo mereces; has trabajado muy duro y has sufrido mucho.
—¿Qué harás?
—Iré a ver a mi hermano Philemon. Él entiende más que nosotros de esas cosas y sabrá qué tenemos que hacer.
Wulfric la miró con extrañeza.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella.
—Realmente me amas, ¿no es así? —dijo él.
Ella sonrió, colmada de felicidad, y respondió:
—¿Qué te parece si lo hacemos otra vez?
A la mañana siguiente la muchacha se encontraba en el priorato de Kingsbridge, sentada en el banco de piedra del huerto, esperando a Philemon. Durante el largo trayecto a pie desde Wigleigh, había repasado mentalmente cada segundo de la noche del domingo recreándose en los placeres físicos y dando vueltas a las palabras que habían intercambiado. Wulfric no había afirmado que la amara; sin embargo, había dicho: «Realmente me amas». Y parecía complacido de que fuera así, aunque lo desconcertaba un poco la intensidad de su pasión.
Ella deseaba con todas sus fuerzas devolverle lo que le correspondía por derecho de nacimiento. Casi lo anhelaba tanto como había anhelado tenerlo a él. Lo deseaba por el bien de ambos. Se casaría con él aunque siguiera siendo un jornalero sin tierras igual que su padre, dada la oportunidad, pero quería mejorar la situación de ambos y estaba decidida a conseguirlo.
Cuando Philemon salió del edificio del priorato y la saludó en el jardín, la muchacha se percató enseguida de que llevaba la indumentaria propia de un novicio.
—¡Holger! —exclamó, utilizando su verdadero nombre ante la sorpresa—. ¡Eres novicio! ¡Lo que siempre has querido!
Él sonrió orgulloso, y pasó por alto con benevolencia el hecho de que lo hubiera llamado por su antiguo nombre.
—Fue una de las primeras cosas que hizo Godwyn en cuanto lo nombraron prior —explicó—. Es un hombre maravilloso, me siento verdaderamente honrado de servirlo.
Se sentó junto a ella en el banco. Hacía un día templado propio del otoño: estaba nublado pero no llovía.
—¿Qué tal te van las lecciones?
—Avanzo despacio. Es difícil aprender a leer y escribir de mayor. —Hizo una mueca—. Los jóvenes progresan más deprisa, aunque ya soy capaz de copiar el padrenuestro en latín.
La muchacha lo envidiaba. Ella ni siquiera sabía escribir su nombre.
—¡Eso es estupendo! —se alegró.
Su hermano iba camino de lograr el sueño de su vida: convertirse en monje. Tal vez el estatus de novicio contribuyera a atenuar el complejo de inferioridad que, estaba segura, era lo que lo llevaba a conducirse a veces con malicia y engaño.
—¿Cómo estás tú? —preguntó—. ¿Qué te trae por Kingsbridge?
—¿Sabes que Ralph Fitzgerald es ahora el señor de Wigleigh?
—Sí. Está en la ciudad. Se aloja en la posada Bell y se da la gran vida.
—Se ha negado a que Wulfric herede las tierras de su padre. —Le explicó a Philemon toda la historia—. Quiero saber si hay algún modo de impugnar su decisión.
Philemon negó con la cabeza.
—De entrada, diría que no. Wulfric podría presentar una queja al conde de Shiring y pedirle que anulara la decisión de Ralph, pero el conde no intervendrá a menos que tenga alguna implicación personal. Aunque crea que la decisión es injusta, lo cual resulta evidente, no desautorizará a un señor recién nombrado. Pero bueno, ¿a ti qué más te da? Pensaba que Wulfric iba a casarse con Annet.
—Cuando Ralph anunció su decisión, Annet dejó plantado a Wulfric y se casó con Billy Howard.
—Así que tienes posibilidades.
—Eso creo. —Notó que se ruborizaba.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Philemon con perspicacia.
—Me he aprovechado de él —confesó Gwenda—. Cuando estaba afligido por la boda, me metí en su cama.
—No te preocupes. Los que hemos nacido pobres tenemos que valernos de artimañas para conseguir lo que queremos. Los escrúpulos son cosa de los privilegiados.
A Gwenda no le gustó oírlo hablar de ese modo. A veces daba la impresión de que Philemon creía que su infancia difícil podía excusar cualquier comportamiento. Sin embargo, estaba demasiado disgustada para pensar en eso.
