20

Godwyn movió ficha contra Carlus el Ciego el domingo anterior a la festividad de San Adolfo.

Todos los años por esas fechas se celebraba una misa especial en la catedral de Kingsbridge. El prior, seguido en procesión por los monjes, paseaba los huesos del santo por la iglesia mientras oraban pidiendo a Dios que trajera buen tiempo para las cosechas.

Como siempre, uno de los deberes de Godwyn consistía en acondicionar la iglesia para la misa asistido por novicios y subalternos, como Philemon, que le ayudaban a sustituir velas, comprobar que hubiera incienso y disponer el mobiliario. La festividad de San Adolfo requería un segundo altar, una tabla profusamente tallada, subido a una plataforma que pudiese desplazarse por la iglesia según fuese necesario. Godwyn ubicó el altar en el muro oriental del crucero y colocó encima un par de velas plateadas mientras meditaba, angustiado, sobre su futuro.

Una vez que hubo convencido a Thomas para que se presentara al cargo de prior, el siguiente paso consistía en eliminar a la oposición. Carlus debería ser un contrincante fácil de derrotar, aunque en cierto modo eso en sí mismo también era una desventaja, puesto que Godwyn no deseaba parecer cruel.

Dejó una cruz relicario, un enjoyado crucifijo de oro con el alma de madera de la Santa Cruz, en medio del altar. El verdadero madero sobre el que había muerto Jesucristo había sido milagrosamente hallado por Elena, madre de Constantino el Grande, hacía mil años y varios fragmentos habían acabado en iglesias de toda Europa.

Godwyn estaba disponiendo las reliquias sobre el altar cuando vio a la madre Cecilia por allí e hizo un descanso para acudir a su encuentro.

—Por lo que me han dicho, el conde Roland ha recuperado el conocimiento —comentó—. Alabado sea Dios.

—Amén —contestó ella—. La fiebre lo ha tenido postrado tanto tiempo que temíamos por su vida. Algún humor maligno debió de entrarle en el cerebro cuando se fracturó el cráneo porque nada de lo que decía tenía sentido, pero esta mañana se ha despertado así por las buenas y hablaba con total normalidad.

—Lo has curado.

—Dios lo ha curado.

—Aun así, debería estarte agradecido.

La madre Cecilia sonrió.

—Eres joven, hermano Godwyn, pero ya aprenderás que los hombres de poder jamás muestran gratitud. Démosles lo que les demos, lo aceptan como un derecho.

La condescendencia de la priora molestó a Godwyn, pero el monje disimuló su irritación.

—Por lo menos al fin podremos celebrar la elección del prior.

—¿Quién saldrá elegido?

—Diez monjes han comunicado su firme propósito de votar a Carlus y sólo siete a Thomas, lo que, junto con los votos de los candidatos, da un resultado de once a ocho. Quedan seis, que no se han comprometido a nada.

—Así que podría ser cualquiera de los dos.

—Pero Carlus parece llevar ventaja. Thomas podría conseguirlo con tu apoyo, madre Cecilia.

—No tengo voto.

—Pero sí influencia. Si dijeras que el monasterio necesita un control más estricto y cierta reforma, y que crees que Thomas sería el más idóneo para llevarlo a cabo, eso podría animar a alguno de los indecisos a decidirse.

—No debería decantarme por nadie.

—Tal vez no, pero podrías decir que dejarás de sufragar a los monjes a menos que administren mejor su dinero. ¿Qué hay de malo en eso?

Los vivos ojillos de la priora brillaron con animación; no era fácil de persuadir.

—Eso sería un mensaje velado de apoyo a Thomas.

—Sí.

—Soy estrictamente neutral. Trabajaré encantada con quienquiera que elijan los monjes y es mi última palabra, hermano.

Godwyn hizo una pequeña reverencia con la cabeza.

—Respeto tu decisión, por descontado.

La priora asintió y se alejó.

Godwyn estaba satisfecho. No esperaba que la madre Cecilia refrendara a Thomas. Era conservadora, por lo que todo el mundo daba por hecho que apoyaba a Carlus. Sin embargo, ahora Godwyn podía hacer correr la voz de que Cecilia apreciaba de igual modo a ambos candidatos. En realidad, Godwyn había conseguido minar el tácito apoyo de la priora a Carlus. Incluso podía ser que la mujer se molestase cuando supiera el uso que él iba a darle a sus palabras, pero en cualquier caso Cecilia no podría retirar su declaración de neutralidad.

