a cosecha era pobre. El sol había lucido tan poco durante el mes de agosto que el grano apenas había madurado cuando llegó septiembre. En la aldea de Wigleigh, los ánimos estaban por los suelos. No se respiraba la euforia típica del tiempo de cosecha; no había danzas, ni bebida, ni idilios espontáneos. Los cultivos húmedos tenían muchas posibilidades de acabar pudriéndose y muchos aldeanos pasarían hambre antes de que llegara la primavera.
Wulfric recogía la cebada bajo una lluvia torrencial; iba guadañando los altos tallos mientras Gwenda andaba tras él atando las gavillas. El primer día soleado de septiembre empezaron a cosechar el trigo, el cereal más preciado, con la esperanza de que el buen tiempo durara lo suficiente para secarlo.
En algún momento, Gwenda se apercibió de que a Wulfric lo dominaba la furia. La súbita pérdida de toda su familia lo había hecho encolerizarse. Si hubiera podido, habría culpado a alguien de su dolor, pero el derrumbamiento del puente parecía producto del azar, una acción llevada a cabo por los espíritus malignos o un castigo de Dios, así que el único modo que tenía de canalizar su pasión era trabajar. Gwenda, por su parte, estaba dominada por un amor que era igual de intenso.
Se dirigían a los campos al despuntar el alba y no cesaban hasta que la oscuridad les impedía ver. Gwenda se acostaba cada día con dolor de espalda y se despertaba cuando oía a Wulfric cerrar de golpe la puerta de la cocina antes del amanecer. Aun así, eran los más rezagados.
Poco a poco, Gwenda fue notando un cambio en la actitud de los aldeanos con respecto a Wulfric y a ella misma. Durante toda su vida la gente la había mirado por encima del hombro por tratarse de la hija del hombre de mala fama llamado Joby, y las mujeres la habían condenado aún más al darse cuenta de que pretendía arrancar a Wulfric de los brazos de Annet. Por otra parte, aunque resultaba difícil que Wulfric causara mala impresión a alguien, algunas personas tenían la sensación de que sus ansias por heredar una extensión tan grande de terreno eran señal de avaricia y de falta de sentido práctico. Sin embargo, la gente no podría por menos de mostrarse impresionada ante los esfuerzos de ambos por sacar adelante la cosecha. Una pareja de jóvenes trataba de abarcar el trabajo de tres hombres, y las cosas les estaban yendo mejor de lo que nadie esperaba. Los hombres empezaron a mirar a Wulfric con admiración, y las mujeres a compadecerse de Gwenda.
Al final los aldeanos acudieron a ofrecerles ayuda. El sacerdote, el padre Gaspard, hacía la vista gorda con respecto al hecho de que trabajaran los domingos. Cuando la familia de Annet hubo obtenido su cosecha, su padre, Perkin, y su hermano, Rob, se pusieron a trabajar con Gwenda en las tierras de Wulfric. Incluso la madre de Gwenda, Ethna, se dejó caer por allí. Mientras acarreaban las últimas gavillas de cebada, el tradicional ánimo del tiempo de cosecha se dejó entrever: todos entonaban canciones populares mientras avanzaban tras la carreta de camino a casa.
Annet también se encontraba allí; era la excepción al dicho que sostenía que si se quería bailar para la cosecha antes había que caminar tras el arado. Iba al lado de Wulfric, y estaba en su derecho puesto que era oficialmente su prometida. Gwenda los observaba desde atrás, y se apercibía con amargura del contoneo de caderas de la muchacha, de su forma de ladear la cabeza y de reír graciosamente ante cualquier comentario de él. ¿Cómo podía ser tan estúpido de prendarse de ella? ¿Acaso no veía que Annet no había trabajado en sus tierras?
Aún no se había decidido cuándo se celebraría la boda. Perkin era muy sagaz y no permitiría que su hija se comprometiera hasta que el tema de la herencia estuviera resuelto.