—¿De verdad no hay nada que pueda hacer?
—Ah, yo no he dicho eso. No se puede impugnar la decisión de Ralph, pero sí que se le puede tratar de convencer.
—Yo no, seguro.
—No lo sé. ¿Por qué no vas a ver a Caris, la prima de Godwyn? Sois amigas desde que erais pequeñas. Si puede, te ayudará, y además es muy amiga del hermano de Ralph, Merthin. Tal vez a él se le ocurra algo.
Por pocas esperanzas que tuviera, eso era mejor que nada, así que Gwenda se puso en pie dispuesta a marcharse.
—Iré a verla ahora mismo. —Se inclinó para darle un beso de despedida a su hermano, pero enseguida se acordó de que ahora les estaba prohibido ese tipo de contacto. En lugar de eso le estrechó la mano, lo cual se le antojó extraño.
—Rezaré por ti —dijo él.
Caris vivía justo enfrente de las puertas del priorato. Cuando Gwenda entró en la casa, el comedor estaba desierto; no obstante, oyó voces en la cámara donde Edmund solía tratar los asuntos comerciales. La cocinera, Tutty, le explicó que Caris estaba con su padre, así que Gwenda se sentó a esperarla y empezó a dar golpecitos de impaciencia con el pie en el suelo. Al cabo de pocos minutos la puerta se abrió.
Edmund salió acompañado por un hombre que la muchacha desconocía. Era alto y tenía una nariz ancha que confería a su rostro una expresión altanera. Llevaba las vestiduras negras propias de un sacerdote, aunque no lucía ninguna cruz ni símbolo sagrado alguno. Edmund saludó a Gwenda con un afable gesto de la cabeza y dijo al extraño:
—Os acompaño de vuelta al priorato.
Caris siguió a los dos hombres fuera de la cámara y abrazó a Gwenda.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Gwenda en cuanto se hubo marchado.
—Se llama Gregory Longfellow. Es el hombre de leyes a quien ha contratado el prior Godwyn.
—¿Y para qué ha contratado a un hombre de leyes?
—El conde Roland ha impedido que el priorato extraiga piedras de su cantera, pretende cobrarles un penique por cada carro lleno. Godwyn va a quejarse al rey.
—¿Y tú tienes algo que ver?
—Gregory cree que debemos alegar que a la ciudad le es imposible pagar la tasa si no dispone de un puente, dice que es la mejor manera de convencer al rey. Por eso mi padre va a ir junto con Godwyn al tribunal real en calidad de testigo.
—¿Tú también irás?
—Sí. Pero dime, ¿qué haces aquí?
—Me he acostado con Wulfric.
Caris sonrió.
—¿De verdad? ¡Por fin! ¿Y qué tal?
—Maravilloso. Me tendí a su lado y pasé allí la noche mientras él dormía. Cuando se despertó, lo… convencí.
—Cuéntame más, quiero conocer todos los detalles.
Gwenda relató a Caris el episodio. Al final, aunque estaba impaciente por pasar a hablar del verdadero motivo de su visita, añadió:
—Algo me dice que tú tienes noticias parecidas.
Caris asintió.
—Me acosté con Merthin. Le dije que no quería casarme y él se largó a ver a esa vaca de Bessie Bell. Yo me disgusté mucho porque me la imaginaba mostrándole sus enormes tetas, y cuando volvió me puse tan contenta que sentí la necesidad de hacerlo.
—¿Te gustó?
—Me encantó. Es lo mejor que hay. Además, cada vez nos va mejor. Lo hacemos siempre que tenemos oportunidad.
—¿No te da miedo quedarte embarazada?
—No pienso en eso. Me daría igual morirme. Una vez… —Bajó la voz—. Una vez, nos bañamos en una laguna del bosque y luego me lamió… ahí abajo.
—¡Puaj! ¡Qué asco! ¿Qué te pareció?
—Bien. A él también le gustó.
—No me digas que tú también se lo hiciste a él.
—Sí.
—¿Y se…?
Caris asintió.
—En mi boca.
—¿No te pareció repugnante?
Caris se encogió de hombros.
—Tiene un sabor curioso, pero es muy excitante notarlo. Él gozó muchísimo.
Gwenda estaba sorprendida aunque también intrigada. A lo mejor debería probarlo con Wulfric. Conocía un lugar donde podrían bañarse, un riachuelo en el bosque, lejos de todos los caminos…
—Pero no habrás venido hasta aquí sólo para contarme lo de Wulfric —supuso Caris.
