19

Gwenda se levantó cuando todavía era de noche.

Dormía sobre la paja, en el suelo de la casa de la viuda Huberts. El reloj interno de la joven la despertó justo antes del alba. La viuda, que yacía a su lado, no se movió cuando Gwenda retiró su manta y se levantó. Avanzó a tientas, abrió la puerta de atrás y salió al patio. Tranco se desperezó sacudiéndose y la siguió fuera.

Esperó un momento. Soplaba una brisa fresca, como siempre en Wigleigh. La noche no era cerrada del todo, por lo que pudo adivinar las vagas siluetas del corral de los patos, el retrete y el peral. No distinguía la casa del vecino, la de Wulfric, pero oyó el gruñido quedo de su perro, atado junto al redil, y Gwenda murmuró algo en voz baja para que reconociera su voz y se calmara.

Todo estaba muy tranquilo, aunque últimamente había demasiados momentos así en su vida. Toda su existencia había transcurrido en una casa diminuta, rodeada de recién nacidos y niños que no paraban de berrear para que los alimentaran, llorar por cualquier rasguño, gritar en señal de protesta o chillar con incontrolable rabia infantil. Jamás habría pensado que fuera a echarlo de menos y, sin embargo, así era. La callada viuda sabía mantener una conversación agradable, pero se encontraba igual de cómoda guardando silencio. A veces Gwenda deseaba oír el llanto de un niño para poder cogerlo y consolarlo.

Dio con el viejo balde de madera, se lavó las manos y la cara y volvió a entrar en la casa. Encontró la mesa en la oscuridad, abrió la panera y cortó una gruesa rebanada de la hogaza de hacía una semana. A continuación salió de la casa y empezó a comer el pan por el camino.

La aldea estaba en silencio. Había sido la primera en levantarse. Los campesinos trabajaban de sol a sol y el día se hacía muy largo y agotador en esa época del año, por eso aprovechaban hasta el último minuto de descanso. Sólo Gwenda agotaba también la primera hora antes del alba y la última del crepúsculo.

Amanecía cuando dejó atrás las casas y empezó a atrochar por los campos. Wigleigh contaba con tres grandes labrantíos: Hundredacre, Brookfield y Longfield, en los que se plantaban diferentes cultivos siguiendo un ciclo rotatorio de tres años. El primer año se sembraba trigo y centeno, los cereales más preciados; el segundo año se plantaban cosechas de menor importancia como avena, cebada, guisantes y judías, y el tercer año se dejaba el campo en barbecho. En esos momentos, en Hundredacre crecía el trigo y el centeno, en Brookfield cultivos secundarios y Longfield estaba en barbecho. Cada campo estaba dividido en parcelas de una media hectárea y cada siervo poseía varias parcelas repartidas entre los tres labrantíos.

Gwenda fue a Hundredacre y empezó a escarbar uno de los campos de Wulfric. Arrancó los tiernos y tenaces brotes de acederas, caléndulas y manzanillas de entre las espigas de trigo. Se sentía feliz trabajando las tierras del joven, ayudándolo de esa manera, tanto si él lo sabía como si no. Cada vez que se agachaba, estaba ahorrándole a la espalda de Wulfric el mismo esfuerzo; cada vez que arrancaba un hierbajo, mejoraba la calidad de su cosecha. Era como hacerle regalos. Mientras trabajaba pensaba en él: imaginaba su rostro cuando reía y oía su voz, la voz grave de un hombre mezclada con el entusiasmo de un chico. Tocaba las espigas verdes de su trigo e imaginaba que le acariciaba el pelo.

Desyerbaba hasta la salida del sol y luego se trasladaba a los dominios señoriales, las parcelas cultivadas por el señor o sus braceros, y se ponía a trabajar a cambio de su paga. Aunque sir Stephen hubiera muerto, había que recolectar la cosecha, teniendo en cuenta que su sucesor exigiría una estricta justificación de lo que se hubiera hecho con lo recolectado. A la puesta del sol, tras haberse ganado el pan diario, Gwenda escogía una nueva finca de Wulfric y trabajaba hasta el anochecer, incluso hasta más tarde si la luna la acompañaba.

No le había dicho nada al joven, pero en una aldea de apenas doscientos habitantes, pocas cosas permanecían en secreto mucho tiempo. La viuda Huberts le había preguntado con amable curiosidad qué esperaba conseguir.

