24

Caris se encontraba de pie en el césped frente a la catedral de Kingsbridge, junto al menos la mitad de los habitantes de la ciudad, aguardando a que los novios salieran por la gran puerta oeste de la iglesia.

La muchacha no sabía muy bien por qué estaba allí. Sustentaba una opinión negativa del matrimonio desde el día en que Merthin había terminado su cabrestante y ambos habían mantenido una escabrosa conversación sobre su futuro. Se había enfadado con él a pesar de que sus palabras estaban llenas de sensatez. Él quería, desde luego, tener su propia casa y que vivieran juntos en ella, quería dormir a su lado todas las noches y tener hijos. Eso era todo cuanto cualquier persona desearía… Cualquier persona, salvo Caris.

Aunque también ella, de hecho, lo deseaba de algún modo. Le gustaría poder acostarse junto a él cada noche y rodearle el esbelto torso con los brazos siempre que le viniera en gana, percibir el tacto de aquellas hábiles manos sobre su piel cuando se despertara por las mañanas y dar a luz una réplica en miniatura de él a quien ambos amaran y cuidaran. Sin embargo, no anhelaba en absoluto el resto de las implicaciones del matrimonio. Ella quería un amante, no un señor; quería vivir a su lado, no consagrar su vida a él. Y estaba enfadada con Merthin por obligarla a enfrentarse a aquel dilema. ¿Por qué no podían continuar como hasta entonces?

Durante tres semanas apenas le dirigió la palabra. Fingió que padecía un resfriado de verano y de hecho le salió una dolorosa afta en el labio que le proporcionó la excusa perfecta para no besarlo. Él seguía presentándose en su casa a las horas de las comidas y charlaba amigablemente con su padre, pero se marchaba sin entretenerse en cuanto Edmund y Petranilla se iban a la cama.

Para entonces, el afta de Caris había cicatrizado por completo y su enfado había amainado. Seguía sin tener ningunas ganas de convertirse en propiedad de Merthin, pero deseaba que volviera a besarla. Por desgracia, en esos momentos no lo tenía cerca. El muchacho se hallaba entre la multitud, a cierta distancia, hablando con Bessie Bell, la hija del propietario de la posada Bell. Era bajita y de figura curvilínea, y lucía el tipo de sonrisa que los hombres consideraban insinuante y las mujeres, putesca. Merthin la estaba haciendo reír, por lo que Caris desvió la mirada.

La gran puerta de madera de la iglesia se abrió. La multitud prorrumpió en vítores y entonces salió la novia. Margery era una bonita joven de dieciséis años, iba vestida de blanco y llevaba flores en el pelo. Detrás salió el novio: un hombre alto de aspecto serio, unos diez años mayor que ella.

Ambos mostraban una expresión de desdicha absoluta.

Apenas se conocían. Hasta esa semana, sólo se habían visto una vez, seis meses antes, cuando los dos condes habían concertado el matrimonio. Se rumoreaba que Margery amaba a otro hombre pero que, por supuesto, en ningún momento se había planteado la posibilidad de desobedecer al conde Roland. Su nuevo marido tenía aire de intelectual, y daba la impresión de que habría estado más a gusto leyendo un libro de geometría en cualquier biblioteca. ¿Qué les depararía su vida en común? Desde luego, costaba imaginar que pudiesen llegar a sentir el uno por el otro la pasión que Caris y Merthin se profesaban mutuamente.

Caris vio que Merthin avanzaba hacia ella entre la multitud y de pronto se le ocurrió pensar que era una mujer muy ingrata. ¡Qué suerte tenía de no ser sobrina de ningún conde! Así nadie podría obligarla a contraer un matrimonio de conveniencia. Era libre de casarse con el hombre a quien amaba, y lo único que se le ocurría era buscar excusas para no hacerlo.

