l día siguiente de que a Godwyn lo nombraran prior de Kingsbridge, Edmund Wooler se presentó en casa de los padres de Merthin a primera hora de la mañana.
Merthin tenía tendencia a olvidar lo influyente que era Edmund, pues éste siempre lo trataba como a uno más de la familia. Gerald y Maud, en cambio, se comportaban como si acabaran de recibir la visita inesperada de un miembro de la realeza. Se avergonzaban de que Edmund viera lo humilde que era su casa, que constaba de una única estancia, y Merthin y sus padres dormían en jergones de paja en el suelo. Había un hogar y una mesa, y también un pequeño patio trasero.
Por suerte, la familia se había levantado al alba y todos habían tenido tiempo de asearse, vestirse y adecentar el lugar. En cuanto Edmund entró en la casa con paso firme y característicamente irregular, la madre de Merthin quitó el polvo a un taburete, se atusó el pelo, cerró la puerta trasera y luego volvió a abrirla, y por fin echó un leño a la lumbre. Su padre hizo varias reverencias, se cubrió con un sobretodo y ofreció a Edmund un vaso de cerveza.
—No, gracias, sir Gerald —rehusó Edmund, sin duda consciente de que la familia no podía permitirse malgastar nada—. Sin embargo, sí que tomaré un poco de vuestro potaje, lady Maud, si me lo permitís. —Toda familia mantenía en la lumbre un puchero con avena al que añadían huesos, corazones de manzana, vainas de guisantes y otros restos de comida, y luego cocían la mezcla a fuego lento durante días. La sazonaban con sal y hierbas aromáticas y de ello resultaba una sopa que nunca sabía igual. Era el alimento más barato.
Maud, complacida, sirvió un poco de potaje en una escudilla y depositó ésta en la mesa junto con una cuchara y un platito con pan.
Merthin aún gozaba de la euforia de la tarde anterior. Se sentía igual que si estuviera un poco bebido. Se había ido a dormir pensando en el cuerpo desnudo de Caris y se había despertado sonriendo. Sin embargo, de pronto recordó la pelea con Elfric por causa de Griselda. Una falsa alarma le hizo creer que Edmund iba a empezar a gritar: «¡Has deshonrado a mi hija!», y que iba a golpearle el rostro con un palo de madera.
Fue sólo una visión momentánea que se desvaneció en cuanto Edmund tomó asiento en la mesa. El hombre cogió la cuchara, pero antes de empezar a comer se dirigió a Merthin.
—Ahora que tenemos prior, quiero que las obras del puente empiecen tan pronto como sea posible.
—Muy bien —respondió Merthin.
Edmund se llevó una cucharada llena a la boca y se relamió.
—Es el mejor potaje que he probado en mi vida, lady Maud.
La madre de Merthin se mostró complacida.
Merthin estaba agradecido a Edmund por ser amable con sus padres. La pareja sentía cierta humillación a causa de su baja posición social y económica, y el hecho de que el mayordomo de la ciudad se sentara a comer a su mesa y los llamara sir Gerald y lady Maud era para ellos como un bálsamo en la herida.
Su padre intervino.
—Estuve a punto de no casarme con ella, Edmund, ¿lo sabíais?
Merthin estaba seguro de que Edmund había oído la historia otras veces. No obstante, el hombre respondió:
—Santo Dios, no. ¿Qué ocurrió?
—La vi en la iglesia un domingo de Pascua y me enamoré de ella al instante. Debía de haber un millar de personas en la catedral de Kingsbridge ese día, y ella era la más guapa de todas las presentes.
—Oye, Gerald, no hace falta que exageres —replicó Maud en tono seco.
—Pero luego desapareció entre la multitud, ¡y no pude encontrarla! No sabía ni cómo se llamaba. Pregunté a varias personas quién era la guapa muchacha de pelo bonito, y me respondieron que todas las muchachas eran guapas y tenían el pelo bonito.
—Salí corriendo en cuanto terminó la misa —dijo Maud—. Nos alojábamos en la posada Holy Bush y mi madre se sentía indispuesta, así que volví enseguida para atenderla.
—La busqué por toda la ciudad, pero no pude encontrarla —explicó Gerald—. Después de Pascua, todos regresamos a nuestras casas. Yo vivía en Shiring y ella en Casterham, aunque entonces no lo sabíamos. Creí que no volvería a verla jamás. Llegué a imaginar que se trataba de un ángel que había bajado a la tierra para asegurarse de que todo el mundo asistía a la misa.
—Gerald, por favor… —terció ella.
—Me había partido el corazón. No sentía interés por ninguna otra mujer y pensaba que me pasaría toda la vida suspirando por el Ángel de Kingsbridge. Estuve así dos años. Entonces un día la vi durante un torneo en Winchester.
—Un completo desconocido se me acercó y me dijo: «Eres tú… ¡Cuánto tiempo! Tienes que casarte conmigo antes de que vuelvas a desaparecer». Creí que estaba loco.
—Parece increíble —opinó Edmund.
Merthin consideró que ya habían abusado bastante de la buena voluntad de Edmund.
—Bueno —dijo—, he trazado unos bocetos en el suelo del taller de la catedral, donde los albañiles guardan el material.
Edmund asintió.
—¿Es un puente de piedra lo bastante ancho para que pasen dos carros?
—Tal como me pediste… Y acabado en rampa por ambos extremos. He encontrado una manera de reducir el coste aproximadamente un tercio.
—¡Es asombroso! ¿Cómo?
—Te lo mostraré en cuanto acabes de comer.
Edmund tomó la última cucharada de potaje y se puso en pie.
—Ya he terminado. Vamos. —Se volvió hacia Gerald y bajó la cabeza a modo de sencilla reverencia—. Gracias por vuestra hospitalidad.
—Ha sido un placer recibiros en nuestra casa, mayordomo.
Merthin y Edmund salieron bajo una ligera llovizna. En lugar de dirigirse a la catedral, Merthin guio al hombre hacia el río. La cojera de Edmund era fácilmente reconocible y toda persona que se cruzaba con ellos por la calle le dirigía alguna palabra amable o hacía una reverencia en señal de respeto.
De pronto, Merthin se sintió inquieto. Había dedicado meses a planificar el puente; durante la supervisión del trabajo de los carpinteros que construían el nuevo tejado mientras se demolía el antiguo, no había dejado de pensar en el reto mucho mayor que éste constituiría. Ahora por primera vez sus ideas iban a ser juzgadas por otra persona.
Edmund todavía no podía imaginar lo revolucionario que era el proyecto de Merthin.
La calle fangosa descendía serpenteando entre casas y talleres. Las murallas que cercaban la ciudad se habían deteriorado durante los dos siglos de paz y en algunas zonas sólo quedaban montículos de tierra que ahora formaban parte de muros de jardines. Junto al río se habían establecido artesanos cuya actividad requería grandes cantidades de agua, sobre todo tintoreros de lana y curtidores.
Merthin y Edmund se dirigieron hasta la cenagosa orilla pasando entre un matadero que despedía un fuerte olor a sangre y una fragua donde los herreros trabajaban el metal a golpes de martillo. Justo enfrente, tras una estrecha franja de agua, se encontraba la isla de los Leprosos.
