e vuelta a Earlscastle al final de una jornada de caza, cuando todos los hombres del séquito del conde Roland estaban de buen humor, Ralph Fitzgerald se sentía feliz.
Cruzaron el puente levadizo como un ejército invasor, caballeros, escuderos y perros. La lluvia caía en forma de suave llovizna y tanto los hombres como los animales agradecían su frescor, pues tenían calor y estaban cansados además de satisfechos. Habían apresado unas cuantas ciervas, bien alimentadas tras la temporada veraniega, que servirían para preparar una opípara comida, además de un gamo grande y viejo cuya carne, demasiado dura, sólo podrían comerse los perros y al que habían cazado por su espléndida cornamenta.
Desmontaron en la parte exterior del edificio, dentro del círculo inferior del foso en forma de un ocho tendido. Ralph desensilló a Griff, le susurró unas cuantas palabras de agradecimiento al oído, le dio de comer una zanahoria y lo entregó a un mozo de cuadra para que lo almohazara. Los ayudantes de cocina se llevaron a rastras los cuerpos bañados en sangre de los venados mientras los hombres rememoraban a voz en grito los incidentes del día entre alardes, mofas y risas, recreándose en los excelentes saltos, las peligrosas caídas y las veces en que las presas habían escapado por un pelo. Los orificios nasales de Ralph se llenaron de un olor que adoraba: la mezcla del sudor de los caballos, el pelo húmedo de los perros, el cuero y la sangre.
Ralph se dio cuenta de que se encontraba junto a lord William de Caster, el primogénito del conde.
—Un gran día de caza —opinó.
—Estupendo —convino William. Se despojó de la gorra y se rascó la calva—. De todos modos, siento que hayamos perdido al viejo Bruno.
Bruno, el líder de la jauría, se había precipitado a matar a la presa unos momentos antes de lo debido. Cuando el gamo ya estaba demasiado extenuado para seguir corriendo y se había vuelto para plantar cara a los sabuesos con las pesadas espaldas cubiertas de sangre, Bruno se había abalanzado sobre su cuello; sin embargo el venado, en un último arranque de provocación, había bajado la cabeza balanceando el cuello musculoso y había atravesado el mullido vientre del perro con los extremos de sus astas. El esfuerzo acabó con el animal salvaje, y al cabo de unos instantes los demás perros ya lo estaban descuartizando, pero al mismo tiempo que le segaba a él la vida, las vísceras de Bruno se enredaron en sus astas como si de una cuerda se tratara y William tuvo que librarlo de su sufrimiento clavándole en la garganta una daga de larga hoja.
—Era un perro muy valiente —lo alabó Ralph, y apoyó una mano en el hombro de William en señal de compasión.
—Tanto como un león —convino William.
Sin pensarlo dos veces, Ralph se decidió a hablarle de sus perspectivas de futuro; no encontraría un momento más apropiado. Había servido a Roland durante siete años, era fuerte y valeroso y había salvado la vida a su señor después de que el puente se viniera abajo. Con todo, aún no lo habían ascendido; seguía siendo escudero. ¿Qué más podían pedirle?
El día anterior se había encontrado con su hermano por casualidad en una taberna del camino que unía Kingsbridge con Shiring. Merthin, que se dirigía a la cantera del priorato, tenía muchas novedades. Iba a encargarse de construir el puente más bello de toda Inglaterra y se haría rico y famoso. Sus padres estaban muy emocionados ante la perspectiva, y eso sólo le sirvió para frustrarse más.
Mientras hablaba con lord William, no se le ocurría ninguna manera discreta de introducir el tema que tenía en mente, así que al final optó por exponerlo sin tapujos.
—Hace tres meses que salvé la vida a vuestro padre en Kingsbridge.
—Hay muchas personas que dicen tener ese mismo honor —respondió William. La severa mirada que se plasmó en su rostro le recordó mucho a Roland.
—Yo lo saqué del agua.
—Y Matthew Barber le curó la herida de la cabeza, las monjas le cambiaron el vendaje y los monjes rezaron por él. De hecho, fue Dios quien le salvó la vida.
—Amén —respondió Ralph—. De todas formas, esperaba que se me concediera algún favor.
—Mi padre es un hombre difícil de complacer.
El hermano de William, Richard, sudoroso y con el rostro enrojecido, se encontraba cerca y oyó el comentario.
—Acabas de decir una verdad como una catedral —terció.
—No te quejes —dijo William—. La severidad de nuestro padre nos hizo fuertes.
—Y por lo que recuerdo, también nos amargó la vida.
William se dio media vuelta, era probable que no quisiera discutir sobre aquel tema delante de un subordinado.