Lo recibió con un abrazo y un beso en los labios. Él pareció sorprenderse pero no hizo comentario alguno. De tratarse de otro hombre, el cambio de actitud de ella lo habría desconcertado, pero Merthin poseía un firme carácter ecuánime difícil de turbar.

Permanecieron juntos mientras veían al conde Roland salir de la iglesia, seguido por el conde y la condesa de Monmouth, el obispo Richard y el prior Godwyn. Caris se percató de que su primo Godwyn manifestaba satisfacción e inquietud a un tiempo, como si el novio fuera él. Sin duda el motivo era el hecho de que acababa de estrenarse como prior.

Un séquito de caballeros se ordenó en formación; los hombres de Shiring vestían los colores rojo y negro distintivos de Roland y los de Monmouth, amarillo y verde. El desfile avanzó rumbo a la sede del gremio. El conde Roland iba a ofrecer allí un banquete para los invitados. Edmund también asistiría pero Caris se las había arreglado para librarse de acompañarlo; en su lugar sería Petranilla quien lo hiciera.

Justo cuando la comitiva nupcial abandonaba el recinto de la catedral, empezó a caer una fina lluvia. Caris y Merthin se refugiaron en el pórtico.

—Ven conmigo al presbiterio —dijo Merthin—. Quiero echar un vistazo a la reparación que ha hecho Elfric.

Los invitados aún estaban saliendo de la iglesia. A contracorriente, Merthin y Caris se abrieron paso por la nave entre la multitud y se dirigieron al pasillo sur del presbiterio. Esa parte de la iglesia estaba reservada al clero, y los hermanos y las monjas habrían censurado la presencia de Caris allí, pero por suerte ya se habían marchado. La muchacha miró alrededor y no vio a nadie salvo a una desconocida: una mujer pelirroja y bien vestida de unos treinta años, probablemente invitada a la boda, que parecía estar esperando a alguien.

Merthin levantó la cabeza para observar el techo abovedado de la nave. La obra aún no estaba terminada; la bóveda seguía presentando un pequeño boquete, pero sobre él habían extendido una lona pintada de blanco de tal manera que a simple vista el techo parecía intacto.

—Está haciendo un trabajo aceptable —opinó Merthin—. Me pregunto cuánto tiempo durará la reparación.

—¿Por qué no iba a durar siempre? —se extrañó Caris.

—Porque no sabemos por qué motivo se derrumbó la bóveda. Esas cosas no pasan porque sí, no ocurren por voluntad de Dios, por mucho que los sacerdotes se empeñen en afirmar lo contrario. Sea cual fuere la razón por la cual la construcción se vino abajo, es probable que vuelva a ocurrir.

—¿Es posible averiguar la causa?

—No resulta fácil. Seguro que Elfric no es capaz. Yo, tal vez.

—Pero tú estás despedido.

—Exacto. —Permaneció unos instantes con la cabeza levantada; luego dijo—: Quiero verlo desde arriba. Voy a subir a la buhardilla.

—Iré contigo.

Ambos miraron alrededor, pero no había nadie cerca a excepción de la invitada pelirroja que seguía paseándose por el crucero sur. Merthin guio a Caris hasta una pequeña puerta que daba paso a una estrecha escalera de caracol. La muchacha lo siguió mientras se preguntaba qué pensarían los monjes si supieran que una mujer andaba explorando sus pasadizos secretos. La escalera conducía al taller de trabajo del maestro albañil, una sala situada sobre el pasillo sur.

Caris sentía curiosidad por ver la bóveda desde arriba.

—Lo que miras se llama extradós —explicó Merthin.

A Caris le gustó el tono despreocupado con que le había proporcionado la información arquitectónica, dando por hecho que ella estaba interesada y que la comprendería. El muchacho nunca hacía comentarios estúpidos acerca de la dificultad de las mujeres para entender los tecnicismos.

