21

Merthin estaba sentado en el tejado de la iglesia de St. Mark, en el extremo norte de Kingsbridge, desde donde divisaba toda la ciudad. Hacia el sudeste, un meandro del río acunaba el priorato en la sangría del codo. Una cuarta parte de la ciudad la ocupaban las edificaciones del monasterio y los terrenos que lo circundaban, como el camposanto, el mercado y los huertos. La catedral se alzaba de sus cimientos como un roble en un campo de ortigas. Desde aquella posición veía a varios subalternos del priorato recogiendo hortalizas en el huerto, limpiando las cuadras y descargando barriles de un carro.

En el centro de la ciudad se encontraba el barrio más próspero, cuya riqueza se apreciaba sobre todo en la calle principal, que ascendía por la ladera desde el río igual que los primeros monjes debieron de hacer cientos de años atrás. Varios comerciantes acaudalados, fácilmente reconocibles por los vivos colores de sus abrigos de pura lana, encaminaban sus pasos hacia algún lugar en concreto, pues todo el mundo sabía que los mercaderes siempre andaban ocupados. Otra amplia travesía, la calle mayor, atravesaba la ciudad de oeste a este y diseccionaba la calle principal en ángulos rectos cerca del recodo noroccidental del priorato. En esa misma esquina vio el ancho tejado de la sede del gremio, el mayor edificio de la ciudad, sin contar los del monasterio.

En la calle principal, junto a la posada Bell, se encontraban los portalones del priorato, frente a la casa de Caris, más alta que la mayoría de los demás edificios. Merthin vio un grupo de personas reunidas alrededor de fray Murdo a las puertas de la posada. El fraile, quien no parecía pertenecer a ninguna orden monástica en particular, se había quedado en Kingsbridge tras el desmoronamiento del puente. Los desorientados y los afligidos eran las víctimas propicias de sus emotivos sermones al pie del camino, gracias a los que se embolsaba medios peniques y cuartos de penique de plata. Merthin creía que el hombre no era más que un embaucador que fingía su ira divina y que ocultaba su cinismo y su codicia bajo lágrimas de cocodrilo, pero el muchacho parecía ser el único convencido de aquello.

Al final de la calle principal todavía se veían los pilones del puente que afloraban del agua y junto a los que en esos momentos pasaba la balsa de Merthin, cargada con un carro de troncos. La barriada manufacturera se encontraba en el sudoeste, extensos solares donde se alzaban enormes construcciones en las que se habían instalado mataderos, curtidurías, fábricas de cerveza, panaderías y talleres de todo tipo, demasiado pestilentes y sucios para los ciudadanos importantes, pero aun así un barrio donde se generaba buena parte de las ganancias de la ciudad. Allí el río se ensanchaba y se dividía en dos afluentes que abrazaban la isla de los Leprosos. Merthin vio a Ian Boatman impulsando los remos de su pequeña barca para transportar hasta la isla a un pasajero, un monje, quien seguramente le llevaba comida al único leproso que aún quedaba. Varias barcas y gabarras estaban descargando su mercancía en algunos de los embarcaderos y almacenes que ocupaban la margen sur del río. Al otro lado estaba el barrio de Newtown, donde hileras de casuchas se simultaneaban con huertos, pastos y prados en los que los subalternos del priorato recolectaban la producción del monasterio.

El extremo norte de la ciudad, donde se alzaba St. Mark, era el barrio pobre, por lo que el templo estaba rodeado de chamizos de peones, viudas, los dejados de la mano de Dios y los viejos. Por fortuna para Merthin, se trataba de una iglesia de escasos recursos.

Cuatro semanas atrás, un desesperado padre Joffroi había contratado a Merthin para que construyera un cabrestante y reparara el tejado. Caris había convencido a Edmund para que le prestara al joven el dinero con que comprar herramientas y Merthin había contratado a un muchacho de catorce años, Jimmie, cuyo sueldo ascendía a medio penique diario. El cabrestante había quedado acabado ese mismo día.

Había corrido la voz de que Merthin iba a probar una máquina nueva. La balsa había impresionado a todos y la gente estaba impaciente por ver con qué saldría a continuación, por lo que en el cementerio se había congregado una pequeña multitud constituida en su mayoría por gentes sin oficio ni beneficio, pero entre ellos también se encontraban el padre Joffroi, Edmund, Caris y algunos de los constructores de la ciudad, en particular Elfric. Si Merthin los defraudaba, fracasaría delante de amigos y enemigos.