Cuando los caballos estuvieron guardados en la cuadra, los hombres avanzaron por el recinto, pasaron junto a la cocina, el cuartel y la capilla, y enfilaron hacia un segundo puente levadizo que conducía a un recinto interior más pequeño y que correspondía al círculo superior del ocho. Allí el conde vivía al estilo tradicional: en la planta baja estaban las bodegas, sobre éstas había una única cámara muy espaciosa y en un pequeño piso superior se encontraban los aposentos privados del conde. Una colonia de grajos habitaba en los árboles que rodeaban el torreón y andaban engallados por las almenas como si de sargentos se tratara, graznando descontentos. Roland se encontraba en la amplia cámara; se había despojado de la sucia indumentaria de caza y ahora lucía un traje de ceremonia de color morado. Ralph se situó junto al conde, decidido a plantearle la cuestión de su ascenso a la mínima oportunidad.
Roland estaba discutiendo cordialmente con la esposa de William, lady Philippa, una de las pocas personas que podían contradecirlo y salir airosas. Hablaban del castillo.
—No creo que haya cambiado nada durante los últimos cien años —opinó Philippa.
—Es porque lo planificaron muy bien —respondió Roland, hablando con la boca ladeada hacia la izquierda—. El enemigo gasta casi todas sus energías en penetrar en la parte inferior del recinto y luego tiene que enfrentarse a una verdadera batalla para alcanzar la torre del homenaje.
—¡Exacto! —exclamó Philippa—. Se construyó pensando en la defensa, no en la comodidad. Pero ¿cuándo fue la última vez que alguien atacó un castillo en esta parte de Inglaterra? Yo no he oído que sucediera algo así en toda mi vida.
—Ni yo tampoco. —En la mitad del rostro que Roland podía mover se dibujó una sonrisa—. Es probable que se deba a que nuestros medios defensivos son muy sólidos.
—Había un obispo que siempre que viajaba iba desparramando bellotas por el camino para protegerse de los leones. Cuando le dijeron que en Inglaterra no había leones él respondió: «Esto es más efectivo de lo que creía».
Roland se echó a reír y Philippa añadió:
—La mayoría de las familias nobles de hoy en día viven en hogares más confortables.
A Ralph no le interesaban nada los lujos, pero sí Philippa. Observó su figura voluptuosa mientras ella hablaba sin prestarle atención. Se la imaginó tendida debajo de él, con su cuerpo desnudo agitándose y gritando de placer, o de dolor, o de ambas cosas a la vez. Si fuera caballero podría tener una mujer como aquélla.
—Debes derribar esta vieja torre y construir una casa moderna —aconsejaba a su suegro—. Una casa que tenga las ventanas grandes y muchos hogares. Podrías situar la cámara principal en la planta baja y los aposentos de la familia en uno de sus extremos, de manera que todos dispongamos de una zona privada para dormir cuando vengamos a visitarte; y la cocina podría emplazarse en el extremo opuesto para que la comida siga estando caliente cuando llegue a la mesa.
De pronto Ralph se dio cuenta de que podía aportar algo a la conversación.
—Yo sé quién podría diseñaros una casa así —dijo.
Se volvieron a mirarlo sorprendidos. ¿Qué sabía un escudero de diseñar casas?
—¿Quién? —preguntó Philippa.
—Mi hermano, Merthin.
La mujer se quedó pensativa.
—¿El muchacho de expresión divertida que me aconsejó que comprara seda de color verde porque hacía juego con mis ojos?
—No tenía intención de ofenderos.
—No estoy muy segura. ¿Es maestro constructor?
—El mejor —aseguró Ralph con orgullo—. Él diseñó la nueva balsa de Kingsbridge y luego halló la solución para reparar el tejado de St. Mark cuando nadie más era capaz de hacerlo; acaban de encargarle que construya el puente más bello de toda Inglaterra.
—No sé por qué no me sorprende —dijo lady Philippa.
—¿Qué puente? —se interesó Roland.
—El nuevo puente de Kingsbridge. Tendrá arcos de medio punto, como una iglesia. ¡Y será tan ancho que podrán pasar dos carros a la vez!
—No había oído nada —dijo Roland.
Ralph se dio cuenta de que el conde estaba disgustado. ¿Cuál sería el motivo de su enojo?
—Alguien tiene que volver a construir el puente, ¿no es cierto? —dijo Ralph.
—Yo no estoy tan seguro —respondió Roland—. Hoy día no hay suficiente actividad comercial para mantener dos mercados tan cercanos como el de Kingsbridge y el de Shiring. De todos modos, aunque no nos quede más remedio que aceptar que Kingsbridge tenga un mercado, lo que no vamos a consentir es que el priorato intente descaradamente robarle la clientela a Shiring. —Acababa de entrar el obispo Richard, y Roland se volvió en contra de él—. No me habías dicho nada del nuevo puente de Kingsbridge.
—Porque no sabía nada —respondió Richard.
—Pues deberías saberlo, eres el obispo.