—¿Por qué hemos venido aquí? —preguntó Edmund—. El puente está a cuatrocientos metros más arriba.
—Estaba —respondió Merthin. A continuación, respiró hondo y aventuró—: Me parece que deberíamos construir aquí el nuevo.
—¿Un puente hasta la isla?
—Y otro que conecte la isla con la orilla opuesta. En lugar de tener un gran puente, tendríamos dos más pequeños. Resulta mucho más barato.
—Pero la gente tendría que atravesar la isla para pasar de un puente a otro.
—¿Y qué?
—¡Que es una colonia de leprosos!
—Ya sólo queda un afectado, pueden trasladarlo a cualquier otro lugar. Parece ser que la enfermedad está desapareciendo.
Edmund lo miró, pensativo.
—Así que todo aquél que llegue a Kingsbridge lo hará a través del lugar en que ahora mismo nos encontramos.
—Tendremos que abrir una nueva calle y derribar algunos de esos edificios. Aun así, el coste será muy pequeño comparándolo con el dinero que se ahorrará con el puente.
—Y en la otra orilla hay…
—Prados que pertenecen al priorato. El paisaje completo se ve desde el tejado de St. Mark. Así es como se me ocurrió la idea.
Edmund estaba impresionado.
—Está muy bien pensado. Me pregunto por qué no construyeron aquí el puente original.
—El primer puente se construyó hace cientos de años. Es probable que el río siguiera entonces un curso distinto. Las márgenes deben de haber ido adquiriendo su forma actual a lo largo de los siglos. Tal vez el canal que separa la isla de los prados fuera entonces más ancho, con lo cual no habría supuesto ninguna ventaja haber levantado aquí la construcción.
Edmund miró a lo lejos y Merthin siguió la trayectoria de su mirada. La colonia de leprosos consistía en unas cuantas construcciones de madera ruinosas diseminadas por una hectárea y media de terreno aproximadamente. La isla era demasiado rocosa para el cultivo, aunque había algunos árboles y un poco de maleza. El lugar estaba infestado de conejos que los ciudadanos no se comían porque existía la creencia de que se trataba de las ánimas de los leprosos muertos. Había habido un tiempo en que los confinados habitantes criaban sus propias gallinas y cerdos; sin embargo en esos momentos al priorato le resultaba más cómodo proporcionar la comida al último que quedaba.
—Tienes razón —convino Edmund—. No se ha dado un caso de lepra en la ciudad durante al menos diez años.
—Yo nunca he visto a ningún leproso —aseguró Merthin—. De niño, creía que la gente decía «leopardo» y me imaginaba que la isla estaba llena de felinos moteados.
Edmund se echó a reír. Se volvió de espaldas al río y contempló los edificios de alrededor.
—Nos quedará un poco de trabajo diplomático que hacer —observó pensativo—. Tendremos que convencer a los habitantes de las viviendas que haya que demoler de que son afortunados porque se mudarán a casas nuevas con mejores condiciones mientras que sus vecinos se pierden esa oportunidad. Y habrá que regar la isla con agua bendita para purificarla y persuadir a la gente de que no corre peligro. Con todo, me parece que podremos arreglárnoslas.
—He diseñado ambos puentes con arcos ojivales, como la catedral —explicó Merthin—. Son muy bonitos.
—Muéstramelos.
Ascendieron por la cuesta alejándose del río y atravesaron el pueblo en dirección al priorato. Las gotas de lluvia se deslizaban por los muros de la catedral cubierta por una nube baja como el humo de una hoguera hecha con ramas húmedas. Merthin estaba impaciente por volver a ver los bocetos, pues hacía una semana aproximadamente que no había estado en el taller, y por enseñárselos a Edmund. Había dedicado muchas horas a pensar en el modo en que la corriente había socavado el viejo puente y en cómo evitar que el nuevo corriera la misma suerte.
Condujo a Edmund hasta el pórtico norte y luego subieron por la escalera de caracol. Sus suelas mojadas resbalaban en los desgastados escalones de piedra. Edmund arrastraba con brío la pierna lisiada tras de sí.
En el taller de los albañiles había varios quinqués encendidos. Al principio, Merthin se alegró, pues eso significaba que podrían ver los esbozos más claramente. Sin embargo, al cabo de un momento vio a Elfric dibujando en la zona del suelo cubierta con yeso que utilizaban para hacer las trazas.
Se sintió momentáneamente frustrado. La enemistad entre su antiguo patrón y él seguía igual de viva que siempre. Elfric no había conseguido evitar que Merthin encontrara empleo en la ciudad, pero continuaba impidiendo que su solicitud para ingresar en el gremio de carpinteros progresara, de modo que el muchacho se encontraba en una situación anómala: no había podido legalizarla, aunque lo aceptaban. La actitud de Elfric era absurda pero denotaba muy mala intención.
La presencia del hombre allí aguaría la conversación que Merthin quería mantener con Edmund. Se dijo a sí mismo que no debía mostrarse tan irascible. ¿Por qué no podía ser Elfric quien se sintiera incómodo?
El muchacho sujetó la puerta para que Edmund entrara y ambos cruzaron la cámara hasta la zona de dibujo. Entonces sufrió una conmoción.
Elfric estaba inclinado sobre el suelo y dibujaba con la ayuda de un par de compases… sobre una nueva capa de yeso. Había recubierto el suelo de tal modo que los planos de Merthin habían quedado totalmente borrados.
—¿Qué has hecho? —inquirió Merthin sin dar crédito.
Elfric lo miró con desprecio y prosiguió con su dibujo sin pronunciar palabra.
—Ha borrado todo mi trabajo —explicó Merthin a Edmund.
—¿Qué explicación das a eso, Elfric? —preguntó Edmund.
El constructor no podía soslayar a su suegro.
—No hay nada que explicar —respondió—. De vez en cuando, hay que renovar el enlucido para poder seguir dibujando.
—¡Pero has eliminado unos planos muy importantes!
—¿De verdad? El prior no ha encargado ningún plano a este muchacho, y él tampoco ha pedido permiso para utilizar la zona de dibujo.
A Edmund no le costaba mucho enfadarse y la descarada insolencia de Elfric le estaba alterando la sangre.
—Haz el favor de dejar de comportarte como un estúpido —le espetó—. Yo le pedí a Merthin que preparara los planos del nuevo puente.
—Lo siento, pero sólo el prior tiene autoridad para eso.
—¡Maldita sea, es el gremio quien pone el dinero!
—No es más que un préstamo que os será devuelto.
—Aun así nos da derecho a tener voto en el diseño.
—¿De verdad? Pues tendrás que decírselo al prior. Me parece que no le va a gustar demasiado el hecho de que hayas elegido a un aprendiz inexperto para idear el proyecto.
Merthin estaba examinando los planos que Elfric había trazado en la nueva capa de yeso.
—Imagino que éste es tu proyecto del puente —dijo.
—El prior Godwyn me ha encargado a mí que lo construya —repuso Elfric.
Edmund se quedó estupefacto.
—¿Sin preguntárnoslo?
Elfric respondió con resentimiento:
—¿Cuál es el problema? ¿Es que no te parece bien que le hayan encargado el trabajo al marido de tu hija?
