17

Durante todo el camino de Kingsbridge a Wigleigh, una jornada a pie de unos treinta kilómetros, Gwenda había estado esperando que se le presentara la ocasión de utilizar el elixir de amor, pero sus deseos todavía no se habían hecho realidad, y no porque Wulfric se condujera con recelo, ni mucho menos. De hecho se mostró abierto y simpático, le habló de su familia y le confesó que cada mañana lloraba al despertar, cuando comprobaba que no había soñado sus muertes. Estuvo muy atento, preguntándole si estaba cansada o quería parar, y compartió con ella su opinión sobre la tierra, un fideicomiso desde su punto de vista, algo que un hombre debía tratar de conservar de por vida para luego legarlo a sus herederos. También le confió que cuando trabajaba y mejoraba sus tierras, ya fuese desyerbándolas, cercando rediles o desempedrándolas para pastos, sentía que estaba cumpliendo su propósito en la vida.

Incluso le dio unas palmaditas a Tranco.

Al acabar el día estaba más enamorada de él que nunca. Por desgracia, Wulfric no demostró sentir por ella nada más allá de una especie de camaradería: atento, pero sin pasión. En el bosque, estando con Sim Chapman, había deseado con todas sus fuerzas que los hombres se diferenciaran un poco de las bestias salvajes, pero en esos momentos ansiaba con toda su alma percibir en Wulfric algo de esa bestia. Gwenda se había pasado todo el día intentando despertar su interés con disimulo. Había dejado entrever sus piernas, firmes y bien torneadas, como por casualidad. Cuando tenían que subir una cuesta, con la excusa, respiraba hondo y sacaba pecho. Había aprovechado cualquier oportunidad para rozarse con él, tocarle un brazo o descansar una mano en su hombro. Sin embargo, no había surtido efecto. Gwenda sabía que no era agraciada, pero tenía algo que entrecortaba la respiración de los hombres y los obligaba a mirarla intensamente; sin embargo, fuera lo que fuese, Wulfric era inmune a ello.

A mediodía se detuvieron a descansar y comer un poco de pan y queso, pero bebieron agua de un manantial con las manos, por lo que Gwenda no tuvo oportunidad de utilizar el elixir.

Pese a todo, era feliz. Lo tendría para ella sola todo el día. Podía mirarle, charlar con él, hacerle reír, intimar y, en ocasiones, tocarlo. Fantaseaba con la idea de que podía besarlo cuando se le antojara y que era ella a quien no le apetecía en esos momentos. Casi era como estar casados. Y se le hizo demasiado corto.

Llegaron a Wigleigh a primera hora de la tarde. La aldea se alzaba sobre una loma donde siempre soplaba el viento y cuyas laderas estaban cubiertas de campos de labranza. Después de dos semanas inmersa en el trajín y el bullicio de Kingsbridge, el conocido lugar se le antojó pequeño y silencioso, cuatro casuchas desperdigadas a lo largo del camino que conducía a la casa solariega y la iglesia. La casa señorial era tan grande como la de un comerciante de Kingsbridge, con alcobas en el piso superior. La del sacerdote también era magnífica y algunos campesinos disfrutaban de sólidas viviendas, pero la mayoría de los hogares no pasaban de ser chamizos de dos estancias, una de ellas destinada normalmente a corral y la otra a cocina y alcoba para toda la familia. La iglesia era el único edificio de piedra.

La primera de las casas con mayor prestancia pertenecía a la familia de Wulfric y tenía las puertas y los postigos cerrados, lo que le confería un aspecto desolado. El joven la dejó atrás y se acercó a la siguiente, también de importancia, donde Annet vivía con sus padres. Wulfric se despidió de Gwenda con un saludo informal y entró, sonriendo de antemano.

A Gwenda la asaltó una súbita y honda sensación de pérdida, como si acabara de despertar de un sueño agradable. Venció su frustración y empezó a atrochar por los campos. Las lluvias de principios de junio habían sido beneficiosas para los cultivos y el trigo y la cebada habían prosperado, pero necesitaban el sol para granar. Las aldeanas avanzaban entre los surcos de cereales, agachadas, desyerbando los campos. Algunas la saludaron.

A medida que iba acercándose a su casa, Gwenda sintió una mezcla de aprensión y rabia. No había visto a sus padres desde el día que su padre la había vendido a Sim Chapman a cambio de una vaca. Estaba casi segura de que el hombre seguía pensando que estaba con él, por lo que su aparición sería toda una sorpresa. ¿Qué diría cuando la viera? ¿Y qué iba a decirle ella al padre que había traicionado su confianza?

Estaba convencida de que su madre no sabía nada de la venta. Lo más probable era que su padre se hubiera inventado una historia sobre Gwenda y le hubiera contado que se había escapado con un chico. Su madre se iba a poner hecha un basilisco.

