18

Gl domingo siguiente, Gwenda asistió a la audiencia que decidiría la suerte del hombre que amaba.

El tribunal señorial se celebraba en la iglesia después de misa, el foro donde la aldea decidía qué acciones colectivas debía tomar. Algunas de las decisiones que dirimía eran disputas sobre las lindes de los campos, acusaciones de robo o violación, o discusiones concernientes a deudas, pero la mayoría de las veces se trataba de tomar decisiones pragmáticas como cuándo comenzar el arado de las tierras con la boyada comunal, formada por ocho ejemplares.

En teoría, era el señor del feudo quien enjuiciaba a sus siervos, pero la ley normanda, traída a Inglaterra desde Francia por los invasores hacía tres siglos, obligaba a los señores a observar las costumbres de sus antecesores y, para esclarecer cuáles eran esas costumbres, debían consultar formalmente con doce aldeanos de buena posición, es decir, con un jurado. De modo que, en la práctica, los procesos a menudo se convertían en una negociación entre el señor y los campesinos.

Ese domingo en concreto, Wigleigh carecía de señor. Según les había informado Gwenda, sir Stephen había muerto en el hundimiento del puente y el conde Roland, encargado de designar el sustituto de Stephen, había resultado gravemente herido. El día anterior a que la joven abandonara Kingsbridge, el conde había recuperado la conciencia por primera vez, pero la fiebre lo consumía de tal modo que había sido incapaz de hilar una frase coherente, por lo que no había perspectivas de que Wigleigh fuera a tener un nuevo señor en breve.

No era una circunstancia inusual. Los señores solían ausentarse, bien porque estuvieran en la guerra, reunidos en consejo en el Parlamento, solucionando pleitos o sirviendo a su propio señor o al rey. El conde Roland siempre delegaba en un segundo, por lo general uno de sus hijos, pero en este caso no había podido hacerlo. En ausencia de un señor, el alguacil tenía que administrar el feudo como mejor entendiera.

En teoría, la función del alguacil era la de hacer cumplir las decisiones del señor, pero esto inevitablemente le concedía cierto grado de poder sobre sus iguales. La medida en que ejerciese dicho poder dependía de las preferencias personales del señor: unos ejercían un control férreo mientras que otros eran más laxos. Sir Stephen no solía llevar las riendas demasiado cortas, pero el conde Roland tenía fama de ser muy estricto.

Nate Reeve había sido alguacil de sir Stephen, lo había sido de sir Henry, el señor anterior, y seguramente también lo sería del que viniera después. Era jorobado, un hombre bajito, con la espalda encorvada, delgado y lleno de energía. Era astuto y codicioso, por lo que procuraba sacar el máximo provecho a su limitado poder exigiendo sobornos a los aldeanos a la mínima oportunidad.

No era santo de la devoción de Gwenda. No era su codicia lo que la incomodaba, ya que al fin y al cabo todos los alguaciles compartían el mismo vicio, sino la deformidad, tanto moral como física, nacida del resentimiento. Su padre había sido alguacil del conde de Shiring, pero Nate no había heredado esa privilegiada posición y culpaba a su joroba de haber acabado en la pequeña aldea de Wigleigh. Parecía odiar a todos los que fueran jóvenes, fuertes o apuestos. En su tiempo de asueto, le gustaba beber vino con Perkin, el padre de Annet, quien siempre acababa pagando la bebida.

Lo que ese día se debatía era el futuro de la hacienda de la familia de Wulfric.