La reprobación hizo que Richard se ruborizara.
—El obispo de Kingsbridge siempre ha vivido en Shiring o en sus inmediaciones desde la época de la guerra civil entre el rey Esteban y la emperatriz Matilde, hace dos siglos. Los monjes lo han preferido así, y la mayoría de los obispos también.
—Eso no te exime de estar al tanto. Tendrías que tener una mínima idea de lo que allí ocurre.
—Puesto que no es así, quizá tengas la amabilidad de contarme cuanto sabes.
El tono amable hizo que Roland pasara por alto la descarada insolencia.
—Será lo bastante ancho para que pasen dos carros. Le restará actividad a mi mercado de Shiring.
—Pues yo no puedo hacer nada.
—¿Por qué no? Eres el abad, ex officio. Los monjes deben hacer lo que les ordenes.
—Pero la cuestión es que no lo hacen.
—Tal vez te hagan caso si los dejamos sin maestro constructor. Ralph, ¿podrías convencer a tu hermano para que abandone el proyecto?
—Puedo intentarlo.
—Ofrécele una opción mejor. Dile que quiero que construya un nuevo palacio para mí aquí, en Earlscastle.
A Ralph le entusiasmó recibir un encargo especial del conde, pero lo cierto era que no albergaba muchas esperanzas. Nunca había conseguido convencer a Merthin de nada; de hecho, siempre ocurría al revés.
—Muy bien —accedió.
—¿Podrían pasarse sin él?
—Le ofrecieron el trabajo porque nadie más en todo Kingsbridge sabe levantar una construcción bajo el agua.
—Pero es evidente que no es la única persona de Inglaterra que sabe diseñar puentes —dijo Richard.
—De todos modos, si les robamos al constructor seguro que el proyecto se retrasa —observó William—. Es probable que no puedan empezar la obra hasta dentro de un año.
—Pues entonces vale la pena —resolvió Roland. Una mirada de odio asomó en la mitad sana de su rostro, y añadió—: Ese prior arrogante necesita que lo pongan en su sitio.
Ralph descubrió que la vida de Gerald y Maud había cambiado. Su madre tenía un vestido nuevo de color verde que se ponía para ir a la iglesia y su padre, unos zapatos de cuero. Una vez en casa, vio que en la lumbre se estaba asando un ganso relleno de manzana cuyo apetecible aroma invadía la pequeña vivienda, y que encima de la mesa había una barra de pan blanco, el más caro de todos.
Enseguida supo que el dinero para costearse todo aquello procedía de Merthin.
—Le pagan cuatro peniques al día, cada día que trabaja en St. Mark —explicó Maud orgullosa—. Y está construyendo una casa nueva para Dick Brewer. Además, mientras tanto también se prepara para levantar el nuevo puente.
A Merthin el trabajo en el puente le reportaba un salario más pequeño, según le explicó a su padre mientras éste trinchaba el ganso, porque como parte del pago iba a quedarse con la isla de los Leprosos. El último afectado por la enfermedad, anciano y postrado en la cama, se había trasladado a una pequeña casa situada en la huerta que los monjes poseían en la margen opuesta del río.
La evidente felicidad de su madre dejó a Ralph un amargo sabor de boca. Desde que era niño, había creído que el futuro de la familia dependía de él. A la edad de catorce años lo habían enviado lejos de su casa para ingresar en la guardia del conde de Shiring, y también entonces creyó que tenía en sus manos la posibilidad de acabar con la humillación a la que se había visto sometido su padre llegando a ser caballero, tal vez barón o incluso conde. Por su parte, Merthin se había formado como aprendiz de carpintero y había iniciado una trayectoria que sólo podía conducir a la familia a un grado aún más bajo de la escala social. Los albañiles nunca llegaban a ser nombrados caballeros.
Por lo menos se consoló al percatarse de que su padre no estaba especialmente admirado por el éxito de Merthin. Mostraba signos de impaciencia cada vez que Maud se ponía a hablar del proyecto de alguna obra.
—Mi hijo mayor parece llevar la sangre de Jack Builder, mi único antepasado de cuna humilde —dijo, y su voz denotaba más asombro que orgullo—. Pero bueno, Ralph, cuéntanos cómo te van las cosas en el palacio del conde Roland.
Por desgracia y de forma inexplicable, Ralph no había conseguido pasar a formar parte de la clase noble mientras que Merthin podía permitirse pagar a sus padres prendas nuevas y cenas carísimas. Ralph sabía que debería sentirse agradecido por el hecho de que uno de los dos hubiera alcanzado el éxito y de que sus padres, aunque siguieran siendo humildes, pudieran disfrutar de cierto desahogo. Sin embargo, por mucho que la conciencia le dictara que debía alegrarse, en su corazón bullía el resentimiento.