La perspectiva de volver a ver a los pequeños, Cath, Joanie y Eric, la animaba, pues en esos momentos se daba cuenta de cuánto los había echado de menos.

Su casa se encontraba en el otro extremo del campo de cuarenta hectáreas, casi oculta entre los árboles de la linde del bosque. Era incluso más pequeña que las casuchas de los campesinos y sólo tenía una estancia, que por las noches compartían con la vaca. Estaba hecha de adobe y cañas: unas cuantas ramas de árbol puestas en pie y entrecruzadas de palos, como los mimbres de una cesta, y los huecos rellenados con una mezcla pegajosa de barro, paja y boñiga. Había un agujero en el techo, también de paja, para dejar salir el humo de la lumbre, que encendían directamente en el suelo de tierra. Este tipo de construcciones sólo duraban unos cuantos años y luego había que volver a levantarlas. El lugar tenía un aspecto aún más deplorable del que Gwenda recordaba. Estaba decidida a no pasar el resto de su vida en un lugar así, teniendo hijos cada uno o dos años, la mayoría de los cuales morirían por falta de alimento. No viviría como su madre. Antes prefería la muerte.

Todavía estaba algo alejada de la casa cuando vio a su padre, que venía en su dirección. Llevaba una jarra, por lo que dedujo que iría a comprar cerveza a casa de Peggy Perkin, la madre de Annet, la cervecera de la aldea. Siempre tenía dinero en esa época del año ya que había mucho trabajo en los campos.

Al principio no la vio.

Gwenda observó su delgada figura mientras avanzaba por el estrecho sendero que atravesaba dos fincas. Llevaba un largo blusón que le llegaba hasta las rodillas, un gorro estropeado y unas sandalias atadas con paja a los pies. Sus andares, furtivos y garbosos a un tiempo, conseguían que siempre pareciera un forastero nervioso fingiendo con descaro hallarse en casa. Tenía los ojos muy juntos a cada lado de la prominente nariz y una mandíbula ancha con un bulto en la barbilla, lo que en conjunto confería a su rostro el aspecto de un triángulo irregular. Gwenda sabía que en eso se parecía a él. El hombre miraba de soslayo a las mujeres de los campos que iba dejando atrás, como si no quisiera que ellas supieran que las estaba observando.

Al acercarse a Gwenda, le lanzó una de sus miradas furtivas de ojos entornados. El hombre bajó la vista inmediatamente y acto seguido volvió a alzarla. Gwenda levantó la barbilla y le devolvió la mirada con altivez.

La sorpresa se reflejó en su rostro.

—¡Eres tú! —exclamó—. ¿Qué ha ocurrido?

—Sim Chapman no era un hojalatero, era un proscrito.

—¿Y dónde está ahora?

—En el infierno, padre, donde le harás compañía.

—¿Lo has matado?

—No. —Hacía tiempo que había decidido mentir acerca de aquello—. Dios se ha encargado de eso. El puente de Kingsbridge se hundió cuando Sim estaba cruzándolo. Dios lo ha castigado por sus pecados. ¿Ya lo ha hecho también contigo?

—Dios perdona a los buenos cristianos.

—¿Eso es todo lo que piensas decirme? ¿Que Dios perdona a los buenos cristianos?

—¿Cómo te has escapado?

—Utilizando mi ingenio.

El rostro del hombre adoptó una expresión artera.

—Buena chica.

Gwenda lo miró recelosa.

—¿Qué maldades estás ya barruntando?

—Buena chica —repitió—. Ve a ver a tu madre. Te mereces un vaso de cerveza para cenar.

El hombre siguió su camino.

Gwenda frunció el ceño. Su padre no parecía preocupado por lo que su madre pudiera decir cuando supiera la verdad. Tal vez creía que Gwenda no se lo diría por vergüenza. Si era así, se equivocaba.

Cath y Joanie, que jugaban en la tierra delante de la casa, se levantaron de un salto y salieron corriendo al encuentro de Gwenda en cuanto la vieron. Tranco empezó a ladrar como un loco. Al abrazar a sus hermanas, recordó haber pensado que jamás volvería a verlas y en ese momento sintió una alegría incontrolable por haber hundido el cuchillo en la cabeza a Alwyn.

Entró en la casa. Su madre estaba sentada en una banqueta, dándole a Eric un poco de leche, ayudándole a aguantar el vaso para que no la vertiera. La mujer gritó de júbilo al ver a Gwenda. Dejó el vaso, se levantó y la abrazó. Gwenda se echó a llorar.

Una vez que asomaron las primeras lágrimas, fue difícil detenerlas. Lloraba porque Sim la había sacado de la ciudad arrastrada por una cuerda, por haber mantenido trato carnal con Alwyn, por todas las personas que habían muerto en el hundimiento del puente y porque Wulfric amaba a Annet.

—Padre me vendió, madre —dijo, cuando los sollozos la dejaron hablar—. Me vendió por una vaca y tuve que irme con unos proscritos.