—Ya sabes que va a casarse con la hija de Perkin, no hay nada que hacer.

—Sólo quiero que las cosas le vayan bien —había contestado Gwenda—, porque se lo merece. Es un hombre honrado y de buen corazón, y está dispuesto a deslomarse hasta que le falten las fuerzas. Quiero que sea feliz, aunque se case con esa bruja.

Ese día los jornaleros de los dominios señoriales estaban en Brookfield recogiendo los guisantes y judías tempraneros del señor. Wulfric estaba al lado, abriendo una acequia para drenar la tierra, encharcada tras las fuertes lluvias de principios de junio. Gwenda se detuvo a observar cómo cavaba el joven de la ancha espalda encorvada sobre la pala, que ese día sólo llevaba puestos unos calzones y unas botas. Wulfric trabajaba sin descanso, como la rueda de un molino. Sólo el sudor que brillaba sobre su piel reciaba el esfuerzo que estaba haciendo. Annet fue a visitarlo al mediodía. Estaba muy hermosa con el lazo verde que le adornaba el pelo, y llevaba una jarra de cerveza y algo de pan y queso envueltos en un trozo de arpillera.

Nate Reeve tocó una campana y todo el mundo dejó de trabajar para retirarse a descansar en la linde de los árboles, en uno de los extremos de la finca. Nate repartió sidra, pan y cebollas entre los jornaleros ya que la comida estaba incluida en la remuneración. Gwenda se sentó y apoyó la espalda contra un carpe mientras observaba a Wulfric y Annet con la fascinación del condenado que contempla al carpintero mientras éste construye su cadalso.

Al principio Annet coqueteó con él como lo hacía siempre: ladeó la cabeza, le hizo ojitos y le dio un cachete de fingida protesta para reprenderle por algo que el joven había dicho. Pero luego se puso seria y le habló con vehemencia mientras él parecía protestar defendiendo su inocencia. Ambos miraron a Gwenda, por lo que la joven adivinó que se trataba de ella. Supuso que Annet había averiguado que estaba trabajando en los campos de Wulfric por las mañanas y por las noches. Annet se fue al fin, enfurruñada, y Wulfric se terminó la tajada en ensimismada soledad.

Después de comer, todo el mundo descansaba durante el tiempo que quedara antes de volver a trabajar. Los mayores se estiraban en el suelo y echaban una siesta mientras los jóvenes charlaban. Wulfric se acercó a Gwenda y se agachó a su lado.

—Has estado desyerbando mis tierras.

Gwenda no tenía intención de disculparse.

—Supongo que Annet se ha quejado.

—No quiere que trabajes para mí.

—¿Qué quiere que haga? ¿Que devuelva los hierbajos a la tierra?

Wulfric echó un vistazo alrededor y bajó la voz, no quería que los demás lo oyeran, aunque seguramente todo el mundo adivinaba el tema de conversación.

—Sé que lo haces de buena fe, y te lo agradezco, pero le molesta.

A Gwenda le gustaba estar cerca de él. Olía a tierra y a sudor.

—Necesitas que alguien te eche una mano y Annet no es de mucha ayuda.

—Por favor, no la critiques. De hecho, no hables de ella.

—De acuerdo, pero no podrás recoger toda la cosecha tú solo.

Wulfric suspiró.

—Con que saliera el sol…

Levantó la vista hacia el cielo automáticamente, un reflejo de campesino. Los nubarrones tapaban el ancho horizonte. Los cultivos de grano intentaban prosperar en ese tiempo tan frío y húmedo.

—Déjame trabajar para ti —suplicó Gwenda—. Dile a Annet que me necesitas. Se supone que el hombre es quien manda, no al contrario.

—Me lo pensaré —aseguró él.

Sin embargo, al día siguiente Wulfric contrató un jornalero, un hombre que estaba de paso y que apareció al final de la tarde. Al caer el sol, los aldeanos se reunieron a su alrededor para oír su historia. Se llamaba Gram y venía de Salisbury. Les contó que su esposa e hijos habían muerto en el incendio de su casa y que iba de camino a Kingsbridge en busca de trabajo, tal vez en el priorato, dado que su hermano era uno de los monjes.