Encima tenía que persuadir a su hermano de que abandonara la construcción del puente. El problema de Merthin era que nunca veía las cosas de forma sencilla. No era como los caballeros y los escuderos con los que Ralph había compartido los últimos siete años, hombres hechos a la batalla en cuyo mundo las lealtades estaban claras, el valor era la mayor virtud y todo se reducía a una cuestión de vida o muerte. No quedaba mucho espacio para los pensamientos profundos. En cambio Merthin se lo cuestionaba todo. No era capaz siquiera de jugar una partida de damas sin proponer algún cambio en las reglas.
Les estaba explicando a sus padres por qué había aceptado una hectárea y media de terreno yermo como la mitad de sus honorarios por las obras del puente.
—Todo el mundo cree que esas tierras no valen nada porque están en una isla —dijo—. De lo que no se dan cuenta es de que cuando el puente esté construido la isla se integrará en la ciudad. Los ciudadanos recorrerán el puente igual que ahora recorren la calle principal, y una hectárea y media de terreno tiene mucho valor. Si construyo casas, ganaré una fortuna con el arriendo.
—Para eso tienen que pasar unos cuantos años —observó Gerald.
—Ya ha empezado a generarme ingresos. Jake Chepstow me ha pedido que le arriende un cuarto de hectárea para almacenar madera. Va a transportar troncos desde Gales.
—¿Por qué se va a buscar madera a Gales? —Quiso saber Gerald—. El New Forest está más cerca y la madera le saldría más barata.
—Lo lógico sería eso, pero el conde de Shaftesbury cobra derecho de tránsito o algún tipo de tributo cada vez que hay que vadear un río o cruzar un puente dentro de su territorio.
La queja estaba muy extendida. Muchos señores se las apañaban para idear todo tipo de modos de percibir dinero por los bienes que atravesaban su territorio.
Cuando empezaban a comer, Ralph le dijo a Merthin:
—Tengo otra oportunidad para ti. El conde quiere que se construya un nuevo palacio en Earlscastle.
Merthin lo miró con recelo.
—¿Te ha enviado para que me pidas que lo diseñe yo?
—Yo se lo he propuesto. Lady Philippa estaba protestando de lo anticuada que se ha quedado la torre del homenaje y yo le he dicho que conocía a la persona adecuada para proponerle reformarla.
A Maud le entusiasmó la idea.
—¡Eso es maravilloso!
Merthin seguía mostrándose escéptico.
—¿Y el conde te ha dicho que quiere que lo haga yo?
—Sí.
—Es extraordinario. Hace unos pocos meses no había manera de encontrar trabajo y ahora tengo demasiado. Además, Earlscastle está a dos días de distancia. No veo la manera de construir un palacio allí y un puente aquí al mismo tiempo.
—Ah, tendrías que olvidarte del puente —dijo Ralph.
—¿Qué?
—Trabajar para el conde tiene prioridad sobre todo lo demás, por supuesto.
—No tengo muy claro que las cosas funcionen así.
—Hazme caso.
—¿Te lo ha dicho él?
—La verdad es que sí.
Su padre se sumó a la conversación.
—Es una oportunidad fantástica, Merthin —opinó—. ¡Construir el palacio de un conde!
—Claro que lo es —repuso Merthin—. Pero construir un puente en esta ciudad es igual de importante, si no más.
—No seas estúpido —le espetó su padre.
—Te prometo que lo intento —respondió Merthin con sarcasmo.
—El conde de Shiring es uno de los hombres más insignes de estas contradas. Comparado con él, el prior de Kingsbridge es un don nadie.
Ralph cortó un pedazo de muslo de ganso y se lo llevó a la boca, pero apenas podía tragar. Tal como se temía, Merthin no iba a ponérselo fácil. Tampoco aceptaría una consigna de su padre, pues ni siquiera de niño era obediente. Empezó a desesperarse.
—Escucha —dijo—: el conde no quiere que se construya el nuevo puente porque cree que acabará con la actividad comercial de Shiring.
—¡Ajá! —exclamó Gerald—. No irás a oponerte a la voluntad del conde, Merthin.
—Así que eso es lo que hay detrás de este tema, ¿no, Ralph? —inquirió Merthin—. Roland me ofrece el trabajo para evitar que se construya el puente.
—No es sólo por eso.
—Pero ésa es la condición. Si quiero construir el palacio, tengo que olvidarme del puente.
—¡No tienes elección, Merthin! —saltó Gerald exasperado—. El conde no pregunta, ordena.
Ralph tenía claro que una argumentación basada en la autoridad no era la mejor manera de convencer a Merthin.
—No creo que el conde tenga poder sobre el prior de Kingsbridge, que es quien me ha encargado que construya el puente —opinó Merthin.
—Pero sí que tiene poder sobre ti.
—¿De verdad? Él no es mi señor.