—Arcos de medio punto —observó Merthin sin dejar de estudiar el dibujo de Elfric—. Y de luz muy corta. ¿Cuántos pilares habrá?
Elfric vaciló en contestar, pero Edmund lo miraba expectante.
—Siete —respondió.
—¡El puente de madera sólo tenía cinco! —exclamó Merthin—. ¿Por qué son tan anchos y los arcos tan estrechos?
—Para soportar el peso de una calzada de piedra.
—Para eso no hacen falta pilares tan anchos. Mira esta catedral, las columnas soportan el peso de todo el techo y sin embargo son de poco grosor y están muy separadas.
Elfric respondió con desdén:
—Por el techo de la iglesia no pasan carros.
—Es cierto, pero… —Merthin se interrumpió. La lluvia que caía sobre la vasta extensión de la cubierta pesaba probablemente más que un carro de bueyes cargado con piedras, pero no veía por qué razón tenía que dar explicaciones a Elfric. No era asunto suyo formar a un constructor incompetente. El proyecto de Elfric era mediocre, pero Merthin no pensaba contribuir a mejorarlo. Lo que quería era sustituirlo por el suyo, así que se calló.
Edmund también se percató de que estaba gastando saliva en vano.
—La decisión no es cosa de ninguno de vosotros dos —dijo, y se marchó dando fuertes pisadas.
La hija recién nacida de John Constable fue bautizada en la catedral por el prior Godwyn. El honor le fue concedido por tratarse de un importante miembro del priorato. A la ceremonia asistieron todos los ciudadanos destacados. Aunque John no era rico ni tenía amigos influyentes, pues su padre había trabajado en los establos del priorato, Petranilla decía que la gente respetable debía mostrarle su amistad y su apoyo. Caris estaba convencida de que sólo trataban a John con condescendencia porque necesitaban que protegiera sus propiedades.
Volvía a llover y la gente que había reunida en torno a la pila bautismal acabó más mojada que la pequeña rociada con agua bendita. Al contemplar a la diminuta e indefensa niña, Caris experimentó una extraña mezcla de sentimientos. Desde que se acostara con Merthin se había negado a pensar en el embarazo; sin embargo, al ver al bebé la invadió un cálido afán de protección.
A la niña la llamaron Jessica, como la sobrina de Abraham.
El primo de Caris, Godwyn, nunca se había sentido muy cómodo con los bebés, y en cuanto el breve ritual tocó a su fin, se dio media vuelta para marcharse. Sin embargo, Petranilla lo aferró por la manga de su hábito benedictino.
—¿Qué pasa con el puente? —preguntó.
Había hablado en voz baja, pero Caris la oyó y se esforzó por aguzar el oído y escuchar el resto.
—Le he pedido a Elfric que prepare los planos y calcule el presupuesto —dijo Godwyn.
—Muy bien; tiene que encargarse alguien de la familia.
—Elfric es el constructor del priorato.
—Pero es posible que otras personas quieran entrometerse.
—Me incumbe a mí decidir quién debe construir el puente.
Caris se sintió lo bastante molesta como para intervenir en la conversación.
—¿Cómo te atreves? —espetó a Petranilla.
—No hablaba contigo —contestó su tía.
Caris hizo caso omiso de la respuesta.
—¿Por qué no ha de tenerse en cuenta el proyecto de Merthin?
—Porque no es de la familia.
—¡Pero si prácticamente vive con nosotros!
—No estáis casados. Si lo estuvierais, las cosas serían distintas.
Caris sabía que en lo tocante a ese tema jugaba con desventaja, así que llevó la conversación a su terreno.
—Siempre has tenido prejuicios sobre Merthin —dijo—, pero todo el mundo sabe que es mejor constructor que Elfric.
Su hermana Alice la oyó y se sumó a la discusión.
—De modo que Elfric le enseñó a Merthin todo cuanto sabía y ahora Merthin pretende saber más que él.
Caris era muy consciente de que el comentario era injusto y se enfadó.
—¿Quién construyó la balsa? —preguntó, alzando la voz—. ¿Quién reparó la cubierta de St. Mark?
—Merthin trabajaba para Elfric cuando construyó la balsa. En cuanto a St. Mark, nadie le pidió a Elfric que lo hiciera.
—¡Porque sabían que no era capaz de solventar el problema!
Godwyn las interrumpió.
—¡Haced el favor! —exclamó, estirando ambos brazos hacia el frente como para protegerse—. Sé que sois de la familia, pero yo soy el prior y estamos en la catedral. No puedo consentir que unas mujeres me coaccionen en público.
Edmund se añadió al grupo.
—Eso mismo es lo que estaba a punto de decir. Bajad la voz.
Alice habló en tono admonitorio:
—Deberías apoyar a tu yerno.
A Caris se le antojó que Alice se parecía cada vez más a Petranilla. Aunque sólo tenía veintiún años y su tía le doblaba con creces la edad, la muchacha presentaba el mismo gesto reprobador de labios fruncidos. También estaba engordando; el pecho le llenaba el delantero de la blusa como si fuera una vela inflada por el viento.
Edmund dirigió a Alice una mirada severa.
—Nadie va a basarse en las relaciones familiares para tomar esta decisión —aseguró—. El hecho de que Elfric esté casado con mi hija no garantiza que su puente vaya a sostenerse en pie.
Caris sabía que el hombre tenía un punto de vista muy estricto en relación con aquel tema. Opinaba que siempre debían cerrarse los tratos con el proveedor más fiable o contratar a la persona más capacitada para el trabajo en cuestión, sin tener en cuenta los lazos amistosos ni familiares. Decía que cuando un hombre se rodea de leales acólitos es porque en realidad no tiene confianza en sí mismo… Y si el propio interesado no confía en sí mismo, ¿por qué debería hacerlo él?
Petranilla intervino:
—¿Pues con qué criterio se hará la elección? —Le dirigió una mirada sagaz—. Es evidente que tienes un plan.
—Tanto el priorato como el gremio valorarán los proyectos de Elfric y Merthin… y cualquier otro que se presente —resolvió Edmund sin lugar a réplica—. De todos los proyectos tendrán que presentarse tanto los planos como el presupuesto, y este último deberá ser evaluado independientemente por otros constructores.
—Nunca había oído hablar de semejantes tejemanejes —masculló Alice—. Parece un concurso de tiro al arco. Elfric es el constructor del priorato y es él quien debería encargarse del trabajo.
Su padre no le hizo caso.
—Al final, los constructores deberán responder a las preguntas de los ciudadanos más destacados durante una reunión en la cofradía gremial. Luego… —Miró a Godwyn, quien simulaba impasibilidad a pesar de la forma en que la toma de la decisión le había sido arrebatada de las manos—. Luego, el prior Godwyn hará su elección.
La reunión tuvo lugar en la sede del gremio, en la calle principal. Exteriormente el edificio se componía de un zócalo de mampostería y una superestructura de madera con una cubierta de teja en la que asomaban dos chimeneas de piedra. En el sótano se encontraba la gran cocina donde se preparaba la comida para los banquetes, además de una celda y el despacho del alguacil. La planta principal era tan espaciosa como una iglesia, de treinta metros de largo por nueve de ancho. En un extremo había una capilla. Al ser la cámara principal tan grande y como salía demasiado caro construir el techo con maderos lo bastante largos para abarcar una distancia de nueve metros y, además, resultaba demasiado difícil encontrar maderos de esas características, el espacio se había dividido con unos pilares de madera dispuestos en fila que sostenían las vigas.
