23

Godwyn postergó la elección. Al conde Roland no le iba a complacer el resultado y el sacristán quería darle el menor tiempo posible para oponerse a la decisión antes del enlace.

En realidad, Godwyn estaba aterrorizado. Se enfrentaba a uno de los hombres más poderosos del reino. Trece condes, junto a cuarenta barones, veintiún obispos y un puñado de personas más gobernaban Inglaterra. Cuando el rey convocaba el Parlamento, eran ellos quienes constituían el Grupo de los Lores, la aristocracia, en contraste con el de los Comunes, integrado por caballeros, pequeña nobleza y comerciantes. El conde de Shiring era uno de los hombres más poderosos y prominentes entre los suyos y aun así, el hermano Godwyn, de treinta y un años, hijo de la viuda Petranilla, un hombre que no pasaba de ser el sacristán del priorato de Kingsbridge, le había presentado batalla y, lo que era aún más peligroso, le estaba ganando la partida.

Por todo ello todavía no se había decidido, pero a seis días del enlace, Roland se puso en pie y decretó: «¡Mañana!».

Los invitados habían ido llegando para los esponsales. El conde de Monmouth se había trasladado al hospital y ocupaba la alcoba privada que había junto a la de Roland, por lo que lord William y lady Philippa habían tenido que mudarse a la posada Bell. El obispo Richard compartía la casa del prior con Carlus, y barones y caballeros atestaban las posadas de la ciudad junto con sus esposas, hijos, escuderos, criados y caballos. En Kingsbridge empezó a entrar dinero a espuertas, unos ingresos de los que la ciudad estaba muy necesitada después de los decepcionantes beneficios que había reportado la aguada feria del vellón.

La mañana de la elección, Godwyn y Simeón fueron al erario, una cámara pequeña y sin ventanas detrás de una pesada puerta de roble, justo enfrente de la biblioteca. Allí se custodiaban los preciados ornamentos que se utilizaban para las misas especiales, guardados bajo llave en un arcón revestido de hierro. Como tesorero, Simeón era el encargado de las llaves.

El resultado de la elección era de prever, o al menos eso pensaba todo el mundo salvo el conde Roland. Nadie sospechaba de la baza que había jugado Godwyn, quien había salido airoso del tenso momento en que Thomas se había preguntado en voz alta cómo sabía fray Murdo de la existencia de la cédula de la reina Isabel.

—No puede haberlo descubierto por casualidad, nadie lo ha visto leyendo en la biblioteca y, además, esos documentos no se guardan con los demás —le había comentado a Godwyn—. Ha debido de decírselo alguien, pero ¿quién? Sólo Carlus y Simeón sabían de su existencia. Pero ¿por qué le desvelarían el secreto si no querían ayudarle?

Godwyn no había dicho nada y Thomas seguía sin saber qué pensar.

Godwyn y Simeón arrastraron el arcón del tesoro hasta la biblioteca, donde había luz. Las joyas de la catedral estaban envueltas en tela de color azul y protegidas entre pliegos de cuero. A medida que iban revisando el contenido del cofre, Simeón iba desenvolviendo algunos de los objetos para contemplarlos y comprobar que estuvieran intactos. Había una placa de marfil de varios centímetros de grosor, delicadamente trabajada, que representaba la crucifixión de San Adolfo, en la que el santo pedía a Dios que les concediera buena salud y larga vida a todos aquéllos que veneraran su memoria. También había bastantes candelabros y crucifijos, todos de oro y plata, la mayoría engastados de piedras preciosas. Las joyas y el oro relucían bajo la intensa luz que se colaba por los altos ventanales de la biblioteca. Devotos feligreses habían ido donando todos aquellos objetos al priorato a lo largo de los siglos. Su valor en conjunto era incalculable; había más riquezas allí reunidas de las que la mayoría de la gente llegaría a ver jamás juntas en un mismo lugar.

Godwyn había encontrado un báculo de ceremonias de madera revestido de oro, o croza, con una empuñadura cargada de joyas, que solía entregarse al nuevo prior al final del proceso de elección como parte del rito. El báculo estaba en el fondo del arcón, donde descansaba desde hacía trece años. Al sacarlo, Simeón lanzó una exclamación.

Godwyn se volvió hacia él. Simeón sostenía un enorme crucifijo con soporte para que se aguantara sobre el altar.

—¿Qué ocurre? —preguntó Godwyn.

Simeón le mostró la parte posterior y le señaló una hendidura debajo del travesaño. Godwyn comprendió de inmediato que faltaba un rubí.

—Debe de haberse caído —dijo.

Miró a su alrededor. Estaban solos en la biblioteca.

La preocupación se apoderó de ellos. En tanto que tesorero y sacristán, ambos compartían la responsabilidad y debían responder de cualquier pérdida.

Examinaron todos los objetos que contenía el arcón. Fueron desenvolviéndolos uno por uno y sacudiendo los trapos azules. Registraron todos los pliegos de cuero. Desesperados, inspeccionaron hasta el último rincón del arcón y buscaron por el suelo. Sin embargo, el rubí no apareció.