—No seas estúpido, hijo. No puedes enfrentarte a un conde y salir airoso.
—No creo que sea conmigo con quien Roland se enfrenta, papá. La disputa es entre el conde y el prior. Roland pretende utilizarme igual que se utiliza un perro en una cacería. Lo mejor será que me mantenga al margen.
—Yo creo que deberías hacer lo que dice el conde. No te olvides de que también es pariente tuyo.
Merthin se decantó por otro argumento.
—¿Se te ha ocurrido pensar la traición que una cosa así supondría para el prior Godwyn?
Gerald emitió un chasquido de indignación.
—¿Qué lealtad le debemos al priorato? Fueron los monjes los que nos sumieron en la penuria.
—¿Y qué me dices de tus vecinos? De la gente de Kingsbridge, junto a la que has vivido durante diez años. Necesitan el puente, es su única posibilidad de supervivencia.
—Nosotros pertenecemos a la nobleza —dijo su padre—. No tenemos por qué atender a las necesidades de unos simples mercaderes.
Merthin asintió.
—Muy bien, tal vez tú lo sientas así, pero yo, como un simple carpintero que soy, no comparto tu punto de vista.
—¡No todo tiene que ver sólo contigo! —saltó Ralph. Se dio cuenta de que no le quedaba más remedio que ser franco—. El conde me ha encomendado esta misión. Si la cumplo con éxito, es posible que me ordene caballero o, como mínimo, señor feudal. Si no, seguiré siendo un simple escudero.
—Es muy importante que todos tratemos de complacer al conde —opinó Maud.
Merthin parecía atribulado. Siempre estaba a punto para enfrentarse a su padre, pero no le gustaba nada discutir con su madre.
—Me he comprometido a construir el puente —dijo—. La ciudad cuenta conmigo. No puedo abandonarlos.
—Claro que puedes —replicó Maud.
—No quiero que en el futuro se me considere poco de fiar.
—Todo el mundo te entenderá si dices que debes darle prioridad al encargo del conde.
—Tal vez lo comprendan, pero eso no me servirá para ganarme su respeto.
—Deberías pensar en tu familia antes que en nadie más.
—He luchado mucho para que me permitan construir ese puente, mamá —insistió Merthin con obstinación—. He trazado un proyecto muy bello y he convencido a todos los ciudadanos para que confíen en mí. No hay nadie más capaz de construirlo, por lo menos no de la forma en que debe hacerse.
—¡Si te enfrentas al conde, Ralph lo sufrirá el resto de su vida! —exclamó ella—. ¿Es qué no te das cuenta?
—No debería permitir que toda su vida dependa de una cosa así.
—Pero así es. ¿Piensas hacer sacrificarse a tu hermano por un simple puente?
—Es como si yo le pidiera a él que deje de luchar para salvar vidas humanas —dijo Merthin.
—Vamos, no compares la labor de un carpintero con la de un hombre de armas —terció Gerald.
Ralph pensó que su padre había obrado con muy poco tacto; eso denotaba su preferencia por el hijo más joven. Se dio cuenta de que Merthin se sentía herido, pues su rostro enrojeció y empezó a morderse el labio para evitar darle una mala contestación.
Tras una pausa, Merthin reanudó la conversación con voz tranquila y Ralph supo que era señal de que había tomado una decisión irrevocable.
—Yo no quería ser carpintero —dijo—. Me habría gustado ser caballero, igual que a Ralph. Ahora sé que el hecho de aspirar a ello era una locura. De hecho, fuiste tú quien decidió lo que yo debía ser y la realidad ha demostrado que se me da bien. Voy a tener éxito en el oficio que tú me obligaste a ejercer y un día construiré el edificio más alto de toda Inglaterra. Tú me hiciste así; lo mejor que puedes hacer es aceptarlo.
Antes de regresar a Earlscastle con las malas noticias, Ralph se estrujó el cerebro para encontrar la manera de convertir el fracaso en triunfo. Si no podía convencer a su hermano para que abandonara el trabajo en el puente, tal vez hubiera alguna otra manera de conseguir que el proyecto se cancelara o se retrasara.
Hablar con el prior Godwyn o con Edmund Wooler no serviría de nada, de eso estaba seguro. Debían de estar más comprometidos a construir el puente incluso que Merthin y, aunque no hubiera sido así, un simple escudero no podría persuadirlos. ¿Qué haría el conde en su lugar? Tal vez enviara a una tropa de caballeros a derribar la construcción hecha por los albañiles, pero eso conllevaría problemas mayores que el que pretendía resolver.
Fue Merthin quien le dio la idea. Había dicho que Jake Chepstow, el mercader de madera que utilizaba la isla de los Leprosos como almacén, transportaba los troncos desde Gales para evitar pagar los tributos que imponía el conde de Shaftesbury.
