22

Godwyn estaba preparando la catedral de Kingsbridge para los esponsales. La iglesia tendría que vestirse con sus mejores galas. Además del conde de Monmouth y el de Shiring, varios barones y cientos de caballeros asistirían a la ceremonia, por lo que había que sustituir las piedras rotas, reparar la cantería desportillada, volver a tallar las molduras que se desmenuzaban, encalar las paredes, pintar los pilares y todo tenía que quedar limpio como una patena.

—Y quiero que las reparaciones del pasillo sur del presbiterio estén terminadas —le comentó Godwyn a Elfric mientras atravesaban la iglesia.

—No estoy seguro de que eso sea posible…

—Pues tendrá que serlo. No puede haber andamios en el presbiterio durante una boda de tamaña importancia. —En ese momento vio a Philemon junto a la puerta del transepto meridional que le hacía un gesto con la mano para que se acercara—. Discúlpame.

—¡Voy escaso de hombres! —protestó Elfric cuando ya se iba.

—No deberías despedirlos con tanta ligereza —contestó Godwyn, volviendo la cabeza.

Philemon parecía nervioso.

—Fray Murdo quiere ver al conde —le informó.

—¡Bien!

Petranilla había hablado con el fraile la noche anterior y esa mañana Godwyn le había dado instrucciones a Philemon para que deambulara por el hospital y observara a Murdo. Suponía que la visita tendría lugar a primera hora.

Se encaminó hacia el hospital con Philemon a la zaga. Se tranquilizó al ver que Murdo seguía esperando en la gran estancia de la planta baja. El orondo fraile se había adecentado ligeramente: llevaba la cara y las manos limpias, se había peinado el flequillo alrededor de la tonsura y había restregado los lamparones más evidentes del hábito. No tenía la presencia de un prior, pero casi podía pasar por monje.

Godwyn lo miró de soslayo y subió la escalera. Ralph, el hermano de Merthin, montaba guardia junto a la puerta de la cámara del conde, de quien era escudero. El joven era apuesto, salvo por la nariz rota, a todas luces una fractura reciente. Los escuderos siempre andaban descalabrados.

—Hola, Ralph —lo saludó Godwyn con amabilidad—. ¿Qué te ha ocurrido en la nariz?

—Me peleé con el hi de puta de un campesino.

—Deberías haber ido a que te la enderezaran. ¿Ha subido antes ese fraile?

—Sí, pero le dijeron que esperara.

—¿Quién está con el conde?

—Lady Philippa y el secretario, el padre Jerome.

—Pregúntales si pueden recibirme.

—Lady Philippa ha dicho que el conde no recibe a nadie.

Godwyn le dedicó una sonrisa de complicidad.

—Sólo es una mujer.

Ralph le devolvió la sonrisa, abrió la puerta y asomó la cabeza.

—El hermano Godwyn, el sacristán, está aquí —anunció.

Al cabo de unos momentos, lady Philippa salió y cerró la puerta detrás de ella.

—Te he dicho que nada de visitas —lo reprendió la mujer, irritada—. El conde Roland necesita descansar.

—Lo sé, mi señora, pero el hermano Godwyn no molestaría al conde con minucias —contestó Ralph.

El tono que había empleado Ralph llamó la atención de Godwyn. Aunque las palabras del joven eran triviales, en su expresión se dibujaba la adoración. El monje reparó entonces en las voluptuosas formas de Philippa. La mujer llevaba un vestido de color rojo oscuro con un cinturón ajustado a la cintura, y la suave seda se pegaba a sus pechos y caderas. A Godwyn le recordó una estatua, la representación de la tentación, y una vez más deseó hallar el modo de prohibir la presencia de las mujeres en el priorato. Por si no fuera bastante malo que un escudero se enamorara de una mujer casada, sólo faltaba que lo hiciera un monje; sería una catástrofe.

—Siento verme en la obligación de molestar al conde —se excusó Godwyn—, pero abajo espera un fraile que desea verlo.

—Lo sé, un tal Murdo. ¿Es muy urgente lo que ha de decirle?

—Todo lo contrario, pero debo informar al conde para que no lo coja desprevenido.

—Entonces sabes lo que va a decir el fraile.

—Creo que sí.

—Bien, lo mejor será que ambos veáis juntos al conde.

—Pero… —dijo Godwyn, fingiendo sofocar una protesta.

Philippa miró a Ralph.

—Ve a buscar al fraile, por favor.

Ralph llamó a Murdo, y Philippa los condujo a la cámara del conde. Igual que en la ocasión anterior, Roland descansaba en el lecho completamente vestido, aunque esta vez estaba enderezado y tenía la cabeza vendada apoyada en varios cojines de plumas.

—¿Qué significa esto? —preguntó el conde con su mal humor habitual—. ¿Una reunión capitular? ¿Qué quieren los monjes?