—¿Cuándo se utilizó el crucifijo por última vez? —preguntó Simeón.

—En la celebración de San Adolfo, cuando Carlus tropezó y lo tiró de la mesa.

—Tal vez el rubí se cayera entonces. Pero ¿cómo es posible que nadie se diera cuenta?

—La piedra estaba en la parte de atrás de la cruz, pero alguien tuvo que verlo en el suelo.

—¿Quién recogió el crucifijo?

—No me acuerdo —se apresuró a contestar Godwyn—. Todo fue muy confuso.

En realidad lo recordaba a la perfección: había sido Philemon.

Godwyn revivió la escena. Philemon y Otho habían enderezado el altar y lo habían colocado sobre la plataforma. Luego Otho había recogido los candelabros y Philemon la cruz.

Con creciente congoja, a Godwyn le vino a la memoria la desaparición del brazalete de lady Philippa. ¿Habría vuelto a robar Philemon? Tembló al pensar en cómo podría afectarle aquello, pues todo el mundo sabía que Philemon era el tácito acólito de Godwyn. Un pecado tan espantoso como robar una joya de un ornamento sagrado haría caer en la ignominia a cualquier persona relacionada con el criminal y fácilmente podría perjudicar su elección.

Era obvio que Simeón no recordaba cómo se había desarrollado la escena, por lo que aceptó la fingida incapacidad de Godwyn para dilucidar quién había recogido la cruz sin ponerlo en duda. Sin embargo, otros monjes recordarían haberla visto en manos de Philemon. Godwyn tenía que enmendar la situación sin perder tiempo, antes de que las sospechas recayeran sobre Philemon. No obstante, primero tenía que sacarse a Simeón de encima.

—Tenemos que buscar por la iglesia —dijo Simeón.

—Pero la misa fue hace dos semanas —protestó Godwyn—. Un rubí no puede llevar tanto tiempo en el suelo sin que nadie lo haya visto.

—No es probable, pero tenemos que asegurarnos.

Godwyn comprendió que tenía que acompañar a Simeón y esperar la ocasión propicia para ir en busca de Philemon.

—Tienes razón.

Guardaron los ornamentos y cerraron la puerta del erario.

—Lo mejor sería que no dijéramos nada de esto hasta que estemos seguros de que la joya se ha perdido —propuso Godwyn cuando salían de la biblioteca—. No hay motivo para cargarnos con la culpa antes de tiempo.

—De acuerdo.

Cruzaron el claustro a toda prisa y entraron en la iglesia. Empezaron en medio del crucero y fueron examinando el suelo palmo a palmo. Un mes atrás habría sido verosímil que un rubí pudiera haberse extraviado en algún recoveco del suelo de la iglesia, pero hacía poco que habían reparado las losas y habían tapado las grietas y los descascarillados, por lo que el rubí habría aparecido.

—Ahora que pienso, ¿no fue Philemon el que recogió el crucifijo? —dijo Simeón.

Godwyn se volvió hacia él. ¿Era una acusación lo que adivinaba en su expresión? No habría sabido decirlo.

—Puede que fuera Philemon —admitió Godwyn. En ese instante vio el cielo abierto—. Iré a buscarlo. Tal vez recuerde dónde estaba exactamente en ese momento.

—Buena idea, os espero aquí.

Simeón se puso de rodillas y empezó a tantear el suelo con las manos, como si fuera más sencillo encontrar el rubí al tacto que con la vista.

Godwyn salió corriendo en dirección al dormitorio. El armario de las mantas estaba en su sitio. Lo apartó de la pared, encontró la piedra que estaba suelta, la retiró y metió la mano en el escondrijo donde Philemon había ocultado el brazalete de lady Philippa.

No había nada.

Lanzó un juramento. No iba a ser tan fácil.

«Tendré que expulsar a Philemon del monasterio —pensó mientras recorría los edificios del priorato en su busca—. Si ha robado el rubí, no puedo volver a encubrirlo. Tiene que irse».

En ese momento comprendió con total consternación que no podía deshacerse de Philemon, ni entonces ni tal vez nunca: había sido Philemon quien le había contado a fray Murdo lo de la cédula real. Si lo despedía, Philemon lo confesaría todo y diría que lo había hecho instigado por Godwyn. Y le creerían. Godwyn recordó el desconcierto de Thomas cuando le comentaba quién podría haberle contado a Murdo el secreto y con qué intención. La confesión de Philemon ganaría credibilidad, pues respondería a la pregunta de Thomas.

Si se descubrieran sus tejemanejes, el escándalo estaría asegurado. Tanto daba que saliera a la luz después de la elección, de todos modos la autoridad de Godwyn se vería dañada y mermaría su capacidad de mando al frente de la congregación. Enseguida comprendió la inquietante verdad: tendría que proteger a Philemon para protegerse a sí mismo.

Encontró al joven barriendo el suelo del hospital. Le hizo una señal para que saliera y lo llevó hasta la parte de atrás de la cocina, donde era muy poco probable que los viera nadie.

—Falta un rubí —le dijo, mirándolo directamente a los ojos.

Philemon apartó la vista.

—Qué desgracia.