Se trataba de terrenos extensos. Los campesinos no eran todos iguales y, por tanto, tampoco sus tierras. El virgate, terreno que en esa parte de Inglaterra equivalía a unas doce hectáreas, era la finca más habitual. En teoría, un virgate equivalía a la superficie que un hombre podía cultivar y que producía lo suficiente para sustentar a una familia. Con todo, la mayoría de los campesinos de Wigleigh sólo tenían medio virgate, alrededor de unas seis hectáreas, por lo que se veían obligados a encontrar medios adicionales de subsistencia para sus familias como cazar pájaros en los bosques, pescar peces en el riachuelo que discurría a través de Brookfield, confeccionar cinturones o sandalias con sobras de cuero barato, tejer ropa de hilo de los comerciantes de Kingsbridge o cazar furtivamente los ciervos del rey en el bosque. Sólo unos cuantos poseían tierras mayores a un virgate. Perkin tenía cuarenta hectáreas y el padre de Wulfric, Samuel, había tenido treinta y seis. Estos prósperos campesinos recurrían a la ayuda de sus hijos y otros parientes para cultivar sus tierras o bien de braceros, como el padre de Gwenda.

A la muerte de un siervo, la viuda, los hijos varones o una hija casada podían heredar sus tierras. En cualquier caso, la transmisión debía ser autorizada por el señor y se imponía un tributo exorbitante llamado heriot. En circunstancias normales, las fincas de Samuel habrían sido heredadas de forma automática por sus dos hijos varones y no habría habido necesidad de pleito. Los jóvenes habrían pagado el heriot entre los dos y luego o bien habrían divido las tierras o las habrían cultivado indivisas, y habrían dispuesto lo más conveniente para su madre. Sin embargo, uno de los hijos de Samuel había muerto con él, y eso complicaba las cosas.

Casi todos los adultos de la aldea solían asistir a las vistas. Ese día Gwenda tenía un interés particular pues se resolvería el futuro de Wulfric, y el hecho de que él hubiera decidido compartir ese futuro con otra mujer no mermaba el interés de Gwenda. A veces pensaba que tal vez debería desearle una vida plagada de infortunios junto a Annet, pero no podía: quería que Wulfric fuera feliz.

Al acabar la misa, trajeron una imponente silla de madera y dos escaños de la casa señorial. Nate tomó asiento en la silla y el jurado en los escaños. Los demás permanecieron de pie.

—Mi padre cultivaba treinta y seis hectáreas del señor de Wigleigh —dijo Wulfric sin más—. Veinte ya las trabajaba su padre antes que él y otras veinte su tío, que murió hace diez años. Dado que mi madre ha muerto, mi hermano también y no tengo hermanas, soy el único heredero.

—¿Qué edad tienes? —preguntó Nate.

—Dieciséis años.

—Pero si todavía eres un crío.

Estaba visto que Nate no iba a ponérselo fácil y Gwenda sabía por qué: quería su parte del pastel. Sin embargo, Wulfric no tenía dinero.

—La edad no lo es todo —repuso Wulfric—. Soy más alto y más fuerte que la mayoría de los hombres.

Aaron Appletree, un miembro del jurado, intervino:

—David Johns heredó de su padre con dieciocho años.

—Dieciocho no son dieciséis —replicó Nate—. No recuerdo ningún caso en que a un joven de dieciséis años se le haya permitido heredar.

—Y tampoco tenía treinta y seis hectáreas —comentó David Johns, que no formaba parte del jurado, de pie junto a Gwenda.

Se oyó un murmullo de risas. Como la mayoría, David tenía medio virgate.

—Treinta y seis hectáreas es demasiado para un hombre, no digamos ya para un muchacho —opinó otro miembro del jurado, Billy Howard, un hombre de veintitantos que había cortejado a Annet sin éxito, lo que podría explicar su predisposición a refrendar a Nate y obstaculizar el camino de Wulfric—. Yo tengo dieciséis hectáreas y he de contratar braceros en tiempo de cosecha.

Varios hombres asintieron en señal de aprobación. Gwenda empezó a preocuparse, las cosas se estaban torciendo para Wulfric.

—Puedo encontrar ayuda —aseguró Wulfric.

—¿Tienes dinero para pagar a los braceros? —preguntó Nate.

Wulfric parecía estar en un verdadero aprieto y Gwenda se compadeció de él.

—Perdí la bolsa de mi padre durante el hundimiento del puente y he gastado todo lo que me quedaba en el funeral —respondió—. Pero puedo ofrecer a los braceros una parte de la cosecha.