Era en apariencia un edificio sin pretensiones, construido con los materiales que solían utilizarse en las moradas más humildes; no había sido hecho para glorificar a nadie. Sin embargo, tal como Edmund solía decir, el dinero que los miembros de la cofradía ganaban podría servir para pagar todas las majestuosas vidrieras y muros de piedra caliza de la catedral. Además, la sede resultaba muy cómoda a pesar de su modestia. Las paredes estaban adornadas con tapices y las ventanas con vidrieras, y dos enormes hogares aseguraban una cálida temperatura durante el invierno. Cuando el negocio era próspero, la comida que se servía era digna de la realeza.
La cofradía gremial había sido constituida varios siglos atrás, cuando Kingsbridge no era más que una pequeña población. Unos cuantos mercaderes se habían asociado con el fin de reunir dinero y comprar ornamentos para la catedral. Sin embargo, siempre que los hombres de buena posición económica comían y bebían juntos acababan hablando de sus motivos comunes de preocupación y así, la recaudación de fondos no había tardado en convertirse en un tema secundario con respecto a la política. Desde el principio, en la cofradía gremial predominaban los laneros, y por eso en un extremo del vestíbulo se exhibía una enorme balanza y una pesa equivalente a la medida estándar de un costal de lana: ciento sesenta y cinco kilos. Según Kingsbridge había ido creciendo, aparecieron gremios de otros oficios, como carpinteros, albañiles, cerveceros u orfebres. No obstante, sus miembros más destacados también entraron a formar parte de la cofradía gremial, que seguía ostentando la hegemonía. Se trataba de una versión más modesta del gremio de mercaderes que dominaba la mayor parte de las ciudades inglesas y que en Kingsbridge había sido prohibido por su dueño y señor: el priorato.
Merthin nunca había asistido allí a ninguna reunión ni a ningún banquete pero había entrado en varias ocasiones para resolver asuntos más prosaicos. Le gustaba levantar la cabeza y examinar la compleja geometría de los maderos del techo, una verdadera lección sobre cómo todo el peso de una extensa techumbre podía reposar sobre una exigua cantidad de pilares de madera de poco grosor. A la mayoría de los elementos les encontraba el sentido, sin embargo había una o dos piezas que le parecían superfluas e incluso perjudiciales, pues transmitían peso a las áreas menos sólidas. Eso sucedía porque nadie sabía con certeza cómo se sostenían en pie los edificios. Los maestros constructores trabajaban gracias a su instinto y su experiencia, pero a veces se equivocaban.
Esa tarde Merthin se encontraba en un estado de gran inquietud, estaba demasiado nervioso para apreciar el maderamen. El gremio estaba a punto de juzgar su proyecto del puente; éste superaba con mucho al de Elfric, pero ¿se darían cuenta?
Elfric había contado con la ventaja de disponer del enyesado para dibujar. Merthin podía haberle pedido permiso a Godwyn para utilizarlo también pero, al temer un nuevo acto de sabotaje por parte de Elfric, había ideado otro plan. Había sujetado una gran lámina de pergamino a un marco de madera y había trazado en él su dibujo a pluma. Ahora eso podía suponerle una ventaja, pues había llevado consigo el proyecto a la sede del gremio. De ese modo los miembros de la cofradía podrían juzgarlo con el dibujo delante, mientras que para calificar el de Elfric no tendrían más remedio que recurrir a la memoria.
Colocó el armazón con el dibujo a la entrada del vestíbulo, sobre una estructura de tres patas que había diseñado expresamente para la ocasión. Todos lo examinaban a medida que iban llegando, a pesar de haberlo visto por lo menos una vez durante los últimos días. También habían acudido al taller para ver los planos de Elfric. Merthin estaba convencido de que la mayoría prefería su proyecto, pero sabía que algunas personas eran reacias a respaldar a un muchacho frente a un hombre con experiencia. Muchos se habían reservado su opinión.
El murmullo fue haciéndose más intenso a medida que muchos hombres y pocas mujeres fueron llenando la cámara. Para asistir a las reuniones del gremio, la gente se engalanaba igual que para ir a la iglesia: los hombres llevaban caros abrigos de lana a pesar de la suave temperatura veraniega y las mujeres lucían unos peinados elaboradísimos. Aunque todo el mundo hablaba por hablar de lo poco fiables y lo inferiores que eran en general las mujeres, el hecho era que varias pertenecían a la parte de la ciudadanía más rica e importante. Allí estaba la madre Cecilia, sentada en primera fila junto a su ayudante personal, una monja a quien llamaban Julie la Anciana. Caris también se encontraba presente, pues todo el mundo sabía que era el brazo derecho de Edmund. A Merthin lo invadió un deseo insoportable cuando la muchacha tomó asiento a su lado en el banco y rozó con su cálido muslo el de él. Todo ciudadano que ejercía un oficio debía pertenecer a un gremio, y a los forasteros sólo les estaba permitido comerciar los días de mercado. Incluso los monjes y los sacerdotes se veían obligados a asociarse si querían comerciar, y muchos lo hacían. Cuando un hombre moría, su viuda solía continuar con el negocio. Betty Baxter regentaba la panadería más próspera de la ciudad; Sarah Taverner estaba al frente de la posada Holly Bush. Habría resultado difícil y muy cruel impedir que mujeres así se ganaran el sustento, era mucho más fácil aceptarlas en el gremio.
Edmund solía presidir las reuniones, desde el gran sitial de madera colocado sobre una tarima en la parte delantera de la cámara. Sin embargo, ese día sobre el estrado había dos asientos. Edmund ocupó uno de ellos, y cuando llegó el prior Godwyn, lo invitó a acomodarse en el otro. Godwyn asistió acompañado de todos los monjes de mayor antigüedad, y Merthin se alegró de que entre ellos figurara Thomas. También Philemon formaba parte del séquito. Presentaba un aspecto torpe y desgarbado, y Merthin se preguntó por un instante qué motivo habría impulsado a Godwyn a llevarlo consigo.
Godwyn parecía afligido. Al inaugurar el acto, Edmund se ocupó de dejar claro que el responsable del puente era el prior y que la elección del proyecto le correspondía a él en última instancia. Sin embargo, todo el mundo era consciente de que Edmund le había arrebatado la decisión de las manos al convocar la reunión. Si se producía un consenso claro, a Godwyn le resultaría muy difícil contravenir la voluntad expresa de los mercaderes en una cuestión más relacionada con el comercio que con la religión. Edmund le pidió a Godwyn que diera inicio al acto con una plegaria y éste lo complació a pesar de ser consciente de que el hombre lo había superado con su táctica, motivo por el cual ponía cara de vinagre.
Edmund se puso en pie y anunció:
—Elfric y Merthin han calculado respectivamente el presupuesto de estos dos proyectos y ambos han utilizado el mismo método.