—Es del crucifijo del altar que cayó al suelo cuando Carlus tropezó.

—¿Cómo puede ser que nadie se haya dado cuenta de su ausencia? —preguntó Philemon, fingiendo una ingenuidad de la que carecía.

—El rubí pudo haber saltado cuando el crucifijo se estampó contra el suelo, pero ya no está. Lo acabo de comprobar. Alguien lo encontró y se lo quedó.

—No puede ser.

El falso aire de inocencia de Philemon enojó a Godwyn.

—¿Serás mentecato? ¡Todo el mundo te vio recoger el crucifijo!

—¡Yo no sé nada! —protestó Philemon, con voz aflautada.

—¡No me hagas perder el tiempo con mentiras! Tenemos que solucionar esto. Podría perder las elecciones por tu culpa. —Godwyn empujó a Philemon contra la pared del horno—. ¿Dónde está? —Para su completo asombro, Philemon se echó a llorar—. Por amor de Dios, ¡déjate de tonterías, que ya no eres un crío!

—Lo siento —dijo Philemon entre sollozos—. Lo siento.

—Si no dejas de llorar… —Godwyn recuperó el control de sí mismo. No iba a ganar nada reprendiendo a Philemon. El joven daba verdadera lástima—. Vamos, cálmate. ¿Dónde está el rubí? —le preguntó con voz tranquila.

—Lo escondí.

—Sí…

—En la chimenea del refectorio.

Godwyn dio media vuelta de inmediato y echó a andar hacia el refectorio.

—¡Dios nos coja confesados, podría caer al fuego!

Philemon lo siguió, secándose las lágrimas.

—En agosto no hay lumbre. Lo habría sacado de allí antes de que llegara el frío.

Entraron en el refectorio donde, en uno de los extremos de la alargada cámara, había una ancha chimenea. Philemon metió la mano en el tiro, buscó a tientas unos instantes y poco después apareció con un rubí del tamaño de un huevo de gorrión, cubierto de hollín, y lo limpió en la manga.

—Ahora ven conmigo —dijo Godwyn, agarrando el rubí.

—¿Qué vamos a hacer?

—Vamos a hacer que lo encuentre Simeón.

Fueron a la iglesia. El tesorero seguía buscando, de rodillas.

—Veamos, intenta recordar dónde estabas exactamente cuando recogiste el crucifijo —le dijo Godwyn a Philemon.

Simeón miró a Philemon y, apreciando rastros de emoción en su semblante, se dirigió a él con amabilidad.

—No te preocupes, muchacho, no has hecho nada malo.

Philemon se colocó en el lado oriental del crucero, cerca de los escalones que conducían al presbiterio.

—Creo que era aquí —contestó.

Godwyn ascendió dos peldaños y mientras miraba debajo de los asientos del coro, fingiendo que buscaba, colocó el rubí de manera subrepticia debajo de una de las hileras de escaños, cerca del extremo, donde era imposible verlo a simple vista. Luego, como si cambiara de opinión acerca del lugar donde era más probable que pudiera estar, se dirigió al otro lado del presbiterio.

—Ven a buscar por aquí, Philemon —lo llamó.

Tal como el sacristán había imaginado, Simeón se puso de rodillas para mirar debajo de los asientos del lado opuesto, murmurando una oración al mismo tiempo.

Godwyn suponía que Simeón vería el rubí de inmediato, pero siguió fingiendo que rebuscaba por la nave, esperando a que lo encontrara. Al cabo de un rato empezó a pensar que a Simeón le pasaba algo en la vista y que al final tendría que acercarse y «encontrarlo» él mismo.

—¡Aquí! ¡Está aquí! —anunció por fin Simeón.

Godwyn se fingió emocionado.

—¿Lo has encontrado?

—¡Sí! ¡Aleluya!

—¿Dónde estaba?

—¡Aquí, debajo de los asientos del coro!

—Alabado sea el Señor —dijo Godwyn.

*

Godwyn se dijo que debía temer al conde Roland. Al tiempo que ascendía los escalones de piedra del hospital en dirección a las estancias de los invitados se preguntaba qué podría hacerle el conde. Aunque Roland hubiera conseguido levantarse de la cama y hacerse con una espada, no sería tan imprudente como para atacar a un monje dentro del recinto de un monasterio; ni siquiera un rey saldría impune de una cosa así.

Godwyn entró en la alcoba después de que Ralph Fitzgerald lo anunciara.

Los hijos del conde flanqueaban el lecho: a un lado el alto William, a quien el cabello ya le empezaba a clarear, vestido con sus calzas militares de color marrón y los botines embarrados; y al otro, Richard, con su figura cada vez más oronda, prueba de su naturaleza sibarita y de que contaba con los medios para regalarse en ella, enfundado en su vestimenta de color morado propia de los obispos. William tenía treinta años, uno menos que Godwyn, y poseía el fuerte carácter de su padre, aunque suavizado por la influencia de su esposa, Philippa. Richard tenía veintiocho años y seguramente debía de parecerse a su difunta madre, pues carecía del porte imponente y la fortaleza del conde.