Avanzó por el estrecho pasaje de acceso a la sala y se tendió en el suelo para examinar de cerca la obra. Ella se tendió a su lado con picardía y lo rodeó con el brazo, como si estuvieran en la cama. Merthin palpó la argamasa que unía las piedras nuevas y luego se llevó el dedo a la lengua.

—Se está secando demasiado rápido —observó.

—Seguro que es muy peligroso que la junta esté húmeda.

Él se la quedó mirando.

—Ya te daré yo humedad en la junta…

—Ya lo has hecho.

Merthin la besó. Ella cerró los ojos para entregarse más.

—Vamos a mi casa —le propuso ella momentos más tarde—. Estaremos solos; mi padre y mi tía han ido al banquete de boda.

Se disponían a incorporarse cuando oyeron voces. Un hombre y una mujer habían entrado en el pasillo sur y se encontraban justo debajo de la zona reparada. La lona que cubría el boquete sólo atenuaba un poco el sonido y se oía perfectamente todo lo que decían.

—Tu hijo ya tiene trece años —comentó la mujer—. Quiere ser caballero.

—Como todos los muchachos —fue la respuesta.

—No te muevas o nos oirán —susurró Merthin.

Caris supuso que la voz femenina correspondía a la de la invitada. La voz masculina le resultaba familiar; le parecía que quien hablaba era un monje… Pero no era posible que un monje tuviera un hijo.

—Y tu hija tiene doce años. Va a ser una mujer muy guapa.

—Como su madre.

—Más o menos. —Tras una pausa, la mujer prosiguió—: No puedo entretenerme mucho, la condesa me debe de estar buscando.

Pertenecía al séquito de la condesa de Monmouth. Debía de ser una dama de honor, dedujo Caris. Parecía estar proporcionando noticias de sus hijos a un padre que no los había visto en muchos años. ¿Quién podría ser?

—¿Para qué querías verme, Loreen? —preguntó él.

—Sólo para eso, para verte. Siento que hayas perdido un brazo.

Caris dio un grito ahogado y enseguida se llevó la mano a la boca con la esperanza de que no la hubieran oído. Sólo había un monje que hubiera perdido un brazo: Thomas. Una vez que el nombre le vino a la cabeza, tuvo la certeza de que se trataba de su voz. ¿Era posible que tuviera esposa? ¿Y dos hijos? Caris miró a Merthin y observó que una expresión de incredulidad había demudado su semblante.

—¿Qué les cuentas de mí a los niños? —Quiso saber Thomas.

—Que su padre murió —le espetó Loreen. Y entonces, se echó a llorar—. ¿Por qué lo hiciste?

—No tenía elección. Si no hubiera venido aquí, me habrían matado. Aun así, casi nunca salgo del priorato.

—¿Por qué iba alguien a querer matarte?

—Para mantener un secreto.

—Pues yo estaría en mejor situación si hubieras muerto. Al menos si fuera viuda, podría buscar marido, alguien que hiciera de padre a mis hijos. Sin embargo, de este modo tengo que cargar con todas las obligaciones de una madre y esposa sin nadie que me ayude… ni nadie que me abrace por las noches.

—Siento estar vivo.

—No quería decir eso. No es que desee verte muerto, piensa que te he amado.

—Yo también te he amado, tanto como un hombre de mi condición puede amar a una mujer.

Caris frunció el entrecejo. ¿Qué querría decir con lo de «un hombre de mi condición»? ¿Es que se trataba de uno de esos hombres que amaban a otro hombre? Los monjes solían ser de ésos.

Sea lo que fuere lo que quería decir, Loreen pareció comprenderlo, pues respondió con delicadeza:

—Ya lo sé.

Se hizo un largo silencio. Caris sabía que Merthin y ella no deberían estar escuchando una conversación tan íntima, pero era demasiado tarde para descubrirse.

—¿Eres feliz? —preguntó Loreen.