Era la primera vez que Godwyn le veía la cara después del derrumbamiento del puente, por lo que se quedó boquiabierto al comprobar que tenía todo el lado derecho paralizado. Le colgaba el párpado, la mejilla apenas se movía y tenía los labios laxos. Sin embargo, lo que más llamaba la atención era la animación del lado izquierdo. Al hablar, el conde había fruncido sólo una parte de la frente, había abierto un ojo, por el que echaba fuego, y había articulado con vehemencia la comisura de los labios de la parte izquierda de la boca. El médico que Godwyn llevaba dentro estaba fascinado. Sabía que las lesiones en la cabeza podían tener efectos impredecibles, pero nunca había oído hablar de esa manifestación en concreto.

—No os quedéis ahí como unos pasmarotes —dijo el conde con impaciencia—. Parecéis un par de vacas mirando por encima de un seto. ¿Qué os trae aquí?

Godwyn se recompuso. Lo que se dijese en los minutos siguientes sería de vital importancia, por lo que tendría que andarse con cuidado. Sabía que Roland rechazaría la solicitud de Murdo para que lo propusiera como prior, pero Godwyn debía plantar en la mente de Roland la idea de que Murdo podía ser una posible alternativa a Saul Whitehead. Teniendo en cuenta que el conde sólo buscaba un prior que lo tuviera a él como único señor, el sacristán tendría que esforzarse en consolidar la solicitud de Murdo; algo que haría, aunque pareciera paradójico, oponiéndose al fraile y demostrándole a Roland que Murdo no le debía lealtad alguna a los monjes. Por otro lado, Godwyn no debía oponerse de manera demasiado férrea pues no deseaba que el conde se diera cuenta de que Murdo no tenía nada que hacer como candidato a prior. En esos momentos se movía sobre arenas movedizas.

Murdo fue el primero en hablar, para lo que utilizó su estentórea voz de púlpito.

—Mi señor, he venido a pediros que me consideréis para el cargo de prior de Kingsbridge. Creo que…

—No hables tan alto, por amor de Dios —protestó Roland.

Murdo bajó la voz.

—Mi señor, creo que yo…

—¿Por qué quieres ser prior? —preguntó el conde, interrumpiéndolo de nuevo—. Creía que, por definición, un fraile era un monje sin iglesia.

Un punto de vista algo anticuado. Los frailes en su origen eran viajeros sin propiedades, pero en esos tiempos algunas órdenes religiosas eran tan prósperas como los monjes tradicionales. Roland lo sabía y sólo quería provocar.

Murdo ofreció la respuesta de rigor:

—Dios consiente ambas formas de sacrificio.

—Así que estás dispuesto a cambiar de hábitos.

—Lo he pensado bien y creo que los dones que me concedió tendrían mejor uso en un priorato. De modo que, así es, me gustaría abrazar la Regla de San Benito.

—¿Por qué debería tomarte en consideración?

—También me ordenaron sacerdote.

—No andamos cortos de eso.

—Y gracias a los fieles que he hecho en Kingsbridge y sus alrededores, si se me permite hacer alarde de ello, debo de ser el hombre de Dios con mayor influencia por estos parajes.

El padre Jerome intervino en ese momento por primera vez. Era un hombre joven y seguro de sí mismo, de rostro inteligente. Godwyn presintió que tampoco carecía de ambiciones.

—Es cierto, el fraile es extremadamente popular.

Entre los monjes no lo era tanto, por descontado, pero ni Roland ni Jerome sabían eso y Godwyn no iba a sacarlos de su error.

Ni Murdo tampoco, claro.

—Te lo agradezco de todo corazón, padre Jerome —dijo Murdo con afectación, haciendo una pequeña reverencia con la cabeza.

—Es popular entre los ignorantes —contraatacó Godwyn.

—Igual que Nuestro Salvador —repuso Murdo.

—Los monjes deberían llevar vidas de austeridad y sacrificio —insistió Godwyn.

—El hábito del fraile parece bastante austero —intervino Roland—. Y en cuanto al sacrificio, mucho me temo que los monjes de Kingsbridge comen mejor que muchos campesinos.

—¡A Fray Murdo se le ha visto borracho por las tabernas! —protestó Godwyn.

—La Regla de San Benito permite que los monjes beban vino.

—Sólo si están enfermos o trabajando en los campos.

—Yo predico en los campos.

Godwyn tuvo que admitir que Murdo era un rival dialéctico formidable. Se alegró de no tener que ganar esa vez.

—Yo sólo he venido a decir que, como sacristán de este priorato, os aconsejo encarecidamente que no toméis en cuenta a Murdo como candidato a prior de Kingsbridge —dijo, volviéndose hacia Roland.

—Me doy por enterado —contestó Roland, con frialdad.

Philippa miró a Godwyn algo sorprendida y el monje comprendió que tal vez había cedido sin oponer suficiente resistencia. Sin embargo, Roland no se había dado cuenta de nada, no era hombre de sutilezas.

Murdo no había terminado.