—Eso estuvo mal —contestó su madre.

—¡Estuvo más que mal! Es ruin, cruel… ¡Es el demonio!

La mujer la soltó.

—No digas esas cosas.

—¡Es verdad!

—Es tu padre.

—Un padre no vende a sus hijos como si fueran ganado. No tengo padre.

—Te ha dado de comer durante dieciocho años.

Gwenda la miró fijamente, confundida.

—¿Cómo puedes ser tan insensible? ¡Me vendió a unos proscritos!

—Y nos consiguió una vaca para que Eric tuviera leche aunque mis pechos se hayan secado. Además, estás aquí, ¿no?

Gwenda no daba crédito a lo que oía.

—¡Le estás defendiendo!

—Es lo único que tengo, Gwenda. No es un príncipe, ni siquiera es un campesino, es un bracero sin tierras, pero ha hecho todo lo que ha podido por esta familia durante veinticinco años. Trabaja cuando puede y roba cuando no le queda otro remedio. Te ha mantenido viva, y a tu hermano, y si Dios quiere hará lo mismo por Cath, Joanie y Eric. Haya hecho lo que haya hecho, estaríamos mucho peor sin él. Así que no digas que es el demonio.

Gwenda se había quedado sin habla. Apenas le había dado tiempo de asimilar la idea de que su padre la hubiera vendido, cuando debía enfrentarse a una nueva y cruda realidad: su madre era igual que él. Se sintió confusa y desorientada, como cuando el puente se había movido bajo sus pies. No conseguía entender qué le estaba ocurriendo.

Su padre entró en la casa con la jarra de cerveza y cogió tres tazas de madera del estante que había sobre la chimenea, aparentemente ajeno al ambiente enrarecido.

—Vamos a ver, brindemos por el regreso de nuestra muchachota —dijo, alegre.

Después de toda una jornada de camino, Gwenda tenía hambre y sed. Aceptó el vaso y lo apuró de un trago. Sin embargo, sabía a qué atenerse con su padre cuando el hombre estaba de ese humor.

—¿Qué te traes entre manos? —preguntó.

—Veamos, la feria de Shiring es la semana que viene, ¿no?

—¿Y qué?

—Bueno… Podríamos volver a hacerlo.

Gwenda no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿El qué?

—Te vendo, te vas con el comprador y luego te escapas, vuelves a casa y todos tan contentos.

—¿Todos tan contentos?

—¡Y nos quedamos con una vaca de doce chelines! Ya ves, yo tengo que trabajar medio año de jornalero para reunir doce chelines.

—¿Y después de eso? ¿Después qué?

—Bueno, hay más ferias: Winchester, Gloucester, no sé cuántas. —Llenó de nuevo el vaso de Gwenda con cerveza de la jarra—. Vaya, ¡podría ser mejor que el año que robaste el saquillo de sir Gerald!

Gwenda no bebió. Tenía un sabor amargo en la boca, como si hubiera comido algo podrido. Sintió el impulso de discutir con él. Palabras duras acudieron a sus labios, acusaciones airadas, maldiciones… Pero no dijo nada. Lo que sentía superaba la rabia. ¿Qué iba a ganar peleándose con él? No podría volver a confiar en su padre. Y dado que su madre no pensaba serle desleal, en ella tampoco.

—¿Qué debo hacer? —se preguntó en voz alta, sin esperar que ninguno de los que estaban allí le respondiera.

Para su familia se había convertido en una mercadería que poner a la venta en las ferias y, si no estaba dispuesta a aceptarlo, ¿qué podía hacer?

Podía irse.

Conmocionada, comprendió que esa casa había dejado de ser un hogar para ella. El revés sacudió los cimientos de su existencia. Había vivido allí desde que tenía uso de razón, pero ya no se sentía a salvo. Tenía que irse.

Y no al cabo de una semana, ni siquiera al día siguiente por la mañana. Debía marcharse inmediatamente.

No tenía a donde ir, pero eso daba igual. Si se quedaba y comía el pan que su padre pusiera en la mesa, sería como acatar su autoridad, estaría consintiendo que la considerara como a una mera mercadería a la venta. Se arrepintió de haber aceptado el primer vaso de cerveza. No le quedaba más remedio que renegar de su padre y abandonar su casa.

Gwenda miró a su madre.

—Te equivocas, es el demonio —dijo—. Y lo que suele decirse es cierto: cuando se tienen tratos con el diablo, siempre se acaba saliendo escaldado.

La mujer apartó la mirada.

Gwenda se levantó con el vaso que le acababan de llenar en la mano. Lo inclinó y vertió la cerveza en el suelo. Tranco empezó a darle lametones de inmediato.

—¡He pagado un cuarto de penique por esa jarra de cerveza! —protestó su padre, enojado.

—Adiós —se despidió Gwenda, y salió de allí.