16

Wulfric y Gwenda se marcharon de Kingsbridge a primera hora de la mañana del lunes y emprendieron a pie el largo camino de regreso a su aldea de Wigleigh.

Caris y Merthin los vieron cruzar el río a bordo de la balsa construida por el joven aprendiz, quien se sentía sumamente satisfecho con su buen funcionamiento. Sabía que el engranaje de madera no tardaría en desgastarse, y que uno de hierro sería muchísimo mejor, pero…

Las preocupaciones de Caris eran otras.

—Gwenda está tan enamorada… —dijo, lanzando un suspiro.

—Pero no tiene ninguna posibilidad con Wulfric —repuso Merthin.

—Eso nunca se sabe, es una mujer muy resuelta, mira si no cómo escapó de las garras de Sim Chapman.

—Pero Wulfric está comprometido con esa tal Annet… que es mucho más guapa.

—El físico no lo es todo en el amor.

—Y yo le doy gracias a Dios todos los días por que sea así.

La joven se echó a reír.

—Pero si a mí me encanta tu cara tan graciosa…

—Wulfric se peleó con mi hermano por Annet, así que seguro que la ama.

—Gwenda tiene un elixir de amor.

Merthin la censuró con la mirada.

—¿Y a ti te parece bien que una muchacha manipule a un hombre para que se case con ella cuando quiere a otra persona?

Caris se quedó callada un momento, sin saber qué responder a eso. Se le sonrojó la suave piel del cuello.

—Nunca se me había ocurrido planteármelo desde ese punto de vista —dijo—. ¿Crees de veras que es lo mismo?

—Es algo muy parecido.

—Pero ella no lo está coaccionando… sólo quiere conseguir que se enamore de ella.

—Pues debería intentarlo sin recurrir a ninguna poción.

—Ahora me da vergüenza haberla ayudado.

—Demasiado tarde.

Wulfric y Gwenda estaban desembarcando de la balsa, en la otra orilla del río. Se volvieron para despedirse de ellos con la mano y siguieron su camino a través de los arrabales de la ciudad acompañados de Tranco, que los seguía pegado a los talones.

Merthin y Caris echaron a andar por la calle principal.

—Todavía no has hablado con Griselda.

—Voy a hacerlo ahora mismo. Aunque no sé si quiero o todo lo contrario, me da miedo.

—No tienes nada que temer, fue ella la que mintió.

—Eso es cierto. —Se tocó la cara; el moretón casi le había desaparecido—. Sólo espero que su padre no vuelva a ponerse violento.

—¿Quieres que te acompañe?

A Merthin le habría gustado contar con el apoyo de la joven, pero negó con la cabeza.

—Yo he provocado todo este desaguisado y soy yo quien debe arreglarlo.

Se detuvieron delante de la puerta de la casa de Elfric.

—Buena suerte —le deseó Caris.

—Gracias. —Merthin le dio un beso fugaz en los labios, resistió la tentación de volver a besarla y entró.

Elfric estaba sentado a la mesa, comiendo pan y queso. Tenía frente a sí un vaso de cerveza, y detrás de él, Merthin vio a Alice y a la sirvienta en la cocina. No había rastro de Griselda.

—¿Dónde te habías metido? —exclamó Elfric.

Merthin decidió que si no tenía nada que temer, era mejor que actuase en consecuencia. Hizo caso omiso de la pregunta de Elfric.

—¿Dónde está Griselda?

—Todavía no se ha levantado.

—¡Griselda! —gritó Merthin, asomándose a la escalera—. ¡Quiero hablar contigo!

—No hay tiempo —dijo Elfric—. Tenemos trabajo.

Merthin volvió a hacer caso omiso de su patrón.

—¡Griselda! ¡Será mejor que te levantes ahora mismo!

—¡Eh! —le reconvino Elfric—. ¿Quién te has creído que eres para dar órdenes en esta casa?

—Quieres que me case con ella, ¿no es así?

—¿Y qué?

—Pues que será mejor que se acostumbre a hacer lo que le dice su marido. —Volvió a alzar la voz—. ¡Baja ahora mismo o te enterarás de lo que tengo que decirte por algún tercero!