—Pues claro, él lo aprendió de mí —interpuso Elfric.
Se oyó una cascada de risas por parte de los asistentes de mayor edad.
Era cierto. Existían fórmulas para calcular el coste de cada metro cuadrado de obra, de cada centímetro cúbico de relleno, de cada metro de luz de un techo y de cosas más complicadas como arcos y bóvedas. Todos los maestros constructores utilizaban los mismos métodos, aunque con pequeñas variaciones. El cálculo del coste del puente resultaba complicado pero más fácil que el de algunos edificios, como por ejemplo una iglesia.
Edmund prosiguió:
—Cada uno ha supervisado los cálculos del otro, así que no hay lugar a disputas.
—¡Claro! ¡Todos los constructores cargan la misma cantidad adicional! —soltó Edward Butcher.
La intervención dio pie a grandes risotadas. Edward era muy popular entre los hombres por sus ágiles ocurrencias, y entre las mujeres por su atractivo y sus seductores ojos castaños. Sin embargo, no gozaba de tanta aceptación por parte de su esposa, quien conocía sus infidelidades y recientemente lo había atacado con uno de los enormes cuchillos que tenían en casa, debido a lo cual el hombre aún llevaba el brazo izquierdo vendado.
—El puente de Elfric costaría doscientas ochenta y cinco libras —dijo Edmund cuando las risas se extinguieron—. El de Merthin, trescientas siete. La diferencia es de veintidós libras, como muchos de vosotros habréis calculado con más rapidez que yo.
El comentario dio pie a unas cuantas risitas ahogadas, pues a menudo se reían de Edmund debido a que su hija tenía que hacer los cálculos por él. El hombre seguía utilizando los números romanos porque no era capaz de acostumbrarse a los guarismos arábigos, que facilitaban mucho las operaciones.
Otra persona intervino.
—Veintidós libras es mucho dinero. —Era la voz de Bill Watkin, el constructor que se había negado a contratar a Merthin y a quien la calva de la coronilla confería aspecto de monje.
—Sí, pero el puente de Merthin es dos veces más ancho —repuso Dick Brewer—. Tendría que costar dos veces más; si no es así, es porque el proyecto está mejor ideado. —Dick se sentía muy orgulloso del producto que elaboraba, la cerveza, y en consecuencia lucía un vientre tan prominente como el de una mujer embarazada.
Bill volvió a la carga:
—¿Cuántas veces al año nos hará falta un puente lo bastante ancho para dar cabida a dos carros?
—Todos los días de mercado y durante la semana de la feria del vellón.
—No tanto —replicó Bill—. Las horas de más tránsito sólo son una por la mañana y otra por la tarde.
—Más de una vez he tenido que hacer cola durante dos horas con una carretada de cebada.
—Tendrías que aprovechar los días más tranquilos para traerla.
—Yo traigo cebada todos los días. —Dick era el cervecero más importante del condado. Poseía un gran hervidor de cobre con capacidad para más de dos mil litros que daba su nombre a la taberna: The Copper.
Edmund interrumpió la disputa.
—Hay más problemas derivados de las demoras en el puente —dijo—. Algunos comerciantes prefieren ir a Shiring porque allí no hay puente y no se forman colas. Otros cierran los tratos mientras esperan y se marchan sin llegar a entrar en la ciudad ahorrándose el derecho de pontazgo y las tasas de mercado. Interceptar la mercancía es ilegal, pero hasta ahora no hemos conseguido impedir que se haga. Además, está en juego la opinión que la gente tiene de Kingsbridge. Ahora se la conoce como la ciudad del puente derrumbado. Si queremos recuperar la actividad comercial que hemos perdido, eso es algo que tenemos que cambiar. Queremos que se la conozca como la ciudad con el mejor puente de toda Inglaterra.
Edmund era muy influyente, y Merthin empezaba a saborear la victoria.
Betty Baxter, una cuarentona obesa, se puso en pie y señaló un punto del dibujo de Merthin.
—¿Qué es eso? —preguntó—. Lo que hay en medio del pretil, por encima de la pilastra. Hay una cosa redondeada que sobresale hacia afuera, como un mirador. ¿Para qué es? ¿Para pescar? —Los demás se echaron a reír.
—Es para que se resguarden los viandantes —respondió Merthin—. Si se atraviesa el puente a pie y de pronto aparece el conde de Shiring con veinte hombres a caballo, el viandante tiene la posibilidad de apartarse.
—Espero que sea lo bastante grande para Betty —dijo Edward Butcher.
Todo el mundo estalló en carcajadas, pero Betty siguió con las preguntas.
—¿Por qué la parte exterior del pilar que hay justo debajo termina en ángulo? Los pilares de Elfric no terminan en ángulo.
—Es para evitar el deterioro por culpa de los desechos que bajan por el río. Fíjate en cualquier puente que atraviesa un río y verás que los pilares están desportillados y agrietados. ¿Qué crees que es lo que los daña? Tiene que ser por culpa de los enormes maderos, ya sean troncos o tablas sobrantes de edificios derruidos que la corriente arrastra y que acaban chocando con los pilares.
—O de Ian Boatman, cuando está borracho —soltó Edward.
—Sean barcas o restos de madera, la cuestión es que dañarán menos los pilares terminados en ángulo. Con los de Elfric, chocarían de lleno.
—Los muros de mi puente son demasiado sólidos para venirse abajo por unas maderitas —dijo Elfric.
—Al contrario —repuso Merthin—. Tus arcos son más estrechos que los míos, por lo que el agua pasará a mayor velocidad y el impacto de los restos contra los pilares será mayor y acabarán más dañados.
Por la expresión de Elfric, dedujo que el hombre ni siquiera había reparado en ello. No obstante, los asistentes no entendían de construcción. ¿Cómo sabrían que tenía razón?
Junto a la base de cada pilar, Merthin había dibujado un montón de piedras desiguales conocido por los maestros constructores como protección de escollera. Servirían para evitar que sus pilares fueran socavados como había ocurrido con los del viejo puente. Sin embargo, como nadie le preguntó por ello, no lo explicó.
Betty tenía más preguntas.
—¿Por qué tu puente es tan largo? El de Elfric empieza en la orilla mientras que el tuyo pasa varios metros por encima de la tierra firme. ¿No es un gasto innecesario?
—Mi puente termina en rampa por ambos extremos —explicó Merthin—. Es para que la gente pueda pisar terreno seco en lugar de ciénaga. Así los carros de bueyes no se hundirán en el barro y no bloquearán el acceso al puente durante una hora entera.
—Es más barato pavimentar el camino —opinó Elfric.
El tono de Elfric empezaba a denotar desespero. Entonces Bill Watkin se puso en pie.
—Me cuesta decidir quién tiene razón y quién no —expuso—. Cuando los dos empiezan a discutir, es muy difícil tomar ninguna decisión. Y si me cuesta a mí, que soy constructor, aún debe de ser peor para los que no entienden del tema. —Se oyó un murmullo aprobatorio. Bill prosiguió—: Me parece que tendríamos que juzgar a los hombres en lugar de los dibujos.
Merthin se temía algo así. Escuchó con desesperanza creciente.