Nate negó con la cabeza.

—Todos los aldeanos ya están trabajando a jornada completa en sus tierras y los que no tienen ya han encontrado patrón. Además, ¿quién va a dejar un trabajo donde le pagan con dinero por uno donde se le ofrece una parte de una hipotética cosecha?

—La recogeré —aseguró Wulfric con apasionada determinación—, trabajaré día y noche si es necesario y demostraré a todos que puedo ocuparme de las tierras.

Había tanto anhelo en la expresión de su bello rostro que Gwenda sintió deseos de salir a gritos en su defensa. Sin embargo, los jurados negaban con la cabeza. Todo el mundo sabía que un hombre no podía recolectar treinta y seis hectáreas él solo.

—Está prometido con tu hija —apuntó Nate, volviéndose hacia Perkin—. ¿No podrías hacer algo por él?

Perkin meditó unos instantes.

—Tal vez podríais encomendarme las fincas por el momento. Yo pagaría el heriot y luego, cuando se casase con Annet, él podría hacerse cargo de sus tierras.

—¡No! —Se opuso Wulfric de inmediato.

Gwenda sabía por qué se negaba tan rotundamente a la idea. Perkin era un marrullero consumado que pasaría todas sus horas de vigilia entre ese momento y el día de la boda tratando de imaginar el modo de quedarse con las tierras de Wulfric.

—Si no tienes dinero, ¿cómo vas a pagar el heriot? —preguntó Nate.

—Tendré dinero cuando recoja la cosecha.

—Si es que la recoges. Además, puede que ni siquiera con eso sea suficiente. Tu padre pagó tres libras por las fincas de su padre y dos libras por las de su tío.

Gwenda ahogó un grito. Cinco libras eran una fortuna. Era imposible que Wulfric consiguiera reunir tanto dinero. Seguramente habrían sido todos los ahorros de su familia.

—Igualmente, el heriot suele pagarse antes de que el heredero entre en posesión de las tierras, no después de la cosecha —insistió Nate.

—Dadas las circunstancias, Nate, deberías mostrar cierta indulgencia al respecto —intervino Aaron Appletree.

—¿Que muestre indulgencia? Un señor puede mostrar indulgencia pues ostenta el dominio de sus posesiones, pero si un alguacil muestra indulgencia, está obsequiando un oro que no le pertenece.

—Pese a todo, sólo estamos dando una recomendación. No habrá nada definitivo hasta que lo apruebe el nuevo señor de Wigleigh, sea quien sea.

Gwenda pensó que en teoría era cierto, pero en la práctica era muy poco probable que el nuevo señor invalidara una herencia de padre a hijo.

—Señor, el heriot de mi padre no ascendía a cinco libras —dijo Wulfric.

—Tendremos que comprobarlo en los registros.

La respuesta de Nate había sido tan inmediata que Gwenda supuso que el hombre había estado esperando la objeción de Wulfric a la cantidad. Recordó que Nate solía hacer una pausa de algún tipo en medio de las vistas e imaginó la razón para ello: así daba una oportunidad a las partes para que le ofrecieran un soborno. Tal vez el hombre creía que Wulfric ocultaba dinero.

Dos jurados entraron en la sala con el arcón de la sacristía que contenía los pergaminos señoriales, el registro de las decisiones concernientes al señorío, recogidas en largas tiras de pergamino enrolladas en cilindros. Nate sabía leer y escribir, pues los alguaciles debían ser personas letradas para poder llevar las cuentas del señor. Rebuscó en el arcón el rollo que le interesaba.

Gwenda tuvo el pálpito de que a Wulfric no le iban bien las cosas. Su llaneza y honestidad evidentes no estaban siendo suficientes. Nate quería asegurarse el cobro del heriot del señor por encima de todo, Perkin estaba dilucidando cómo apropiarse las tierras, Billy Howard sólo deseaba perjudicar a Wulfric por pura maldad y éste no tenía dinero para sobornos.