Wulfric había demostrado su capacidad para labrar la tierra, nadie podía ponerlo en duda. Su edad había pasado a ser una cuestión menor y ahora el único obstáculo era la transmisión de bienes. ¿Sería capaz el muchacho de ganar suficiente dinero para pagar el tributo? Todo dependía de cuánto obtuviera por la cosecha. La siega no había resultado abundante, pero si el clima había sido malo en general, era probable que el trigo se encareciera. En circunstancias normales, una próspera familia de campesinos podía permitirse ahorrar para pagar la transmisión de bienes; por desgracia, los ahorros de la familia de Wulfric habían ido a parar al fondo del río de Kingsbridge, así que el asunto no estaba ni mucho menos resuelto. Y Gwenda seguía soñando con que Wulfric heredara las tierras y, de algún modo, acabara depositando en ella su cariño. Todo podía ocurrir.
Mientras descargaban la cosecha en el granero, llegó Nathan Reeve. El jorobado alguacil se mostraba muy entusiasmado.
—¡Venid a la iglesia, rápido! —los instó—. ¡Venid todos! Dejad lo que estáis haciendo.
—No pienso dejar los cereales al aire libre… Podría ponerse a llover —dijo Wulfric.
—Metamos el carro dentro —propuso Gwenda—. ¿A qué vienen tantas prisas, Nate?
El alguacil ya estaba desalojando la casa contigua.
—¡El nuevo señor está a punto de llegar! —exclamó.
—¡Espera! —Wulfric corrió tras él—. ¿Me recomendarás para la herencia?
Todo el mundo guardó silencio y los observó a la espera de la respuesta.
De mala gana, Nathan se volvió y se situó frente a Wulfric. Se veía obligado a levantar la cabeza para mirarlo a los ojos, pues Wulfric le sacaba treinta centímetros.
—No lo sé —dijo despacio.
—He demostrado que soy capaz de labrar la tierra, puedes verlo con tus propios ojos. ¡Mira dentro del granero!
—Lo has hecho bien, no tengo nada que objetar al respecto. Pero ¿podrás pagar la transmisión de bienes?
—Depende del precio del trigo.
Annet intervino.
—¡Papá! —instó.
Gwenda se preguntaba qué ocurriría a continuación.
Perkin pareció vacilar.
Annet volvió a apremiar al hombre.
—Recuerda lo que me prometiste.
—Lo recuerdo —dijo Perkin al final.
—Pues díselo a Nate.
Perkin se volvió hacia el alguacil.
—Yo me comprometo a pagar la transmisión de bienes si el señor permite que Wulfric reciba la herencia.
Gwenda se tapó la boca con la mano.
—¿Tú pagarás por él? —se extrañó Nathan—. El tributo asciende a dos libras y diez chelines.
—Si no tiene suficiente dinero, le prestaré cuanto le falte. Claro que antes tendrá que casarse.
Nathan bajó la voz.
—¿Y… qué más?
Perkin dijo algo en un tono tan bajo que Gwenda no pudo oírlo; de todas formas, imaginaba de qué se trataba. Seguro que Perkin había ofrecido a Nathan una cantidad para sobornarlo, probablemente una décima parte del tributo, lo que equivalía a cinco chelines.
—Muy bien —convino Nathan—. Haré la recomendación. Ahora haced el favor de acudir a la iglesia, ¡rápido! —Y se marchó a toda prisa.
Wulfric sonrió de oreja a oreja y besó a Annet. Todos le estrecharon la mano.
Gwenda tenía el corazón destrozado, pues todas sus esperanzas acababan de hacerse añicos. Annet había sido muy lista. Había convencido a su padre para que le prestara a Wulfric el dinero que necesitaba, así el muchacho heredaría las tierras… y se casaría con ella.
Gwenda se esforzó por ayudarlo a meter el carro dentro del granero. Luego, siguió a la feliz pareja por la aldea, camino de la iglesia. Todo había terminado. Era poco probable que un nuevo señor que no conocía a los aldeanos contraviniera el consejo de su alguacil en una cuestión como aquélla. El hecho de que Nathan se hubiera prestado a negociar una cantidad indicaba que confiaba en el resultado.