—El prior de Kingsbridge debe servir a Dios, por descontado, pero el rey debería ser su mentor en lo relativo a la vida secular, el rey junto con sus condes y barones.

Godwyn pensó que difícilmente podría haber sido más claro. Para el caso, Murdo podría haber dicho: «Seré tu hombre». Una declaración ignominiosa que escandalizaría a los monjes y acabaría con cualquier apoyo que hubiera podido tener entre ellos.

Godwyn se abstuvo de hacer comentarios, pero Roland lo miró con curiosidad.

—¿No tienes nada que decir, sacristán?

—Estoy convencido de que el fraile no ha querido decir que el priorato de Kingsbridge debería someterse a la voluntad del conde de Shiring en ningún tipo de materia, secular o de cualquier otra clase, ¿verdad, Murdo?

—He dicho lo que he dicho —respondió Murdo, con su voz de púlpito.

—Es suficiente —concluyó Roland, aburrido del juego—. Estáis haciéndome perder el tiempo, los dos. Propondré a Saul Whitehead. Largo de aquí.

*

St.-John-in-the-Forest era una versión en miniatura del priorato de Kingsbridge. La iglesia era pequeña, igual que el claustro de piedra y el dormitorio, y el resto de los edificios eran sencillas construcciones de madera. Acogía a ocho hermanos, pero a ninguna monja. Además de sus vidas de oración y meditación, producían casi todo lo que necesitaban y elaboraban un queso de cabra famoso en todo el sudoeste de Inglaterra.

Godwyn y Philemon llevaban dos días a caballo y ya casi anochecía cuando el camino salió del bosque y ante ellos se abrió una vasta extensión de terreno despejado, con la iglesia en el medio. Los temores de Godwyn se vieron justificados de inmediato: los rumores sobre que Saul Whitehead estaba haciendo un buen trabajo en calidad de prior de esa sede se quedaban muy cortos. Todo emanaba orden y pulcritud: los setos recortados, los surcos rectos, los árboles plantados a la misma distancia unos de otros en el huerto, los campos de cultivo desyerbados… No le cabía duda de que las misas se celebraban a su hora y se respetaba la liturgia al pie de la letra. Lo único que esperaba era que las evidentes aptitudes para el liderazgo de Saul no lo hubieran hecho ambicioso.

—¿Por qué el conde está tan interesado en que su primo sea el prior de Kingsbridge? —preguntó Philemon al enfilar el camino que atravesaba los campos.

—Por la misma razón por la que hizo obispo de Kingsbridge a su hijo pequeño —contestó Godwyn—. Los obispos y los priores son poderosos. El conde quiere asegurarse de que los hombres influyentes de su comarca sean sus aliados, no sus enemigos.

—¿Cuál habría de ser el motivo de sus pugnas?

A Godwyn le gustó comprobar que el juego táctico de la política empezaba a intrigar al joven Philemon.

—Tierras, impuestos, derechos, privilegios… Por ejemplo, si el prior quisiera construir un nuevo puente en Kingsbridge para atraer más negocio a la feria del vellón, el conde podría oponerse a dichos planes alegando que eso perjudicaría a su propia feria en Shiring.

—No obstante, no entiendo cómo podría oponerse el prior al conde. Un prior no tiene soldados…

—Un hombre de Dios puede influir en el pueblo. Si lanza un sermón contra el conde o se encomienda a los santos para que recaiga la desgracia sobre él, la gente creerá que el hombre está condenado y eso podría restarle poder. Sus siervos empezarían a desconfiar de él y darían por supuesto que todos sus proyectos están abocados al fracaso. Para un noble puede llegar a ser muy duro oponerse a un clero decidido. Mira lo que le ocurrió a Enrique II después del asesinato de Tomás Becket.

Desmontaron junto al corral y los caballos se pusieron a beber de inmediato en el abrevadero. No se veía a nadie por los alrededores, salvo a un monje con el hábito remangado que estaba limpiando una porqueriza detrás de los establos. Debía de tratarse de uno de los más jóvenes para estar realizando ese tipo de trabajo. Godwyn lo llamó.

—¡Eh, muchacho! Ven a ayudarnos con los caballos.

—¡Ya voy! —contestó el monje.

Acabó de limpiar la pocilga pasando el rastrillo un par de veces, apoyó la herramienta contra la pared del establo y echó a andar hacia los recién llegados. Godwyn estaba a punto de decirle que aligerara el paso cuando reconoció el rubio flequillo de Saul.

Godwyn no lo aprobó: un prior no debería limpiar una porqueriza. Después de todo, la humildad ostentosa no dejaba de ser una ostentación. Aun así, en este caso la docilidad de Saul podría servir a los propósitos de Godwyn.

—Hola, hermano —lo saludó, con una amistosa sonrisa—. No era mi intención ordenar al prior que desensillara mi caballo.