—No. Quería hablarte de la herencia. —Gwenda le explicó la resolución de Ralph—. Philemon cree que tal vez Merthin pueda persuadir a Ralph para que cambie de parecer.
Caris sacudió la cabeza con gesto pesimista.
—Lo dudo. Han reñido.
—¡Oh, no!
—Fue Ralph quien impidió que los carros salieran de la cantera. Por desgracia, Merthin estaba allí en ese momento. Hubo una riña y Ben Wheeler mató a uno de los rufianes del conde; entonces Ralph mató a Ben.
Gwenda dio un grito ahogado.
—¡Pero si Lib Wheeler tiene un pequeño de dos años!
—Pues ahora el pequeño Bennie es huérfano de padre.
Gwenda sentía tanta pena por Lib como por sí misma.
—Así que no puedo contar con la ayuda de su hermano.
—De todas formas, podemos ir a ver a Merthin. Hoy está trabajando en la isla de los Leprosos.
Salieron de la casa y caminaron por la calle principal hasta el río. Gwenda estaba muy desanimada; todo el mundo creía que tenía muy pocas posibilidades. Le parecía muy injusto.
Le pidieron a Ian Boatman que las trasladara en su barca hasta la isla. Caris le explicó que el viejo puente iba a ser sustituido por dos nuevos enlazados por la isla, que haría de pasadera.
Encontraron a Merthin junto a su ayudante, un muchacho de catorce años llamado Jimmie. Estaban situando los estribos del nuevo puente. Para medir utilizaban una barra de hierro cuya longitud doblaba la altura de un hombre. El ayudante clavaba estacas en el terreno rocoso para marcar los lugares donde debía excavarse y construir los cimientos.
Gwenda observó la forma en que Caris y Merthin se besaban. Era distinta. Sus cuerpos se transmitían una calidez íntima que resultaba novedosa. Le recordó a cómo se sentía ella con respecto a Wulfric. El cuerpo del muchacho no sólo le resultaba deseable sino que le permitía gozar. Lo sentía tan suyo como el propio.
Ella y Caris observaron a Merthin terminar lo que estaba haciendo y atar un cordel a dos estacas. Luego le pidió a Jimmie que recogiera los utensilios.
—Supongo que sin piedras no puedes hacer gran cosa —dijo Gwenda.
—Puedo ultimar algunos preparativos, pero he enviado a todos los albañiles a la cantera. En lugar de dar el acabado a las piedras en el lugar de destino, lo hacen allí. Estamos haciendo acopio de material.
—Así que si ganáis el caso ante el tribunal real, empezaréis a construir el puente de inmediato.
—Eso espero. Depende de cuánto se tarde en resolver el caso, y también del clima. En pleno invierno, es imposible construir nada, la escarcha hace que se hiele la argamasa. De hecho, ya estamos en octubre y solemos dejar de trabajar a mediados de noviembre. —Miró al cielo—. Tal vez este año podamos alargar la temporada un poco más; las nubes mantienen el calor en la atmósfera.
Gwenda le explicó qué quería.
—Me gustaría poder ayudarte —dijo Merthin—. Wulfric es un buen muchacho, y el único culpable de la pelea fue Ralph. Sin embargo, he reñido con mi hermano y antes de pedirle ningún favor tendría que hacer las paces con él. Lo que ocurre es que no puedo perdonarle que matara a Ben Wheeler.
Era la tercera respuesta negativa que recibía de forma consecutiva, pensó Gwenda con tristeza. Tal vez fuera un propósito disparatado.
—Tendrás que hacerlo tú misma —dijo Caris.
—Lo haré —respondió Gwenda con decisión. Había llegado el momento de dejar de pedir ayuda y confiar en sus propios medios, tal como había hecho siempre—. Ralph está en la ciudad, ¿verdad?
—Sí —respondió Merthin—. Ha venido para comunicar a sus padres la noticia de su ascenso. Son las únicas personas de todo el condado que lo celebran.
—Pero no se aloja en su casa.
—Ahora tiene demasiada categoría para eso. Se aloja en la posada Bell.
—¿Cuál crees que es la mejor manera de convencerlo?
Merthin se quedó pensativo unos instantes.