—¿A cuál de los dos conocéis mejor? —preguntó Bill—. ¿En cuál confiáis más? Elfric lleva veinte años trabajando como constructor en la ciudad, desde que era un muchacho. Si observamos las casas que ha levantado, veremos que siguen en pie. También podemos examinar las obras de reparación que ha llevado a cabo en la catedral. Por otra parte, Merthin es muy inteligente, todos lo sabemos, pero también sabemos que se ha ganado fama de pillo y que no terminó la formación como aprendiz. No parece una gran garantía de que sea capaz de hacerse cargo del mayor proyecto de construcción que Kingsbridge arrostra desde que se levantó la catedral. Yo tengo muy claro en quién confío. —Y dicho eso, se sentó.
Muchos hombres se mostraron de acuerdo. No tendrían en cuenta los proyectos sino a las personas. Era completamente injusto.
Entonces intervino el hermano Thomas.
—¿Alguna persona de Kingsbridge ha participado alguna vez en algún proyecto de construcción bajo el agua?
Merthin sabía que la respuesta era negativa. La esperanza invadió su corazón. Eso podía devolverle la ventaja.
Thomas prosiguió:
—Me gustaría saber cómo han resuelto los dos constructores ese problema.
Merthin tenía muy claro cuál era la solución, pero temía que, si hablaba primero, Elfric se limitara a mostrarse de acuerdo con su propuesta. Apretó los labios con la esperanza de que Thomas, que siempre lo ayudaba, captara el mensaje.
Thomas percibió la mirada de Merthin y dijo:
—Elfric, ¿qué harías tú?
—La respuesta es más fácil de lo que creéis —contestó Elfric—. Sólo hay que verter grava en el lugar del río donde vaya a construirse el pilar, la grava se va acumulando en el fondo y es cuestión de ir echando más y más hasta que la pila sobresalga por encima de la superficie del agua. Luego puede construirse el pilar sobre esos cimientos.
Tal como Merthin suponía, Elfric había aplicado la solución más rudimentaria. Entonces intervino él.
—El método de Elfric presenta dos inconvenientes. El primero es que un montón de grava no es más estable bajo el agua de lo que lo es en tierra. Con el tiempo, cambiará de posición y se aplanará, y cuando eso ocurra, el puente se hundirá. Está bien si se quiere construir un puente que dure unos cuantos años, pero me parece que debemos pensar a largo plazo.
Se oyó un murmullo de conformidad.
—El segundo problema es la forma de la pila. Como es natural, formará un montículo bajo la superficie y eso restringirá el paso de las embarcaciones, sobre todo cuando el río lleve poca agua. Además, los arcos de Elfric ya son bastante estrechos de por sí.
—¿Y qué harías tú? —preguntó Elfric de mal humor.
Merthin se esforzó por no sonreír. Eso era precisamente lo que quería oír: a Elfric admitiendo que no se le ocurría una solución mejor.
—Te lo diré —respondió.
«Y le demostraré a todo el mundo que sé más que el idiota que hizo pedazos mi puerta», se dijo para sus adentros. Miró a su alrededor; todo el mundo lo escuchaba. La decisión dependía de lo que dijera a continuación.
Respiró hondo.
—Primero, cogería una estaca de madera y la clavaría en el lecho del río. Luego iría clavando más estacas una al lado de la otra hasta formar un círculo justo en el lugar en que quisiera construir el pilar.
—¿Un círculo de estacas? —se burló Elfric—. Eso no sirve para frenar el agua.
El hermano Thomas, que había planteado la pregunta, intervino.
—Escúchalo, por favor. Él te ha escuchado a ti.
Merthin prosiguió:
—Después, dispondría un segundo círculo dentro del anterior, dejando una distancia entre ambos de quince centímetros. —Notó que contaba con toda la atención de la audiencia.
—Eso sigue sin impermeabilizar nada —soltó Elfric.
—Cállate, Elfric —le espetó Edmund—. La cosa se pone interesante.
—Luego, llenaría el hueco con argamasa —prosiguió Merthin—. Puesto que el material es más pesado que el agua, la desplazaría. Además, eso serviría para taponar cualquier hueco que hubiera quedado entre las estacas de forma que el círculo quedaría cerrado herméticamente. Se llama ataguía.
En la cámara reinaba un completo silencio.
—Al final, vaciaría el agua de la parte central por medio de baldes hasta despejar el lecho del río y construiría unos cimientos de piedras y argamasa.
Elfric se quedó mudo. Tanto Edmund como Godwyn miraban a Merthin fijamente.
—Gracias a los dos —dijo Thomas—. Por lo que a mí respecta, creo que la decisión es fácil.
—Sí —convino Edmund—. A mí también me lo parece.
A Caris le sorprendió que en un principio Godwyn quisiera que fuera Elfric quien diseñara el puente. Entendía que le pareciera una opción más segura; no obstante, Godwyn era un reformista, no un conservador, y la muchacha esperaba que se entusiasmara con el proyecto inteligente y radical de Merthin. Sin embargo, se había mostrado tímidamente partidario de la opción menos comprometida.
Por suerte, Edmund había sido más hábil que Godwyn y Kingsbridge disfrutaría de un puente bello y bien construido que permitiría que dos carros cruzaran a la vez. Con todo, la preferencia que había demostrado Godwyn por el adulador carente de imaginación en vez de por el osado hombre de talento no presagiaba nada bueno.
Además, Godwyn nunca había sido un buen perdedor. De niño, Petranilla le había enseñado a jugar al ajedrez y le dejaba ganar para infundirle ánimos. Luego él había desafiado a su tío Edmund; sin embargo, tras perder dos partidas se había enfurruñado y se había negado a volver a jugar. Después de la reunión en la sede del gremio, se sentía igual de frustrado; Caris estaba segura. Era probable que el motivo no radicara en el hecho de sentirse particularmente atraído por el proyecto de Elfric, pero seguro que le molestaba que la decisión le hubiera sido arrebatada de las manos. Al día siguiente, mientras se dirigía junto con su padre a casa del prior, iba pensando en que tendrían problemas.
Godwyn los saludó con frialdad y no les ofreció nada que tomar. Como siempre, Edmund simuló no percatarse del desaire.
—Quiero que Merthin empiece a trabajar en el puente de inmediato —dijo al tomar asiento junto a la mesa del vestíbulo—. Me han ofrecido un préstamo suficiente para cubrir el coste del proyecto completo.
—¿Quién? —lo interrumpió Godwyn.
—Los comerciantes más ricos de la ciudad.
Godwyn seguía mirando a Edmund de forma inquisitiva. Él se encogió de hombros y prosiguió.
—Betty Baxter está dispuesta a prestar cincuenta libras; Dick Brewer, ochenta. Yo ofrezco setenta, y otros once ofrecen diez cada uno.
—No sabía que los habitantes de esta ciudad poseyeran semejantes fortunas —repuso Godwyn. Parecía sentir temor y envidia a la vez—. Dios ha sido muy bueno con ellos.
—Lo bastante bueno para recompensarlos por toda una vida dedicada al trabajo y las preocupaciones —le espetó Edmund.
—Sin duda.