—¿Por qué no? —preguntó Saul—. Alguien debe hacerlo y vosotros lleváis cabalgando todo el día. —Saul condujo los caballos al establo—. Los hermanos están en los campos —les informó desde el interior—, pero volverán pronto para el oficio de vísperas. —Volvió a aparecer—. Venid a la cocina.

Nunca habían intimado. Godwyn no podía evitar sentirse desacreditado ante la entrega de Saul, que nunca se mostraba hostil, pero hacía las cosas a su manera, con muda determinación. Godwyn debía procurar no sulfurarse; ya sufría suficientes presiones.

Godwyn y Philemon atravesaron el corral y acompañaron a Saul hasta un edificio de una sola planta y techos altos. Aunque era de madera, tenía una chimenea de piedra. Agradecidos, tomaron asiento en un tosco escaño, junto a una mesa bien restregada. Saul les sirvió dos generosos vasos de cerveza de un gran barril y se sentó delante de ellos.

Philemon bebió ávidamente, pero Godwyn prefirió tomar pequeños sorbos. Saul no les ofreció nada de comer y Godwyn supuso que tampoco les convidarían a nada más hasta después de vísperas. De todos modos, estaba demasiado tenso para llevarse algo a la boca.

Pensó con aprensión que volvía a encontrarse en un momento delicado. Había tenido que oponerse a la candidatura de Murdo con tiento de no disuadir a Roland y ahora tenía que animar a Saul de modo que a éste no le quedara más remedio que rechazar la propuesta. Sabía lo que iba a decir, pero debía hacerlo bien. Si daba un paso en falso, Saul recelaría y a partir de ahí podía suceder cualquier cosa.

El prior de St. John no le dio tiempo a seguir preocupándose.

—¿Qué te trae por aquí, hermano?

—El conde Roland se ha recuperado.

—Gracias a Dios.

—Eso quiere decir que ya podemos celebrar la elección del prior.

—Bien. No deberíamos dejar pasar mucho más tiempo sin prior.

—Sí, pero ¿quién debería salir escogido?

Saul eludió la pregunta.

—¿Qué nombres se han propuesto?

—El del hermano Thomas, el matricularius.

—Sería un buen administrador. ¿Nadie más?

—Formalmente, no —contestó Godwyn, diciendo una verdad a medias.

—¿Y Carlus? Cuando fui a Kingsbridge para el funeral del prior Anthony, el suprior era el candidato con mayores posibilidades.

—El hombre no se ve capacitado para el cargo.

—¿Por la ceguera?

—Tal vez. —Saul no sabía nada acerca de la caída de Carlus durante la celebración de San Adolfo y Godwyn decidió no contárselo—. De todas formas, ha reflexionado y meditado sobre el tema y ha tomado una decisión.

—¿El conde no ha propuesto a nadie?

—Se lo está pensando. —Godwyn vaciló—. Por eso estamos aquí. El conde está… considerando proponerte a ti.

Godwyn se dijo que en realidad no estaba faltando a la verdad, sólo hacía hincapié en algún aspecto que podía dar lugar a equívocos.

—Me siento halagado.

Godwyn lo miró fijamente.

—Aunque tal vez no demasiado sorprendido, ¿me equivoco?

Saul se sonrojó.

—Discúlpame. El gran Philip estuvo a cargo de St. John y luego se convirtió en prior de Kingsbridge, y otros siguieron ese mismo camino. Con esto no pretendo decir que sea tan válido como ellos, por descontado, pero debo confesar que la idea se me ha pasado por la cabeza.

—No es nada de lo que avergonzarse. ¿Qué opinas sobre lo de la candidatura?

—¿Qué opino? —Saul lo miró perplejo—. ¿Por qué me preguntas eso? Si el conde así lo desea, me propondrá como candidato, y si mis hermanos me quieren, me votarán y yo me consideraré llamado a realizar la obra del Señor. Lo que opine o deje de opinar es irrelevante.

Ésa no era la respuesta que Godwyn esperaba. Necesitaba que Saul tomara su propia decisión y meter a Dios por en medio sería contraproducente.

—No es tan sencillo —repuso Godwyn—. No tienes por qué aceptar la candidatura. Por eso me ha enviado el conde.

—No es propio de Roland pedir cuando puede ordenar.

Godwyn se estremeció imperceptiblemente. «Nunca subestimes la perspicacia de Saul», se dijo. Dio marcha atrás de inmediato.

—No, desde luego. De todos modos, necesita saber lo antes posible si crees que acabarás rechazando la candidatura para poder proponer a otra persona.

Y seguramente tenía razón, aunque Roland no lo hubiera dicho.

—No sabía que las cosas fueran así.

«Es que en realidad no son así», pensó Godwyn, aunque dijo:

—La última vez que ocurrió, durante la elección del prior Anthony, ambos éramos novicios, por eso no supimos cómo se desarrolló el asunto.

—Cierto.

—¿Crees que estás capacitado para desempeñar la labor de prior de Kingsbridge?