—Ralph se resiente de la humillación de nuestro padre, del hecho de que relegaran a un caballero a pensionista del priorato. Haría cualquier cosa que supusiera mejorar su posición social.
Gwenda pensó en ello durante todo el tiempo que Ian Boatman tardó en transportarlos a todos de nuevo a la ciudad. ¿Cómo podría presentarle a Ralph la petición de modo que realzara su rango? Era mediodía cuando ascendían por la calle principal. Merthin iba a cenar en casa de Caris y ésta invitó a Gwenda a sumarse a ellos, pero la muchacha estaba demasiado impaciente por entrevistarse con Ralph y fue directa a la posada Bell.
Un mozo de posada le comunicó que Ralph se encontraba arriba, en la mejor alcoba. La mayoría de los huéspedes se alojaban en una cámara comunitaria y Ralph destacaba su posición al ocupar una él solo. Gwenda pensó con amargura que debía de pagarla con el dinero de las escasas cosechas de los campesinos de Wigleigh.
Llamó a la puerta y entró.
Ralph se encontraba allí junto con su escudero, Alan Fernhill, un muchacho de unos dieciocho años de hombros anchos y cabeza hueca. En la mesa, entre ambos, había una jarra de cerveza, una barra de pan y una humeante ración de ternera asada. Estaban terminando de cenar y parecían satisfechos de su vida, observó Gwenda. Esperaba que no hubieran bebido demasiado: los hombres no eran capaces de hablar con las mujeres en estado ebrio, lo único que sabían hacer era soltar comentarios procaces y reírse mutuamente las gracias sin poder contenerse.
Ralph aguzó la vista para mirarla: la habitación no estaba bien iluminada.
—Supongo que eres una de mis siervas.
—No, mi señor, pero me gustaría serlo. Me llamo Gwenda, y mi padre es Joby, un jornalero sin tierras.
—¿Y qué haces tan lejos de la aldea? Hoy no es día de mercado.
La muchacha avanzó un paso para penetrar un poco más en la cámara de modo que Ralph pudiera ver su rostro más claramente.
—Señor, he venido para suplicaros que ayudéis a Wulfric, el hijo del difunto Samuel. Sé que una vez os trató de modo irreverente, pero desde entonces se ha visto sometido a los sufrimientos de Job. Sus padres y su hermano murieron cuando el puente se derrumbó, todo el dinero de la familia se perdió y ahora su prometida ha contraído matrimonio con otro hombre. Espero que consideréis que Dios ya ha castigado su ofensa con suficiente dureza y que ha llegado el momento de demostrarle vuestra clemencia. —Recordando el consejo de Merthin, añadió—: La clemencia de un verdadero noble.
El hombre soltó un gran eructo y suspiró.
—¿Por qué te molestas por la herencia de Wulfric?
—Le amo, mi señor. Ahora que Annet lo ha rechazado, albergo la esperanza de que se case conmigo… si vos sois tan gentil de acceder a ello, por supuesto.
—Acércate más —la instó.
La muchacha se situó en el centro de la cámara y se detuvo justo frente a él. Ralph recorrió con la mirada cada centímetro de su cuerpo.
—No eres guapa —observó—. Pero tienes algo. ¿Eres virgen?
—Señor, yo… yo…
—Está claro que no. —Se echó a reír—. ¿Te has acostado ya con Wulfric?
—¡No!
—Mentirosa. —El hombre sonrió divertido—. A ver: ¿qué ocurrirá si al final Wulfric hereda las tierras de su padre? Tal vez acceda. ¿Qué pasará entonces?
—Que Wigleigh y el mundo entero os considerarán un verdadero noble.
—Al mundo le dará igual. Pero ¿y tú? ¿Me estarás agradecida?
Gwenda tuvo la horrenda sensación de saber cómo iba a terminar todo aquello.
—Claro, muy agradecida.
—¿Y cómo me lo demostrarás?
La muchacha se volvió hacia la puerta.
—Como gustéis, siempre que no tenga que avergonzarme de ello.
—¿Te quitarás el vestido?
A Gwenda se le cayó el alma a los pies.
—No, señor.
—Ah, entonces no me estás tan agradecida.
La muchacha se dirigió a la puerta y aferró el tirador, pero no salió.
—¿Qué… qué me estáis pidiendo, señor?
—Quiero verte desnuda. Luego decidiré.
—¿Aquí?
—Sí.
Gwenda miró a Alan.