Godwyn pensó que era tan inteligente que merecía ser prior.

Neutralizar a Cecilia había sido de gran ayuda, pero no lo suficiente para aplastar a Carlus. Godwyn tenía que ofrecer a los monjes una clara demostración de con cuánta incompetencia iba a dirigirlos Carlus, y albergaba la esperanza de que la ocasión se le presentara ese mismo día.

Carlus y Simeón estaban en la iglesia, ensayando la misa. Carlus hacía las veces de prior, de modo que tenía que encabezar la procesión llevando el relicario de marfil y oro que contenía las reliquias del santo. Simeón, el tesorero y amigo de Carlus, le hacía de lazarillo. Godwyn se fijó en que Carlus estaba contando los pasos para poder hacerlo él solo. La congregación quedaría impresionada cuando Carlus se paseara entre ellos con total seguridad a pesar de su ceguera, les parecería un pequeño milagro.

La procesión siempre empezaba en el extremo oriental de la iglesia, bajo el gran altar donde se guardaban las reliquias. El prior abriría el armario, sacaría el relicario y recorrería el pasillo norte del presbiterio, rodearía el transepto norte, recorrería la nave norte hasta llegar al extremo occidental y regresaría al crucero por el pasillo central de la nave principal. Una vez allí, subiría dos escalones para colocarlo en el segundo altar que Godwyn habría dispuesto con anterioridad. Las reliquias sagradas permanecerían allí durante toda la misa para que los feligreses pudieran contemplarlas.

Godwyn miró a su alrededor y las reparaciones que se estaban llevando a cabo en el pasillo sur del presbiterio llamaron su atención, así que se acercó un poco más para comprobar el progreso. A pesar de que Merthin ya no trabajaba en las obras después de que Elfric lo despidiera, seguían usando el sorprendentemente sencillo sistema del joven. En vez de la tosca cimbra de madera que solía sostener la cantería durante el secado de la argamasa, las piedras se sujetaban gracias a una cuerda atada a lo largo de la piedra y lastrada con una roca. El sistema no podía utilizarse para la construcción de los nervios de la bóveda, para los cuales una cimbra se hacía necesaria, ya que estaban formados por piedras finas y alargadas dispuestas extremo con extremo, pero aun así Merthin había ahorrado al priorato una pequeña fortuna en carpintería.

Godwyn no dudaba del mérito de Merthin, aunque seguía sintiéndose incómodo en su presencia. Por eso prefería trabajar con Elfric, en quien siempre podría confiar como herramienta servicial que nunca crearía problemas, mientras que era más probable que Merthin siguiera su propio camino.

Carlus y Simeón se fueron. La iglesia estaba preparada para la misa. Godwyn despidió a los hombres que habían estado ayudándole, menos a Philemon, que barría el suelo del crucero.

Por unos instantes fueron los dos únicos ocupantes de la gran catedral.

Por fin se presentaba la ocasión que Godwyn había estado esperando. El plan que había ido tramando tomó plena forma en ese momento. Tras unos instantes de vacilación, pues arriesgaba más de lo que imaginaba, decidió jugársela y le hizo una señal a Philemon para que se acercara.

—A ver, rápido, mueve la plataforma un metro hacia delante —dijo.

*

La mayor parte del tiempo, la catedral no era más que el lugar de trabajo de Godwyn, un espacio de uso, un edificio que necesitaba reparaciones, una fuente de ingresos y, a la vez, una carga financiera. Sin embargo, en una ocasión como aquélla, el edificio recobraba su majestuosidad. Las llamas de las velas parpadeaban y sus reflejos titilaban en los candelabros de oro, los monjes y las hermanas con sus hábitos se deslizaban entre los viejos pilares de piedra y las voces del coro se elevaban hasta la alta bóveda. No era de extrañar la muda admiración de los centenares de feligreses que abarrotaban la iglesia.

Carlus encabezó la procesión. Mientras los hermanos y las monjas cantaban, abrió a tientas el cajón que había debajo del gran altar, sacó el relicario de marfil y oro y empezó a pasearse por la iglesia sosteniéndolo en alto. Con la barba blanca y los ojos velados, era la viva imagen de la santa inocencia.