—Por eso necesito garantizarles que vamos a devolverles el dinero. Cuando el puente termine de construirse, los derechos de pontazgo irán a parar a la cofradía gremial y se utilizarán para devolver los préstamos. El problema es quién cobra a las personas que crucen el puente. En mi opinión, debería ser algún sirviente del gremio.
—Sabes que no estoy de acuerdo —dijo Godwyn.
—Ya lo sé. Por eso te planteo la cuestión.
—Me refiero a que yo nunca he dicho que el dinero del derecho de pontazgo vaya a ir a parar a la cofradía gremial.
—¿Cómo?
Caris miró a Godwyn sin dar crédito. Pues claro que lo había dicho… ¿De qué estaba hablando? Había hablado con Edmund y con ella misma y les había asegurado que el hermano Thomas…
—¿Qué? —exclamó la joven—. Nos prometiste que Thomas haría construir el puente si lo elegían prior, así que cuando Thomas se retiró y tú pasaste a ser el candidato, dimos por hecho…
—Disteis por hecho —remarcó Godwyn. Una sonrisa triunfal asomó a sus labios.
Edmund apenas podía contener su ira.
—¡Eso no es justo, Godwyn! —exclamó con voz sofocada—. ¡Sabías cuál era el pacto tácito!
—Yo no sabía nada de eso; además, deberíais llamarme padre prior.
Edmund alzó la voz.
—¡Entonces volvemos a estar igual que hace tres meses con el prior Anthony! La diferencia es que ahora en vez de tener un puente que no cubre nuestras necesidades no tenemos ninguno. Pero no creas que vamos a construirlo sin que a ti te cueste nada. Los ciudadanos están dispuestos a prestar los ahorros de toda su vida al priorato si se les garantiza que les serán devueltos gracias a lo que se recaude con el pontazgo, pero no lo regalarán… padre prior.
—Pues entonces tendrán que arreglárselas sin puente. Acaban de nombrarme prior… ¿Acaso crees que puedo empezar suprimiendo un derecho del que el priorato ha gozado durante varios siglos?
—¡Sólo es una medida temporal! —Edmund explotó—. ¡Si no lo haces nadie ganará dinero con el derecho de pontazgo porque no habrá ningún maldito puente!
Caris estaba furiosa, pero se mordió la lengua y trató de imaginar qué era lo que tramaba Godwyn. Se estaba vengando de lo ocurrido la tarde anterior, pero ¿de verdad era ése su objetivo?
—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó.
A Edmund le sorprendió la pregunta, pero no dijo nada. Si hacía que Caris lo acompañara a las reuniones era precisamente porque con frecuencia se daba cuenta de cosas que a él le pasaban inadvertidas y hacía preguntas que a él no se le habrían ocurrido.
—No sé qué quieres decir —contestó Godwyn.
—Nos guardabas una sorpresa —dijo la muchacha—. Y nos has cogido desprevenidos. Muy bien. Admitimos que habíamos dado por hecha una cosa sin tener motivos suficientes. Pero dime, ¿qué te propones? ¿Lo haces sólo para que quedemos como unos estúpidos?
—Sois vosotros los que habéis pedido que nos reuniéramos, no yo.
—¿Qué forma es ésta de tratar a tu tío y a tu prima? —soltó de pronto Edmund.
—Dame un minuto, papá —le pidió Caris. Estaba segura de que Godwyn tenía un plan secreto, pero no estaba dispuesto a admitirlo. «Muy bien —pensó—, tendré que descubrirlo»—. Dame un minuto para pensar —dijo.
Seguro que Godwyn seguía queriendo que se construyera el puente, no tenía sentido que no quisiera que se hiciera. Lo de suprimir los derechos seculares del priorato no era más que una excusa, la plática pomposa que todos los estudiantes aprendían en Oxford. ¿Es que pretendía que Edmund diera su brazo a torcer y se decantara por el proyecto de Elfric? No le parecía probable. Era evidente que a Godwyn le había molestado que Edmund convocara a los ciudadanos sin contar con él, pero tenía que darse cuenta de que Merthin proponía un puente el doble de grande por casi el mismo dinero. ¿Qué otro motivo podía tener?
Tal vez quisiera mejorar el trato.
La muchacha suponía que había estado estudiando a fondo la situación económica del priorato. Había pasado del cómodo papel de recriminarle a Anthony su ineficiencia durante muchos años a la comprometida situación de tener que demostrar que sabía hacer el trabajo mejor que él. Tal vez en realidad no resultara tan fácil como se imaginaba. Tal vez no fuera tan hábil para las finanzas y las gestiones como creía. En su desesperación, quería el puente y el dinero del pontazgo. Pero ¿cómo pensaba conseguirlo?
—¿Qué podemos ofrecerte para que cambies de opinión? —preguntó Caris.
—Construid el puente sin quitarnos el derecho de pontazgo —respondió Godwyn al instante.
Ése era su plan.
«Siempre has sido un poco ladino, Godwyn», pensó.
De pronto, tuvo un momento de inspiración.
—¿De cuánto dinero estamos hablando? —preguntó.
Godwyn la miró con recelo.
—¿Para qué quieres saberlo?
—Podemos deducirlo —dijo Edmund—. Sin contar a los ciudadanos, que no pagan, unas cien personas cruzan el puente cada día de mercado, y los carros pagan dos peniques. Ahora, con la balsa, es mucho menos, claro.
—Pongamos que son ciento veinte peniques a la semana, o diez chelines, lo que supone veintiséis libras al año —calculó Caris.
—Además, hay que contar a los visitantes de la feria del vellón: unos mil el primer día y doscientos más cada día subsiguiente —añadió Edmund.
—Eso son dos mil doscientos; si sumamos los carros, salen unos dos mil cuatrocientos peniques, es decir, unas diez libras. En total, treinta y seis libras al año. —Caris miró a Godwyn—. ¿Es más o menos correcto?
—Sí —admitió el prior de mala gana.
—Así que lo que quieres es que te paguemos treinta y seis libras al año.
—Sí.
—¡Eso es imposible! —exclamó Edmund.
—No creas —repuso Caris—. Supón que el priorato se compromete a cerrar con la cofradía gremial un contrato de arriendo por el puente. —Pensando con rapidez, añadió—: Además de media hectárea de tierra de cada extremo y la isla de en medio. Todo por treinta y seis libras al año, a perpetuidad. —Caris sabía que cuando el puente estuviera construido, aquellas tierras no tendrían precio—. Eso es cuanto queréis, ¿no, padre prior?
—Sí.
Godwyn estaba convencido de que iba a obtener treinta y seis libras al año por algo que no tenía ningún valor. No tenía ni idea de cuánto podía hacerse pagar por una parcela de tierra junto a un puente. «El peor negociador del mundo es aquél que se cree muy listo», pensó Caris.
—Pero ¿cómo se recuperará el gremio del coste de la construcción? —preguntó Edmund.
—Gracias al proyecto de Merthin, la cantidad de personas y carros que cruzan el puente aumentará. En teoría, se duplicará. Todo lo que supere las treinta y seis libras irá a parar al gremio. Podemos construir edificios en ambos extremos para ofrecer servicios a los viajeros: tabernas, establos, tiendas de comestibles… Resultarán muy rentables porque podremos cobrar una importante cantidad por el arriendo.
