odwyn quería ser prior de Kingsbridge, lo deseaba con todo su corazón. Ansiaba poder transformar de arriba abajo el sistema de financiación del priorato, controlando al máximo la gestión de las tierras y otros bienes para que los monjes ya no tuvieran que pedir prestado dinero a la madre Cecilia. Anhelaba poder instaurar la separación más estricta entre hermanos y hermanas, así como entre éstos y los habitantes de la ciudad, para que todos pudiesen respirar el aire puro de la santidad. Sin embargo, además de tan loables motivos, Godwyn también tenía otras razones: codiciaba la autoridad y el prestigio del título de prior. Por las noches, en su imaginación, ya lo habían nombrado en el cargo.
—¡Arregla ese desaguisado en el claustro! —le ordenaba a un monje, en sueños.
—Sí, padre prior, enseguida.
A Godwyn le encantaba el sonido de las palabras «padre prior».
—Buenos días, obispo Richard —decía también, no de manera servil, sino con una cortesía cordial.
Y el obispo Richard le contestaba, con el tono característico de un eclesiástico dirigiéndose a otro:
—Buenos días tengas tú también, prior Godwyn.
—Confío en que todo lo que veáis sea de vuestro agrado, arzobispo —podía decir también, con mayor deferencia esta vez, pero igualmente como colega más joven del venerable hombre, más que como su subordinado.
—Huy, sí, ya lo creo, Godwyn… Has hecho una labor magnífica.
—Su Eminencia es muy amable.
Y tal vez, algún día, paseando por el claustro junto a un potentado lujosamente vestido, diría:
—Su Majestad nos concede un gran honor al dignarse visitar nuestro humilde priorato.
—Gracias, padre Godwyn, pero he venido a solicitarle consejo.
Quería aquel cargo… pero no estaba seguro de cómo conseguirlo. Estuvo sopesando la cuestión durante toda la semana, mientras supervisaba la celebración de un centenar de entierros y preparaba la importantísima misa dominical que sería a la vez el funeral de Anthony y en recuerdo de las almas de todos los muertos de Kingsbridge.
Mientras, no compartió con nadie sus inquietudes. Sólo hacía diez días que había descubierto el precio que había que pagar por ser tan confiado. Había asistido al capítulo con el Libro de Timothy y un argumento muy convincente para realizar la reforma… y la vieja guardia se había vuelto contra él con una coordinación perfectamente orquestada, como si lo tuvieran todo ensayado, y lo habían aplastado como a un batracio bajo las ruedas de un carro.
No permitiría que aquello volviera a suceder.
El domingo por la mañana, mientras los monjes se dirigían al refectorio para desayunar, un novicio le susurró a Godwyn que su madre quería verlo en el pórtico norte de la catedral. Desapareció discretamente.
Sintió cierta aprensión mientras atravesaba con sigilo los claustros y el recinto de la iglesia. Ya adivinaba lo que había podido pasar: el día anterior había ocurrido algo que había inquietado a Petranilla y su madre se había pasado la noche en vela preocupada, pensando. Esa mañana se había despertado al amanecer con un plan de acción… y él formaba parte de su plan. Se mostraría más impaciente y autoritaria que nunca, y su plan seguramente sería un buen plan, pero aunque no lo fuese, seguro que insistiría en que lo llevase a la práctica, costara lo que costase.
Petranilla aguardaba de pie en la penumbra del pórtico con una capa húmeda, porque estaba lloviendo de nuevo.
—Mi hermano Edmund fue a ver a Carlus el Ciego ayer —le explicó—. Me ha contado que Carlus está actuando como si ya fuese el prior y la elección fuera una mera formalidad.
Había un deje acusador en su voz, como si aquello fuese culpa de Godwyn, y el monje respondió a la defensiva.
—La vieja guardia ya estaba proclamando prior a Carlus antes de que se enfriase el cuerpo de Anthony. No querrán ni oír hablar de candidatos rivales.
—Mmm… ¿Y los jóvenes?
—Quieren que me presente yo, por supuesto. Les gustó la forma en que me enfrenté al prior Anthony por el Libro de Timothy, a pesar de que salí derrotado. Pero no he dicho nada a nadie.
—¿Algún otro candidato?
—Thomas de Langley, pero tiene pocas posibilidades. Algunos desaprueban su candidatura porque antes era caballero y tiene la manos manchadas de sangre, él mismo lo ha reconocido. Sin embargo, es un hombre muy capaz, hace su trabajo con silenciosa eficiencia, nunca incordia a los novicios…
Su madre se quedó pensativa.