Sin embargo, eso no era lo peor de todo. El encargo había evitado que hubiera tenido que irse de la ciudad en busca de empleo. Con todo, esa sombra todavía planeaba sobre él. Si el cabrestante no funcionaba, la gente concluiría que contratar a Merthin traía mala suerte, diría que los espíritus no lo querían por allí rondando y se hallaría bajo una fuerte presión para que abandonara la ciudad. Tendría que despedirse de Kingsbridge… y de Caris.

Durante esas últimas cuatro semanas, mientras daba forma a la madera y unía las piezas del cabrestante, por primera vez se había planteado seriamente la posibilidad de perderla, y eso le provocaba una gran angustia. Había comprendido que ella era lo mejor que le había ocurrido en la vida. Si hacía buen tiempo, quería salir a pasear con ella bajo el sol; si veía algo bello, deseaba enseñárselo; si oía algo divertido, su primer pensamiento era contárselo y verla sonreír. Su trabajo lo reconfortaba, sobre todo cuando daba con soluciones inteligentes a problemas inextricables, pero no deja de ser una satisfacción fría y cerebral y sabía que su vida sería un largo invierno sin Caris.

Se puso en pie. Había llegado el momento de poner a prueba sus aptitudes.

Había construido un cabrestante normal y corriente al que había añadido un dispositivo innovador. Igual que todos los cabrestantes, tenía una cuerda que pasaba por una serie de poleas. En lo alto del muro de la iglesia, donde éste se unía al tejado, Merthin había levantado una estructura de madera parecida a una horca, con un brazo que se extendía hacia el tejado. La cuerda recorría el brazo hasta la punta. En el otro extremo, en el suelo del cementerio, había una rueda de andar en la que la cuerda se iría enrollando cuando la accionara el joven Jimmie. Hasta aquí todo era normal. La innovación consistía en la plataforma giratoria que le había incorporado para que el brazo basculara.

Con el fin de no correr la misma suerte que Howell Tyler, Merthin se había colocado un cinto por debajo de los brazos que a su vez había asegurado a un sólido pináculo de piedra. Si se caía, no llegaría muy lejos. Protegido de este modo, había retirado las tejas de una parte del tejado y había atado una viga al extremo de la cuerda del cabrestante.

—¡Gira la rueda! —le dijo a Jimmie.

Contuvo la respiración. Estaba seguro de que funcionaría, tenía que hacerlo, pero no por ello dejaba de ser un momento de gran tensión.

Jimmie echó a andar en el interior de la enorme rueda. El artilugio sólo se movía en una dirección gracias al trinquete que hacía presión sobre los dientes asimétricos. Uno de los extremos de los dientes tenía una forma ligeramente oblicua, de manera que el trinquete se deslizaba poco a poco a lo largo de la pequeña inclinación, pero el otro lado era recto, de modo que impedía el cambio de sentido del movimiento.

Cuando la rueda empezó a girar, el madero del tejado se elevó.

—¡Vale! —gritó Merthin, cuando la viga se desprendió de la estructura.

Jimmie se detuvo, el trinquete trabó la rueda y la viga quedó colgando en el aire, balanceándose con suavidad. Hasta ahí todo bien. A continuación venía la parte donde las cosas podían salir mal.

Merthin empujó el cabrestante para que el brazo basculara. Atento, siguió su movimiento, conteniendo la respiración. La estructura que había construido tendría que soportar el cambio del peso y la tensión a medida que la carga cambiara de posición. La madera del cabrestante crujió. El brazo dibujó un semicírculo en el aire y la viga se desplazó desde su posición original, sobre el tejado, a un nuevo punto sobre el cementerio. Abajo se oyó un murmullo de admiración; jamás habían visto un cabrestante que basculara.

—¡Suéltalo! —dijo Merthin.

Jimmie accionó el trinquete y, a medida que la rueda giraba y la cuerda se desenrollaba, la carga empezó a descender a trompicones.

Todo el mundo observaba en silencio. Cuando la viga tocó el suelo, estallaron en aplausos.

Jimmie desató el madero.

Merthin se permitió unos instantes de regocijo. Había funcionado.

Bajó la escalera. Al llegar abajo, la gente lo aclamó, Caris lo besó y el padre Joffroi le estrechó la mano.

—Es una maravilla —se admiró el sacerdote—. Nunca había visto nada igual.

—Ni tú ni nadie —contestó Merthin, muy ufano—. Es una invención mía.