¿Caería en la trampa de Godwyn? Era tan sencillo, parecía tan fácil… Godwyn, a unos pasos por detrás de Carlus, se mordía el labio intentando guardar la calma.

Los feligreses se habían quedado arrobados. A Godwyn siempre le sorprendía hasta qué punto se dejaban manipular. Los huesos no estaban a la vista, y aunque lo hubieran estado no habrían sabido distinguirlos de cualesquiera otros. Sin embargo, gracias a la lujosa magnificencia de la caja, la sobrecogedora belleza del canto, los hábitos de los monjes y las hermanas y la gigantesca construcción que a todos empequeñecía, la gente se creía en presencia de algo sagrado.

Godwyn observaba atentamente a Carlus. Al llegar a la mitad de la crujía occidental de la nave norte, el anciano dio un brusco giro a la izquierda. Simeón estaba preparado para corregirlo si se equivocaba, pero no fue necesario. Bien, cuanto más se confiara Carlus, más probabilidades había de que tropezara en el momento crucial.

Carlus se dirigió hacia el centro de la nave contando los pasos y luego volvió a girar en dirección al altar. En el momento justo, los cantos cesaron y la procesión continuó en un silencio reverencial.

Godwyn pensó que debía de ser como tratar de orientarse de noche de camino a la letrina. Carlus había dado esos mismos pasos varias veces al año a lo largo de su vida, pero nunca como cabeza de procesión, como en ese momento, lo que debía de ponerlo nervioso. Sin embargo, parecía tranquilo. Únicamente el ligero movimiento de sus labios delataba el hecho de que estaba contando. No obstante, Godwyn se había asegurado de que no le salieran las cuentas. ¿Quedaría como un idiota? ¿O conseguiría recuperarse?

Los feligreses retrocedían atemorizados cuando los huesos sagrados pasaban por su lado. Sabían que tocar el cofre podía obrar milagros, pero también creían que cualquier ofensa a las reliquias les acarrearía consecuencias desastrosas. Los espíritus de los muertos siempre los acompañaban, vigilaban los huesos a la espera del día del Juicio Final, y los que habían llevado vidas de santo disfrutaban de poderes casi ilimitados para recompensar o castigar a los vivos.

En ese instante, a Godwyn se le pasó por la cabeza que San Adolfo podría disgustarse con él por lo que estaba a punto de ocurrir en la catedral de Kingsbridge. Se estremeció, momentáneamente aterrorizado, pero enseguida intentó reponerse diciéndose que actuaba por el bien del priorato que acogía las reliquias sagradas, y que el omnisapiente santo, él que sabía leer los corazones de los hombres, comprendería que lo hacía en beneficio de todos.

Carlus aflojó el paso a medida que fue acercándose al altar, aunque sin variar la zancada. Godwyn contuvo la respiración. Carlus vaciló a punto de dar el paso que, según sus propios cálculos, debía acercarlo a la plataforma donde lo esperaba el altar. Godwyn lo siguió con la mirada atenta, sin poder hacer nada, temiendo un cambio de última hora.

En ese momento, Carlus adelantó el pie seguro de sí mismo… Y se topó con el borde de la plataforma un metro antes de lo esperado. En mitad del silencio, el golpe de la sandalia contra la madera hueca resonó con fuerza. El hombre soltó un grito de sorpresa y miedo, pues su mismo impulso lo impelió a continuar.

Una sensación de triunfo invadió el corazón de Godwyn, aunque apenas duró un instante, hasta que sobrevino el desastre.

Simeón se adelantó para agarrar a Carlus por el brazo, pero no llegó a tiempo. El cofre salió volando de las manos de Carlus. Los feligreses ahogaron un grito de terror. La valiosa caja se golpeó contra el suelo de piedra y se abrió, y los huesos del santo se desparramaron por doquier. Carlus se estampó contra el altar de madera profusamente tallado y lo volcó, por lo que los adornos y las velas cayeron al suelo.

Godwyn estaba horrorizado. Aquello era mucho peor de lo que había imaginado.

El cráneo del santo rodó por el suelo y se detuvo a los pies de Godwyn.

Su plan había funcionado, aunque demasiado bien. Carlus tenía que caer y parecer desvalido, pero en ningún momento había sido su intención que las reliquias sagradas acabaran profanadas. Sobrecogido, vio el cráneo en el suelo, cuyas cuencas vacías parecían devolverle una mirada acusadora. ¿Qué terrible castigo recaería sobre él?