—Por descontado que no.

—Vaya. —Godwyn fingió contrariedad, a pesar de haber estado esperando esa respuesta, confiando en la humildad de Saul.

—Sin embargo…

—¿Qué?

—Con la ayuda de Dios, ¿quién sabe lo que puede conseguirse?

—Cuán cierto… —Godwyn ocultó su decepción. La modesta respuesta no había sido más que una mera formalidad. En realidad Saul se creía más que preparado para realizar esa tarea—. Deberías reflexionar y meditarlo esta noche.

—Estoy seguro de que no hay mucho más en que pensar. —Oyeron unas voces a lo lejos—. Los hermanos regresan de los campos.

—Podemos volver a hablarlo por la mañana —propuso Godwyn—. Si decides presentarte como candidato, deberás acompañarnos a Kingsbridge.

—Muy bien.

Godwyn temió que existiera el peligro real de que Saul aceptara, pero todavía le quedaba una flecha en el carcaj.

—Deberías tener en cuenta algo más en tus oraciones —se arriesgó—. Un noble nunca ofrece algo a cambio de nada.

Saul lo miró intrigado.

—¿A qué te refieres?

—Los condes y los barones dispensan títulos, tierras, privilegios, monopolios… Pero todo eso siempre tiene un precio.

—Y ¿en este caso?

—Si sales elegido, Roland esperará una recompensa. Al fin y al cabo eres su primo y a él le deberás tu posición. Serás su voz en el capítulo, procurando que las acciones del priorato no contravengan sus intereses.

—¿Lo pondrá como condición explícita para la propuesta de la candidatura?

—¿Explícita? No, pero cuando regreses conmigo a Kingsbridge, se entrevistará contigo y sus preguntas tendrán como fin adivinar tus intenciones. Si insistes en ser un prior independiente, sin intenciones de mostrar favoritismos hacia su primo o patrocinador, propondrá a otra persona.

—No había pensado en eso.

—Claro que siempre podrías contestar lo que quiere oír y cambiar de opinión tras la elección.

—Pero eso sería deshonesto.

—Hay quien lo consideraría así.

—Dios lo consideraría así.

—Será algo sobre lo que tendrás que meditar esta noche.

Un grupo de jóvenes monjes entró en la cocina charlando animadamente, sucios de barro tras las largas horas en el campo. Saul se levantó para servirles cerveza, aunque no consiguió desprenderse de su expresión preocupada. La misma que tenía cuando pasaron a la pequeña iglesia, con su pintura mural del día del Juicio Final sobre el altar, para el oficio de vísperas. Y la que todavía arrastraba cuando se sirvió la cena y el delicioso queso que hacían los monjes sació el hambre de Godwyn.

El sacristán pasó toda la noche en vela a pesar del cansancio acumulado tras dos días de viaje a caballo. Había conseguido que Saul tuviera que enfrentarse a un dilema moral. La mayoría de los monjes se habrían avenido a ocultar sus verdaderas intenciones durante la entrevista con Roland y le habrían prometido al conde un grado de subordinación mucho mayor del que en realidad tenían intención de cumplir. Sin embargo, Saul no. Saul se conducía por imperativos morales. ¿Encontraría una solución al dilema y aceptaría la candidatura? Godwyn no creía que fuera posible.

Saul seguía arrastrando su expresión preocupada cuando los monjes se levantaron con las primeras luces del alba para el oficio de laudes.

Después del desayuno, le comunicó a Godwyn que no podía aceptar la propuesta.

*

Godwyn era incapaz de acostumbrarse al rostro del conde Roland. Era la cosa más extraña que había visto jamás. El conde se había calado un gorro para cubrir los vendajes de la cabeza; sin embargo, al darle una apariencia más normal, el gorro ponía de relieve la parálisis de la parte derecha de la cara. Además, el conde parecía más malhumorado que de costumbre y Godwyn supuso que todavía sufría intensos dolores de cabeza.

—¿Dónde está mi primo Saul? —preguntó en cuanto Godwyn entro en la estancia.

—Todavía en St. John, mi señor. Le comuniqué vuestro mensaje…

—¿Mensaje? ¡Era una orden!

—No os alteréis, mi señor, ya sabéis que no es bueno para vuestra salud —le aconsejó con voz suave lady Philippa, de pie junto a la cama.

—El hermano Saul sólo me dijo que no podía aceptar la candidatura —le informó Godwyn.

—Y ¿por qué demonios no puede?

—Estuvo meditando y rezando…

—Por supuesto que estuvo rezando, es lo que hacen los monjes. ¿Qué razón te dio para su afrenta?

—No se cree capacitado para ocupar un puesto tan exigente.

—Tonterías. ¿Qué exigencias? No se le ha pedido que lidere un ejército de caballeros a la batalla, sólo que un puñado de monjes canten sus himnos a la hora que toca.