—Y bien, monje, ¿ya habéis celebrado vuestra elección de tres al cuarto? —preguntó el conde, hablando por la comisura izquierda de los labios.

Godwyn se molestó por esa forma tan descortés de dirigirse a él y se prometió en silencio que algún día Roland lo llamaría padre prior. La indignación le proporcionó el coraje que necesitaba para comunicarle la noticia al conde.

—Así es, señor. Tengo el honor de anunciaros que los monjes de Kingsbridge me han escogido prior.

—¿Qué? —bramó el conde—. ¿A ti?

Godwyn hizo una reverencia con la cabeza, afectando humildad.

—Soy el primer sorprendido.

—¡Pero si no eres más que un crío!

El insulto dio lugar a la réplica de Godwyn.

—Soy mayor que vuestro hijo, el obispo de Kingsbridge.

—¿Cuántos votos has obtenido?

—Veinticinco.

—¿Y cuántos fray Murdo?

—Ninguno. Los monjes se han mostrado unánimes…

—¿Ninguno? —Se escandalizó Roland—. Aquí ha habido una conspiración. ¡Esto es traición!

—La elección se ha celebrado siguiendo las reglas al pie de la letra.

—Vuestras reglas me importan un rabo de cerdo. No voy a permitir que un hatajo de monjes afeminados desoiga mis órdenes.

—Es lo que han elegido mis hermanos, mi señor. La ceremonia de investidura se celebrará este domingo, antes de la boda.

—El obispo de Kingsbridge es quien ha de ratificar la elección de los monjes y te puedo asegurar que no va a hacerlo. Volved a votar y esta vez tráeme el resultado que quiero.

—Muy bien, conde Roland. —Godwyn fue hasta la puerta. Aún le quedaban cartas para jugar, pero no iba a enseñarlas todas a la vez. Se volvió hacia Richard—. Mi señor obispo, cuando deseéis hablar conmigo acerca de este asunto, me encontraréis en la casa del prior.

Salió de la habitación.

—¡No eres el prior! —gritó Roland cuando el sacristán cerraba la puerta.

Godwyn temblaba. Roland era un rival formidable, sobre todo cuando estaba furioso, cosa que solía ocurrir bastante a menudo. Sin embargo, él se había mantenido firme; Petranilla estaría orgullosa de su hijo.

Bajó la escalera con piernas temblorosas y se dirigió a la casa del prior. Carlus ya se había mudado. Por primera vez en quince años, Godwyn dispondría de una alcoba para él solo. Lo único que empañaba su felicidad en cierta medida era tener que compartirla con el obispo, quien por tradición se alojaba en esos aposentos cuando estaba de visita. Oficialmente, el obispo era el abad de Kingsbridge y, aunque con poder limitado, ostentaba un estatus superior al del prior. Richard apenas se dejaba ver por la casa durante el día, pero regresaba todas las noches para dormir en la mejor alcoba.

Godwyn entró en la cámara de la planta baja y se acomodó en la imponente silla de madera, a esperar. El obispo Richard no tardó en aparecer, con los oídos aún ardiendo después de que su padre le diera toda clase de encendidas instrucciones. Richard era un hombre rico y poderoso, pero no tan intimidante como el conde. Con todo, no dejaba de ser un monje descarado el que había desafiado a un obispo. Sin embargo, Godwyn contaba con una ventaja a su favor en esa confrontación, pues conocía un episodio tan escabroso de la vida de Richard que le serviría igual que un puñal escondido en la manga.

El obispo irrumpió en la estancia apenas unos minutos después fingiendo una seguridad que Godwyn sabía impostada.

—Te he conseguido un arreglo —anunció sin mayores preámbulos—. Puedes ser suprior de Murdo y estar a cargo de la gestión diaria del priorato. De todos modos, Murdo no quiere ser administrador, lo único que busca es el prestigio; así tú tendrás el poder y mi padre estará satisfecho.

—A ver si lo he entendido bien: primero Murdo se aviene a hacerme suprior y luego le decimos a los demás monjes que será al único al que tú ratificarás. Y crees que los hermanos lo aceptarán.

—¡No les queda otro remedio!

—Yo tengo otra propuesta: dile al conde que los monjes no aceptarán a nadie más que a mí y que debes ratificarme antes del enlace o ni los hermanos ni las monjas tomarán parte en las nupcias.

Godwyn no sabía si los monjes le apoyarían, y mucho menos Cecilia y las hermanas, pero ya había ido demasiado lejos para andarse con comedimientos.

—¡No se atreverán!

—Mucho me temo que sí.

A Richard lo embargó el pánico.

—¡A mi padre no se le puede obligar a hacer nada!

Godwyn se echó a reír.

—No lo pongo en duda, pero espero que alguien le haga entrar en razón.

—Querrá que la boda se celebre de todas maneras. Soy el obispo y puedo unir una pareja, no necesito a los monjes para eso.

—Por descontado que no, pero no habrá cantos, ni velas, ni salmos, ni incienso… Sólo tú y el arcediano Lloyd.

—Pero seguirán estando casados.

—¿Qué crees que le parecerá al conde de Monmouth una boda tan desmerecida para su hijo?