Varios hombres lo felicitaron. Todo el mundo se alegraba de haberse encontrado entre los primeros que habían presenciado el portento. Todos menos Elfric, quien parecía contrariado, apartado de los demás.

Merthin decidió no hacerle caso.

—Según nuestro acuerdo, debías pagarme si funcionaba —le dijo al padre Joffroi.

—Y con mucho gusto —contestó Joffroi—. Hasta el momento te debo ocho chelines, y cuanto antes tenga que pagarte por retirar el resto de las vigas y reconstruir el tejado, más contento estaré.

Abrió el saquillo que llevaba atado a la cintura y sacó varias monedas envueltas en un trozo de tela.

—¡Un momento! —intervino Elfric.

Todo el mundo se volvió hacia él.

—No puedes pagarle a este chico, padre Joffroi, no es un carpintero cualificado.

«Esto no puede estar pasando», pensó Merthin. Había realizado el trabajo, era demasiado tarde para negarle el sueldo. Sin embargo, el concepto de justicia era ajeno a Elfric.

—¡Tonterías! —repuso Joffroi—. Ha hecho lo que ningún otro carpintero de la ciudad podía hacer.

—Con todo, no pertenece al gremio.

—Yo quería ingresar en él, pero tú no me admitiste —protestó Merthin.

—Eso sólo es prerrogativa del gremio.

—Pues yo digo que es injusto —repuso Joffroi— y muchos ciudadanos estarían de acuerdo conmigo. Ha realizado seis años y medio de aprendizaje sin cobrar un sueldo, a cambio de comida y una cama en el suelo de la cocina, y todo el mundo sabe que lleva años haciendo trabajos de carpintero cualificado. No deberías haberlo echado sin sus herramientas.

Un rumor de asentimiento recorrió el grupo de hombres reunidos a su alrededor. Casi todos eran de la opinión que Elfric había ido demasiado lejos.

—Con el debido respeto, eso sólo le compete decidirlo al gremio, no a ti.

—Muy bien. —Joffroi se cruzó de brazos—. No quieres que le pague a Merthin a pesar de que es el único hombre de la ciudad que puede reparar mi iglesia sin tener que cerrarla. Pues no pienso obedecerte. —Le tendió las monedas al joven—. Ya puedes llevar el caso a los tribunales si te apetece.

—Al tribunal del prior. —El rostro de Elfric se contrajo en una mueca de desdén—. Cuando un hombre tiene motivo de queja contra un sacerdote, ¿cómo va a obtener una audiencia justa ante un tribunal presidido por monjes?

Ese comentario se ganó cierta simpatía entre los presentes. Se conocían muchos casos en que las sentencias del prior habían favorecido injustamente al clero.

—¿Cómo va un aprendiz a obtener una audiencia justa ante un gremio presidido por maestros? —contraatacó Joffroi.

La gente rio aquella salida; sabían apreciar las réplicas ingeniosas.

Elfric se dio por vencido. Daba igual ante qué tribunal presentara el caso, podía ganarle a Merthin las querellas que fueran, pero la cosa se complicaba bastante más con un sacerdote.

—Mal va la ciudad cuando los aprendices desafían a sus maestros y los sacerdotes los apoyan —replicó, lleno de resentimiento.

Pese a todo, sabía que había perdido, por lo que dio media vuelta.

Merthin sintió el peso de las monedas en su mano: ocho chelines, noventa y seis peniques de plata, dos quintas partes de una libra. Sabía que debería contarlas, pero estaba demasiado feliz para molestarse en hacerlo. Acababa de ganar su primer sueldo.

—Este dinero es tuyo —dijo, volviéndose hacia Edmund.

—Págame ahora cinco chelines y ya me darás el resto más adelante —repuso Edmund, con generosidad—. Guárdate algo de dinero para ti, te lo mereces.

Merthin sonrió. Con eso le quedarían tres chelines para gastárselos en lo que quisiera, más dinero del que había tenido en su vida. No sabía qué hacer con él. Tal vez le compraría una gallina a su madre.

Había llegado la hora de comer y la gente empezó a dispersarse de vuelta a sus casas. Merthin se fue con Caris y Edmund. El joven pensaba que tenía el futuro asegurado. Había demostrado su valía como carpintero y pocos serían los que dudarían en contratarlo una vez que el padre Joffroi había sentado precedente. Podría ganarse la vida. Podría tener una casa de su propiedad.

Podría casarse.