—Puede que lo conozca —dijo Gwenda—. Mi hermano Philemon lleva unos años trabajando en el priorato. ¿Cómo se llama el tuyo?

—John. —Había dos monjes llamados John, pero antes de que Gwenda pudiera preguntar cuál de los dos era su hermano, él continuó—. Cuando emprendí el viaje, llevaba un poco de dinero para comprar comida por el camino, pero me lo robaron unos proscritos y ahora estoy sin un penique.

El hombre se ganó las simpatías de todos, y Wulfric lo invitó a dormir en su casa. Al día siguiente, sábado, empezó a trabajar para el joven y aceptó mesa, techo y una parte de la cosecha como pago por sus servicios.

Gram se aplicó en cuerpo y alma todo el sábado. Wulfric tenía que escardar con el arado las tierras que tenía en barbecho en Longfield, tarea para la que se necesitaba la colaboración de dos hombres. Gram guio el caballo, azotándolo cuando flaqueaba, y Wulfric el arado. El domingo descansaron.

Ese día en misa, Gwenda se echó a llorar cuando vio a Cath, Joanie y Eric. Hasta ese momento no se había dado cuenta de cuánto los echaba de menos. Sostuvo a Eric en brazos durante todo el oficio.

—Te estás haciendo mucho daño por ese tal Wulfric —le espetó su madre cuando acabó la misa—. Por mucho que desyerbes sus tierras, no va a quererte más. ¿No ves que pierde los sesos por esa pánfila de Annet?

—Lo sé —contestó Gwenda—. Pese a todo quiero ayudarle.

—Deberías irte de la aldea. Aquí ya no tienes nada que hacer.

Gwenda sabía que su madre tenía razón.

—Lo haré —aseguró—. Me iré el día que se case.

—Si vas a quedarte —repuso su madre, bajando la voz—, ten cuidado con tu padre: no ha perdido la esperanza de ganarse otros doce chelines.

—¿A qué te refieres? —preguntó Gwenda, pero su madre se limitó a sacudir la cabeza—. No puede venderme, me he ido de casa, así que ni me mantiene ni me da techo. Ahora trabajo para el señor de Wigleigh. Ya no pertenezco a padre, ya no puede hacer conmigo lo que le plazca.

—Yo sólo te digo que te andes con cuidado —repuso su madre, y se negó a seguir hablando.

Fuera del templo, Gram se puso a charlar con Gwenda, le hizo preguntas sobre ella y le propuso ir a dar un paseo después de comer. Gwenda adivinó a qué se refería el hombre con lo de dar un paseo y lo rechazó de plano, pero luego lo vio con la quinceañera y rubia Joanna, la hija de David Johns, lo bastante joven y tonta como para dejarse engatusar por los halagos de un viajero.

El lunes, en la penumbra que precede al amanecer, Gwenda estaba desyerbando el trigo de Wulfric en Hundredacre cuando vio que el joven se acercaba a ella corriendo campo a través. En su rostro se adivinaba la rabia contenida.

Gwenda había desoído los deseos de Wulfric y había seguido trabajando en sus tierras todas las mañanas y las noches. Al parecer había ido demasiado lejos. ¿Qué le haría? ¿Le pegaría? Después de cómo lo había provocado, seguramente podía emplear la violencia con ella con impunidad. La gente diría que ella se lo había buscado y además, después de haberse ido de casa de sus padres, no tenía a nadie que la defendiera. Tuvo miedo. Había visto cómo Wulfric le rompía la nariz a Ralph Fitzgerald.

Acto seguido se dijo que aquel pensamiento era absurdo, que a pesar de que el joven había participado en muchas peleas, ella jamás había visto pegarle a una mujer o a un niño. Pese a todo, la ira de Wulfric la hizo temblar.

Sin embargo, el motivo de su visita era otro.

—¿Has visto a Gram? —le gritó Wulfric en cuanto estuvo a una distancia desde la que Gwenda pudiese oírlo.

—No, ¿por qué?

El joven se detuvo a su lado, sin aliento.

—¿Cuánto hace que estás aquí?

—Me he levantado antes del alba.

La respuesta hundió a Wulfric.

—Si ha venido por aquí, a estas horas ya estará muy lejos.

—¿Qué ha pasado?

—Ha desaparecido… Y mi caballo también.