Además, el joven también era un cándido. Creía que obtendría justicia con sólo presentar el caso y lo cierto era que la situación se le estaba escapando de las manos.

Tal vez ella podía ayudarle. Si de algo sabía un hijo de Joby, era cómo sacar partido a la candidez.

Wulfric no había apelado a los intereses de los aldeanos en su defensa, así que ella lo haría por él. Se volvió hacia David Johns, a quien tenía al lado.

—Me sorprende que todos vosotros estéis tan tranquilos —comentó.

Johns la miró con recelo.

—¿Qué insinúas, muchacha?

—A pesar de las muertes repentinas, se trata de una herencia de padre a hijo. Si dejáis que Nate cuestione ésta, las cuestionará todas, siempre se le ocurrirá alguna razón para discutir un legado. ¿A los aldeanos no os preocupa que pueda cuestionar los derechos de vuestros hijos?

David parecía preocupado.

—Puede que tengas razón, muchacha —admitió, y se volvió para hablar con el vecino del otro lado.

Gwenda también creía equivocado que Wulfric pidiera una resolución definitiva ese mismo día. Lo mejor era solicitar un aplazamiento del verédicto, al que los jurados seguro que se avendrían. Se dirigió hacia Wulfric para hablar con él. El joven discutía con Perkin y Annet. Al acercarse, Perkin la miró receloso y Annet con desdén, pero Wulfric la trató con la misma amabilidad de siempre.

—Hola, compañera de viaje —la saludó—. Me han dicho que te has ido de casa de tu padre.

—Amenazó con venderme.

—¿Otra vez?

—Tantas como pudiera escaparme. Cree que ha dado con una bolsa sin fondo.

—¿Dónde vives?

—La viuda Huberts me ha dado alojamiento. Y he estado trabajando para el alguacil en las tierras del señor. Un penique al día, de sol a sol. A Nate le gusta que sus jornaleros vuelvan a casa cansados. ¿Crees que te concederá lo que quieres?

Wulfric hizo una mueca.

—No parece muy dispuesto.

—Una mujer llevaría el asunto de otra manera.

El joven pareció sorprendido.

—¿Cómo?

Annet la fulminó con la mirada, pero Gwenda la dejó de lado.

—Una mujer no pediría una resolución, sobre todo cuando todo el mundo sabe que la decisión de hoy no es definitiva. No se arriesgaría a recibir un no por respuesta cuando podría obtener un tal vez.

Wulfric se interesó.

—¿Qué haría?

—Pediría que se le permitiera seguir trabajando las tierras por el momento, postergaría la decisión definitiva hasta el nombramiento del nuevo señor y durante ese tiempo procuraría que todo el mundo se acostumbrara a considerarla como la legítima dueña de esas fincas. De este modo, cuando apareciera el nuevo señor, su aprobación parecería una mera formalidad. Lograría su propósito sin dar pie a que la gente especulara sobre el lema.

Wulfric no estaba seguro.

—Bueno…

—Ya sé que no es lo que quieres, pero es lo máximo que podrías conseguir hoy. ¿Cómo va a negarse Nate cuando no tiene a nadie más que le compre la cosecha?

Wulfric asintió con la cabeza. Estaba sopesando las posibilidades.

—La gente me vería cultivando la tierra y se acostumbraría a la idea. Después de eso, a todo el mundo le parecería injusto que se me negara la herencia. Y además podría pagar el beriot, o al menos parte.

—Estarías mucho más cerca de alcanzar tu propósito de lo que estás ahora.

—Gracias. Eres muy sensata.

Le tocó el brazo y luego se volvió hacia Annet. La joven le dijo algo cortante en voz baja. Su padre parecía enojado.

Gwenda dio media vuelta. «No me digas que soy sensata —pensó—, dime que soy… ¿Qué? ¿Hermosa? Imposible. ¿El amor de tu vida? Ésa es Annet. ¿Una amiga de verdad? ¿Y qué saco con eso? Entonces, ¿qué quiero? ¿Por qué estoy tan desesperada por ayudarte?».