Petranilla los estaba esperando. Mientras Merthin contaba los cinco chelines de Edmund, la mujer colocó en la mesa un aromático plato de pescado cocinado con hierbas. En celebración por el triunfo de Merthin, Edmund les sirvió dulce vino de Renania a todos.

Sin embargo, Edmund no era hombre al que le gustara perder el tiempo con las cosas pasadas.

—Debemos ponernos a trabajar de inmediato en el puente nuevo —dijo, impaciente—. ¡Ya han pasado cinco semanas y todavía no se ha hecho nada!

—He oído que la salud del conde mejora por momentos —comentó Petranilla—, con que es posible que los monjes celebren la elección pronto. Tengo que preguntárselo a Godwyn… Aunque desde ayer que no lo veo, desde el tropiezo de Carlus el Ciego en misa.

—Me gustaría tener listo el boceto de un puente cuanto antes —insistió Edmund—. El trabajo podría empezar en cuanto eligieran al nuevo prior.

Merthin le prestó toda su atención.

—¿Qué tienes pensado?

—Sabemos que tendrá que ser de piedra y quiero que sea lo bastante ancho para que puedan pasar dos carros a la vez.

—Y debería de tener rampas en ambos extremos para que la gente pisara tierra seca al bajar del puente y no la fangosa orilla —añadió Merthin, asintiendo con la cabeza.

—Sí, excelente.

—Pero ¿cómo vais a levantar muros de piedra en medio de un río? —preguntó Caris.

—No tengo ni idea, pero tiene que poder hacerse. Hay infinidad de puentes de piedra —contestó Edmund.

—He oído hablar del tema a algunos hombres. Hay que construir una estructura especial llamada ataguía, que impide el paso del agua a la zona a la que se está trabajando. Es muy sencillo, pero dicen que es muy importante procurar que sea hermética.

En ese momento entró Godwyn, con cara de preocupación. En teoría sólo podía abandonar el priorato con un encargo específico, no para visitas de cortesía, por lo que Merthin se preguntó qué podría haber pasado.

—Carlus ha retirado su candidatura —anunció.

—¡Buenas noticias! —exclamó Edmund—. Toma un poco de vino.

—No lo celebres tan rápido —repuso Godwyn.

—¿Por qué no? Eso deja a Thomas como único candidato y Thomas quiere construir un puente nuevo. Problema solucionado.

—Thomas ya no es el único candidato. El conde va a proponer a Saul Whitehead.

—Ah —dijo Edmund, meditabundo—. ¿Y eso es forzosamente malo?

—Sí. Saul cuenta con las simpatías de todo el mundo y ha demostrado ser un prior muy competente en St.-John-in-the-Forest. Si acepta la nominación, lo más probable es que reciba los votos de los que en un principio se decantaban por Carlus, lo que quiere decir que puede ganar. Y no sólo eso. Dado que es el candidato del conde, además de su primo, no sería de extrañar que Saul acatase las órdenes de su mecenas, y el conde podría oponerse a la construcción del nuevo puente alegando que perjudicaría al mercado de Shiring.

—¿Hay algo que podamos hacer? —preguntó Edmund, preocupado.

—Eso espero. Alguien tiene que ir a St. John para avisar a Saul y hacerle venir a Kingsbridge. Me he ofrecido voluntario y espero hallar el modo de persuadirlo para que rechace la nominación.

—Puede que eso no resuelva tu problema —intervino Petranilla. Merthin la escuchó atento. No hacía buenas migas con la mujer, pero reconocía que era inteligente—. El conde podría presentar cualquier otro candidato que se opusiera al puente.

Godwyn asintió con la cabeza.

—Entonces, suponiendo que pueda convencer a Saul para que no se presente, debemos asegurarnos de que la segunda elección del conde sea alguien que no pueda salir elegido.

—¿En quién estás pensando? —preguntó su madre.

—En fray Murdo.

—Excelente.

—¡Pero si es repugnante! —protestó Caris.

—Exacto —contestó Godwyn—. Codicioso, borrachín, aprovechado y un agitador farisaico. Los monjes no lo votarán nunca. Por eso nos conviene que sea el candidato del conde.

Merthin comprendió que Godwyn era como su madre: tenía talento para ese tipo de conspiraciones.

—¿Cómo lo haremos? —preguntó Petranilla.

—Primero tenemos que convencer a fray Murdo para que se presente.

—Eso no será difícil. Sólo tienes que decirle que tiene posibilidades. Le encantaría ser prior.