En parte la culpa era suya, por supuesto. Se había deslomado para que Wulfric obtuviera su cosecha con la vana esperanza de que éste se diera cuenta de que sería mucho mejor esposa que Annet. Se había pasado todo el verano cavando su propia tumba, observó mientras atravesaban el cementerio en dirección a la puerta de la iglesia. Sin embargo, volvería a hacerlo. No habría sido capaz de verlo luchar en solitario. Ocurriera lo que ocurriese, él siempre sabría que ella había luchado a su lado, pensó. Aunque eso no era un gran consuelo.
La mayoría de los aldeanos ya se encontraban en la iglesia. No había hecho falta que Nathan los apremiara mucho, estaban ansiosos por ser de los primeros en presentar sus respetos al nuevo señor y sentían curiosidad por ver cómo era: joven o viejo, feo o atractivo, jovial o amargado, inteligente o estúpido; y, lo más importante: cruel o de buen corazón. Todo lo referente a él afectaría a sus vidas mientras fuera el señor, período que podía durar años, incluso decenios enteros. Si era razonable, podría hacer muchas cosas para convertir Wigleigh en una aldea feliz y próspera. Si era necio, tomaría decisiones inapropiadas y gobernaría con injusticia, impondría tributos opresivos y castigos severos. Y una de sus primeras decisiones sería permitir o no a Wulfric obtener su herencia.
El murmullo se fue apagando y se oyó el tintineo de unos arreos. Gwenda distinguió la voz de Nathan, queda y sumisa, y a continuación el tono autoritario de un señor: un hombre distinguido, pensó, seguro de sí mismo, pero joven. Todo el mundo se volvió hacia la puerta de la iglesia, y ésta se abrió.
Gwenda trató de sofocar un grito de estupor.
El hombre que entró dando grandes zancadas no tenía más de veinte años. Iba bien vestido, con una costosa sobrevesta de lana, y armado con una espada y una daga. Era alto y su expresión denotaba orgullo. Parecía satisfecho de ser el nuevo señor de Wigleigh, aunque una chispa de inseguridad asomaba a su altiva mirada. Tenía el pelo oscuro y ondulado, y la nariz rota desfiguraba su atractivo rostro.
Era Ralph Fitzgerald.
La primera audiencia de Ralph como señor de Wigleigh tuvo lugar al domingo siguiente.
En su fuero interno, Wulfric se sentía abatido. Gwenda se habría echado a llorar cada vez que lo miraba. Deambulaba con los ojos clavados en el suelo y los anchos hombros hundidos. Durante todo el verano se había mostrado incansable, había trabajado las tierras con la resignada constancia de un caballo que tirara del arado. Ahora, no obstante, parecía agotado. Había hecho todo cuanto un hombre podía hacer; sin embargo, su suerte dependía de alguien que sólo abrigaba animadversión hacia él.
A Gwenda le habría gustado poder dirigirle una palabra de aliento para tratar de levantarle el ánimo, pero la verdad era que compartía su pesimismo. Los señores solían ser mezquinos y vengativos, y en Ralph no había nada que la hiciera decantarse por pensar que se conduciría con magnanimidad. De niño, era estúpido y brutal. Nunca olvidaría el día que había matado a su perro con el arco y la flecha de Merthin.
Nada parecía indicar que hubiera mejorado desde entonces. Se había trasladado a la casa señorial junto con su secuaz, un escudero joven y fornido llamado Alan Fernhill, y ambos se dedicaban a beberse el mejor vino, comerse los pollos y estrujar los senos de las sirvientas con la despreocupación propia de los de su clase.
La actitud de Nathan Reeve confirmó sus temores. El alguacil no se había molestado en negociar una cantidad importante, lo cual era señal inequívoca de que esperaba fracasar.