—Sí. Yo no he nacido para casarme, ni para ser caballero. Rezo todos los días por ti y por mis hijos, y le pido a Dios limpiar mis manos de la sangre de todos los hombres a quienes he matado. Ésta es la vida que siempre he deseado llevar.

—En ese caso, te deseo lo mejor.

—Eres muy generosa.

—Es probable que no vuelvas a verme nunca más.

—Ya lo sé.

—Bésame y despidámonos.

Se hizo un largo silencio y a continuación se oyeron pasos que se alejaban. Caris permanecía tumbada sin decir nada, sin apenas atreverse a respirar. Tras otra pausa, oyó que Thomas lloraba. Emitía unos sollozos quedos pero que parecían provenir de lo más hondo de su ser. Las lágrimas asomaron a sus propios ojos mientras escuchaba.

Al cabo de un rato, Thomas recobró el control. Aspiró fuerte, tosió y masculló algo que bien podría ser una oración. Luego Caris lo oyó alejarse.

Por lo menos ahora Merthin y ella podían moverse. Se pusieron en pie, retrocedieron por la sala y bajaron la escalera de caracol. Ninguno de los dos pronunció palabra mientras atravesaban la nave de la gran iglesia. Caris se sentía como si acabara de contemplar un cuadro que representara una terrible tragedia, las figuras inmortalizadas en la dramática situación del momento con un pasado y un futuro que únicamente podía adivinarse.

Como un cuadro, el episodio suscitó emociones distintas en ambos y Merthin no reaccionó igual que ella. En el momento en que salían al encuentro de la lluviosa tarde de verano, el muchacho dijo:

—Qué historia más triste…

—A mí me pone de mal humor —comentó Caris—. Thomas ha arruinado la vida de esa mujer.

—No puedes culparlo a él, tenía que salvar la vida.

—Ahora es ella quien se ha quedado sin vida. No tiene marido pero no puede volver a casarse. Se ve obligada a criar a dos hijos ella sola. Por lo menos Thomas tiene el monasterio.

—Ella tiene la corte de la condesa.

—No compares —repuso Caris enojada—. Debe de ser una pariente lejana; la acogen allí por caridad y a cambio le piden que realice tareas sencillas, como ayudar a la condesa a peinarse o a elegir las prendas. No le queda otra opción, está atrapada.

—A él tampoco. Ya le has oído decir que no puede salir del recinto.

—Pero allí Thomas tiene un cargo, es matricularius; toma decisiones, hace algo.

—Loreen tiene a sus hijos.

—¡Exacto! El hombre tiene a su cargo el edificio más importante en muchos kilómetros a la redonda mientras la mujer tiene que ocuparse de los hijos.

—La reina Isabel tiene cuatro hijos y durante una época fue una de las personas más poderosas de Europa.

—Pero antes tuvo que deshacerse del marido.

Siguieron caminando en silencio, salieron del recinto del priorato y enfilaron la calle principal hasta detenerse enfrente de la casa de Caris. La muchacha se dio cuenta de que habían vuelto a discutir por la misma cuestión de la última vez: el matrimonio.

—Voy a cenar a la posada Bell —anunció Merthin.

Era la posada que regentaba el padre de Bessie.

—Muy bien —respondió Caris con desánimo.

Al ver que Merthin se alejaba, le gritó:

—A Loreen le iría mucho mejor si no se hubiera casado.

Él se volvió para contestar.

—¿Y qué habría hecho entonces?

Ése era el problema, pensó Caris con resentimiento al entrar en su casa. ¿Qué otra cosa podía hacer una mujer?

Allí no había nadie. Edmund y Petranilla estaban en el banquete y los sirvientes tenían la tarde libre. Sólo Trizas, su perra, se encontraba en casa para darle la bienvenida con un perezoso movimiento de la cola. Caris le dio unos golpecitos en la negra cabeza distraídamente y luego se sentó en la mesa del vestíbulo con ánimo aciago.