La muchacha asomó por el borde de la escalera.

—¡Ya bajo! —contestó, malhumorada—. ¿A qué viene tanto jaleo?

Merthin esperó a que bajase y luego anunció:

—He averiguado quién es el verdadero padre del hijo que esperas.

Un destello de miedo asomó a los ojos de la joven.

—No seas necio, el padre eres tú.

—No, es Thurstan.

—¡Nunca me he acostado con Thurstan! —La joven miró a su padre—. Juro que es verdad.

—Mi hija no miente —dijo Elfric.

Alice salió de la cocina.

—Es verdad —intervino.

—Me acosté con Griselda el domingo de la semana de la feria del vellón… de hace quince días. Griselda está embarazada de tres meses.

—¡No lo estoy!

Merthin miró a Alice con dureza.

—Tú lo sabías, ¿verdad? —Alice apartó la mirada y Merthin siguió hablando—: Y pese a todo mentiste, incluso a Caris, tu propia hermana.

—No sabes de cuánto tiempo está embarazada —replicó Elfric.

—Mírala —contestó Merthin—. Ya se le nota el bulto en el vientre. No mucho, pero está ahí.

—¿Qué sabrás tú de esas cosas? Sólo eres un muchacho.

—Sí, y todos confiabais en mi ignorancia, ¿no es así? Y casi os da resultado.

Elfric levantó un dedo admonitorio.

—Tú te acostaste con Griselda y ahora te casarás con ella.

—No, ya lo creo que no. Ella no me ama, sólo se acostó conmigo para tener un padre para su hijo, después de que Thurstan la abandonara. Sé que obré mal, pero no pienso castigarme el resto de mi vida casándome con ella.

Elfric se levantó.

—Sí lo harás.

—No lo haré.

—Tienes que hacerlo.

—No.

El rostro de Elfric se puso rojo como la grana y empezó a gritar:

—¡Te casarás con ella!

—¿Cuántas veces más quieres que te repita que no pienso hacerlo? —dijo Merthin.

Elfric se dio cuenta de que hablaba en serio.

—En ese caso, estás despedido —le espetó—. Sal de mi casa y no vuelvas nunca más.

Merthin había esperado una reacción así, y supuso para él todo un alivio; significaba que la discusión había terminado.

—De acuerdo. —Intentó pasar por detrás de Elfric, pero éste le impidió el paso.

—¿Adónde crees que vas?

—A la cocina, a recoger mis cosas.

—Tus herramientas, querrás decir.

—Sí.

—No son tuyas. Yo las pagué con mi dinero.

—A un aprendiz siempre se le dan sus herramientas al término de su… —La voz de Merthin fue apagándose.

—Todavía no has terminado tu período de formación como aprendiz, así que te quedas sin herramientas.

Merthin no se esperaba aquello.

—¡He hecho seis años y medio!

—Se supone que debes completar siete.

Sin herramientas, Merthin no podría ganarse la vida.

—Eso no es justo. Presentaré una reclamación al gremio de carpinteros.

—Aguardaré ese momento con verdadera ansia —repuso Elfric con aire de suficiencia—. Será interesante ver cómo defiendes que un aprendiz despedido por acostarse con la hija del patrón tiene que verse recompensado además con un juego de herramientas. Todos los carpinteros del gremio tienen aprendices, y la mayoría de ellos tiene hijas. Te echarán a patadas.

Merthin se dio cuenta de que tenía razón.

—¿Lo ves? —terció Alice—. Ahora sí que estás en verdaderos apuros, ¿no te parece?

—Sí —respondió Merthin—, pero pase lo que pase, no será tan malo como tener que vivir con Griselda y el resto de su familia.

*

Esa misma mañana, Merthin acudió a la iglesia de St. Mark para asistir al funeral de Howell Tyler con la esperanza de que alguien allí le ofreciera un trabajo.