—¿Delante de él?
—Sí.
No le pareció una gran humillación mostrar su cuerpo a los dos hombres en comparación con la recompensa: recuperar la herencia de Wulfric.
Rápidamente, la muchacha se desató el cinturón y se quitó el vestido pasándoselo por la cabeza. Lo sostuvo en la mano mientras con la otra seguía sin soltar el tirador y miró a Ralph con expresión desafiante. Él contempló su cuerpo con avidez y luego se volvió hacia su compañero con una sonrisa triunfal. Gwenda se percató de que lo que pretendía, entre otras cosas, era demostrar su poder.
—La vaca es fea, pero tiene buenas ubres, ¿eh, Alan? —dijo Ralph.
—Yo no la montaría por vos —repuso Alan.
Ralph se echó a reír.
—¿Accederéis ahora a mi petición? —preguntó Gwenda.
Ralph se llevó la mano a la entrepierna y empezó a tocarse.
—Acuéstate conmigo —le dijo—. En esa cama.
—No.
—Vamos… Ya lo has hecho con Wulfric. No eres virgen.
—No.
—Piensa en las tierras. Treinta y seis hectáreas, todo cuanto poseía su padre.
Gwenda reflexionó. Si accedía, Wulfric conseguiría lo que más deseaba… y ambos podrían mirar hacia un futuro de abundancia. Si se negaba, Wulfric se convertiría en un jornalero sin tierras, como Joby, y toda su vida tendría que luchar para sacar adelante a sus hijos, muchas veces sin conseguirlo.
Con todo, la idea le repugnaba. Ralph era un hombre desagradable, mezquino y vengativo, un bravucón, muy distinto de su hermano. El hecho de que fuera alto y guapo no cambiaba las cosas. Le daba mucho asco acostarse con alguien que le inspiraba tal aversión.
El haberlo hecho con Wulfric justo el día anterior convertía la perspectiva de acostarse con Ralph en algo aún más repulsivo. Tras su noche de feliz intimidad con Wulfric, resultaría una traición terrible hacer lo mismo con otro hombre.
«No seas tonta —se dijo—. ¿Vas a condenarte a toda una vida de penurias por no pasarlo mal cinco minutos?». Pensó en su madre y en los bebés que habían muerto. Recordó los robos que tanto ella como Philemon se habían visto obligados a cometer. ¿No era mejor prostituirse con Ralph una vez, lo cual sólo duraría unos momentos, que condenar a sus futuros hijos a toda una vida de pobreza?
Ralph permanecía callado mientras ella vacilaba. Era inteligente: cualquier cosa que hubiera dicho sólo habría contribuido a aumentar su repugnancia. El silencio lo favorecía más.
—Por favor —suplicó Gwenda al fin—. No me obliguéis a hacer eso.
—Ah —dijo él—. Eso quiere decir que estás dispuesta.
—Es pecado —observó desesperada. No solía hablar del pecado pero le pareció que tal vez sirviera para conmoverlo—. Es pecado por vuestra parte pedírmelo, y por la mía acceder.
—Los pecados se perdonan.
—¿Qué pensará vuestro hermano de vos?
Eso dio que pensar a Ralph. Por un momento, pareció vacilar.
—Por favor —insistió Gwenda—. Permitid que Wulfric herede y ya está.
La expresión de Ralph volvió a endurecerse.
—He tomado una decisión y no voy a retractarme… a menos que me convenzas. Diciendo «por favor» no conseguirás nada. —Sus ojos brillaban de deseo y tenía la respiración algo agitada; su boca estaba abierta y sus labios rodeados por la barba, húmedos.
La muchacha dejó caer el vestido al suelo y se dirigió a la cama.
—Arrodíllate en el colchón —le ordenó Ralph—. No, de espaldas a mí.
Gwenda hizo lo que le mandaba.
—Hay mejor vista por este lado —aseguró, y Alan se rio a carcajada limpia. Gwenda se preguntaba si Alan iba a quedarse y contemplarlo todo cuando Ralph dijo—: Déjanos solos.
Al cabo de un momento la puerta se cerró de golpe.
Ralph se arrodilló en la cama, detrás de Gwenda. La muchacha cerró los ojos y suplicó perdón. Notó los gruesos dedos de él explorar su cuerpo. Luego lo oyó escupir y sintió que la acariciaba con la mano húmeda. Al cabo de un instante la penetró. La muchacha gimió avergonzada.