¿Podría alguna vez expiar el crimen que había cometido?

Puesto que había estado esperando que se produjera un incidente, estaba algo menos conmocionado que los demás, lo que le permitió ser el primero en recobrar la compostura.

—¡Todo el mundo de rodillas! ¡Debemos rezar! —gritó junto a los huesos para hacerse oír por encima del rumor, alzando los brazos al cielo.

Los de las primeras filas se arrodillaron y pronto los demás los imitaron. Godwyn comenzó a recitar una oración sencilla a la que los monjes y las hermanas se sumaron de inmediato. Mientras el cántico llenaba la iglesia, enderezó el relicario, que no parecía haber sufrido daños. Luego, moviéndose con lentitud sobreactuada, recogió el cráneo con ambas manos. A pesar del temblor provocado por un temor supersticioso, consiguió que no se le cayera. Pronunciando las palabras latinas de la oración, llevó la reliquia hasta el cofre y la colocó en su interior.

Al ver que Carlus estaba intentando ponerse en pie, Godwyn señaló a dos monjas.

—Acompañad al suprior al hospital —dijo—. Hermano Simeón, madre Cecilia, ¿podríais acompañarle?

Recogió otro hueso. Estaba asustado, sabía que la culpa de lo que había ocurrido la tenía él, no Carlus, pero sus intenciones habían sido buenas y no había perdido la esperanza de poder aplacar al santo. Con todo, también era muy consciente de que sus acciones debían de estar recibiendo la aprobación de los presentes. Al fin y al cabo estaba haciéndose cargo de una situación crítica, como un verdadero líder.

Sin embargo, no podía permitir que ese momento de desconcierto y terror se alargase demasiado. Tenía que apresurarse a recoger las reliquias.

—Hermano Thomas, hermano Theodoric, venid a ayudarme —los llamó.

Philemon dio un paso al frente, pero Godwyn le hizo un gesto para que se quedara donde estaba. No era monje y sólo los hombres de Dios debían tocar los huesos.

Carlus salió renqueante de la iglesia ayudado por Simeón y Cecilia, lo que dejó a Godwyn como el amo indiscutible de la celebración.

Godwyn le hizo una señal a Philemon y a otro subalterno, Otho, y les dijo que pusieran derecho el altar. Después de dejarlo de pie en la plataforma, Otho recogió los candelabros y Philemon la cruz enjoyada y los colocaron con reverencia en el altar. Luego recuperaron las velas desperdigadas.

Ya no quedaba ningún hueso por el suelo. Godwyn intentó cerrar la tapa del relicario, pero se había deformado y no encajaba bien. Se las compuso como pudo y dejó el cofre en el altar ceremoniosamente.

En ese instante, Godwyn recordó que su objetivo era que todo el mundo considerara a Thomas como el prior idóneo, no darse pábulo. Al menos por el momento. Recogió el libro que Simeón sujetaba durante la procesión y se lo pasó a Thomas, quien no necesitó que le dijeran lo que tenía que hacer. El monje abrió el libro por la página escogida y leyó el versículo. Los hermanos y las monjas se distribuyeron a ambos lados del altar y Thomas los dirigió en el canto del salmo.

Mal que bien, concluyeron la celebración.

*

Godwyn se puso a temblar en cuanto abandonó la iglesia. Había estado a punto de producirse una catástrofe, pero parecía que había sabido componérselas.

En cuanto la procesión llegó a los soportales del claustro, donde se dio por terminada, los monjes empezaron a charlar animadamente. Godwyn, apoyado contra un pilar mientras trataba de serenar los ánimos, escuchó atento los comentarios de los hermanos. Algunos creían que la profanación de las reliquias era señal de que Dios no quería que Carlus fuera prior, justo la reacción que Godwyn esperaba. Sin embargo, para su consternación, la mayoría se compadecía del anciano y eso no era lo que el sacristán deseaba. Se dio cuenta de que no tendría que haber pasado por alto una fuerte reacción compasiva a favor de Carlus.

Se recompuso y echó a andar hacia el hospital a toda prisa. Tenía que encontrar al anciano mientras el hombre siguiese desmoralizado y antes de que se enterase del apoyo de los monjes.