Al levantar la vista hacia el techo de madera, pues la iglesia carecía de bóveda de piedra, Merthin vio un agujero con la forma de un hombre en la madera pintada, macabro testimonio de la forma en que había muerto Howell. Toda la madera de la parte superior de la iglesia estaba podrida, afirmaron con conocimiento de causa los albañiles asistentes al funeral; sin embargo, sólo lo habían dicho tras el accidente, y sus sagaces observaciones de poco podían servirle ya al desdichado Howell. Era evidente que el tejado no sólo estaba demasiado estropeado para poder repararlo, sino que había que demolerlo por completo y reconstruirlo a partir de cero. Eso significaba que había que cerrar la iglesia.

La de St. Mark era una iglesia pobre. Contaba con un patrimonio más bien exiguo, una única granja a quince kilómetros de distancia dirigida por el hermano del cura y que a duras penas daba para alimentar a toda la familia. El sacerdote, el padre Joffroi, tenía que obtener sus ingresos de los ochocientos o novecientos vecinos de su parroquia en el extremo norte, el más pobre de la ciudad. Los que no eran realmente indigentes fingían serlo, por lo que sus diezmos sólo arrojaban una suma irrisoria. El padre Joffroi se ganaba la vida bautizándolos, casándolos y enterrándolos, cobrándoles mucho menos que los monjes de la catedral. Sus parroquianos se casaban muy jóvenes, tenían muchos hijos y morían también jóvenes, por lo que siempre tenía mucho trabajo, y al final lograba salir adelante. Sin embargo, si cerraba la iglesia, su fuente de ingresos se agotaría y no podría pagar a los albañiles.

De modo que las obras en el tejado de la iglesia se habían interrumpido.

Todos los constructores de la ciudad asistieron al funeral, incluido Elfric. Merthin trató de mantener la cabeza bien alta durante toda la ceremonia, pero era harto difícil, pues todos los allí presentes sabían que había sido despedido. Su antiguo patrón lo había tratado injustamente, pero por desgracia, él también tenía su parte de culpa.

Howell dejaba una viuda joven que era amiga de Caris, y en ese momento ésta entraba en la iglesia acompañándola a ella y a la desconsolada familia. Merthin se acercó a Caris y le contó lo sucedido en casa de Elfric.

El padre Joffroi ofició la misa ataviado con una túnica vieja y raída. Merthin se puso a cavilar sobre el tejado; en su opinión, tenía que haber algún modo de desmantelarlo sin cerrar la iglesia. El procedimiento habitual, cuando las reparaciones se habían pospuesto en exceso y la madera estaba demasiado dañada para soportar el peso de los peones, consistía en construir un andamiaje alrededor de la iglesia y destruir los maderos y arrojarlos al interior de la nave central. El tejado quedaba así a merced de los elementos hasta que se construyese y revistiese el nuevo, aunque tenía que ser posible construir una especie de cabrestante giratorio, apoyado en la gruesa pared lateral de la iglesia, capaz de extraer y levantar los tablones de madera uno a uno en lugar de empujarlos hacia abajo y transportarlos lateralmente para descargarlos fuera, en el camposanto. De ese modo, el techo de madera podría quedar intacto y sustituirse sólo una vez reconstruido el tejado.

Junto a la tumba, miró uno por uno a todos los hombres allí reunidos, preguntándose cuál de ellos era más probable que lo contratase. Decidió abordar a Bill Watkin, el segundo constructor más importante de la ciudad y no demasiado amigo de Elfric, precisamente. Bill lucía una calva con un flequillo de pelo negro, una versión natural de la tonsura de los monjes, construía la mayor parte de las casas de Kingsbridge, y como Elfric, empleaba a un cantero y a un carpintero, a un puñado de peones y a uno o dos aprendices.

Howell no había sido un hombre próspero, por lo que introdujeron el cuerpo en la tumba envuelto en una mortaja, y no dentro de un ataúd.

Cuando el padre Joffroi se hubo marchado, Merthin se aproximó a Bill Watkin.

—Buenos días, maese Watkin —lo saludó formalmente.

La respuesta de Bill no fue demasiado calurosa.

—Buenas, joven Merthin.

—He dejado de trabajar para Elfric.

—Lo sé —dijo Bill—. Y también sé por qué.

—Sólo habéis escuchado la versión de Elfric.

—He escuchado todo lo que tenía que escuchar.