—¿Cuál es su historia? ¿Por qué se metió a monje?
La aprensión de Godwyn empezó a aliviarse un poco. Por lo visto, su madre no iba a reprenderlo por su falta de iniciativa.
—Thomas sólo explica que siempre había anhelado llevar una vida contemplativa y que cuando llegó aquí para que le curaran una herida de espada, decidió que ya no se iría nunca.
—Lo recuerdo. Eso fue hace diez años, pero nunca llegué a saber cómo se hizo esa herida.
—Yo tampoco, a él no le gusta hablar de su pasado violento.
—¿Quién pagó por su admisión en el priorato?
—Pues, por extraño que parezca, no lo sé. —Godwyn casi siempre se maravillaba de la capacidad de su madre para formular la pregunta más reveladora. Puede que fuese un poco déspota, pero no podía por menos de admirarla—. Pudo ser el obispo Richard, lo recuerdo prometiendo la dote, pero no podía contar con los recursos necesarios en aquel entonces porque todavía no era obispo sino un simple sacerdote. Tal vez hablaba en nombre del conde Roland.
—Averígualo.
Godwyn vaciló unos instantes. Tendría que examinar todos los cartularios de la biblioteca del priorato. El bibliotecario, el hermano Augustine, no se atrevería a hacerle preguntas al sacristán, pero puede que alguien más se las hiciese. Entonces Godwyn tendría que pasar por la embarazosa situación de tener que inventar una historia plausible para explicar lo que estaba haciendo. Si la dote había sido en dinero en lugar de tierras u otras propiedades, lo cual no era demasiado habitual pero era posible, tendría que examinar todos los pergaminos de la contabilidad…
—¿Qué pasa? —preguntó su madre bruscamente.
—Nada, que tienes razón. —Tuvo que recordarse a sí mismo que la actitud dominante de ella no era sino una señal de su amor por él, acaso la única forma que conocía de expresarlo—. Tiene que haber quedado registrado en alguna parte. De hecho, ahora que lo pienso…
—¿Qué?
—Una dote así suele pregonarse en público. El prior lo anuncia en la iglesia e impone bendiciones sobre la cabeza del donante y luego da un sermón sobre cómo la gente que entrega sus tierras al priorato obtiene una recompensa en el cielo. Pero no recuerdo nada parecido en la época en que Thomas se incorporó a nuestra orden.
—Pues mayor razón aún para buscar ese documento. Creo que Thomas guarda un secreto, y un secreto siempre es una debilidad.
—Lo buscaré. ¿Qué crees que debería decirle a la gente que quiere que me presente a la elección?
Petranilla esbozó una sonrisa maliciosa y astuta.
—Creo que deberías decirles que no vas a ser candidato.
El desayuno ya había finalizado para cuando Godwyn se despidió de su madre. Según una norma muy antigua, no se permitía comer a quienes llegaban tarde, pero el encargado de la cocina, el hermano Reynard, siempre encontraba algún bocado para quienes le caían bien. Godwyn fue a la cocina y cogió una loncha de queso y un mendrugo de pan. Comió de pie mientras, a su alrededor, los subalternos del priorato traían las escudillas del desayuno del refectorio y fregaban la olla de hierro en la que habían hervido las gachas.
Mientras comía, reflexionó sobre los consejos de su madre. Cuanto más lo pensaba, más claro lo veía. Una vez que anunciase que no se presentaría a la elección de prior, todo cuanto dijese estaría impregnado de la autoridad de quien no es parte interesada en el asunto: podría manipular la elección sin despertar la suspicacia de que actuaba movido por su propio interés para, luego, poder realizar su maniobra en el último momento. Sintió una súbita y cálida oleada de afectuosa gratitud por la astucia de su madre y la lealtad de su corazón indómito.
El hermano Theodoric lo encontró allí, en la cocina, y Godwyn vio la expresión de indignación que le ofuscaba el semblante.
—El hermano Simeón nos ha hablado durante el desayuno de la perspectiva de que Carlus sea el nuevo prior —protestó—. No ha hecho más que recalcar la línea de continuidad con las sabias tradiciones de Anthony. ¡No piensa cambiar nada de nada!
«Eso ha sido muy astuto por su parte», pensó Godwyn. Simeón había aprovechado la ausencia de Godwyn para afirmar, con autoridad, cosas a las que Godwyn se habría opuesto de haber estado presente.
—Eso es una vergüenza —exclamó, solidarizándose con Theodoric.