Eso explicaba la ira de Wulfric. Un caballo era una posesión valiosa, sólo los campesinos acaudalados como su padre podían permitirse un animal de tiro. Gwenda recordó con qué rapidez Gram había cambiado de tema cuando ella había dicho que tal vez conocía a su hermano. Estaba claro que ni tenía un hermano en el priorato ni su mujer e hijos habían muerto en un incendio. Era un mentiroso que se había ganado la confianza de los aldeanos con la intención de robarles.

—Qué tontos fuimos al creer su historia —se lamentó Gwenda.

—Y yo soy el más tonto de todos por acogerlo en mi casa —dijo Wulfric con acritud—. Se ha quedado lo justo para que los animales se acostumbraran a él. Así el caballo no se negaría a dejarse guiar y el perro no le ladraría.

A Gwenda se le partió el corazón. Había perdido el caballo justo cuando más lo necesitaba.

—No creo que haya venido por aquí —dijo Gwenda, pensativa—. Con lo cerrada que era la noche, no puede haber salido de la aldea antes que yo. Además, si me hubiera seguido, lo habría visto. —Sólo había un camino de entrada y salida de la aldea, que acababa y partía de la casa solariega; sin embargo, existían numerosos senderos a campo traviesa—. Seguramente cogió el atajo entre Brookfield y Longfield, es el camino más corto para llegar al bosque.

—Al caballo le cuesta avanzar por el bosque. Puede que todavía me dé tiempo a alcanzarlo.

Wulfric dio media vuelta y regresó corriendo por donde había venido.

—¡Buena suerte! —gritó Gwenda, y el joven se despidió con la mano, sin volver la cabeza.

Sin embargo, Wulfric no tuvo suerte.

Esa misma tarde Gwenda pasaba junto al campo de Longfield con un saco de guisantes a la espalda en dirección al granero del señor cuando volvió a ver a Wulfric. Estaba removiendo sus tierras en barbecho con una pala. Era obvio que ni había dado con Gram ni había recuperado el caballo.

Gwenda dejó el saco en el suelo y cruzó el campo para hablar con él.

—Tú solo no puedes —dijo—. Tienes doce hectáreas y ¿cuántas has arado? ¿Cuatro? Nadie puede arar más de ocho hectáreas él solo.

Wulfric no la miró, se limitó a seguir removiendo la tierra con expresión resuelta.

—No puedo arar, no tengo caballo —respondió.

—Ponte un arnés —replicó Gwenda—. Eres fuerte y el arado es ligero… Ahora sólo estás arrancando cardos.

—¿Y quién va a guiar el arado?

—¿Quién crees tú? —Wulfric la miró fijamente—. Lo haré yo —se ofreció Gwenda.

El joven negó con la cabeza.

—Has perdido a tu familia y ahora tu caballo. No puedes arreglártelas tú solo. No te queda otra elección que dejar que te ayude.

Wulfric volvió la vista hacia los campos y la aldea, y Gwenda supo que estaba pensando en Annet.

—Estaré preparada mañana por la mañana a primera hora —dijo la joven.

Wulfric la miró intentando contener la emoción. Estaba dividido entre su amor por la tierra y el deseo de complacer a Annet.

—Me pasaré por tu puerta —insistió Gwenda—. Araremos el resto juntos.

La joven dio media vuelta y echó a andar. Luego se detuvo y volvió la vista atrás.

Wulfric no dijo que sí.

Aunque tampoco que no.

*

Araron dos días, después segaron y secaron el heno, y más tarde recogieron las hortalizas propias de primavera.

Como fuera que Gwenda ya no podía pagar cama y mesa a la viuda Huberts, la joven se vio obligada a buscar otro lugar donde dormir, así que se mudó al establo de Wulfric. Gwenda le explicó la razón y el joven no puso ninguna objeción.

Al día siguiente Annet dejó de llevarle la comida a Wulfric a mediodía, de modo que Gwenda preparaba el almuerzo para los dos con lo que encontraba en la despensa de Wulfric: pan, cerveza en jarra, huevos cocidos o beicon frío y cebolletas o remolacha. Una vez más, Wulfric aceptó el cambio sin poner objeciones.