Merthin se percató de que Elfric había estado hablando con la gente antes y durante la misa. Estaba convencido de que su antiguo patrón había olvidado mencionar el hecho de que Griselda había pretendido cargar a Merthin con el hijo de otro, pero sabía que no iba a ganar nada dando excusas. Lo mejor era admitir su parte de culpa.

—Me doy cuenta de que obré mal y lo siento, pero sigo siendo un buen carpintero.

Bill se mostró de acuerdo.

—Sí, y la nueva balsa es prueba de ello.

Sus palabras alentaron a Merthin.

—¿Me contrataríais?

—¿En calidad de qué?

—De carpintero. Habéis dicho que era bueno.

—Pero ¿dónde están tus útiles de trabajo?

—Elfric no me los ha dado.

—Y ha hecho bien, porque todavía no has finalizado tu período de aprendizaje.

—Entonces, tomadme como aprendiz durante seis meses.

—¿Y darte un nuevo juego de herramientas a cambio de nada cuando termines? No puedo permitirme esa clase de generosidad.

Las herramientas eran caras porque tanto el hierro como el metal eran materiales muy costosos.

—Trabajaré como jornalero y ahorraré para comprar mis propias herramientas. —Aquello le llevaría mucho tiempo, pero estaba desesperado.

—No.

—¿Por qué no?

—Porque también tengo una hija.

Aquello era ultrajante.

—No soy ninguna amenaza para las doncellas, ¿sabéis?

—Eres un ejemplo para los aprendices. Si sales airoso de todo este asunto, ¿qué va a impedir a los otros comportarse del mismo modo?

—¡Pero eso es injusto!

Bill se encogió de hombros.

—Puede que a ti te lo parezca, pero pregunta a cualquier otro maestro carpintero de la ciudad. Creo que te dirán lo mismo que yo.

—Pero ¿qué voy a hacer ahora?

—No lo sé. Deberías haber pensado en eso antes de refocilarte con la muchacha.

—¿Y no os importa perder a un buen carpintero?

Bill volvió a encogerse de hombros.

—Más trabajo para el resto de nosotros.

Merthin le dio la espalda y se marchó. Ése era el problema de los gremios, se dijo con amargura, excluían a las personas en su propio interés, ya fuese con buenos o malos motivos. La escasez de buenos carpinteros incrementaría sus ingresos, no tenían ningún incentivo para mostrarse justos.

La viuda de Howell se marchó, acompañada por su madre, y Caris, liberada de su obligación de proporcionar consuelo a su amiga, acudió al lado de Merthin.

—¿Por qué estás tan triste? Apenas conocías a Howell… —le dijo.

—Puede que tenga que marcharme de Kingsbridge.

La joven se puso muy pálida.

—¿Y por qué diablos ibas a hacer eso?

Le explicó la conversación que había mantenido con Bill Watkin.

—Así que nadie en Kingsbridge va a contratarme, y no puedo trabajar por mi cuenta porque no dispongo de herramientas. Podría vivir con mis padres, pero no puedo quitarles el pan de la boca, así que tendré que buscar trabajo en alguna parte donde no hayan oído hablar de Griselda. Con el tiempo, quizá pueda ahorrar dinero suficiente para comprar un escoplo y un martillo y luego irme a vivir a otra ciudad e intentar ingresar en el gremio de carpinteros.

Mientras le explicaba todo aquello a Caris, el joven comprendió la verdadera magnitud de su desgraciada situación. Vio las facciones familiares del rostro de la joven como si las viera por vez primera y volvió a sentirse subyugado de nuevo por aquellos chispeantes ojos verdes, por su graciosa naricilla y por la determinación que expresaba su marcada mandíbula. Se fijó en que la boca de Caris no acababa de encajar con el resto de su rostro, pues era demasiado ancha, y los labios demasiado carnosos. Aquello rompía el equilibrio de su fisonomía del mismo modo en que su mirada sensual subvertía el orden de su metódico cerebro. Aquella boca también estaba hecha para el sexo, y el mero hecho de pensar que tal vez tuviese que marcharse y no volver a besarla nunca más lo volvía loco de desesperación.