—Le he preguntado si los otros candidatos también podrán dirigirse a los monjes durante el desayuno, igual que él.
Godwyn sonrió.
—¡Muy bien hecho!
—Y Simeón ha contestado que no había ninguna necesidad de que hubiese otros candidatos. «Esto no es una justa de tiro con arco», ha dicho. En su opinión, la decisión ya estaba tomada: el prior Anthony había escogido a Carlus como sucesor desde el preciso instante en que lo nombró suprior.
—Eso es una tontería.
—Exacto. Los monjes están furiosos.
Aquello era estupendo, pensó Godwyn. Carlus había ofendido incluso a sus seguidores tratando de quitarles su derecho a votar. Estaba minando su propia candidatura.
—Creo que deberíamos presionar a Carlus para que se retire de la contienda —siguió diciendo Theodoric.
Godwyn sintió deseos de decirle que si se había vuelto loco, pero optó por morderse la lengua y aparentar que meditaba sobre lo que Theodoric acababa de decir.
—¿Es ése el mejor modo de solucionar el asunto? —preguntó, como si de veras no estuviera seguro.
La pregunta sorprendió a Theodoric.
—¿Qué quieres decir?
—Dices que los hermanos están todos furiosos con Carlus y Simeón. Si las cosas siguen así, no votarán por Carlus, pero si éste se retira, la vieja guardia propondrá un nuevo candidato. Podrían elegir a alguien mejor para el puesto la segunda vez, a alguien popular tal vez… como el hermano Joseph, por ejemplo.
Theodoric estaba atónito.
—No se me había ocurrido planteármelo de ese modo…
—Tal vez deberíamos esperar que Carlus siga siendo el candidato de la vieja guardia. Todos saben que está en contra de cualquier cambio, por pequeño que sea. La razón por la cual es monje es porque le gusta saber que cada día será igual que el día anterior, que recorrerá el mismo camino, se sentará en el mismo banco, comerá, rezará y dormirá en el mismo sitio. Tal vez sea a causa de su ceguera, aunque sospecho que habría sido así de todos modos, aunque no hubiese sido ciego. La causa no importa, él cree que no es necesario cambiar nada en este monasterio. Bueno, pues no hay tantos monjes que opinen lo mismo, lo cual convierte a Carlus en un rival relativamente fácil de derrotar. Un candidato que representase a la vieja guardia pero que defendiese unos pocos cambios menores tendría muchas más probabilidades de ganar. —Godwyn se percató de que, sin querer, se había desprendido de su capa de tímida vacilación y que en lugar de presentar una sugerencia, estaba hablando en tono dogmático y sentencioso. Enmendando inmediatamente su error, añadió—: No sé… ¿A ti qué te parece?
—Me parece que eres un genio —respondió Theodoric.
«No soy un genio —pensó Godwyn—, pero aprendo rápido». Se dirigió al hospital, donde encontró a Philemon barriendo el suelo de la alcoba de invitados, en el piso de arriba. Lord William seguía allí, velando por la salud de su padre, aguardando a que despertase o a que tuviese lugar el terrible desenlace. Lo acompañaba lady Philippa. El obispo Richard había regresado a su palacio en Shiring, pero se esperaba su regreso ese mismo día para presidir las exequias del multitudinario funeral.
Godwyn llevó a Philemon a la biblioteca; éste apenas sabía leer, pero le resultaría de gran ayuda para extraer los cartularios.
El priorato contaba con más de cien cartularios. La mayoría correspondía a conjuntos de pergaminos donde se anotaban las escrituras de propiedad sobre determinadas tierras, buena parte en las inmediaciones de Kingsbridge y otras esparcidas en territorios más distantes de Inglaterra y Gales. Otros privilegios otorgaban a los monjes el derecho a establecer su priorato, a construir una iglesia, a extraer piedra de una cantera sita en terreno propiedad del conde de Shiring con la exención de tener que pagar por ello, a dividir el terreno que rodeaba el priorato en parcelas de casas y arrendarlas, a celebrar juicios, a organizar un mercado semanal, a cobrar derecho de tránsito por atravesar el río, a celebrar una feria anual del vellón y a embarcar mercancías rumbo a Melcombe sin pagar tributos a los señores de ninguna de las tierras por las que pasaba el río.