Ralph malinterpretó el sonido y dijo:
—Te gusta, ¿eh?
La muchacha se preguntaba cuánto iba a durar aquello. Ralph empezó a moverse de forma rítmica. Para paliar la incomodidad, Gwenda se movió al compás, pero él soltó una carcajada triunfal al pensar que la había excitado. El mayor temor de Gwenda era que la experiencia marcara para siempre su concepción de las relaciones sexuales. ¿Pensaría en ello cuando en el futuro se acostara con Wulfric?
Entonces, notó horrorizada que una oleada de placer se expandía por sus entrañas. Sus mejillas enrojecieron de vergüenza. A pesar de la profunda repugnancia que sentía, su cuerpo la estaba traicionando y su interior se humedeció facilitando los frotamientos de Ralph. Él se apercibió del cambio y empezó a moverse más rápido. Enfadada consigo misma, Gwenda dejó de menearse, pero él la aferró por las caderas, acercándola y apartándola alternativamente, y la muchacha no fue capaz de resistirse. Recordó consternada que su cuerpo la había desautorizado de la misma manera con Alwyn, en el bosque. Entonces, como ahora, deseaba permanecer igual que una figura de madera, estática e impasible. Sin embargo, en ambas ocasiones su cuerpo había actuado contra su voluntad.
Había matado a Alwyn con su propio cuchillo.
No podía hacerle lo mismo a Ralph, aunque quisiera, simplemente porque se encontraba detrás de ella. No podía verlo y ejercía muy poco control sobre su propio cuerpo. Estaba en sus manos. Se alegró al notar que Ralph estaba alcanzando el clímax, pues aquello pronto tocaría a su fin. En respuesta, sintió un espasmo en su interior. Trató de relajar el cuerpo y dejar la mente en blanco; resultaría demasiado humillante alcanzar también el clímax. Notó que Ralph eyaculaba en su interior y se estremeció, no de placer sino de repugnancia.
Él exhaló un suspiro de satisfacción, salió de ella y se tendió en la cama.
Ella se puso en pie rápidamente y se vistió.
—Ha sido mejor de lo que esperaba —aseguró Ralph, como si le estuviera dedicando un cumplido.
La muchacha abandonó la alcoba dando un portazo tras de sí.
Al domingo siguiente, antes de ir a la iglesia, Nathan Reeve se presentó en casa de Wulfric.
Él y Gwenda estaban sentados en la cocina. Habían terminado de desayunar y de barrer la estancia y Wulfric cosía unos pantalones de piel mientras Gwenda tejía un cinto de cuerda. Se encontraban cerca de la ventana para disponer de más luz; volvía a llover.
Gwenda simulaba vivir en el granero para que el padre Gaspard no se ofendiera, pero cada noche dormía con Wulfric. El muchacho no había mencionado el matrimonio, por lo cual se sentía decepcionada. De todas formas, vivían más o menos como marido y mujer, tal como la gente solía hacer cuando tenían intención de casarse en cuanto completaran las gestiones necesarias. A la nobleza y a la alta burguesía no les estaban permitidas conductas tan laxas, pero los campesinos solían hacer la vista gorda al respecto.
Tal como temía, hacer el amor con Wulfric se le antojaba extraño. Cuanto más trataba de apartar a Ralph de sus pensamientos, más interfería en éstos. Por suerte, Wulfric no notaba el cambio en su disposición. Le hacía el amor con tal entusiasmo y deleite que Gwenda casi olvidaba su sentimiento de culpa, aunque no lo lograba del todo.
La consolaba saber que, por lo menos, el muchacho heredaría las tierras de su familia. Eso compensaba todos los inconvenientes. Por supuesto, no podía decírselo, pues se habría visto obligada a explicarle cómo había conseguido que Ralph cambiara de opinión. Le había relatado sus conversaciones con Philemon, Caris y Merthin, y le había presentado una versión parcial de la visita que había hecho a Ralph, diciéndole tan sólo que él se había comprometido a reconsiderarlo. Así que Wulfric se sentía esperanzado pero no triunfante.
—Tenéis que acudir los dos a la casa señorial ahora mismo —los instó Nathan, asomando la cabeza sudorosa por la puerta.
—¿Qué quiere lord Ralph? —preguntó Gwenda.