—Mi hermano cree que debe someterse a la autoridad del prior de Kingsbridge —explicó Ralph a Roland a la vuelta. Y antes de que el conde tuviera tiempo de enfadarse, añadió—: Sin embargo, tal vez haya una forma mejor de retrasar la construcción del puente. La cantera del priorato se encuentra en el corazón de vuestro condado, entre Shiring y Earlscastle.
—Pero pertenece a los monjes —refunfuñó Roland—. El rey les cedió las tierras hace siglos. No podemos impedirles que extraigan piedra de allí.
—Pero sí que podéis cobrarles algún tributo —explicó Ralph. Se sentía culpable por estar saboteando un proyecto que para su hermano significaba tanto. Sin embargo, no tenía más remedio que hacerlo, y ese pensamiento calmó su conciencia—. Tendrán que transportar las piedras a través de vuestro condado. Los carros cargados desgastarán los caminos y removerán el lecho de los vados. Es justo que paguen.
—Se pondrán a chillar como cerdos y se quejarán al rey.
—Dejadlos que lo hagan —le aconsejó Ralph, aparentando mayor confianza de la que sentía—. Eso les llevará tiempo y sólo quedan dos meses para que finalice la temporada de construcción de este año; tendrán que interrumpir el trabajo antes de la primera helada. Con suerte, conseguiréis retrasar la obra del puente hasta el año próximo.
Roland dirigió a Ralph una mirada seria.
—Es posible que te haya subestimado —dijo—. Tal vez valgas para algo más que para sacar del río a condes en apuros.
Ralph disimuló una sonrisa triunfal.
—Gracias, mi señor.
—Pero ¿cómo los obligaremos a satisfacer el pago? Tendríamos que encontrar un cruce, un vado… algún lugar por donde todos los carros se vean forzados a pasar.
—Puesto que sólo nos interesan los bloques de piedra, será suficiente con situar una tropa en el exterior de la cantera.
—Excelente idea —alabó el conde—. Tú podrías dirigirla.
Dos días más tarde, Ralph iba rumbo a la cantera con cuatro hombres de armas montados y dos mozos que guiaban unos cuantos caballos de carga que transportaban tiendas de campaña y comida para una semana. Se sentía satisfecho de sí mismo: le habían encomendado una misión imposible y él la había vuelto a su favor. El conde pensaba que era válido para algo más que para trabajos de rescate. Las cosas mejoraban.
No obstante, se sentía profundamente mal por lo que le estaba haciendo a Merthin. Se había pasado casi toda la noche en blanco recordando su infancia. Siempre había venerado a su inteligente hermano mayor. En aquella época se peleaban con frecuencia, y Ralph se sentía peor cuando ganaba que cuando perdía, aunque luego siempre acababan haciendo las paces. En cambio, las peleas posteriores resultaban más difíciles de olvidar.
No esperaba con demasiada emoción el inminente enfrentamiento con los canteros de los monjes: a un grupo de soldados no le resultaría muy difícil vencerlos. No llevaba consigo a ningún caballero, pues una misión de aquellas características estaba por debajo de su dignidad; sin embargo, contaba con Joseph Woodstock, de quien sabía que era duro de pelar, y con tres hombres más. De todos modos, tenía ganas de que todo terminara para ver cumplido el objetivo.
Acababa de amanecer. Habían acampado la noche anterior en el bosque, a pocos kilómetros de la cantera. Ralph planeaba llegar a tiempo de interceptar el primer carro que tratara de salir de allí de buena mañana.
Los caballos avanzaron con facilidad por un camino embarrado por el continuo paso de los bueyes y profundamente surcado por las ruedas de pesados carros. El sol apareció en un cielo lleno de nubes de lluvia separadas por retazos de color azul. La comitiva de Ralph estaba de buen humor, animada por la perspectiva de ejercer su poder contra hombres desarmados sin correr grandes riesgos.
Ralph percibió un olor de madera quemada y luego observó el humo de varias hogueras ascender entre los árboles. Poco después, el camino se ensanchaba y daba paso a un calvero fangoso frente al mayor hoyo en la tierra que jamás había visto. Tenía cien metros de ancho y abarcaba una longitud de al menos medio kilómetro. Una rampa cubierta de barro conducía a las tiendas y cabañas de madera de los canteros, quienes se encontraban apiñados junto a las hogueras preparando el desayuno. Unos pocos estaban ya trabajando, diseminados a lo lejos por el lugar, y Ralph oyó su sordo martilleo al introducir las cuñas en las grietas y separar así los grandes bloques de piedra de la masa rocosa.
La cantera se encontraba a un día de distancia de Kingsbridge, por lo que la mayoría de los peones llegaba allí por la tarde y se marchaba a la mañana siguiente. Ralph observó varios carros salpicados por la cantera, algunos cargados con bloques de piedra y uno avanzando ya lentamente junto a la excavación en dirección a la rampa de salida.