Caris estaba furiosa.

—¡Esto es indignante! No tienen ningún derecho…

—Eso es lo que yo creo, pero por lo visto no hay nada que pueda hacer al respecto. No me queda más remedio que aceptarlo.

—Aguarda un momento, tenemos que pensar en una solución. Puedes vivir con tus padres y venir a comer a mi casa.

—No quiero vivir de la caridad, como mi padre.

—No tienes por qué. Puedes comprar las herramientas de Howell Tyler, su viuda me acaba de decir que pide una libra por ellas.

—No tengo dinero.

—Pide prestado a mi padre. Tú siempre le has caído bien, estoy segura de que accederá.

—Pero va contra las reglas contratar a un carpintero que no pertenezca al gremio.

—Las reglas se pueden infringir. Tiene que haber alguien en la ciudad lo suficientemente desesperado para rebelarse contra el gremio.

Merthin se percató de que había permitido que los viejos constructores le minasen la moral, y sintió una inmensa gratitud hacia Caris por negarse a aceptar la derrota. La joven tenía razón, por supuesto: debía quedarse en Kingsbridge y luchar contra aquella injusta resolución. Y también conocía a alguien con una necesidad desesperada de contratar sus servicios.

—El padre Joffroi —dijo.

—¿Está desesperado? ¿Por qué?

Merthin le explicó lo ocurrido con el tejado.

—Vayamos a hablar con él —propuso Caris.

El sacerdote vivía en una casita que había junto a la iglesia. Lo encontraron preparando una cena a base de estofado de pescado en salazón con repollo y verduras. Joffroi ya había cumplido la treintena, y tenía la complexión robusta de un soldado, alto y de espalda ancha. Sus modales eran más bien toscos, pero tenía fama de defender siempre a los pobres.

—Puedo reparar vuestro tejado sin que tengáis que cerrar la iglesia —se ofreció Merthin.

Joffroi parecía receloso.

—Si de veras puedes hacerlo, eres la respuesta a mis plegarias.

—Construiré un cabrestante que levantará los maderos del tejado y los depositará en el suelo del camposanto.

—Elfric te ha echado. —El clérigo lanzó una mirada avergonzada en dirección a Caris.

—Estoy al tanto de lo sucedido, padre —le aseguró la joven.

—Me ha despedido porque no voy a casarme con su hija —explicó Merthin—, pero el hijo que espera no es mío.

Joffroi asintió con la cabeza.

—Hay quienes dicen que has sido tratado injustamente, y yo les creo. No siento demasiada simpatía por los gremios, sus decisiones suelen ser casi siempre egoístas. Pero pese a todo, todavía no has completado tu etapa de aprendiz.

—¿Puede algún miembro del gremio de carpinteros reparar vuestro tejado sin que tengáis que cerrar la iglesia?

—Me han dicho que no tienes herramientas.

—Dejadme a mí ese problema.

Joffroi parecía indeciso.

—¿Cuánto quieres cobrar?

Merthin estiró el cuello antes de responder.

—Cuatro peniques al día, más el coste de los materiales.

—Ése es el sueldo de un carpintero veterano —protestó el sacerdote.

—Si no tengo la capacidad de un carpintero cualificado, no deberíais contratarme.

—Eres un vanidoso.

—Sólo digo lo que sé hacer.

—La arrogancia no es el peor pecado del mundo, y puedo permitirme pagar cuatro peniques al día si consigo mantener abierta la iglesia. ¿Cuánto tardarás en construir ese cabrestante?

—Dos semanas como mucho.

—No te pagaré hasta que esté seguro de que funcionará.

Merthin tomó aliento antes de contestar. Tendría que vivir en la miseria, pero podría soportarlo. Podía vivir con sus padres y comer sentado a la mesa de Edmund Wooler. Ya se las arreglaría.

—Paga por los materiales y guarda mis honorarios hasta que el primer madero del tejado sea retirado y depositado íntegro en el suelo.

Joffroi aún se mostraba vacilante.

—No seré demasiado popular… pero no tengo otra opción. —Tendió la mano al muchacho.

Merthin se la estrechó.