Los documentos estaban escritos con pluma y tinta sobre pergamino, piel de res lisa y delgada y escrupulosamente limpia, estirada y preparada para formar una superficie de escritura. Los más largos estaban enrollados y atados con una fina correa de cuero, y se guardaban en un arcón de hierro. El arcón estaba cerrado con llave, pero ésta se hallaba en la biblioteca, en una cajita de madera tallada.
Godwyn frunció el ceño, contrariado, cuando abrió el arcón. Las cédulas no estaban guardadas en filas ordenadas sino que estaban desperdigadas por el arcón sin seguir ningún orden evidente. Algunas exhibían desgarrones y tenían los bordes deshilachados, y todas estaban cubiertas por una gruesa capa de polvo. «Habría que guardar los documentos en cartularios por orden cronológico —pensó—, cada uno de ellos numerado, y la lista numerada sujeta a la parte interior de la tapa, para poder localizar rápidamente un cartulario en concreto. Si me nombran prior…».
Philemon extrajo los documentos uno por uno, sopló para quitarles el polvo y los dispuso sobre la mesa para que Godwyn pudiese examinarlos. Philemon no solía caer bien a la mayoría de la gente; algunos de los monjes más mayores desconfiaban de él, pero Godwyn no, y es que era difícil desconfiar de alguien que lo trataba como a un dios. La mayor parte de los monjes estaban acostumbrados a él, sencillamente, porque llevaba muchísimo tiempo en el priorato. Godwyn lo recordaba de chico, alto y desgarbado, siempre merodeando por las inmediaciones, preguntando a los monjes a qué santo era mejor rezarle, y si habían presenciado un milagro alguna vez.
Originariamente, la mayor parte de los documentos habían sido escritos dos veces sobre una sola cara; la palabra «quirógrafo» aparecía en letras grandes entre las dos copias, y luego la página estaba cortada por la mitad con una línea en zigzag que atravesaba la palabra. Cada una de las partes interesadas conservaba una mitad del documento, y cuando encajaban ambas, se consideraba como prueba de que las dos cédulas eran auténticas.
Algunas de las páginas tenían agujeros, seguramente allí donde la oveja había recibido la picadura de un insecto, mientras que otras parecían mordisqueadas en algún momento, con toda probabilidad roídas por los ratones.
Estaban en latín, por supuesto. Los documentos más recientes eran los más fáciles de leer, pero el estilo antiguo de escritura a veces resultaba difícil de descifrar para Godwyn. Examinó todos y cada uno de los documentos para tratar de localizar una fecha en particular. Estaba buscando algo escrito poco después del día de Todos los Santos de hacía diez años.
Examinó todas las cédulas, pero no encontró nada. Lo más próximo en el tiempo era una escritura datada unas semanas después de esa fecha en la que el conde Roland daba permiso a sir Gerald para transferir sus tierras a la titularidad del priorato, a cambio de lo cual la institución religiosa eximiría a sir Gerald de todas sus deudas y lo mantendría a él y a su esposa durante el resto de su vida.
En el fondo, Godwyn no se sintió verdaderamente decepcionado, más bien al contrario: o bien habían admitido a Thomas sin exigir la dote habitual, lo cual resultaría en sí mismo muy curioso, o el cartulario que contenía el documento estaba celosamente guardado en otro sitio, lejos de posibles miradas indiscretas. Sea lo que fuere, parecía cada vez más probable que el instinto de Petranilla estuviese en lo cierto y que Thomas guardase un secreto.
No había demasiados rincones privados en el monasterio, pues se suponía que los monjes no tenían propiedades personales ni secretos. A pesar de que algunos de los monasterios más pudientes habían construido celdas privadas para los monjes de mayor jerarquía, en Kingsbridge dormían en una sola estancia, todos salvo el propio prior. Casi con toda seguridad, el cartulario que concedía la admisión de Thomas se hallaba en la casa del prior… edificio que en esos momentos ocupaba Carlus.
Eso dificultaba un poco las cosas. Carlus no permitiría a Godwyn registrar el lugar, aunque puede que un registro no fuese estrictamente necesario, ya que debía de haber una caja o una cartera en alguna parte, bien a la vista, que contuviese los documentos personales del prior Anthony, ya fuese un cuaderno de sus días como novicio, una amable carta del arzobispo o algunos sermones. Probablemente Carlus había examinado el contenido tras la muerte de Anthony, pero no había ninguna razón para permitirle a Godwyn hacer lo mismo.
El sacristán frunció el ceño, tratando de pensar en algo. ¿Podía buscar el documento otra persona? Cabía la posibilidad de que Edmund o Petranilla quisiesen examinar las pertenencias de su hermano muerto, y en ese caso a Carlus le resultaría difícil denegar una petición de esa índole. Sin embargo, podía apartar algunos documentos de antemano. No, la búsqueda debía ser clandestina.