No supo qué contestar.

Vio que David Johns charlaba animadamente con un miembro del jurado, Aaron Appletree.

Nate blandió el pergamino del señorío.

—El padre de Wulfric, Samuel, pagó treinta chelines para poder heredar de su padre y una libra para poder heredar de su tío.

El chelín, que equivalía a nueve peniques, no existía como moneda, pero aun así todo el mundo los utilizaba. Y una libra equivalía a veinte chelines, por lo que la suma que Nate había leído era exactamente la mitad de lo que había dicho en un principio.

—Los hijos deberían heredar las tierras de sus padres —dijo David Johns—. No debemos dar la impresión a nuestro nuevo señor, sea quien sea, de que puede escoger a su antojo quién debe heredar.

Se oyó un murmullo de aprobación.

Wulfric dio un paso al frente.

—Alguacil, sé que hoy no puedes tomar una decisión definitiva, por lo que estoy dispuesto a esperar el nombramiento del nuevo señor. Lo único que pido es permiso para seguir trabajando las tierras. Te prometo que recogeré la cosecha, pero nada pierdes si no lo consigo y nada me prometes si lo logro. Cuando nombren al nuevo señor, me someteré a su merced.

Nate estaba acorralado. Gwenda sabía que el hombre había esperado sacar tajada de aquello. Tal vez había confiado en que lo sobornara Perkin, el futuro suegro de Wulfric. La joven observó a Nate mientras éste intentaba encontrar el modo de rebatir la modesta petición de Wulfric. En medio de sus vacilaciones, Nate oyó murmurar a uno o dos aldeanos y comprendió que desvelar sus reticencias sería contraproducente para él.

—Muy bien —dijo con una benevolencia no demasiado convincente—. ¿Qué dice el jurado?

Aaron Appletree lo consultó brevemente con sus compañeros y dijo:

—La petición de Wulfric es modesta y razonable. Debería ocuparse de las tierras de su padre hasta el nombramiento del nuevo señor de Wigleigh.

Gwenda suspiró aliviada.

—Gracias, miembros del jurado —dijo Nate.

Al terminar la vista, la gente se dirigió a sus casas para comer. Casi todos los aldeanos podían permitirse un plato de carne una vez a la semana y el domingo acostumbraba a ser el día escogido. Incluso Joby y Ethna podían apañarse con un guiso de ardilla o erizo, y en esa época los conejos criaban, por lo que solía haber caza. La viuda Huberts tenía un cuello de cordero al fuego.

Gwenda le hizo una seña a Wulfric a la salida de la iglesia.

—Bien hecho —lo felicitó la joven mientras salían—. No ha podido negarse, aunque ésa parecía su intención.

—Fue idea tuya —dijo Wulfric, admirado—. Sabías exactamente lo que tenía que decir. No sé cómo agradecértelo.

Gwenda se resistió a la tentación de decírselo. Atravesaron el cementerio.

—¿Cómo te las arreglarás con la cosecha? —preguntó la joven.

—No lo sé.

—¿Por qué no dejas que te eche una mano?

—No tengo dinero.

—No importa, trabajaré a cambio de comida.

Wulfric se detuvo junto a la puerta, se volvió y la miró con franqueza.

—No, Gwenda, creo que no sería una buena idea. A Annet no le gustaría y, para ser sincero, tendría razón.

Gwenda se sonrojó. Sabía perfectamente a qué se refería. Si Wulfric hubiera decidido desestimar su oferta porque la consideraba demasiado débil o cualquier otra cosa, no habría sido necesaria ni una mirada tan franca ni la mención de su prometida. Comprendió avergonzada que Wulfric sabía de su enamoramiento y que rechazaba su oferta porque no quería alentar un amor imposible.

—Está bien —musitó Gwenda, bajando la vista—. Lo que tú digas.

Wulfric le sonrió con afecto.

—Pero gracias por la oferta.

Gwenda no contestó y, tras una pausa, Wulfric dio media vuelta y se fue.