—¿Es que te vas a negar a ir si el motivo de la conversación no te interesa? —repuso Nathan con sarcasmo—. No hagas preguntas estúpidas y apresúrate.
La muchacha se cubrió la cabeza con una manta para ir hasta la gran casa. Seguía sin disponer de una capa. Wulfric había obtenido dinero con la venta de la cosecha y le podría haber comprado una, pero había preferido ahorrarlo para la transmisión de bienes.
Corrieron bajo la lluvia hasta la casa señorial. Ésta era parecida al castillo de un noble, aunque un poco más pequeña; disponía de una gran cámara en la que había una larga mesa, además de una planta superior más reducida llamada solana, donde se hallaban los aposentos privados del señor. La casa mostraba claras señales de estar habitada por hombres solteros: las paredes no estaban adornadas con tapices, la estera despedía un fuerte hedor, los perros gruñían a los visitantes y encima del aparador había un ratón royendo un mendrugo.
Ralph ocupaba la cabecera de la mesa. A su derecha, se sentaba Alan, quien dirigió a Gwenda una sonrisita burlona que ella hizo todo lo posible por soslayar. Al cabo de un momento, entró Nathan. Tras él apareció el rechoncho y taimado Perkin frotándose las manos y haciendo una reverencia servil; tenía el pelo tan grasiento que parecía un bonete de cuero. Lo acompañaba su yerno, Billy Howard, quien obsequió a Wulfric con una mirada triunfal como diciéndole: «Te he arrebatado a tu moza y ahora voy a quedarme con tus tierras». Su presencia allí resultaba azorante.
Nathan se sentó a la izquierda de Ralph. El resto permaneció de pie.
Gwenda había aguardado con ansia aquel momento, por fin iba a ver recompensado su sacrificio. Imaginó con entusiasmo la expresión de Wulfric cuando supiera que, después de todo, iba a obtener la herencia. No cabría en sí de gozo, ni ella tampoco. Tendrían el futuro asegurado, al menos todo lo seguro posible en aquel entorno de clima imprevisible y con el precio del grano variable.
—Hace dos semanas anuncié que Wulfric, el hijo de Samuel, no podía heredar las tierras de su padre por ser demasiado joven —empezó Ralph. Hablaba despacio y con énfasis. «Le encanta», pensó Gwenda. Sentado a la cabecera de la mesa, emitía su veredicto mientras todo el mundo estaba pendiente de sus palabras—. Desde entonces, Wulfric ha estado labrando la tierra mientras yo pensaba quién podría ser el sucesor del difunto Samuel. —Hizo una pausa y anunció—: Sin embargo, he empezado a dudar de mi decisión de negar la concesión a Wulfric.
Perkin se asustó. Confiaba en obtener las tierras y la súbita declaración lo conmocionó.
Billy Howard intervino:
—¿Qué quiere decir esto? Pensaba que Nate… —Pero Perkin le dio un codazo y se calló.
Gwenda no pudo disimular una sonrisa triunfal.
—A pesar de su corta edad, Wulfric ha demostrado su capacidad —dijo Ralph.
Perkin se quedó mirando a Nathan. Gwenda adivinó que Nathan le había prometido a él las tierras, tal vez incluso éste hubiera satisfecho ya una cantidad acordada por ello.
Nathan estaba tan perplejo como Perkin. Se quedó mirando a Ralph boquiabierto unos instantes, luego se volvió hacia Perkin con cara de desconcierto y observó a Gwenda con recelo.
—Durante este tiempo, ha contado con el gran apoyo de Gwenda, cuya fortaleza y lealtad me han impresionado.
Nathan miró a la muchacha mientras se hacía preguntas. Gwenda sabía qué estaba pensando. Había deducido que ella tenía algo que ver con todo aquello y estaba buscando un modo de hacer cambiar a Ralph de opinión. Tal vez incluso hubiera adivinado la verdad, pero eso a ella le daba igual mientras no llegara a oídos de Wulfric.
De pronto, Nathan pareció tomar una decisión. Se puso en pie y se inclinó sobre la mesa para susurrarle algo a Ralph. Gwenda no pudo oír lo que decía.
—¿De verdad? —preguntó Ralph sin bajar el tono—. ¿Cuánto?
Nathan se volvió hacia Perkin y masculló unas palabras.
—¡Un momento! ¿A qué viene tanto cuchicheo? —saltó Gwenda.