—De acuerdo, pero yo no puedo hacerlo. Murdo sospecharía de inmediato de mis motivaciones. Todo el mundo sabe que apoyo a Thomas.

—Yo hablaré con él —se prestó Petranilla—. Le diré que tú y yo estamos enfadados y que Thomas no me gusta. Le diré que el conde está buscando a alguien a quien presentar y que él podría ser ese hombre. Se ha dado a conocer bastante en la ciudad, sobre todo entre los pobres y los ignorantes, quienes se engañan pensando que es uno de ellos. Lo único que tiene que hacer para obtener la candidatura es dejar claro que está dispuesto a ser el títere del conde.

—Bien. —Godwyn se levantó—. Intentaré estar presente cuando Murdo hable con el conde Roland.

Besó a su madre en la mejilla y se fue.

Dieron cuenta del pescado. Merthin se comió su rebanada de pan empapada en salsa. Edmund le ofreció más vino, pero Merthin prefirió rechazarlo por miedo a caer esa tarde del tejado de St. Mark yendo achispado. Petranilla entró en la cocina y Edmund se retiró a su cámara a descansar. Merthin y Caris se quedaron a solas.

Merthin se sentó junto a ella en el escaño y la besó.

—Estoy muy orgullosa de ti —dijo la joven.

Merthin se sonrojó. Él también estaba orgulloso de sí mismo. Volvió a besarla; esta vez, el largo y húmedo beso le provocó una erección. Le acarició un pecho por encima de la ropa de hilo y apretó un pezón entre sus dedos, con suavidad.

Caris notó su erección y se le escapó una risita.

—¿Quieres que te alivie? —le susurró.

A veces lo hacía cuando, habiendo caído la noche, su padre y Petranilla dormían y Merthin y ella estaban solos en la planta baja de la casa. Sin embargo, en esos momentos era de día y alguien podía entrar en cualquier momento.

—¡No! —contestó Merthin.

—Puedo darme prisa.

Caris apretó los dedos.

—Esto es muy violento.

Merthin se levantó y se sentó al otro lado de la mesa, delante de ella.

—Disculpa.

—Bueno, puede que no tengamos que hacer esto mucho más tiempo.

—¿Hacer el qué?

—Escondernos y preocuparnos por la gente que pueda entrar.

—¿No te gusta? —preguntó Caris, sintiéndose ofendida.

—¡Claro que sí! Pero sería más bonito si estuviéramos solos. Podría alquilar una casa ahora que van a pagarme.

—Sólo te han pagado una vez.

—Cierto… ¿Por qué ves las cosas tan negras de repente? ¿He dicho algo malo?

—No, pero… ¿Por qué quieres que las cosas cambien?

La pregunta lo dejó confundido.

—Sólo quiero más de lo mismo, pero en privado.

Caris lo miró desafiante.

—Yo ahora soy feliz como estoy.

—Bueno, yo también… Pero nada dura para siempre.

—¿Por qué no?

Merthin tuvo la sensación de estar explicándole algo a un niño.

—Porque no podemos pasarnos el resto de nuestra vida en casa de nuestros padres besándonos a escondidas. Tenemos que buscarnos una casa propia y vivir como hombre y mujer, dormir juntos todas las noches y hacer el amor de verdad en vez de aliviarnos el uno al otro, y crear una familia.

—¿Por qué?

—No sé por qué —contestó, exasperado—. Porque las cosas son así y no voy a seguir explicándote algo que creo que estás obcecada en no querer entender o, al menos, en fingir que no lo entiendes.

—Muy bien.

—Además, tengo que volver al trabajo.

—Pues vete.

Aquello no tenía sentido. Llevaba el último medio año agobiado por no poder casarse con Caris y había supuesto que ella se sentía igual. Sin embargo, por lo visto no era así. De hecho, a Caris le había molestado que él hubiera dado por sentado algo por el estilo. ¿De veras creía que podían continuar esa relación de adolescentes de manera indefinida?

La miró, intentando encontrar la respuesta en un semblante en el que sólo halló una malhumorada obstinación. Dio media vuelta y salió por la puerta.

Una vez fuera, vaciló. Pensó que tal vez debía volver a entrar y obligarla a decirle lo que pensaba, pero al recordar su expresión, comprendió que no era momento de intentar que hiciera nada. Así que siguió su camino y echó a andar hacia St. Mark, preguntándose cómo era posible que un día tan bonito se hubiera malogrado de aquella manera.