También Annet parecía tener una visión poco esperanzada del futuro de Wulfric. Gwenda observó en ella un cambio evidente. Ya no se sacudía el pelo con tanto brío ni caminaba con aquel característico contoneo de caderas, y el cantarín sonido encadenado de su risa no se dejaba oír tan a menudo. Gwenda esperaba que Wulfric no apreciara la transformación: ya tenía bastantes motivos para sentirse pesimista. Sin embargo, tenía la impresión de que por las noches el muchacho no se marchaba de casa de Perkin tan tarde como acostumbraba, y cuando volvía a la suya se mostraba taciturno.
Ese domingo por la mañana le sorprendió descubrir que Wulfric aún albergaba una remota esperanza. Cuando finalizó el oficio y el padre Gaspard cedió la palabra a lord Ralph, vio que Wulfric había cerrado los ojos y movía los labios, probablemente para ofrecer una plegaria a su santa favorita, la Virgen María.
Todos los aldeanos se encontraban en la iglesia, por supuesto, incluidos Joby y Ethna. La muchacha no se situó junto a sus padres. A veces hablaba con su madre, pero sólo cuando su padre no andaba cerca. Joby presentaba un intenso enrojecimiento en la zona de la mejilla que ella le había quemado con el leño ardiente. Nunca la miraba a los ojos. La muchacha aún le tenía miedo, pero notaba que ahora el hombre también le tenía miedo a ella.
Ralph se sentó en el gran sitial de madera y miró a sus siervos con la expresión inquisitiva de un comprador en una feria de ganado. El acto de ese día consistía en una serie de anuncios. Nathan comunicó el plan para recolectar la cosecha procedente de las tierras del señor, estipulando qué días de la semana subsiguiente los diferentes aldeanos debían cumplir con la acostumbrada imposición. No hubo lugar a protestas. Estaba claro que Ralph no pretendía gobernar aplicando el consenso.
Había otros detalles de ese tipo de los que Nathan debía encargarse cada semana: en Hundredacre debían terminar de espigar el lunes por la noche para que el ganado pudiera pastar en los rastrojos el martes por la mañana, y la labranza otoñal empezaría en Long Field el miércoles. Normalmente tenían lugar pequeñas controversias sobre los planes y los aldeanos más discutidores siempre encontraban motivos para proponer algún cambio, pero ese día todo el mundo guardaba silencio a la espera de conocer un poco más al señor.
El momento decisivo estuvo a punto de pasar inadvertido. Como si de un simple plan de trabajo más se tratara, Nathan anunció:
—A Wulfric no se le permitirá heredar las tierras de su padre por tener sólo dieciséis años.
Gwenda se quedó mirando a Ralph, quien trataba de disimular una sonrisa triunfal. Se llevó la mano al rostro —la muchacha creía que de modo inconsciente— y se palpó la nariz rota.
Nathan prosiguió:
—Lord Ralph deliberará qué debe hacerse con las tierras y emitirá su veredicto más adelante.
Wulfric refunfuñó lo bastante alto para que lo oyera todo el mundo. Ya se temía cuál iba a ser la decisión, pero la confirmación resultaba amarga. Gwenda lo vio dar la espalda a la multitud congregada en la iglesia para ocultar el rostro y apoyarse en la pared como para evitar caerse al suelo.
—Eso es todo por hoy —concluyó Nathan.
Ralph se puso en pie y avanzó despacio por el pasillo, volviendo continuamente la vista hacia el afligido Wulfric. ¿Qué clase de señor era aquél cuyo primer impulso era utilizar el poder para vengarse?, pensó Gwenda. Nathan siguió a Ralph sin levantar la vista del suelo, pues sabía que acababa de cometerse una injusticia. En cuanto ambos salieron de la iglesia se produjo un rumor de voces. Gwenda no hizo ningún comentario, sino que se limitó a mirar a Wulfric.
El muchacho se dio media vuelta, llevaba el sufrimiento esculpido en el rostro. Recorrió la multitud con la mirada y topó con Annet, que parecía furiosa. Gwenda la observó, a la espera de que posara sus ojos en los de Wulfric, pero parecía decidida a no mirarlo. Se preguntaba qué pensamientos debían de atravesar su mente.