Cualquier mujer cristiana no deseaba otra cosa que casarse con el hombre a quien amaba; ¿por qué la perspectiva horrorizaba tanto a Caris? ¿Dónde había adquirido esos sentimientos tan poco convencionales? Seguro que no se los había inculcado su madre. Rose sólo deseaba ser una buena esposa para Edmund, creía todo lo que los hombres afirmaban acerca de la inferioridad de las mujeres. Su sumisión había sido motivo de vergüenza para Caris y, de hecho, sospechaba que había aburrido soberanamente a Edmund con aquella actitud, a pesar de que su padre nunca se había quejado. La muchacha sentía mayor respeto por su enérgica y antipática tía Petranilla que por su abnegada madre.

Sin embargo, también Petranilla había permitido que los hombres modelaran su vida. Durante años había trabajado para impeler a su padre hacia lo alto de la escala social hasta convertirlo en mayordomo de Kingsbridge. Su emoción más intensa era el resentimiento; lo albergaba hacia el conde Roland por haberla dejado plantada y hacia su marido por haber muerto. Al quedarse viuda, se había consagrado en cuerpo y alma a la carrera de Godwyn.

A la reina Isabel le había ocurrido algo parecido. Había depuesto a su marido, el rey Eduardo II, pero como resultado había sido su amante, Roger Mortimer, quien había gobernado Inglaterra hasta que su hijo hubo alcanzado edad suficiente y adquirido la seguridad en sí mismo necesaria para expulsarlo.

¿Era eso lo que debía hacer Caris? ¿Vivir su vida a través de los hombres? Su padre quería que trabajara con él en el comercio de la lana. También podía gestionar la carrera de Merthin, ayudándolo a conseguir contratos sólidos para construir iglesias y puentes y expandiendo el negocio hasta convertirlo en el constructor más rico e importante de toda Inglaterra.

Unos golpecitos en la puerta la distrajeron de sus pensamientos. Vio la azogada figura de la madre Cecilia que entraba en la casa con paso brioso.

—¡Buenas tardes! —la saludó Caris, sorprendida—. Justo me estaba preguntando si todas las mujeres están condenadas a vivir su vida a través de los hombres… y aquí estás tú, obvio ejemplo de lo contrario.

—No estás del todo en lo cierto —dijo Cecilia con una sonrisa afable—. Yo vivo a través de Jesucristo, quien fue un hombre a pesar de que también es Dios.

Caris no tenía muy claro que eso contara. Abrió el armario y sacó un pequeño barril del mejor vino.

—¿Te apetece un cuenco del vino del Rin de mi padre?

—Un poquito, mezclado con agua.

Caris sirvió vino en dos cuencos hasta la mitad y luego acabó de llenarlos con el agua de una jarra.

—Ya sabes que mi padre y mi tía están en el banquete.

—Sí, he venido a verte a ti.

Caris ya lo había imaginado. La priora no solía andar por la ciudad haciendo visitas sin un propósito.

Cecilia dio un sorbo y prosiguió:

—He estado pensando en ti y en el modo en que actuaste el día en que el puente se derruyó.

—¿Hice algo malo?

—Al contrario, te comportaste perfectamente. Fuiste amable y al mismo tiempo resuelta con los heridos, y obedeciste mis órdenes aunque también te guiaste por tu propia iniciativa. Me quedé impresionada.

—Gracias.

—Además… No puede decirse que disfrutaras, pero sí que el trabajo te reportó cierta satisfacción.

—La gente estaba angustiada y logramos aliviarla. ¿Qué podría reportar mayor satisfacción que eso?

—Eso es lo que yo siento, y por eso soy monja.

Caris intuyó adónde quería ir a parar.

—Yo no podría pasarme la vida en el priorato.

—Las cualidades innatas que demostraste para hacerte cargo de los enfermos no son más que una pequeña parte de lo que observé. Cuando la gente empezó a entrar en la catedral llevando a los heridos y a los muertos, les pregunté quién les había ordenado que lo hicieran. Me respondieron que había sido Caris Wooler.