El hombre no decía más que estupideces, así que Godwyn se limitó a bajar la cabeza y permanecer callado.

—Acabo de darme cuenta de quién eres —dijo el conde, cambiando súbitamente de tono—. Tú eres el hijo de Petranilla, ¿verdad?

—Sí, señor.

«Esa misma Petranilla que dejaste plantada», pensó Godwyn.

—Era muy despabilada y estoy seguro de que tú también lo eres. ¿Cómo sé que no convenciste a Saul para que no aceptara? Tú quieres que Thomas de Langley sea el prior, ¿verdad?

«Mi plan es mucho más astuto, imbécil», pensó Godwyn.

—Saul me preguntó qué querríais a cambio de proponerle la candidatura —contestó Godwyn.

—Vaya, por fin ponemos las cartas boca arriba. ¿Qué le respondiste?

—Que esperaríais de él que os escuchara como conde, primo y su patrocinador que sois.

—Y es tan testarudo que se negó a aceptarlo, supongo. Bien. Eso lo decide todo, propondré como candidato a ese fraile gordo. Ahora, largo de mi vista.

Godwyn tuvo que ocultar su júbilo mientras salía de la estancia con una reverencia. El penúltimo paso de su plan había salido a la perfección. El conde Roland no sospechaba ni por asomo que lo habían empujado a proponer al candidato con menores posibilidades que a Godwyn se le podía pasar por la cabeza.

Sólo quedaba el último paso.

Abandonó el hospital y salió al claustro. Era la hora de estudio antes del oficio de sexta y la mayoría de los monjes paseaban tranquilamente o estaban sentados leyendo, escuchando a alguien que les leía o meditando. Godwyn vio a Theodoric, su joven aliado, y le hizo un escueto ademán con la cabeza para que se acercara.

—El conde Roland ha propuesto a fray Murdo como prior —le informó en voz baja.

—¿Qué? —exclamó Theodoric.

—Más bajo.

—¡Es imposible!

—Claro que lo es.

—Nadie le votará.

—Por eso me alegro.

Por la expresión de Theodoric, Godwyn supo que por fin lo comprendía.

—Ah… Ya veo. Así que en realidad es bueno para nosotros.

Godwyn se preguntó por qué siempre tenía que explicar ese tipo de cosas, incluso a hombres instruidos. Nadie sabía leer entre líneas, salvo su madre y él.

—Ve a decírselo a los demás… Con calma. No hace falta que manifiestes tu enfado. Ya se pondrán suficientemente furiosos sin necesidad de que los animes.

—¿Debo decir que es bueno para Thomas?

—Bajo ningún concepto.

—De acuerdo. Ya lo entiendo —le aseguró Theodoric.

Era evidente que no era así, pero Godwyn estaba convencido de que podía confiar en él en cuanto a que siguiera sus instrucciones. A continuación fue a buscar a Philemon y lo encontró barriendo el refectorio.

—¿Sabes dónde está Murdo? —le preguntó.

—Seguramente en la cocina.

—Ve a buscarlo y dile que le esperas en la casa del prior cuando todos los monjes estén en el oficio de sexta. No quiero que nadie te vea allí con él.

—De acuerdo. ¿Qué le digo?

—Lo primero que debes decirle es: «Hermano Murdo, nadie debe saber jamás que te he dicho esto». ¿Entendido?

—Nadie debe saber jamás que te he dicho esto. De acuerdo.

—Luego le enseñas el documento que encontramos. Ya sabes dónde está: junto al reclinatorio de la alcoba hay un arcón con una cartera de cuero de color rojizo.

—¿Eso es todo?

—Coméntale que las tierras que Thomas aportó al priorato pertenecían en un principio a la reina Isabel y que este hecho se ha mantenido en secreto durante diez años.

Philemon se quedó perplejo.

—Pero si no sabemos qué es lo que Thomas trata de ocultar…

—No, pero siempre hay una razón para guardar un secreto.

—¿Crees que Murdo intentará utilizar esa información contra Thomas?

—Por supuesto.

—¿Qué hará Murdo?

—No lo sé, pero haga lo que haga, seguro que no beneficia a Thomas.

Philemon frunció el ceño.

—¿No se suponía que estábamos ayudando a Thomas?

Godwyn sonrió.

—Eso es lo que todo el mundo cree.

La campana anunció el oficio de sexta.

Philemon fue en busca de Murdo y Godwyn se unió al resto de los monjes en la iglesia donde, junto a sus hermanos, entonó: «Dios mío, ven en mi auxilio». En esta ocasión rezó con un fervor inusitado. A pesar de la seguridad que había mostrado delante de Philemon, sabía que estaba jugando con fuego. Lo había arriesgado todo apostando por el secreto de Thomas, pero ignoraba qué figura aparecería cuando le diera la vuelta a la carta.