Los canteros levantaron la cabeza al percibir el ruido de los caballos, pero ninguno se acercó. Los peones nunca tenían prisa por entablar conversación con hombres de armas. Ralph aguardó pacientemente. Aquel lugar sólo parecía contar con una salida: la larga cuesta embarrada que llevaba hasta él.
El primer carro empezó a avanzar pesadamente por la cuesta. El hombre que lo conducía apremiaba al buey con una fusta de larga correa y éste iba situando un pie delante del otro con queda resignación. En la plataforma se apilaban cuatro enormes piedras talladas de forma basta que presentaban una incisión con la marca de quien las había extraído de la cantera. La producción de cada peón se contabilizaba una vez en la cantera y otra en el lugar de la construcción, y éste recibía una cantidad de dinero por cada piedra.
Cuando el carro estuvo más cerca, Ralph vio que el hombre que lo conducía era de Kingsbridge; se llamaba Ben Wheeler. Guardaba cierto parecido con su buey: tenía el cuello muy grueso y los hombros muy anchos, y su rostro mostraba la misma expresión hostil y aburrida. Ralph supuso que opondría resistencia, pero conseguirían someterlo.
Ben guio el buey hasta la hilera de caballos que bloqueaba el camino. En lugar de detenerse a cierta distancia, permitió que el animal se acercara más y más. Los équidos no eran corceles entrenados para el combate sino simples caballos de silla, y empezaron a bufar agitados y a retroceder. El buey se detuvo por iniciativa propia.
La actitud de Ben irritó a Ralph, quien empezó a gritarle.
—Eres un mostrenco engreído.
—¿Por qué os ponéis en mitad de mi camino? —preguntó Ben.
—Para cobrar el tributo.
—No existe ningún tributo.
—Sí, para transportar las piedras por el territorio del conde de Shiring es necesario pagar un penique por carro.
—Yo no tengo dinero.
—Pues tendrás que conseguirlo.
—¿Pensáis barrarme el paso?
Aquel zopenco no demostraba el miedo que Ralph esperaba, lo que intensificó su furia.
—No te atrevas a dudar de mí —le advirtió—. Las piedras se quedarán aquí hasta que alguien pague el tributo correspondiente.
Ben se lo quedó mirando un buen rato y Ralph tuvo la certeza de que el hombre se estaba planteando derribarlo de un puñetazo.
—No tengo dinero —repitió al fin.
Ralph sentía ganas de atravesarlo con su espada, pero dominó su impulso.
—No quieras parecer más estúpido de lo que eres —respondió con desdén—. Ve a hablar con el capataz y dile que los hombres del conde no te dejan salir.
Ben siguió mirándolo unos instantes más mientras reflexionaba sobre lo que acababa de oír. Luego, sin pronunciar palabra, se dio media vuelta y descendió por la pendiente dejando allí su carro.
Ralph estaba que echaba chispas. Aguardó sin apartar la vista del buey.
Ben entró en una cabaña de madera situada hacia la mitad de la longitud de la cantera. Minutos después, salió acompañado de un hombre menudo vestido con una túnica marrón. Al principio Ralph supuso que el hombre era el capataz de la cantera, pero la figura le resultaba familiar. Al acercarse, descubrió que se trataba de su hermano, Merthin.
—Oh, no —exclamó en voz alta.
No estaba preparado para una cosa así. La vergüenza lo torturaba mientras observaba a Merthin ascender por la larga cuesta. Sabía que al acudir allí estaba traicionando a su hermano, pero no esperaba que Merthin fuera testigo de ello.
—Hola, Ralph —lo saludó Merthin al aproximarse—. Ben dice que no le dejáis pasar.
Merthin siempre salía vencedor en las disputas entre los dos, recordó Ralph con desaliento. Decidió adoptar una actitud formal. Eso le serviría para ocultar sus emociones; además, sería difícil que tuviera problemas si se limitaba a comunicar las instrucciones que había recibido.
—El conde ha decidido ejercer su derecho de imponer una tasa por las partidas de piedra que se transporten por sus caminos —dijo con frialdad.
Merthin hizo caso omiso de las palabras de Ralph.
—¿No piensas bajarte del caballo para hablar con tu hermano?
Ralph habría preferido seguir montado, pero no estaba dispuesto a rehusar lo que parecía una especie de desafío, así que se apeó. Una vez abajo, se sintió como si ya estuviera derrotado.
—No existe ningún tributo sobre las piedras de esta cantera —dijo Merthin.
—Ahora sí.
—Los monjes llevan explotando este lugar siglos enteros. La catedral de Kingsbridge se construyó con piedras de aquí y entonces no se gravó nada.