—Era evidente que eso era lo que había que hacer.

—Sí… para ti, sí. —Cecilia se inclinó hacia delante con actitud fervorosa—. A poca gente le es concedido el talento para la organización, lo sé. Yo lo tengo y sé reconocerlo en otras personas. Cuando todos los que nos rodean son presa del desconcierto, el pánico y el terror, tú y yo nos hacemos cargo de la situación.

Caris se dio cuenta de que la madre Cecilia estaba en lo cierto.

—Imagino que tienes razón —respondió de mala gana.

—Llevo diez años observándote, desde el día en que murió tu madre.

—Tú aliviaste su sufrimiento.

—Entonces ya supe, sólo hablando contigo, que ibas a convertirte en una mujer excepcional. Mis sospechas se confirmaron cuando asististe a la escuela de monjas. Ahora ya tienes veinte años y debes empezar a pensar qué hacer con tu vida. En mi opinión, Dios tiene trabajo para ti.

—¿Cómo sabes lo que piensa Dios?

Cecilia se irritó.

—Si cualquier otra persona de la ciudad me hubiera hecho esa pregunta, le ordenaría que se arrodillara y rezara para pedir perdón. Sin embargo, tú me lo preguntas de forma sincera, así que te contestaré. Sé lo que piensa Dios porque acepto la doctrina de Su Iglesia, y estoy convencida de que desea que te hagas monja.

—Me gustan demasiado los hombres.

—Eso siempre representó un problema para mí mientras fui joven, pero te aseguro que el problema se reduce cada año que pasa.

—Nadie puede decirme cómo debo vivir mi vida.

—No seas beguina.

—¿Qué quieres decir?

—Las beguinas son monjas que no obedecen a ninguna regla común y consideran que sus votos son provisionales. Viven juntas, cultivan tierras y crían ganado, y no aceptan que los hombres las controlen.

A Caris siempre le resultaba curioso oír hablar de mujeres que contravenían las reglas.

—¿Dónde se hallan?

—La mayoría están en los Países Bajos. Tuvieron una líder, Margarita Porete, que escribió un libro titulado El espejo de las almas simples.

—Me gustaría leerlo.

—Ni hablar. La Iglesia ha condenado a las beguinas por considerar herejía el libre espíritu: el hecho de creer que pueden alcanzar la perfección espiritual en esta vida.

—¿La perfección espiritual? ¿Qué significa eso? No son más que palabras.

—Si te empeñas en cerrar la mente a Dios, no lo comprenderás nunca.

—Lo siento, madre Cecilia, pero cada vez que un ser humano me habla de Dios no puedo por más que pensar que las personas somos falibles y que, por tanto, la verdad tiene que ser distinta.

—¿Cómo podría estar equivocada la Iglesia?

—Bueno, los musulmanes profesan otras creencias.

—¡Los musulmanes son infieles!

—Ellos creen que los infieles somos nosotros; es lo mismo. Y Buonaventura Caroli dice que en el mundo hay más musulmanes que cristianos. Es evidente que una de las dos iglesias está equivocada.

—Ten cuidado —le advirtió Cecilia con severidad—. No permitas que tu afán por rebatirlo todo te lleve a la blasfemia.

—Lo siento, madre. —Caris sabía que a Cecilia le gustaba debatir con ella, pero siempre llegaba un momento en que la priora abandonaba la discusión y empezaba a predicar, y entonces Caris tenía que dejarlo correr. Eso la hacía sentirse un poco defraudada.

Cecilia se puso en pie.

—Sé que no puedo obligarte a actuar en contra de tu voluntad, pero quería que supieras cuál es mi opinión. Lo mejor que puedes hacer es ingresar en nuestra orden y consagrar tu vida al sacramento de la curación. Gracias por el vino.