Perkin mostraba una expresión de enojo; al final, de mala gana, dijo:
—Muy bien, de acuerdo.
—¿De acuerdo? ¿En qué os habéis puesto de acuerdo? —preguntó Gwenda temerosa.
—¿El doble? —insistió Nathan.
Perkin asintió.
Gwenda se temía lo peor.
—Perkin ofrece pagar el doble de lo habitual por la transmisión de bienes, lo que asciende a cinco libras —anunció Nathan.
—Eso cambia las cosas —contestó Ralph.
—¡No! —gritó Gwenda.
Wulfric intervino por primera vez.
—La transmisión de bienes está establecida por el uso y queda recogida en las cédulas señoriales, no se puede negociar la cantidad —dijo con su voz suave y juvenil.
Nathan reaccionó enseguida.
—El tributo puede cambiar. No está recogido en el registro catastral.
—¿Es que sois abogados? —les espetó Ralph—. Pues entonces callaos. El tributo es de dos libras y diez chelines. Cualquier otra cantidad que cambie de manos no es asunto vuestro.
Gwenda se percató con horror de que Ralph estaba a punto de faltar a su palabra. Habló en voz baja pero acusadora, despacio y con claridad.
—Me hicisteis una promesa.
—¿Por qué habría hecho yo algo semejante? —soltó Ralph.
Gwenda no podía contestar a su pregunta.
—Porque yo os lo supliqué —respondió en tono débil.
—Y yo dije que lo pensaría, pero no te prometí nada.
No tenía modo de hacerle cumplir su palabra. Sintió ganas de matarlo.
—¡Sí! ¡Sí que lo hicisteis! —protestó.
—Los señores no negocian con campesinos.
La muchacha lo miró fijamente, se había quedado sin palabras. Nada de lo que había hecho había servido: ni la larga caminata hasta Kingsbridge, ni la humillación de desnudarse ante Alan y Ralph, ni el acto vergonzoso que había realizado en la cama de aquella cámara. Había traicionado a Wulfric y todo para que al final no recibiera la herencia. Señaló a Ralph con el dedo y dijo con amargura:
—El cielo os condenará, Ralph Fitzgerald.
Ralph palideció. Era sabido que toda maldición procedente de una mujer agraviada surtía efecto.
—Ten cuidado con lo que dices —le advirtió—. Existe un castigo para las brujas que andan lanzando maleficios.
Gwenda se contuvo. Ninguna mujer tomaría a la ligera una amenaza semejante. Resultaba muy fácil acusar a alguien de brujería y muy difícil demostrar lo contrario. Aun así, no pudo resistirse a añadir:
—Quienes eluden la justicia en esta vida se enfrentarán a ella en la siguiente.
Ralph hizo caso omiso de sus palabras y se volvió hacia Perkin.
—¿Dónde está el dinero?
Perkin no se había hecho rico por ir contando por ahí dónde guardaba los ahorros.
—Iré a buscarlo ahora mismo, señor.
—Vamos, Gwenda —dijo Wulfric—. Aquí no tienen compasión con nosotros.
Gwenda se tragó las lágrimas. La ira había dado paso a la tristeza. Habían perdido la batalla después de todo lo que habían hecho. Se volvió con la cabeza baja para ocultar sus sentimientos.
—Espera, Wulfric —lo llamó Perkin—. Tú necesitas trabajo y yo, ayuda. Puedes trabajar para mí, te pagaré un penique al día.
Wulfric enrojeció de vergüenza al ver que le ofrecían trabajo de jornalero en las tierras que habían pertenecido a su familia.
—Tú también, Gwenda —añadió Perkin—. Ambos sois jóvenes y voluntariosos.
Gwenda notó que el hombre no actuaba con malicia. Sólo pensaba en su propio interés y estaba ansioso por contratar a dos jornaleros jóvenes y fuertes que le ayudaran a labrar las tierras que ahora formaban parte de su propiedad. No le importaba que eso supusiera para Wulfric el colmo de la humillación, o tal vez ni siquiera reparara en ello.
—Entre los dos podríais ganar un chelín a la semana. Con eso viviríais bien —insistió Perkin.
—¿Trabajar por un jornal en las tierras que han pertenecido a mi familia durante décadas? —dijo Wulfric con amargura—. ¡Jamás! —Se dio media vuelta y salió de la casa.
Gwenda lo siguió mientras pensaba: «¿Qué vamos a hacer ahora?».