—Tal vez el conde perdonara entonces el tributo por tratarse de una iglesia —improvisó Ralph—. Pero un puente es distinto.
—Lo que ocurre es que no quiere que en la ciudad se construya un nuevo puente; ése es el verdadero motivo. Primero te envió para que me convencieras, y al no surtir efecto se ha inventado un impuesto. —Merthin miraba a Ralph con aire pensativo—. Ha sido idea tuya, ¿verdad?
Ralph se sintió muy avergonzado. ¿Cómo lo habría descubierto?
—¡No! —gritó, pero notó que se ruborizaba.
—Veo en tu rostro que sí. Seguro que fui yo quien te hizo caer en la cuenta al hablarte de que Jake Chepstow importaba los troncos de Gales para evitar pagar el tributo al conde de Shaftesbury.
Ralph se sentía cada vez más idiota y enfadado.
—No tiene nada que ver con eso —aseguró con tozudez.
—Tú me reprochabas haber antepuesto el puente a mi hermano, en cambio te parece bien desmoronar mis esperanzas por tu conde.
—Da igual de quién fuera la idea, el conde ha decidido imponer un tributo por el transporte de piedra.
—Pero no tiene derecho a hacerlo.
Ben Wheeler seguía la conversación sin perder detalle, situado detrás de Merthin con las piernas separadas y los brazos en jarras. Se dirigió a éste:
—¿Dices que estos hombres no tienen derecho a impedirme el paso?
—Eso es exactamente lo que he dicho —aseguró Merthin.
Ralph habría advertido a Merthin que era un error tratar a aquel hombre como si fuera inteligente. La interpretación que Ben hizo de aquellas palabras lo llevaron a creer que podía marcharse. Hizo restallar el látigo en el lomo del buey. El animal introdujo la cabeza en el yugo de madera y levantó la carga.
—¡Alto! —gritó Ralph irritado.
—¡Arriba! —exclamó Ben, volviendo a hacer restallar el látigo en el lomo del buey.
El animal tiró con más fuerza y el carro avanzó con una sacudida que sobresaltó a los caballos. El de Joseph Woodstock empezó a relinchar y a encabritarse con la mirada perdida.
Joseph tensó las riendas y consiguió dominar el caballo. Luego, extrajo de la alforja un gran garrote.
—Haz caso cuando te ordenen que te quedes quieto —amenazó a Ben. Obligó a su caballo a avanzar y empezó a blandir el garrote.
Ben esquivó el golpe, aferró el arma y tiró de ella.
Joseph, que ya se había escurrido un poco de la silla, acabó de perder el equilibrio a causa del tirón y se cayó del caballo.
—¡Oh, no! —gritó Merthin.
Ralph sabía muy bien a qué se debía la consternación de su hermano. Un hombre de armas no pasaría por alto una humillación semejante, así que la violencia estaba asegurada. Él, sin embargo, no lo sentía en absoluto. Su hermano no había tratado a los hombres del conde con la deferencia que merecían y ahora tendría que afrontar las consecuencias.
Ben sostenía el garrote de Joseph con las dos manos. El hombre de armas se puso en pie y, al ver que Ben blandía el arma, quiso extraer su daga. Pero Ben fue más rápido que él; seguro que el cantero había librado alguna batalla en el pasado, pensó Ralph. Agitó el palo y propinó un tremendo golpe en la cabeza a Joseph, quien cayó al suelo y quedó inmóvil.
Ralph empezó a bramar enfurecido. Desenvainó la espada y corrió hacia el cantero.
—¡No! —gritó Merthin.
Ralph hirió a Ben en el pecho, clavándole la espada entre las costillas con toda la fuerza de que fue capaz. El arma atravesó el cuerpo fornido del cantero y sobresalió por la espalda. Ben cayó al suelo y, en cuanto Ralph extrajo la espada, la sangre empezó a brotar del cuerpo del cantero como de una fuente. A Ralph lo invadió una triunfal oleada de satisfacción, se habían acabado para siempre las insolencias por parte de Ben Wheeler.
Se arrodilló junto a Joseph. Los ojos del hombre carecían de vida y su corazón no latía. Estaba muerto.
Por una parte, eso era bueno, pues le ahorraría explicaciones. Ben Wheeler había asesinado a uno de los hombres del conde y había muerto por ello. Nadie lo consideraría una injusticia, y aún menos el conde Roland, que no tenía piedad con aquéllos que desafiaban su autoridad.
Merthin, en cambio, no lo veía igual que él. Tenía el rostro crispado por el dolor.
—¿Qué has hecho? —preguntó sin dar crédito—. ¡Ben Wheeler tiene un hijo de dos años! ¡Se llama Bennie!
—Pues lo mejor que puede hacer la viuda es tener más cuidado al volver a elegir marido —soltó Ralph—. Más vale que el próximo sepa mantenerse en su sitio.