Annet se dirigió a la puerta con la cabeza muy alta. Su padre, Perkin, y el resto de la familia la siguieron. ¿Acaso no pensaba dirigirle la palabra a Wulfric?
A él debió de asaltarlo la misma duda, pues se dispuso a seguirla.
—¡Annet! —la llamó—. Espera.
El lugar quedó en silencio.
Annet se volvió y Wulfric se detuvo ante ella.
—A pesar de todo vamos a casarnos, ¿no? —preguntó.
Gwenda se estremeció al oír el indigno tono de súplica de su voz. Annet se lo quedó mirando, aparentemente a punto de hablar, pero comoquiera que al cabo de un buen rato todavía no había dicho nada, fue Wulfric quien volvió a intervenir:
—Los señores necesitan buenos siervos para trabajar la tierra. Tal vez Ralph me conceda una parcela más pequeña…
—Le rompiste la nariz —respondió Annet con acritud—. Nunca te dará nada.
Gwenda recordó lo complacida que se había mostrado Annet aquel día al ver que dos hombres se peleaban por ella.
—Pues entonces seré jornalero. Soy fuerte y nunca me faltará trabajo.
—Pero serás pobre toda tu vida. ¿Es eso lo que me ofreces?
—Estaremos juntos, tal como soñábamos aquel día en el bosque, cuando me dijiste que me amabas. ¿No lo recuerdas?
—¿Y qué vida me espera casándome con un jornalero sin tierras? —preguntó Annet enojada—. Yo te lo diré. —Levantó el brazo y señaló a la madre de Gwenda, Ethna, que se encontraba de pie junto a Joby y a sus tres pequeños—. Me volvería igual que ella: con cara de amargada y más flaca que el palo de una escoba.
A Joby eso le molestó. Blandió el brazo amputado y amenazó a Annet con el muñón.
—Controla tu lengua, lagartón arrogante.
Perkin se situó delante de su hija e hizo un ademán con las manos para aplacarlo.
—Perdónala, Joby, está nerviosa, no ha querido ofenderte.
—Con todos mis respetos hacia Joby, yo no soy como él, Annet —replicó Wulfric.
—¡Sí que lo eres! —exclamó ella—. No posees tierras. Él es pobre por eso, y por eso lo serás tú también; tus hijos pasarán hambre y tu esposa llevará una vida triste.
Era cierto. En las épocas de vacas flacas siempre eran los pobres los primeros en sufrir. La mejor manera de ahorrar dinero era despedir a los jornaleros. Con todo, a Gwenda le costaba creer que una mujer despreciara la oportunidad de pasar su vida junto a Wulfric.
Y sin embargo, eso era lo que parecía estar haciendo Annet.
A Wulfric también se lo pareció. Con todo su dolor, aventuró:
—¿Ya no me amas?
Había perdido toda su dignidad y tenía un aspecto patético. No obstante, Gwenda sintió más amor por él en esos momentos del que nunca antes había sentido.
—Del amor no se come —respondió Annet, y salió de la iglesia.
Dos semanas más tarde, Annet se casaba con Billy Howard.
Gwenda asistió a la boda, al igual que todos los aldeanos salvo Wulfric. A pesar de la pobre cosecha, ofrecieron un buen festín. Con aquel matrimonio se unían dos propiedades: las cuarenta hectáreas de Perkin y las dieciséis de Billy. Además, Perkin le había pedido a Ralph que le entregara las tierras de la familia de Wulfric. Si accedía, los hijos de Annet podrían heredar casi la mitad de la aldea. Pero Ralph se había marchado a Kingsbridge después de prometer que comunicaría su decisión en cuanto regresara.
Perkin destapó un barril de la mejor cerveza de su esposa y sacrificó una vaca. Gwenda comió a dos carrillos y bebió hasta ahogar al diablo. Su futuro era demasiado incierto para permitirse rechazar buenos alimentos.
Jugó con sus hermanas pequeñas, Cathie y Joanie, a tirar y recoger una bola de madera. Luego sentó al pequeño Eric en su regazo y le cantó canciones. Al cabo de un rato, su madre se sentó a su lado y le preguntó:
—¿Qué piensas hacer ahora?