—No sé —dijo Edmund—. Me parece muy arriesgado.
Por un momento, Caris se puso furiosa con su padre. Se le había ocurrido una solución genial y él no hacía más que buscar problemas donde no los había. Entonces se dio cuenta de que estaba fingiendo. Veía brillar sus ojos de entusiasmo, no conseguía disimular del todo. Al hombre le encantaba la idea, pero no quería demostrarle a Godwyn excesivo interés. Ocultaba sus verdaderos sentimientos por miedo a que el prior quisiera obtener más ventaja de la negociación. El padre y la hija habían utilizado otras veces aquel truco cuando cerraban alguna venta de lana.
Al comprender lo que pretendía, Caris le siguió la corriente y simuló compartir su recelo.
—Sé que es arriesgado —dijo en tono pesimista—. Podríamos perderlo todo. Pero ¿qué otra opción tenemos? Estamos entre la espada y la pared. Si no se construye el puente, nos quedaremos sin negocio.
Edmund sacudió la cabeza con desconfianza.
—Además, no puedo cerrar un trato así en nombre de todo el gremio. Tengo que hablar con las personas que pensaban prestarnos el dinero. No puedo garantizar cuál va a ser su respuesta. —Miró a Godwyn a los ojos—. Pero haré todo lo posible por convencerlas, si ésa es tu última oferta.
De hecho, Godwyn no había hecho ninguna oferta, advirtió Caris; pero ya se le había olvidado.
—Lo es —dijo con firmeza.
«Ya te tenemos», pensó Caris triunfalmente.
—Eres realmente lista —la alabó Merthin.
Se encontraba tendido entre las piernas de Caris, con la cabeza apoyada en su muslo, jugueteando con su vello púbico. Acababan de hacer el amor por segunda vez en su vida y el muchacho lo había disfrutado más incluso que la primera. Mientras se recreaban en el adormecimiento placentero de los amantes satisfechos, ella le explicó cómo había ido la negociación con Godwyn. Merthin estaba impresionado.
—Lo mejor de todo es que cree que ha conseguido cerrar un buen acuerdo. De hecho, el arriendo a perpetuidad del puente y de las tierras colindantes no tiene precio.
—De todas formas, es bastante frustrante pensar que no va a saber administrar mejor el dinero del priorato que tu tío Anthony.
Se encontraban en el bosque, en un calvero oculto entre zarzas y sombreado gracias a la proximidad de unas hayas altas donde el agua de un arroyo sobrepasaba unas rocas y formaba una laguna. Debía de haber sido un lugar de encuentro para los enamorados durante cientos de años. Se habían desnudado y se habían bañado en la laguna antes de hacer el amor sobre la orilla tapizada de hierba. Cualquier persona que atravesara el bosque a escondidas evitaría cruzar los matorrales, así que no era muy probable que los descubrieran; a menos que algún niño acudiera a recoger moras… que era como Caris había dado por primera vez con el claro, según le explicó a Merthin.
—¿Por qué has pedido la isla? —preguntó con despreocupación.
—No estoy segura. Es obvio que no tiene tanto valor como el terreno de ambos extremos del puente, y la tierra no es buena para el cultivo. Pero puede haber alguna manera de sacarle partido. La verdad es que he pensado que no pondría objeciones y por eso la he incluido.
—¿Te harás cargo del negocio de tu padre en el futuro?
—No.
—¿Tan claro lo tienes? ¿Por qué?
—Al rey le resulta demasiado fácil cargar impuestos al comercio de lana. Acaba de imponer un pago extra de una libra por cada costal de lana, eso además del impuesto de dos tercios de libra. Ahora la lana es tan cara que los italianos están empezando a ir a buscarla a otros países, como por ejemplo a Castilla. El negocio está en manos del monarca.
—De todas formas, es una manera de ganarse la vida. ¿Qué harás si no? —Merthin estaba dirigiendo la conversación hacia el matrimonio, un tema que ella nunca sacaba.
—No lo sé. —La muchacha sonrió—. Cuando tenía ocho años, quería ser médico. Creía que si hubiera aprendido medicina, habría podido salvarle la vida a mi madre. Todos se rieron de mí. No me daba cuenta de que sólo a los hombres les estaba permitido ser médico.
—Podrías ser sanadora, como Mattie.
—Eso conmocionaría a la familia. ¡Imagínate lo que diría Petranilla! La madre Cecilia opina que mi destino es ser monja.
Merthin se echó a reír.
—¡Pues anda que si te viera ahora! —Le besó la suave parte interior del muslo.
—Es probable que ella también tenga ganas de hacer lo que estás haciendo tú —soltó Caris—. Ya sabes lo que la gente dice de las monjas…
—¿Por qué cree que te gustaría ingresar en el convento?
—Por lo que hicimos cuando se vino abajo el puente. Yo la ayudé a atender a los heridos. Dice que tengo un don innato para ello.
—Es cierto. Hasta yo me di cuenta.
—Yo me limité a hacer lo que me decía Cecilia.
—Pero la gente parecía sentirse mejor en cuanto tú le hablabas. Y en todo momento los escuchaste antes de decirles lo que debían hacer.
La muchacha se atusó el pelo.
—No puedo ser monja, te tengo demasiado cariño.
Su triángulo velloso era castaño rojizo con reflejos dorados.
—Tienes un pequeño lunar —dijo él—. Justo aquí, a la izquierda, al lado de la abertura.
—Ya lo sé. Lo tengo desde que era pequeña. Antes pensaba que era feo, y me alegré mucho cuando me salió el vello porque pensaba que así mi marido no lo vería. Nunca me imaginé que alguien fuera a observarlo tan de cerca como tú lo haces.
—Fray Murdo creería que eres una bruja… Es mejor que no se lo enseñes.
—No lo haría aunque fuera el único hombre del mundo.
—Ésta es la mancha que te salva de la blasfemia.
—¿De qué hablas?
—En el mundo árabe, toda obra de arte debe tener una pequeña tara para que no sea considerada sacrílega al competir con la perfección de Dios.
—¿Cómo sabes eso?
—Me lo contó uno de los florentinos. Oye, ¿crees que la cofradía gremial querrá la isla?
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque me gustaría quedármela para mí.
—Una hectárea y media de terreno lleno de conejos. ¿Para qué la quieres?
—Construiría un muelle y un patio para guardar el material de construcción. Las piedras y los maderos transportados por el río llegarían directamente a mi muelle. Y cuando el puente estuviera terminado, construiría una casa.
—Es una buena idea. Pero no van a regalártela.
—¿Qué te parece si la pido como parte de la retribución por construir el puente? Podría equivaler, por decir algo, a la mitad del salario de dos años.
—Cobras cuatro peniques al día… Así que el precio de la isla sería un poco más de cinco libras. Me parece que el gremio estará encantado de recibir una cantidad así por un pedazo de tierra yerma.
—¿Te parece una buena idea?
—Estoy pensando que podrías construir casas y arrendarlas tan pronto como el puente esté terminado y la gente pueda desplazarse con facilidad hasta la isla y desde ella.
—Sí —convino Merthin con aire pensativo—. Será mejor que se lo proponga a tu padre.