El suprior estaba sentado en un camastro, con un brazo en cabestrillo y un vendaje en la cabeza. Estaba pálido y parecía atribulado, y cada poco su rostro se contraía en un tic nervioso. Simeón, sentado a su lado, le lanzó una mirada asesina a Godwyn.

—Supongo que estarás contento —dijo.

Godwyn no le hizo caso.

—Hermano Carlus, te alegrará saber que las reliquias del santo han regresado a su sitio acompañadas de himnos y oraciones. Seguro que el santo sabrá perdonarnos este desgraciado accidente.

Carlus sacudió la cabeza.

—Los accidentes no existen —replicó—. Dios todo lo dispone.

Godwyn vio alimentadas sus esperanzas. Aquello prometía.

Simeón debía de estar pensando lo mismo, por lo que intentó contener a Carlus.

—No te precipites en tu juicio, hermano.

—Es una señal —insistió Carlus—. Dios nos ha dicho que no quiere que sea prior.

Justo lo que Godwyn había estado esperando.

—Tonterías —protestó Simeón, cogiendo un vaso de la mesa que había junto al camastro. Godwyn supuso que contenía vino caliente y miel, la receta de la madre Cecilia para la mayoría de las dolencias. Simeón se lo puso en la mano a Carlus—. Bebe.

Carlus bebió, pero Simeón tendría que esforzarse más para desviarlo del tema.

—Sería un pecado pasar por alto esta señal.

—Las señales no suelen ser fáciles de interpretar —replicó Simeón.

—Tal vez no, pero aunque tuvieras razón, ¿acaso los hermanos votarían a un prior que no puede llevar las reliquias del santo sin tropezar?

—En realidad, algunos podrían simpatizar contigo movidos por la conmiseración —dijo Godwyn—, en vez de sentirse decepcionados.

Simeón le dirigió una mirada desconcertada, preguntándose que se traería entre manos. Y no erraba sospechando de Godwyn, quien en esos momentos hacía de abogado del diablo con la intención de obtener de Carlus algo más que meros titubeos. ¿Podría sacarle una retirada definitiva?

Tal como esperaba, Carlus intentó rebatirlo.

—Un hombre debería ser escogido prior porque sus hermanos lo respetan y creen que puede liderarlos con sabiduría, no por compasión —repuso con la amarga convicción que da toda una vida marcada por una discapacidad.

—Supongo que tienes razón —contestó Godwyn fingiendo contrariedad, como si tuviera que admitirlo en contra de su voluntad. Sabía que se arriesgaba, pero añadió—: Aunque tal vez Simeón esté en lo cierto y deberías posponer cualquier decisión definitiva hasta que te hayas recuperado.

—Ahora mismo estoy tan bien como lo vaya a estar mañana —replicó Carlus, negándose a admitir debilidad alguna delante del joven Godwyn—. Nada va a cambiar, mañana me sentiré igual que hoy. No voy a presentarme a la elección de prior.

Ésas eran las palabras que Godwyn estaba esperando. El sacristán se levantó como movido por un resorte e hizo una pequeña reverencia con la cabeza, como si le confirmara que lo había comprendido, aunque en realidad lo hizo para ocultar su rostro por miedo a que lo delatara la sensación de triunfo.

—Has sido muy claro, hermano Carlus, como siempre —dijo—. Comunicaré tus deseos al resto de los hermanos.

Simeón hizo el ademán de ir a protestar, pero la madre Cecilia, haciendo aparición en la escalera, se lo impidió. Parecía alterada.

—El conde Roland quiere ver al suprior y amenaza con levantarse de la cama —anunció—. No debe moverse, puede que su cráneo todavía no haya sanado del todo, pero tú tampoco deberías hacerlo, hermano Carlus.

—Iremos nosotros —propuso Godwyn, mirando a Simeón.

Ascendieron juntos la escalera.

Godwyn se sentía bien. Carlus ni siquiera imaginaba que había sido una mera marioneta y se había retirado de la elección motu propio, por lo que en esos momentos sólo quedaba Thomas, a quien podía eliminar cuando se le antojara.

Hasta entonces, el plan había salido sorprendentemente bien.