En lo más profundo de su corazón, Gwenda no había perdonado del todo a Ethna. Hablaron, y su madre, preocupada, le hizo preguntas. Gwenda seguía resentida con ella por el hecho de que hubiera perdonado a Joby, pero le respondió.
—Viviré en el granero de Wulfric todo el tiempo que sea posible —dijo—. Tal vez pueda quedarme allí para siempre.
—¿Y si Wulfric se marcha? Me refiero a si, por ejemplo, abandona la aldea.
—No lo sé.
De momento, Wulfric seguía trabajando en el campo; araba para cubrir los rastrojos y gradaba el barbecho de las tierras que habían pertenecido a su familia. Gwenda le ayudaba. Nathan les pagaba el jornal estipulado puesto que no recibirían nada de la siguiente cosecha. El hombre prefería que siguieran allí ya que de otro modo las tierras se deteriorarían en poco tiempo. Continuarían así hasta que Ralph anunciara quién era el nuevo terrateniente. Entonces Wulfric y Gwenda tendrían que ofrecerle a él sus servicios.
—¿Dónde está Wulfric? —preguntó Ethna.
—Supongo que no tiene ganas de celebrar la boda.
—¿Qué siente por ti?
Gwenda dirigió a su madre una mirada inocente.
—Dice que soy la mejor amiga que ha tenido jamás.
—¿Y eso qué quiere decir?
—No lo sé. Pero no significa «te amo», ¿verdad?
—No —respondió su madre—. No significa eso.
Gwenda oyó música. Aaron Appletree practicaba escalas con la gaita, se estaba preparando para tocar una melodía. La muchacha vio que Perkin salía de su casa con un par de tamboriles atados al cinturón. El baile estaba a punto de empezar.
No tenía ganas de bailar. Podría haberse quedado hablando con las ancianas, pero ellas le harían las mismas preguntas que su madre y no le apetecía pasarse el resto del día hablando de sus problemas. Recordó la última boda que se había celebrado en la aldea: Wulfric, medio bebido, bailaba dando grandes saltos y abrazaba a todas las mujeres aunque seguía mostrando su preferencia por Annet. Sin él, Gwenda no concebía ninguna fiesta. Devolvió a Eric a su madre y se puso a caminar sin rumbo fijo. Su perro, Tranco, se quedó atrás; sabía muy bien que ese tipo de celebraciones suponía para él un festín de restos de comida.
Entró en casa de Wulfric con la leve esperanza de que el muchacho se encontrara allí, pero el lugar estaba desierto. La casa era una sólida construcción de madera, del tipo poste y viga, pero no tenía chimenea; ese tipo de lujos estaba hecho para los ricos. Miró en las cuatro cámaras de la planta baja y en la alcoba del piso de arriba. El lugar estaba tan limpio y ordenado como si su madre viviera; sin embargo, el verdadero motivo era que él sólo utilizaba una de las cámaras: comía y dormía en la cocina. El ambiente resultaba frío y nada acogedor. Era el hogar de una familia sin familia.
Se dirigió al granero. Estaba lleno de fajos de heno que servirían de forraje durante el invierno, y también de gavillas de trigo y cebada que aguardaban para ser trilladas. Ascendió por la escalera de mano hasta el pajar y se tendió sobre el heno. Al cabo de un rato, se quedó dormida.
Cuando se despertó ya había anochecido. No tenía ni idea de qué hora era. Salió al exterior y miró el cielo. La luna baja se ocultaba tras el veteado de nubes y Gwenda calculó que sólo debía de hacer una hora o dos que había oscurecido. Allí de pie, medio dormida, junto a la puerta del granero, oyó que alguien lloraba.
Al instante supo que se trataba de Wulfric. Lo había oído llorar antes una vez, cuando descubrió que los cadáveres de sus padres y su hermano yacían en el suelo de la catedral de Kingsbridge. Los profundos sollozos parecían brotar de lo más hondo de su pecho. Escuchando la expresión de la pena del muchacho, las lágrimas asomaron a sus propios ojos.