No obstante, estaba seguro de que había conseguido alterar a los monjes. Estaban inquietos y parlanchines y Carlus tuvo que llamarles la atención un par de veces durante los salmos. Por lo general, los benedictinos no sentían demasiada simpatía por los frailes, ya que éstos adoptaban cierta superioridad moral con respecto a las posesiones terrenales cuando, al mismo tiempo, vivían a expensas de aquéllos a los que condenaban. Y despreciaban a Murdo en particular por su pedantería, su codicia y por ser un borracho. Antes escogerían a cualquier otro que a él.

—No podemos elegir al fraile —le dijo Simeón a Godwyn saliendo de la iglesia después del oficio.

—Estoy de acuerdo.

—Carlus y yo no vamos a presentar más candidatos. Si los monjes parecemos divididos, el conde podrá presentar al suyo como la única solución. Debemos salvar nuestras diferencias y apoyar a Thomas. Si presentamos un frente unido, será más difícil que el conde se oponga a nosotros.

Godwyn se detuvo y miró a Simeón de frente.

—Gracias, hermano —dijo, obligándose a mostrarse humilde y a ocultar el júbilo que lo invadía.

—Lo hacemos por el bien del priorato.

—Lo sé, pero aprecio vuestra generosidad de espíritu.

Simeón asintió con la cabeza y se fue.

Godwyn saboreaba la victoria.

Los monjes entraron en el refectorio para comer, donde se les sumó Murdo, que no asistía a los oficios, pero no se perdía ni una sola de las comidas. Todos los monasterios observaban la regla generalizada de recibir en su mesa a cualquier monje o fraile, aunque pocos le sacaban tanto provecho como Murdo a dicha costumbre. Godwyn vigiló atentamente sus movimientos: el fraile parecía animado, como si supiera algo que anhelaba compartir; sin embargo, se contuvo mientras le servían y guardó silencio durante toda la comida, escuchando atento al novicio que leía.

El pasaje escogido era la historia de Susana y los viejos. Godwyn lo encontró muy inapropiado: la historia era demasiado licenciosa para leerla en voz alta en una comunidad célibe. Sin embargo, ese día ni siquiera los intentos de dos viejos lascivos de chantajear a una mujer para que yaciera con ellos consiguieron atraer la atención de los monjes, quienes no dejaban de cuchichear y mirar a Murdo de soslayo.

Cuando acabaron de comer y el profeta Daniel hubo salvado a Susana de la ejecución tras interrogar a los viejos por separado y demostrar que habían contado historias inconsistentes, los monjes se dispusieron a recoger. En ese momento, Murdo se dirigió a Thomas.

—Hermano Thomas, tengo entendido que cuando llegaste aquí estabas herido.

Lo dijo en voz lo bastante alta para que todos lo oyeran y los demás monjes se detuvieron a escuchar.

Thomas lo miró sin inmutarse.

—Sí.

—Por culpa de esa herida acabaste perdiendo el brazo izquierdo y yo me pregunto: ¿no la recibirías estando al servicio de la reina Isabel?

Thomas palideció.

—Hace diez años que soy monje de Kingsbridge. Mi vida anterior pertenece al pasado.

Murdo no se inmutó.

—Lo pregunto por las tierras que aportaste cuando te uniste al priorato, una aldea de Norfolk bastante productiva. Doscientas hectáreas. Cerca de Lynn… Donde vive la reina.

—¿Qué sabe un forastero de nuestras propiedades? —le interrumpió Godwyn, fingiendo indignación.

—Bueno, he leído el cartulario —contestó Murdo—. Esas cosas no son un secreto.

Godwyn miró a Carlus y a Simeón, sentados el uno al lado del otro. Ambos parecían desconcertados. Como suprior y tesorero que eran, estaban informados de los pormenores y debían estar preguntándose cómo podía haber accedido Murdo al cartulario. Simeón parecía a punto de decir algo cuando el fraile se le adelantó.

—O se supone que no han de ser un secreto.

Simeón cerró la boca. Si exigía saber cómo lo había averiguado, al mismo tiempo tendría que enfrentarse a las preguntas de por qué lo había mantenido en secreto.

—Y ¿quién donó la granja de Lynn al priorato…? —continuó Murdo—. La reina Isabel.

Godwyn miró a su alrededor. Los monjes estaban consternados, todos menos Carlus y Simeón, totalmente inexpresivos.

Fray Murdo se apoyó en la mesa. Tenía restos de comida entre los dientes.

—Insisto: ¿recibiste esa herida estando al servicio de la reina Isabel? —preguntó, con agresividad.

—Todo el mundo sabe a qué me dedicaba antes de tomar los hábitos. Era caballero, libré batallas y quité la vida a varios hombres, pero me he confesado y he recibido la absolución.

—Un monje puede dejar atrás su pasado, pero el prior de Kingsbridge arrastra una carga mucho más pesada. Puede verse obligado a responder a quién mató, por qué y, lo más importante, qué recibió a cambio.