El conde Roland estaba tumbado en la cama y tenía la cabeza vendada, pero aun así conservaba cierto aire poderoso. Debía de haberlo visitado un barbero porque iba afeitado y llevaba el cabello oscuro arreglado a la perfección, al menos el que asomaba por debajo del vendaje. Vestía una túnica morada y calzas nuevas, ambas teñidas de distinto color, como estaba de moda: una pernera de color rojo y la otra de color amarillo. A pesar de estar tumbado, llevaba un cinturón con un puñal y botines de cuero. Su hijo mayor, William, y la esposa de éste, Philippa, esperaban de pie junto al camastro. Su joven secretario, el padre Jerome, vestido con el hábito, se sentaba a un escritorio con pluma y lacre a punto.

El mensaje estaba claro: el conde volvía a llevar las riendas.

—¿Ha venido el suprior? —preguntó con voz clara y potente.

Godwyn era más avispado que Simeón, por lo que fue el primero en responder.

—El suprior Carlus ha sufrido una caída y está convaleciente en el hospital, señor —explicó—. Soy el sacristán, Godwyn, y me acompaña el tesorero, Simeón. Demos gracias a Dios por vuestra milagrosa recuperación, pues Él ha guiado las manos de los hermanos médicos que os han atendido.

—Fue el barbero quien me recompuso la cabeza —repuso Roland—. Agradéceselo a él.

Por la postura del conde, tumbado de espaldas y mirando al techo, Godwyn no le veía bien la cara, pero tuvo la curiosa sensación de que en su rostro no se leía expresión alguna y se preguntó si la herida no le habría ocasionado algún daño irreversible.

—¿Tenéis todo lo que necesitáis para vuestra comodidad? —preguntó.

—Si no es así, pronto lo sabrás. Ahora escúchame, mi sobrina, Margery, va a casarse con el hijo menor de Monmouth, Roger. Supongo que lo sabes.

—Sí.

A Godwyn lo asaltó un súbito recuerdo: Margery tumbada de espaldas en esa misma estancia, con las blancas piernas levantadas y fornicando con su primo Richard, el obispo de Kingsbridge.

—La boda se ha visto excesivamente pospuesta por mis heridas.

Lo que no era cierto. Lo más probable era que el conde necesitara demostrar que las heridas no lo habían dejado maltrecho y que seguía siendo un valioso aliado para el conde de Monmouth.

—La boda tendrá lugar en la catedral de Kingsbridge de aquí a tres semanas —anunció el conde.

En rigor, el noble debería haber formulado una petición en vez de emitir una orden, y al prior electo podría haberle irritado tamaña prepotencia pero, claro, no había prior. Con todo, Godwyn no veía razón alguna por la que Roland no debiera ver cumplidos sus deseos.

—Muy bien, mi señor —dijo—. Me encargaré de que se lleven a cabo los preparativos necesarios.

—Quiero un nuevo prior instalado en su cargo para la misa —continuó Roland.

Simeón rezongó sorprendido.

Godwyn hizo un rápido cálculo y concluyó que las prisas convenían perfectamente a sus planes.

—Muy bien —contestó el sacristán—. Había dos solicitantes, pero hoy el suprior Carlus ha retirado su candidatura, lo que únicamente nos deja al hermano Thomas, el matricularius. Podemos celebrar la elección tan pronto como deseéis.

Godwyn apenas daba crédito a su suerte.

—Un momento —protestó Simeón, consciente de que se enfrentaba a la derrota.

Sin embargo, Roland no le prestó atención.

—No quiero a Thomas —dijo el conde.

Godwyn no se esperaba aquello.

Simeón sonrió de oreja a oreja, complacido por ese revés de último momento.

—Pero, mi señor… —intentó decir Godwyn, desconcertado.

Roland no permitió que lo interrumpiera.

—Haced llamar a mi sobrino, Saul Whitehead, de St.-John-in-the-Forest.

Godwyn tuvo un mal presentimiento. Saul era de su misma edad. Habían entablado amistad siendo novicios, habían estudiado juntos en Oxford, pero luego habían ido distanciándose, Saul se había vuelto más devoto y Godwyn más mundano. Saul era en esos momentos el capacitado prior de la remota sede de St. John. Se tomaba muy en serio la virtud monástica de la humildad y por eso jamás se habría presentado por su propia iniciativa como candidato, pero era brillante, devoto y todo el mundo le tenía aprecio.

—Traédmelo cuanto antes —ordenó Roland—. Voy a proponerlo como prior de Kingsbridge.