Tras unos instantes, entró en la casa.
Lo vio iluminado por la luz de la luna. Estaba tendido boca abajo sobre la estera de paja, y sus hombros se agitaban al compás del llanto. Debió de oírla levantar la aldaba, pero se sentía demasiado afligido para ocuparse de eso y no irguió la cabeza.
Gwenda se arrodilló a su lado y le acarició con vacilación la mata de pelo. Él no reaccionó. La muchacha apenas había mantenido con él contacto físico y el hecho de acariciarle el pelo resultó un placer desconocido. La caricia dio la impresión de tranquilizarlo, pues su llanto amainó.
Al cabo de un rato, la muchacha se animó a tenderse junto a él. Pensaba que la apartaría, pero no lo hizo. Volvió hacia ella su rostro, con los ojos cerrados. Ella le frotó suavemente las mejillas con la manga para enjugarle las lágrimas. Sentía una gran emoción al estar tan cerca de él y al ver que le permitía tomarse aquellas pequeñas confianzas. Se moría de ganas de besarle los párpados, pero temió ir demasiado lejos y se contuvo.
Unos momentos más tarde, se dio cuenta de que el muchacho se había quedado dormido.
Se sintió encantada puesto que eso denotaba cuán cómodo se sentía a su lado y además significaba que podría quedarse junto a él, por lo menos hasta que se despertara.
Estaban en otoño y la noche era fría. Cuando la respiración de Wulfric se tornó calmada y regular, Gwenda se levantó con sigilo, descolgó la manta del gancho de la pared y lo arropó. Él siguió durmiendo sin inmutarse.
A pesar de la frialdad del ambiente, la muchacha se despojó del vestido y se tendió junto a él desnuda, estirando la manta de tal forma que los cubriera a ambos.
Se acercó a él y apoyó la mejilla en su pecho. Podía oír los latidos de su corazón y notar en la coronilla el aire que expulsaba al respirar. El calor de su cuerpo robusto la templaba. A su debido tiempo, la luna descendió y la cámara quedó sumida en la oscuridad. Gwenda tenía la sensación de que podría permanecer así toda la vida.
No durmió; no pensaba malgastar ni un minuto de aquel precioso tiempo. Saboreó cada momento consciente de que tal vez nunca volviera a repetirse. Lo acarició con cuidado para no despertarlo. A través del delgado sayo de lana que él llevaba puesto, exploró con las puntas de los dedos los músculos de su pecho y de su espalda, sus costillas y sus caderas, la curva de su hombro y la protuberancia de su codo.
Él se removió varias veces durante la noche. Se dio la vuelta y se tendió de espaldas, lo que ella aprovechó para poner la cabeza en su hombro y rodearle el plano vientre con el brazo. Luego, se volvió hacia el otro lado y ella se le acercó muchísimo, acoplándose al serpenteo de su cuerpo, apretando los senos contra su ancha espalda, pegando las caderas a las de él y encajando las rodillas en sus corvas. Más tarde, Wulfric se volvió de cara y le echó un brazo por encima de los hombros y una pierna sobre los muslos. El peso de la pierna era considerable y le hacía daño, pero ella se consoló pensando que el dolor le aseguraba que no estaba soñando.
Él, en cambio, sí que soñaba. En mitad de la noche la besó de forma inesperada, metiéndole bruscamente la lengua en la boca, y le aferró un pecho con su gran mano. Gwenda notó su erección cuando se frotó contra ella de forma tosca. Durante unos instantes, se sintió desconcertada. Podía hacer lo que quisiera con ella, pero no era propio de él comportarse de modo poco delicado. Ella bajó la mano hasta su ingle y le asió el pene que asomaba por la abertura de las tiradillas. Entonces él, con un movimiento igual de repentino, se apartó y quedó tendido boca arriba respirando de forma rítmica, y la muchacha se dio cuenta de que no había llegado a despertarse sino que la había acariciado en sueños. Descubrió con tristeza que era evidente que estaba soñando con Annet.