—Se pondrá furioso, pero lo aceptará. La alianza es lo que importa.

Godwyn pensó que seguramente tenía razón y sintió el jarro de agua fría del fracaso inminente. Había llegado el momento de desenfundar el puñal escondido.

—Me debes un favor.

Al principio Richard simuló que ignoraba de qué hablaba.

—¿De verdad?

—Cometiste un pecado y lo oculté. No finjas que lo has olvidado, no han pasado ni dos meses.

—Ah, sí, fue muy generoso de tu parte.

—Os vi con mis propios ojos a Margery y a ti en el lecho de la alcoba de invitados.

—¡Calla, por amor de Dios!

—Ahora tienes la ocasión de devolverme el favor. Intercede por mí ante tu padre. Dile que dé su brazo a torcer, que la boda es más importante, e insiste en mi ratificación.

En la cara del obispo se adivinaba la desesperación. Estaba atrapado entre dos fuerzas contrarias.

—¡No puedo! —protestó, invadido por el pánico—. No se puede desobedecer a mi padre. Ya lo conoces.

—Inténtalo.

—¡Ya lo he intentado! Conseguí que te concediera el cargo de suprior.

Godwyn dudaba de que Roland se hubiera avenido a nada por el estilo. Lo más probable era que Richard se lo hubiera inventado sabiendo que una promesa de ese tipo podía romperla en cualquier momento.

—Te lo agradezco —dijo Godwyn de todos modos—. Pero no es suficiente —añadió a continuación.

—Piénsatelo —suplicó Richard—. Es lo único que te pido.

—Lo haré, pero te aconsejo que le pidas a tu padre que haga lo mismo.

—Ay, Dios mío, esto va a ser una catástrofe… —se lamentó Richard.

*

La boda había de celebrarse el domingo. El sábado, en lugar del oficio de sexta, Godwyn ordenó un ensayo, empezando con la ceremonia de investidura del nuevo prior y siguiendo con la misa nupcial. Fuera el cielo volvía a estar encapotado y las nubes amenazaban lluvia, por lo que en el interior de la iglesia se respiraba una atmósfera lúgubre. Después del ensayo, mientras los monjes y las hermanas se dirigían al refectorio y los novicios empezaban a ordenar la iglesia, Carlus y Simeón se acercaron a Godwyn con semblante serio.

—Creo que todo ha ido sobre ruedas, ¿no creéis? —comentó Godwyn, animado.

—¿Al final va a haber investidura o no? —preguntó Simeón.

—Por supuesto.

—Hemos oído que el conde ha ordenado que vuelva a celebrarse la elección.

—¿Creéis que tiene derecho a hacerlo?

—Desde luego que no —contestó Simeón—. Tiene derecho a presentar un candidato, nada más, pero dice que el obispo Richard no te ratificará como prior.

—¿Eso es lo que te ha dicho Richard?

—No, él no.

—Es lo que pensaba. Confiad en mí, el obispo me ratificará.

Su voz le sonó sincera y segura, y deseó que lo mismo ocurriera con sus sentimientos.

—¿Le dijiste a Richard que los monjes se negarían a tomar parte en la boda? —preguntó Carlus, angustiado.

—Se lo dije.

—Eso es muy peligroso. No somos quiénes para oponernos a la voluntad de los nobles.

Godwyn había imaginado que Carlus flaquearía ante la primera señal de decidida oposición. Por fortuna, no entraba en sus planes poner a prueba la determinación de los monjes.

—No tendremos que hacerlo, no os preocupéis, sólo es una amenaza sin fundamento. Pero no le digáis al conde que he dicho eso.

—Entonces, ¿no tienes intención de pedirles a los monjes que boicoteen la boda?

—No.

—Estás jugando con fuego —le advirtió Simeón.

—Tal vez, pero confío que si alguien ha de salir escaldado, ése sea yo.

—Ni siquiera deseabas ser prior, no quisiste presentarte como candidato. Sólo has aceptado cuando no te ha quedado otro remedio.

—No quiero ser prior —mintió Godwyn—, pero hay que impedir que el conde de Shiring decida por nosotros y eso es más importante que mis preferencias personales.

Simeón lo miró con respeto.

—Estás demostrando una gran honestidad.

—Como tú, hermano, sólo trato de obedecer la voluntad del Señor.

—Que Dios te bendiga por todos tus esfuerzos.

Los dos ancianos monjes se fueron. Godwyn sintió un pequeño remordimiento de conciencia por haberles dejado creer que actuaba de modo totalmente desinteresado y que lo consideraran una especie de mártir, aunque, se dijo que en realidad era cierto que sólo trataba de obedecer la voluntad del Señor.

Miró a su alrededor: la iglesia había vuelto a la normalidad. Estaba a punto de ir a la casa del prior para comer cuando apareció su prima Caris. Su vestido azul era una llamativa salpicadura de color en la penumbra de la iglesia.

—¿Van a investirte mañana? —le preguntó.

Godwyn sonrió.

—Todo el mundo quiere saber lo mismo. La respuesta es sí.

—Hemos oído que el conde se opone.

—Lleva las de perder.

Los inteligentes y verdes ojos de Caris lo escrutaron.