Gwenda todavía conservaba el elixir de amor. Llevaba el pequeño recipiente de barro en una diminuta bolsa de cuero colgada al cuello por una correa, pendiendo entre los pechos, oculto a la vista. Habría tenido ocasión de verterlo en la cerveza de Wulfric a la hora del almuerzo, pero Gwenda no podría haber aprovechado sus efectos a pleno sol en medio del campo.

Por las noches Wulfric iba a casa de Perkin y cenaba con Annet y su familia, por lo que Gwenda se quedaba a solas en la cocina. El joven solía volver muy serio pero, al no comentarle nada, Gwenda daba por sentado que hacía oídos sordos a las objeciones de Annet. Wulfric se iba directamente a la cama, de modo que Gwenda no tenía la oportunidad de utilizar el elixir.

El sábado siguiente a la huida de Gram, Gwenda se preparó una sopa de verduras con tocino. La despensa de Wulfric estaba abastecida para cuatro adultos, por lo que nunca faltaba para comer. A pesar de que ya estaban en julio, las noches eran frías, por lo que después de cenar alimentó la lumbre de la cocina con un nuevo leño y se sentó a contemplar cómo prendía mientras pensaba en lo sencilla y predecible que era la vida que había llevado hasta hacía unas pocas semanas y cómo esa vida se había desmoronado igual que el puente de Kingsbridge.

Cuando se abrió la puerta, pensó que era Wulfric que volvía a casa. Ella siempre se retiraba al establo cuando él llegaba, pero disfrutaba de las cuatro palabras amables que intercambiaban antes de irse a dormir. Levantó la vista ilusionada, esperando ver su hermoso rostro, aunque le aguardaba una desagradable sorpresa.

No era Wulfric, sino su padre, acompañado de un desconocido de aspecto tosco.

Gwenda se puso en pie de un salto, asustada.

—¿Qué quieres?

Tranco ladró con hostilidad, pero retrocedió amedrentado por Joby.

—Vamos, vamos, pequeña, no tengas miedo, soy tu padre —dijo Joby.

En ese momento Gwenda recordó consternada la vaga advertencia de su madre en la iglesia.

—¿Quién es ése? —preguntó, señalando al desconocido.

—Éste de aquí es Jonah de Abingdon, un peletero.

Puede que Jonah hubiera sido peletero en algún momento, pensó Gwenda lúgubremente, e incluso era posible que procediera de Abingdon, pero calzaba unas botas gastadas, llevaba la ropa sucia y por el cabello apelmazado y la barba hirsuta, se adivinaban los años que hacía que no visitaba a un barbero de ciudad.

—Aléjate de mí —le avisó Gwenda, mostrando más coraje del que en realidad sentía.

—Ya te dije que era de armas tomar —le comentó Joby a Jonah—. Pero es buena chica, y fuerte.

—No hay de qué preocuparse —aseguró Jonah, hablando por primera vez. Se pasó la lengua por los labios, comiéndose a Gwenda con los ojos, y la joven deseó llevar puesto algo más que su ligero vestido de lana—. En mis tiempos domé a más de una potrilla —añadió.

Gwenda supo sin lugar a dudas que su padre había cumplido su amenaza y había vuelto a venderla. Había creído que con abandonar la casa de sus padres el problema había quedado zanjado. Además, los aldeanos no permitirían el rapto de un bracero a quien uno de los suyos tenía empleado. Sin embargo, era de noche y podía encontrarse muy lejos antes de que nadie se diera cuenta de lo que había sucedido.

No tenía a nadie que la ayudara.

Pese a todo, no pensaba rendirse sin presentar pelea.

Miró a su alrededor, desesperada en busca de un arma. El leño que había echado a la lumbre minutos antes ardía por uno de sus extremos, pero tendría unos cincuenta centímetros y la otra punta asomaba sugerentemente. Se agachó con un rápido movimiento y lo agarró.

—Vamos, vamos, no hay razón para ponerse así —dijo Joby—. No querrás hacer daño a tu pobre padre, ¿verdad?

Joby dio un paso al frente.

La rabia se apoderó de ella. ¿Cómo se atrevía a considerarse su «pobre padre» cuando trataba de venderla? En esos momentos sintió deseos de hacerle sufrir. Se abalanzó sobre él, gritando de frustración y apuntándole con el leño a la cara.