Ella, en lugar de dormir, se dedicó a soñar despierta. Se imaginó que Wulfric la presentaba a un extraño: «Ésta es mi esposa, Gwenda». Se vio embarazada, sin dejar de trabajar en el campo, y desvanecerse en pleno mediodía. En su ensueño, él la recogía, la llevaba hasta la casa y le refrescaba la cara con agua fría. Luego se imaginó a Wulfric ya anciano jugando con sus nietos, mimándolos y dándoles manzanas y pedazos de panal.
¿Nietos?, pensó con ironía. Quedaba mucho que construir sobre los cimientos que constituían el hecho de que él le permitiera rodearlo con el brazo mientras lloraba hasta quedarse dormido.
Justo cuando pensaba que debía de estar a punto de amanecer y que su estancia en el paraíso pronto tocaría a su fin, Wulfric empezó a removerse. El ritmo de su respiración se alteró. Se volvió y quedó tendido boca arriba. El brazo de ella quedó sobre el pecho de él y decidió dejarlo allí e introducir la mano por debajo de su brazo. Al cabo de unos instantes, notó que estaba despierto y que meditaba. Ella permaneció quieta y en silencio, temía que si se movía o decía algo se rompiera el encantamiento.
Al final el muchacho se volvió hacia ella y la rodeó con el brazo. Gwenda notó el tacto de su mano en la piel desnuda de la espalda. La acarició, pero ella no tenía muy claro lo que aquel gesto significaba: parecía estar explorándola, sorprendido de descubrir que estaba desnuda. Le recorrió con la mano la espalda en sentido ascendente hasta el cuello y luego en sentido descendente hasta la curva de la cadera.
Por fin habló. Como si temiera que alguien más pudiera oírlo, susurró:
—Se ha casado con él, ¿verdad?
Gwenda le respondió con otro susurro.
—Sí.
—Su amor es débil.
—El verdadero amor nunca es débil.
Él mantuvo la mano en su cadera, resultaba exasperante que estuviera tan cerca de los lugares que ella tanto deseaba que tocara.
—¿Dejaré de amarla algún día? —preguntó.
Gwenda le tomó la mano y la movió de donde estaba.
—Tiene dos pechos, igual que éstos —dijo, todavía en voz baja. No sabía muy bien por qué hacía aquello: la guiaba la intuición y, para bien o para mal, se dejaba llevar por ella.
Él exhaló un gemido y Gwenda notó que cerraba con suavidad la mano alrededor de un seno y luego del otro.
—Y también tiene vello, como éste —susurró, volviendo a cambiar su mano de lugar. La respiración de Wulfric se agitó. Con la mano allí posada, Gwenda exploró el cuerpo de él por debajo del sayo de lana y descubrió que tenía una erección. Le asió el miembro y prosiguió—: Y el tacto de su mano se asemeja mucho a éste. —Wulfric empezó a mover las caderas de forma rítmica.
De pronto, la muchacha tuvo miedo de que el acto terminara antes de consumarlo del todo. No era eso lo que deseaba. En esos momentos era o todo o nada. Lo empujó con suavidad hasta que quedó tendido de espaldas y rápidamente se incorporó y se situó a horcajadas encima de él.
—Por dentro, está caliente y húmeda —dijo, y descendió poco a poco.
Aunque ya había realizado el acto, la experiencia no tenía nada que ver con la presente; se sentía colmada y, sin embargo, aún deseaba más. Empezó a bajar al ritmo del movimiento ascendente de él y luego a subir a la vez que él se apartaba. Acercó el rostro al suyo y le besó la boca perfilada por la barba.
Él le sujetó la cabeza con las manos y le besó la espalda.
—Ella te ama —le susurró Gwenda—. Te ama mucho.
Él gritó con pasión y ella se movió arriba y abajo, montada sobre sus caderas como sobre un potro salvaje, hasta que al fin lo sintió derramarse en su interior con un último y prolongado gemido. A continuación, exclamó:
—¡Oh! ¡Yo también te amo! ¡Te amo, Annet!