—¿Qué ha sido de Margarita Porete? ¿Sigue viva? —preguntó Caris cuando Cecilia se marchaba.

—No —respondió la priora—. La quemaron en la hoguera. —Y dicho esto, salió a la calle cerrando la puerta tras de sí.

Caris se quedó mirando la puerta cerrada. La vida de una mujer era una casa con las puertas cerradas: no podía formarse como aprendiz ni podía estudiar en la universidad; no podía ser sacerdote ni médico, ni tampoco disparar con un arco o luchar con una espada; y encima no podía casarse sin verse sometida a la tiranía del marido.

Se preguntó qué debía de estar haciendo Merthin. ¿Estaría Bessie sentada a su mesa en la posada Bell, contemplando cómo se bebía la mejor cerveza de su padre mientras le dirigía una de sus incitantes sonrisas y se ceñía la pechera del vestido para asegurarse de que el muchacho apreciaba sus bonitos senos? ¿Se estaría él comportando de forma encantadora y divertida, haciéndola reír? ¿Mantendría ella la boca entreabierta para permitirle ver sus dientes regulares y echaría hacia atrás la cabeza para que observara la suavidad de la piel de su cuello níveo? ¿Habría él hablado con su padre, Paul Bell, y le habría preguntado con respeto e interés sobre su negocio para que luego éste dijera a su hija que Merthin era un buen partido, un joven excelente? ¿Se habría emborrachado Merthin y habría rodeado a Bessie por la cintura posándole la mano en la cadera para luego extender los dedos con picardía hacia aquel lugar sensible entre las piernas que ella siempre anhelaba que él tocara… tal como había hecho una vez con Caris?

Las lágrimas asomaron a sus ojos. Se sentía estúpida. Tenía para sí al mejor hombre de toda la ciudad y lo único que sabía hacer era arrojarlo a los brazos de una moza de posada. ¿Por qué se trataba tan mal?

En ese momento, entró él.

Lo miró a través del velo de sus lágrimas. Veía tan borroso que no pudo descifrar la expresión de su rostro. ¿Habría acudido allí para hacer las paces o, por el contrario, a reprenderla aún más, desplegando toda su ira envalentonado por unas cuantas jarras de cerveza?

La muchacha se puso en pie. Se quedó quieta unos instantes mientras él cerraba la puerta y se acercaba despacio hasta situarse justo frente a ella.

—Me da igual lo que digas o hagas, te sigo amando —le confesó él.

Ella lo estrechó en sus brazos y prorrumpió en llanto.

Él le acarició el pelo sin decir nada; justo lo que ella necesitaba.

Al cabo de un rato empezaron a besarse. A Caris la invadió un deseo familiar, pero esta vez era más intenso que nunca: quería notar las manos de él por todo el cuerpo, la lengua en la boca, los dedos en su interior… Se sentía diferente y quería que su amor encontrara una nueva forma de expresión.

—Quitémonos toda la ropa —propuso. Nunca antes lo habían hecho. Él sonrió complacido.

—Muy bien, pero ¿y si entra alguien?

—El banquete durará horas. De todas formas, podemos subir a mi alcoba.

Se dirigieron al dormitorio de la muchacha. Caris se quitó los zapatos con un par de puntapiés y, de pronto, la invadió la timidez. ¿Qué pensaría él al verla desnuda? Sabía que le gustaba cada una de las partes de su cuerpo: los pechos, las piernas, el cuello, los genitales… Él siempre le decía cuán atractiva era mientras la besaba y la acariciaba. Sin embargo, tal vez en ese momento se diera cuenta de que tenía las caderas demasiado anchas o las piernas algo cortas, o de que sus pechos eran más bien pequeños.