—Te conozco desde que eras niño y sé cuándo mientes.

—No miento.

—Estás fingiendo más seguridad de la que sientes en realidad.

—Eso no es un pecado.

—A mi padre le preocupa el puente. Fray Murdo podría estar más dispuesto a obedecer la voluntad del conde de lo que habría estado Saul Whitehead.

—Murdo no va a ser prior de Kingsbridge.

—¿Ves? Ya vuelves a hacerlo.

A Godwyn le desconcertaba su perspicacia.

—¡No sé qué quieres que te diga! —contestó, irritado—. Me han elegido y tengo intención de ocupar el cargo. Al conde Roland le gustaría impedirlo, pero no tiene derecho a hacerlo y me enfrento a él con todos los medios que tengo a mi disposición. ¿Quieres saber si tengo miedo? Sí, pero voy a derrotarle.

Caris sonrió de oreja a oreja.

—Eso es lo que quería oír. —Le dio un golpecito en el hombro—. Ve a ver a tu madre. Está en tu casa, esperándote. Es lo que venía a decirte.

La joven dio media vuelta y se marchó.

Godwyn salió por el transepto norte. Entre admirado y molesto, el monje pensó que Caris era inteligente. Lo había engatusado para sonsacarle una valoración de la situación mucho más sincera de la que le había hecho a nadie.

Pese a todo, le complació la idea de charlar con su madre. Todo el mundo dudaba de su capacidad para vencer al conde, pero ella creería en él y tal vez también pudiera proporcionarle algunas ideas estratégicas.

Encontró a Petranilla en la cámara principal, sentada a la mesa, que estaba dispuesta para dos con pan, cerveza y una bandeja de pescado a la sal. La besó en la frente, bendijo la comida y se sentó. Se permitió un momento de regocijo triunfal.

—¿Qué te parece? —dijo—, al menos soy el prior electo y aquí estamos, comiendo en la casa del prior.

—Pero Roland sigue oponiéndose a ti.

—Con más empeño del que esperaba. Después de todo, tiene derecho a presentar un candidato, no a seleccionarlo. Su posición conlleva que su elección no sea siempre la escogida.

—La mayoría de los condes lo aceptarían, pero él no —repuso Petranilla—. Siempre se ha sentido superior a todos. —Godwyn supuso que el amargo tono de voz se debía al recuerdo del compromiso cancelado hacía más de treinta años. Petranilla sonrió con aire vengativo—. Pronto sabrá lo mucho que nos ha subestimado.

—Sabe que soy hijo tuyo.

—Entonces eso debe de influir. Lo más probable es que le recuerdes el deshonroso modo en que se comportó conmigo, más que suficiente para odiarte.

—Qué vergüenza… —Godwyn bajó la voz por si algún criado pudiera estar escuchando al otro lado de la puerta—. Hasta ahora, tu plan ha funcionado a la perfección. Retirarme de la elección y desacreditar luego a todos los demás ha sido una idea brillante.

—Tal vez, pero podríamos estar a punto de perderlo todo. ¿Has vuelto a hablar con el obispo?

—No. Le he recordado que sabemos lo de Margery. Está asustado, pero parece que no tanto como para desobedecer a su padre.

—Debería estarlo. Si sale a la luz, no se lo pasarán por alto, y podría terminar como un caballerucho del estilo de sir Gerald, que ha acabado sus días viviendo de pensionista. ¿Es que no se da cuenta?

—Tal vez crea que no tengo el valor de revelar lo que sé.

—Entonces tendrás que ir al conde con la información.

—¡Cielos! ¡Se lo llevarán los demonios!

—Calma esos nervios.

Siempre decía ese tipo de cosas, por eso Godwyn anticipaba con tanta aprensión los encuentros con su madre. Petranilla siempre había querido que él fuera un poco más atrevido y corriera mayores riesgos de los que él se sentía inclinado a asumir, pero no sabía cómo decirle a su madre que no.

—Si se descubriera que Margery no es virgen —continuó su madre—, Roland tendría que cancelar la ceremonia y eso no le conviene. Juzgará que eres un mal menor y te aceptará como prior.

—Pero me considerará su enemigo el resto de su vida.

—Lo haría de todos modos, ocurriera lo que ocurriese.

«Menudo consuelo», pensó Godwyn, pero no replicó pues sabía que su madre tenía razón.

Oyeron que alguien llamaba a la puerta y acto seguido vieron entrar a lady Philippa.

Godwyn y Petranilla se levantaron.

—Tengo que hablar contigo —le dijo Philippa a Godwyn.

—Permitidme que os presente a mi madre, Petranilla —respondió Godwyn.

—Será mejor que me vaya —observó Petranilla, tras hacer una reverencia—. Es obvio que habéis venido a negociar un acuerdo, mi señora.

Philippa la miró divertida.

—Si sabes eso, sabes todo lo que hay que saber. Tal vez deberías quedarte.