Joby se echó hacia atrás, pero Gwenda no se detuvo, ofuscada por la ira. Tranco ladraba frenético. Joby levantó los brazos para protegerse e intentó apartar el leño de un manotazo, pero Gwenda era fuerte. Pese a lo mucho que agitó los brazos, el hombre no consiguió detener su embestida y la joven le rozó la cara con el extremo al rojo vivo. Joby gritó de dolor con la mejilla chamuscada. La sucia barba prendió fuego y empezó a desprender un nauseabundo olor a carne quemada.

En ese momento alguien agarró a Gwenda por detrás. Jonah la rodeó con los brazos, los de Gwenda quedaron trabados a los costados y se le cayó el leño. Las llamas prendieron de inmediato en la paja del suelo. Tranco, aterrorizado por el fuego, salió corriendo de la casa. Gwenda forcejeó, retorciéndose entre los brazos de Jonah, sacudiéndose de un lado al otro, pero el hombre tenía una fuerza descomunal y logró levantarla del suelo.

Una sombra corpulenta apareció en la puerta. Gwenda sólo distinguió la silueta, pero ésta desapareció al momento. A continuación, la joven sintió cómo la arrojaban al suelo y perdió el sentido por unos instantes. Al volver en sí, Jonah estaba arrodillado encima de ella, atándole las manos con una cuerda.

La sombra reapareció y Gwenda comprobó que se trataba de Wulfric. Esta vez llevaba un enorme balde de madera que rápidamente vació sobre la paja en llamas para apagar el fuego. Acto seguido, lo sujetó del revés, lo blandió y descargó un poderoso golpe sobre la cabeza del arrodillado Jonah.

Gwenda sintió que la presión de Jonah se relajaba. La joven intentó separar las muñecas y sintió que la cuerda cedía. Wulfric volvió a blandir el cubo y golpeó de nuevo a Jonah, con más fuerza. El hombre cerró los ojos y se derrumbó en el suelo.

Joby sofocó la barba en llamas con la manga y cayó de rodillas, gimiendo de agonía.

Wulfric agarró al inconsciente Jonah por la pechera de la camisa larga.

—¿Quién demonios es éste?

—Se llama Jonah. Mi padre quería venderme a él.

Wulfric levantó al hombre por el cinturón, lo arrastró hasta la puerta y lo arrojó a la calle.

—Ayúdame, tengo la cara quemada —gimoteó Joby.

—¿Que te ayude? —dijo Wulfric—. Has prendido fuego a mi casa, te has abalanzado sobre mi jornalera ¿y pretendes que te ayude? ¡Largo de aquí!

Joby se puso en pie, quejándose lastimeramente, y se acercó a la puerta con paso vacilante. Gwenda buscó en su interior, pero no halló ni una pizca de compasión por él; el poco amor que aún podía profesarle había quedado destruido esa noche. Al verlo salir por la puerta, deseó que no volviera a dirigirle la palabra en toda su vida.

Perkin llamó a la puerta de atrás, llevando un candil.

—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Me ha parecido oír gritos.

Gwenda vio a Annet rondando a su espalda.

—Joby se ha presentado con otro rufián —les informó Wulfric—. Querían llevarse a Gwenda.

Perkin gruñó.

—Parece que ya te has hecho cargo de la situación.

—Todo solucionado.

Wulfric se dio cuenta de que todavía llevaba el cubo en la mano y lo dejó en el suelo.

—¿Estás herido? —preguntó Annet.

—No.

—¿Necesitas algo?

—Sólo quiero irme a dormir.

Perkin y Annet captaron la indirecta y volvieron a su casa. Al parecer, nadie más había oído nada. Wulfric cerró las puertas.

El joven miró a Gwenda a la luz de la lumbre.

—¿Cómo estás?

—Me tiembla todo.

Gwenda se sentó en el escaño y apoyó los codos en la mesa de la cocina. Wulfric se acercó a la alacena.

—Bebe un poco de vino, te hará bien.

Sacó un pequeño barril, lo dejó en la mesa y bajó dos vasos del estante.

Gwenda se despabiló inmediatamente. ¿Sería ésa la oportunidad que había estado esperando? Intentó mantener la calma, pero tendría que actuar con mucha rapidez.

Wulfric sirvió vino en los vasos y devolvió el barril a la alacena.