Él no parecía tener inhibiciones de ese tipo. Se quitó la camisa, se bajó los calzoncillos y se plantó delante de ella con total naturalidad. Tenía el cuerpo menudo pero fuerte, y se le veía lleno de energía contenida, como un joven ciervo. Por primera vez, ella advirtió que su vello púbico era del color de las hojas otoñales. Tenía el pene muy erecto. El deseo acabó venciendo a la timidez y la muchacha se despojó rápidamente del vestido pasándoselo por la cabeza.

Él observó su cuerpo desnudo; no obstante, ella ya no sentía vergüenza. La mirada de él encendía su pasión como una caricia íntima.

—Eres una preciosidad —dijo Merthin.

—Tú también.

Se tendieron el uno al lado del otro sobre el jergón de paja que servía de cama a la muchacha. Luego, se besaron y se acariciaron, y ella fue consciente de que ese día no iban a bastarle los juegos amorosos que solían practicar.

—Quiero hacerlo bien —dijo.

—¿Te refieres a hacerlo del todo?

La idea de un embarazo afloró a la mente de Caris, pero enseguida la desechó. Estaba demasiado excitada para pensar en las consecuencias.

—Sí —susurró.

—A mí también me apetece.

El muchacho se tendió encima de ella. Llevaba media vida preguntándose qué sentiría en esos momentos. Ella examinó su rostro, cuya concentrada expresión denotaba mucho amor; era la misma mirada que exhibía cuando estaba trabajando y sus pequeñas manos moldeaban la madera con delicadeza y habilidad. Con las yemas de los dedos, él separó suavemente los pétalos del sexo de ella. Estaba húmeda y ansiosa de recibirlo.

—¿Estás segura? —le preguntó él.

De nuevo, Caris alejó de sí la idea de un embarazo.

—Estoy segura.

El miedo la acometió un instante cuando él la penetró. Se puso tensa de modo involuntario y él vaciló al notar que su cuerpo ofrecía resistencia.

—Va bien —dijo ella—. Puedes empujar más, no me harás daño. —Pero se equivocaba; notó un repentino dolor agudo cuando él hizo fuerza, y no pudo evitar lanzar un grito.

—Lo siento —se disculpó él.

—Espera un momento —le pidió ella.

Se quedaron quietos. Él le besó los párpados, la frente y la punta de la nariz… Ella le acarició el rostro y fijó la mirada en sus ojos castaños de reflejos dorados. De pronto, el dolor se disipó y volvió a ser presa del deseo; empezó a moverse y a disfrutar de la sensación de tener al hombre que amaba muy dentro de sí por primera vez. Se moría de ganas de observar la intensidad del placer de él. Merthin la contemplaba con una débil sonrisa asomando a los labios y un intenso deseo en la mirada mientras se movían con mayor rapidez.

—No puedo parar —dijo él casi sin aliento.

—No pares, no pares.

Ella lo miró fijamente. Al cabo de unos instantes el placer arrolló a Merthin; el muchacho cerró los ojos con fuerza y abrió la boca a la vez que todo su cuerpo se tensaba como la cuerda de un arco. Caris notó en su interior los espasmos y el flujo de la eyaculación, y pensó que nada en la vida la había preparado para tanta felicidad. Un momento más tarde, también ella sintió la convulsión del éxtasis. Ya había experimentado antes aquella sensación, pero no con tanta intensidad, y cerró los ojos para abandonarse a ella, aferrando el cuerpo de él contra el suyo mientras se sacudía como un árbol a merced del viento.

Cuando todo terminó, ambos permanecieron tumbados en silencio durante largo rato. Él tenía el rostro hundido en el cuello de ella y la muchacha percibía su respiración agitada contra la piel. Le acarició la espalda; tenía la piel empapada de sudor. Poco a poco, los latidos se fueron espaciando y un profundo sentimiento de satisfacción fue embargando todo su ser como el crepúsculo de una noche de verano.

—Así que es por esto por lo que la gente arma tanto escándalo… —dijo la muchacha al cabo de un rato.