Al tener a las dos mujeres delante, Godwyn se fijó en lo similares que eran: la misma altura, el mismo porte y el mismo aire imperioso. Philippa era más joven, unos veinte años más joven que Petranilla, y tenía una autoridad relajada y cierto sentido del humor que contrastaba con la firme determinación de Petranilla. Tal vez se debiera a que Philippa tenía marido y Petranilla había perdido al suyo. Con todo, Philippa era una mujer de carácter fuerte que ejercía el poder a través de un hombre, lord William, y como comprendió Godwyn en esos momentos, Petranilla también hacía sentir sus influencias a través de otro: él mismo.

—Sentémonos —propuso Philippa.

—¿El conde ha aprobado lo que sea que venís a proponernos? —preguntó Petranilla.

—No. —Philippa hizo un gesto de impotencia con las manos—. Roland es demasiado orgulloso para acordar por adelantado algo que la otra parte podría rechazar. Si obtengo el consentimiento de Godwyn a lo que voy a proponerle, entonces puede que todavía pueda convencer a Roland para que lo acepte.

—Eso suponía.

—¿Deseáis algo de comer, mi señora? —preguntó Godwyn.

Philippa rechazó el ofrecimiento con un gesto impaciente.

—Tal como están las cosas, todo el mundo tiene las de perder. La boda se celebrará, pero sin la ceremonia y la pompa debida, de modo que la alianza de Roland con el conde de Monmouth se verá malograda desde el principio. El obispo se negará a ratificarte como prior, Godwyn, de modo que llamarán al arzobispo para que resuelva la disputa, quien os descartará a ambos, tanto a ti como a Murdo, y propondrá a alguien nuevo, seguramente a un miembro de su personal del que desee desprenderse. Nadie obtendrá lo que quiere. ¿Estoy en lo cierto? —preguntó, dirigiéndose a Petranilla, quien se limitó a responder con un ademán que no la comprometía a nada. Philippa continuó—: Entonces, ¿por qué no nos anticipamos a la solución del arzobispo? Proponed a ese tercer candidato ahora. Tú lo escoges —dijo, señalando a Godwyn— y él promete hacerte suprior.

Godwyn lo consideró. Eso lo relevaría de la necesidad de enfrentarse al conde cara a cara y amenazarlo con hacer públicos los desmanes de su hijo. Sin embargo, el acuerdo lo condenaría a ser suprior por un tiempo indefinido y luego, cuando muriera el nuevo prior, tendría que volver a optar al cargo y disputárselo con alguien. A pesar de sus temores, se sentía más inclinado a rechazar la propuesta.

Miró a su madre. Petranilla negó con la cabeza casi imperceptiblemente, señal de que a ella tampoco le satisfacía el acuerdo.

—Lo siento, los monjes han escogido y su decisión debe respetarse —contestó Godwyn.

Philippa se levantó.

—En ese caso, debo entregarte el mensaje por cuya razón me encuentro aquí oficialmente: mañana por la mañana el conde se levantará del lecho donde yace postrado y deseará inspeccionar la catedral y asegurarse de que todo está dispuesto con suficiente antelación para la boda. Debes reunirte con él en la iglesia a las ocho en punto. Todos los monjes y las hermanas han de llevar los hábitos y la iglesia debe estar engalanada con el ornato debido.

*

A la hora convenida, Godwyn esperaba en una iglesia silenciosa y libre de ornamentos.

Estaba solo, no lo acompañaban ni monjes ni hermanas. No había dispuesto más mobiliario que los asientos fijos del coro. No había velas, ni crucifijos, ni cálices, ni flores. El débil sol que había lucido de manera irregular a través de las nubes cargadas de lluvia durante casi todo el verano, derramaba en esos momentos una luz tenue y fría en el interior de la nave. Godwyn tenía las manos unidas con fuerza detrás de la espalda para evitar que le temblaran.

El conde entró en la iglesia a la hora prevista.

Lo acompañaban lord William, lady Philippa, el obispo Richard, el ayudante del obispo, el arcediano Lloyd, y el secretario del conde, el padre Jerome. A Godwyn le habría gustado estar rodeado de un séquito, pero ningún monje sabía hasta qué punto era arriesgado su plan y si lo hubiesen sabido, seguramente no habrían tenido los arrestos de respaldarlo, así que había decidido enfrentarse al conde él solo.

Al conde le habían retirado las vendas de la cabeza y avanzaba poco a poco, pero con paso seguro. Godwyn supuso que debía de sentirse debilitado después de tantas semanas de reposo, pero parecía decidido a aparentar todo lo contrario. Aparte de la parálisis de media cara, parecía normal. Roland deseaba que todos supieran que se había recuperado por completo y que volvía a estar al mando. Sin embargo, Godwyn amenazaba con frustrar sus deseos.

Los demás contemplaron incrédulos la iglesia vacía, pero el conde permaneció impávido.

—Eres un monje arrogante —le dijo a Godwyn, hablando por la comisura del labio izquierdo.

Godwyn se jugaba el todo por el todo, por lo que no perdía nada mostrándose desafiante.

—Sois un conde obstinado —contestó.

Roland llevó la mano a la empuñadura de su espada.

—Debería atravesarte con mi arma por lo que acabas de decir.