Gwenda sólo disponía de un par de segundos. Mientras Wulfric estaba de espaldas, la joven se llevó la mano al escote, extrajo el saquito que llevaba colgado al cuello de la correa de cuero, sacó el pequeño recipiente, lo destapó con mano temblorosa y lo vació en el vaso de Wulfric.

El joven se volvió en el momento en que Gwenda remetía el saquito por el cuello del vestido. La joven se dio unas palmaditas en el pecho, como si se hubiera estado alisando la ropa. Poco observador como todos los hombres, Wulfric no detectó nada fuera de lo normal y se sentó delante de ella.

Gwenda cogió su vaso y lo alzó en un brindis.

—Gracias por salvarme —dijo.

—Te tiembla la mano. Menudo susto has debido de llevarte.

Ambos bebieron.

Gwenda se preguntó cuánto tiempo debía pasar para que el elixir hiciera efecto.

—Eres tú la que me has salvado al ayudarme en los campos. Gracias —dijo Wulfric.

Volvieron a beber.

—No sé qué es peor, si tener un padre como el mío o no tener padre, como tú.

—Lo siento por ti —repuso Wulfric, con aire pensativo—. Al menos yo conservo buenos recuerdos de mis padres. —Apuró su vaso—. No suelo beber vino porque no me gusta esa sensación de mareo que te da, pero éste está muy bueno.

Gwenda lo observó con mucha atención. Mattie Wise había dicho que se pondría cariñoso, por lo que empezó a fijarse en las señales y, efectivamente, enseguida empezó a mirarla como si la viera por primera vez.

—¿Sabes qué? Tienes una cara bonita. Hay mucha bondad en ella —comentó Wulfric al cabo de un rato.

Se suponía que entonces ella debía utilizar sus dotes femeninas de seducción pero, con cierta sensación de pánico, se dio cuenta de que carecía de práctica. En las mujeres como Annet casi parecía natural; sin embargo, cuando pensó en lo que Annet solía hacer, como sonreír con timidez, tocarse el pelo o pestañear con coquetería, ni siquiera se atrevió a intentarlo. Se sentiría como una tonta.

—Eres muy amable —dijo, hablando para ganar tiempo—. Pero en tu cara se lee algo más.

—¿El qué?

—La fuerza. No la que proporcionan unos músculos de hierro, sino la determinación.

—Esta noche me siento con fuerzas. —Sonrió de oreja a oreja—. Dijiste que un hombre solo no podía arar más de ocho hectáreas, pero ahora creo que podría.

Gwenda colocó su mano sobre la de Wulfric.

—Será mejor que descanses —dijo Gwenda—. Ya habrá tiempo para arar la tierra.

Wulfric miró la pequeña mano de la joven sobre la suya.

—No tenemos el mismo color de piel —comentó, como si acabara de descubrir un hecho insólito—. Mira: la tuya es morena y la mía es rosada.

—Piel distinta, pelo distinto, ojos distintos. Me pregunto qué aspecto tendrían nuestros hijos.

A Wulfric le hizo gracia la idea, pero mudó la expresión al presentir que algo no estaba bien en lo que Gwenda acababa de decir. De repente se puso muy serio. El cambio habría sido cómico si a Gwenda no le hubiera importado lo que el joven sintiera por ella.

—No vamos a tener hijos —dijo con gravedad, y retiró la mano.

—No pensemos ahora en eso —se apresuró a contestar ella.

—¿A veces no querrías…?

No terminó la frase.

—¿Qué?

—¿A veces no desearías que el mundo fuera diferente de como es?

Gwenda se levantó, rodeó la mesa y se sentó a su lado.

—No lo desees —repuso Gwenda—. Estamos solos y es de noche, puedes hacer lo que quieras. —Lo miró a los ojos—. Cualquier cosa.

Wulfric le devolvió la mirada. Gwenda descubrió la urgencia en el rostro del joven y, con un estremecimiento triunfante, supo que la deseaba. Había necesitado de un elixir para hacerlo despertar, pero el deseo era inequívocamente genuino. En esos momentos lo único que él ansiaba era hacerle el amor.

Sin embargo, Wulfric seguía sin dar el paso final.

Gwenda le cogió la mano. El joven no se resistió cuando se la acercó a los labios. Gwenda sujetó los grandes y ásperos dedos y apretó la palma contra su boca para besarla y lamerla con la punta de la lengua. A continuación se la puso sobre uno de sus pechos.