Thomas sostuvo la mirada de Murdo, sin contestar. Godwyn intentó descifrar qué sentimientos embargaban al monje, pues en su rostro se adivinaba una fuerte emoción, aunque no sabía decidir cuál. No descubrió ningún signo de culpabilidad, ni de vergüenza; sea lo que fuere lo que hubiera hecho, Thomas no creía tener que arrepentirse de nada. La expresión tampoco era de ira. El tono desdeñoso de Murdo podría haber provocado a muchos hombres, pero no parecía que Thomas fuera a arremeter contra él. No, Thomas parecía sentir algo diferente, más templado que la vergüenza y más mudo que la rabia. Por fin Godwyn supo lo que era: miedo. Thomas tenía miedo de algo. ¿De Murdo? Bastante improbable. No, temía que ocurriera algo por culpa de Murdo, temía las consecuencias que pudiera acarrear el descubrimiento de Murdo.

El fraile continuó como un perro con un hueso:

—Si no respondes aquí, en esta cámara, tendrás que enfrentarte a la pregunta en otra parte.

Los cálculos de Godwyn pronosticaban que Thomas se rendiría en ese preciso momento, aunque no las tenía todas consigo. Thomas era un hueso duro de roer. Llevaba diez años demostrando ser una persona sosegada, paciente y con una gran capacidad de adaptación. Cuando Godwyn lo abordó con la propuesta de la candidatura, debió de decidir que había llegado el momento de enterrar el pasado y ahora acababa de darse cuenta de su error. La cuestión era: ¿cómo reaccionaría? ¿Admitiría su equivocación y se retiraría? ¿O apretaría los dientes y seguiría adelante? Godwyn se mordió el labio y esperó.

—Creo que estás en lo cierto: puede que haya de enfrentarme a la pregunta en algún otro lugar —contestó Thomas al fin—. O al menos creo que harás todo lo que esté en tus manos, por peligroso o poco cristiano que sea, para que tus predicciones se hagan realidad.

—No sé si estás insinuando…

—¡No hace falta que digas nada más! —lo interrumpió Thomas, levantándose con brusquedad. Murdo retrocedió. La altura y el porte marcial combinados con la dureza del tono consiguieron el raro efecto de enmudecer al fraile—. Nunca he tenido que responder preguntas acerca de mi pasado —continuó, recuperando su sosiego habitual. Todos los monjes guardaron silencio y aguzaron el oído sin pestañear—. Y no lo haré jamás. —Señaló a Murdo—. Sin embargo, este… gusano me ha hecho comprender que ese tipo de preguntas nunca cesarán si me convierto en vuestro prior. Un monje puede dejar atrás su pasado, pero un prior es diferente, ahora lo entiendo. Un prior puede tener enemigos y cualquier misterio es una debilidad. Mi juicio debería haberme conducido a donde lo ha hecho la maldad de fray Murdo: a la conclusión de que un hombre que no desea responder a preguntas acerca de su pasado no puede ser prior. Por tanto…

—¡No! —gritó el joven Theodoric.

—Por tanto, retiro mi candidatura a la elección.

Godwyn dejó escapar un largo suspiro de satisfacción. Había logrado su objetivo.

Cuando Thomas volvió a sentarse, Murdo lo miró con engreimiento y los demás monjes se pusieron a hablar todos al unísono.

Carlus golpeó la mesa y poco a poco fueron callando.

—Fray Murdo, puesto que no tienes voto en esta elección, debo pedirte que nos dejes un momento.

Muy ufano, Murdo se alejó caminando lentamente, sintiéndose seguro vencedor.

—Esto es una catástrofe —se lamentó Carlus cuando Murdo se hubo ido—. ¡Murdo es el único candidato!

—No podemos permitir que Thomas se retire —dijo Theodoric.

—¡Pero lo ha hecho!

—Tiene que haber otro candidato —dijo Simeón.

—Sí —contestó Carlus—, y yo propongo a Simeón.

—¡No! —protestó Theodoric.

—Dejadme hablar —pidió Simeón—. Debemos escoger a aquél de nosotros que tenga más posibilidades de unir a la hermandad contra Murdo, y ése no soy yo. Sé que no tengo suficiente apoyo entre los más jóvenes. Creo que todos sabemos quién conseguiría el mayor apoyo de entre todas las secciones.

Se volvió y miró a Godwyn.

—¡Sí! —exclamó Theodoric—. ¡Godwyn!

Los jóvenes lo vitorearon. Los veteranos parecían resignados. Godwyn sacudió la cabeza, como si incluso le diera apuro responder. Los jóvenes empezaron a golpear las mesas y a corear su nombre: «¡Godwyn! ¡Godwyn!».

Al final se levantó. La euforia lo embargaba, pero se mantuvo impertérrito. Levantó las manos para que guardaran silencio.

—Obedeceré los deseos de mis hermanos —dijo en voz baja y humilde, cuando consiguió hacerlos callar.

Los gritos de júbilo de los monjes resonaron por todo el refectorio.