—Adelante. —Godwyn separó los brazos, preparado para la crucifixión—. Asesinad al prior de Kingsbridge, aquí, en la catedral, igual que hicieron los caballeros del rey Enrique con el arzobispo Tomás Becket en Canterbury. Enviadme al cielo y a vos a la condenación eterna.

Philippa ahogó un grito de sorpresa ante la insolencia de Godwyn. William se adelantó para silenciarlo, pero Roland lo detuvo con un gesto.

—Tu obispo te ordena que prepares la iglesia para la boda. ¿Acaso los monjes no hacen voto de obediencia? —dijo Roland.

—Lady Margery no puede casarse aquí.

—¿Por qué no? ¿Porque quieres ser prior?

—Porque no es virgen.

Philippa se tapó la boca con la mano, Richard refunfuñó y William desenvainó la espada.

—¡Esto es traición! —gritó Roland.

—Envainad vuestra espada, lord William —dijo Godwyn—, no podéis restituir su virginidad con ella.

—¿Qué sabrás tú de esas cosas, monje? —dijo Roland.

—Dos hombres de este priorato presenciaron el hecho, que tuvo lugar en una estancia privada del hospital, la misma alcoba en la que vos, mi señor, os alojáis.

—No te creo.

—El conde de Monmouth sí lo hará.

—No te atreverás a decírselo.

—Tendré que explicarle por qué su hijo no puede desposar a Margery en la catedral de Kingsbridge… Al menos hasta que ella haya confesado su pecado y haya recibido la absolución.

—No tienes pruebas de tal infamia.

—Tengo dos testigos, pero podéis preguntarle a ella. Creo que confesará. Imagino que prefiere al amante al que entregó su virtud que al consorte político que le ha escogido su tío.

Godwyn volvía a jugársela, pero había visto la cara de Margery cuando Richard la besaba y habría jurado que en ese momento la joven estaba enamorada, por lo que tener que casarse con el hijo del conde debía de destrozarle el corazón. A una mujer joven debía de costarle mucho tener que mentir con convicción si sus pasiones eran tan intensas como Godwyn imaginaba.

La mitad animada de la cara de Roland se contrajo por la ira.

—¿Y quién es el hombre que ha cometido tamaño crimen? Si puedes probar lo que alegas, el villano acabará en la horca, lo juro, y si no es así, quien colgará de la soga serás tú. Que lo traigan y veamos lo que tiene que decir.

—Ya está aquí.

Roland miró incrédulo a los cuatro hombres que lo acompañaban: sus dos hijos, William y Richard, y los dos sacerdotes, Lloyd y Jerome.

Godwyn miró fijamente a Richard.

Roland siguió la dirección de la mirada de Godwyn. Instantes después, todos miraban al obispo.

Godwyn contuvo la respiración. ¿Qué diría Richard? ¿Intentaría defenderse echando bravatas? ¿Acusaría a Godwyn de mentiroso? ¿Atacaría a quien lo había acusado, en un arranque de ira?

Sin embargo, en su semblante se adivinaba la capitulación.

—¿Qué más da? —dijo al cabo de unos instantes, agachando la cabeza—. El maldito monje tiene razón: ella no aguantará un interrogatorio.

El conde Roland palideció.

—¿Fuiste tú? —dijo. Por una vez en su vida no gritaba, aunque eso lo hacía aún más aterrador—. ¿Has mancillado a la joven que he prometido en matrimonio al hijo de un conde?

Richard no respondió, ni levantó la mirada del suelo.

—Imbécil —espetó el conde—. Traidor. Pedazo de…

—¿Quién más lo sabe? —lo interrumpió Philippa, deteniendo la perorata. Todos la miraron—. Tal vez todavía podría celebrarse la boda. Gracias a Dios, el conde de Monmouth no está aquí. —Miró a Godwyn—. ¿Quién más lo sabe, aparte de los que estamos aquí y los dos hombres del priorato que presenciaron el hecho?

Godwyn intentó acallar su corazón desbocado. Estaba tan cerca de conseguirlo que ya creía saborearlo.

—No lo sabe nadie más, mi señora —contestó.

—Por la parte del conde, sabremos guardar el secreto —dijo ella—. ¿Qué me dices de tus hombres?

—Obedecerán al prior elegido —contestó Godwyn, haciendo un ligero hincapié en la palabra «elegido».

Philippa se volvió hacia Roland.

—Entonces la boda puede celebrarse.

—Siempre que se lleve a cabo la ceremonia de investidura —añadió Godwyn.

Todos miraron al conde.

El hombre dio un paso al frente y abofeteó a Richard. Una poderosa manotada propinada por un soldado que sabía dónde imprimir todas sus fuerzas. Aunque el conde sólo había utilizado la palma de la mano, Richard cayó derribado al suelo.

El obispo se quedó petrificado, aterrorizado, sangrando por la boca.

Roland había palidecido y estaba sudoroso. El bofetón había consumido todas sus reservas de energía y parecía tambaleante. Transcurrieron varios segundos en completo silencio. Cuando por fin pareció recuperar las fuerzas, miró con desdén a la figura postrada en el suelo vestida de morado, dio media vuelta y salió caminando de la iglesia a paso lento, pero seguro.