Wulfric cerró la mano y el pecho casi desapareció entre sus dedos. El joven separó los labios levemente y Gwenda, al ver que jadeaba, inclinó la cabeza hacia atrás para recibir un beso, pero él no hizo nada.

Gwenda se levantó, se quitó el vestido por la cabeza y lo arrojó al suelo. Se quedó desnuda delante de él, a la luz de la lumbre. Wulfric la contempló con los ojos desorbitados, boquiabierto, como si presenciara un milagro.

Gwenda volvió a cogerle la mano y esta vez la llevó hasta el suave triángulo de su entrepierna. La mano cubrió todo el vello púbico. Estaba tan húmeda que el dedo de Wulfric se deslizó en su interior y a Gwenda se le escapó un involuntario gemido de placer.

Pese a todo, él seguía sin hacer nada por voluntad propia y la joven comprendió que lo paralizaba la indecisión. Wulfric la deseaba, pero no había olvidado a Annet. Gwenda podía manejarlo toda la noche a su antojo como a una marioneta, puede que incluso pudiera fornicar con su cuerpo inerte, pero eso no cambiaría nada. Gwenda quería que él tomara la iniciativa.

La joven se inclinó hacia delante, manteniendo la mano de Wulfric en su entrepierna.

—Bésame —dijo. Le acercó la cara—. Por favor.

Estaba a dos centímetros de sus labios. Podía acercarse más, pero era él quien tenía que salvar la distancia.

Entonces, Wulfric se movió.

El joven apartó la mano, se volvió y se levantó.

—Esto no está bien —dijo.

Gwenda sabía que lo había perdido.

Las lágrimas acudieron a sus ojos. Recogió el vestido del suelo y lo sostuvo delante de ella para cubrirse el cuerpo desnudo.

—Lo siento —se disculpó Wulfric—. No debería haber hecho lo que he hecho. Te he corrompido. Soy un desalmado.

«No, tú no has hecho nada —pensó Gwenda—. He sido yo, yo te he corrompido, pero tú has sido fuerte. Eres demasiado fiel, demasiado leal. Eres demasiado bueno para mí».

Sin embargo, no dijo nada.

Wulfric mantuvo los ojos apartados de ella.

—Ve al establo y acuéstate. Mañana será otro día y todo se habrá arreglado.

Gwenda salió corriendo por la puerta de atrás, sin molestarse en vestirse. La luz de la luna lo inundaba todo, pero la gente ya se había ido a la cama, y aunque la hubieran visto tampoco le habría importado. Segundos después entraba en el establo.

En uno de los extremos del edificio de madera había un pajar donde guardaban la paja limpia, el lugar donde dormía por las noches. Ascendió la escalera y se dejó caer en el suelo, sintiéndose demasiado desdichada como para importarle que se le clavara la paja en la piel desnuda. Rompió a llorar, abrumada por la desolación y la vergüenza.

Cuando por fin consiguió calmarse, se levantó, se vistió y se envolvió en la manta. En ese momento creyó oír pasos en el exterior, por lo que atisbó por un agujero que había en la tosca pared de adobe y cañas.

Casi había luna llena y se veía con claridad. Wulfric estaba allí fuera. A Gwenda le dio un vuelco el corazón cuando vio que el joven se acercaba al establo. Tal vez no estuviera todo perdido. Sin embargo, Wulfric vaciló junto a la puerta y se alejó. Regresó a la casa, dio media vuelta en la puerta de la cocina, volvió a acercarse al establo y deshizo sus pasos una vez más.

Gwenda lo vio pasearse arriba y abajo con el corazón en un puño, pero no se movió. Había hecho todo lo que había podido para alentarlo. Era él quien debía dar el último paso.

Wulfric se detuvo en la puerta de la cocina. Su cuerpo se perfilaba a la luz de la luna, una línea plateada que lo recorría de arriba abajo. Gwenda vio que rebuscaba algo en los calzones y enseguida supo qué iba a suceder, pues se lo había visto hacer a su hermano mayor. Oyó gemir a Wulfric cuando éste empezó a frotarse, acompañando sus movimientos de exagerados gemidos que imitaban a dos personas haciendo el amor. Gwenda lo observó mientras desaprovechaba su apetito, hermoso a la luz de la luna, y creyó que estaba a punto de rompérsele el corazón.