La campana llamó a tercia, el oficio intermedio. Godwyn cayó en la cuenta de que el único momento en que podía estar seguro de que Carlus no estaría en la casa del prior era durante un oficio en la catedral.
Tendría que saltarse la oración; ya se le ocurriría alguna excusa creíble. No iba a ser tarea fácil, ya que, en calidad de sacristán de la orden, era la única persona que no podía bajo ningún concepto saltarse el oficio divino. Sin embargo, no le quedaba otra alternativa.
—Quiero que me acompañes a la iglesia —le dijo a Philemon.
—De acuerdo —contestó, aunque parecía preocupado: se suponía que los subalternos del priorato no podían entrar en el presbiterio mientras se celebraba el oficio.
—Entra justo después del versículo invitatorio y susúrrame algo al oído, lo que sea, no importa. No hagas caso de mi reacción, luego vete.
Philemon frunció el ceño con aprensión, pero asintió a pesar de todo. Haría cualquier cosa por Godwyn.
El sacristán abandonó la biblioteca y se incorporó a la procesión de monjes que se dirigía a la iglesia. Sólo había un puñado de gente en la nave, la mayor parte de los habitantes de la ciudad acudirían más tarde para asistir a la misa en memoria de las víctimas del hundimiento del puente. Los monjes ocuparon sus asientos en el presbiterio y comenzó el ritual.
—Oh, Dios, que atiendan tus oídos mis súplicas —recitó Godwyn junto a los demás.
Terminaron de recitar el versículo invitatorio y dieron comienzo al primer himno, y en ese momento apareció Philemon. Todos los monjes se lo quedaron mirando, igual que hacía todo el mundo cuando algo extraordinario ocurría en el transcurso de un rito familiar. El hermano Simeón frunció el ceño con gesto reprobador y Carlus, que dirigía los cánticos, percibió la interrupción y en su rostro se dibujó una expresión de confusión. Philemon se aproximó al escaño de Godwyn e inclinó el cuerpo hacia él.
—Bienaventurado el hombre que no sigue el consejo de los malvados —susurró.
Godwyn fingió sorpresa y siguió escuchando mientras Philemon recitaba la totalidad del salmo número uno. Al cabo de un momento, negó enérgicamente con la cabeza, como si estuviese rechazando una petición. A continuación siguió escuchando. Iba a tener que inventarse una historia muy elaborada para explicar toda aquella pantomima. Tal vez dijese que su madre había insistido en hablar con él inmediatamente acerca del funeral de su hermano, el prior Anthony, y que amenazaba con entrar en el presbiterio ella misma a menos que Philemon le transmitiese el mensaje a Godwyn. La personalidad arrolladora de Petranilla, combinada con el dolor por la pérdida, hacía la historia creíble. Cuando Philemon terminó el salmo, Godwyn puso cara de resignación, se levantó y le siguió fuera del presbiterio.
Se apresuraron a rodear la catedral en dirección a la casa del prior. Un joven empleado estaba barriendo el suelo; no se atrevería a hacerle preguntas a un monje. Tal vez luego le diría a Carlus que él y Philemon habían estado allí, pero para entonces ya sería demasiado tarde.
A Godwyn la casa del prior se le antojó una auténtica vergüenza; era más pequeña incluso que la casa de tío Edmund, en la calle principal. Un prior debía tener un palacio, acorde con su distinguido estatus, tal como ocurría en el caso del obispo. Aquel edificio no tenía nada de distinguido, unos cuantos tapices con escenas bíblicas cubrían las paredes y tapaban las corrientes de aire, pero en general, la decoración era anodina y poco imaginativa… como la personalidad del fallecido Anthony.
Registraron rápidamente el lugar y no tardaron en encontrar lo que buscaban: arriba, en la alcoba, en un arcón junto al reclinatorio, había una cartera. Estaba hecha de piel de cabritillo rojo anaranjado muy suave con hermosas puntadas de hilo escarlata; Godwyn estaba seguro de que se trataba del obsequio piadoso de algún curtidor local.
Bajo la mirada expectante de Philemon, la abrió.
En su interior había unas treinta láminas de pergamino, sin enrollar y con paños de hilo intercalados para protegerlas de la humedad y el calor. Godwyn las examinó rápidamente.
Varios de los documentos contenían notas sobre el Libro de los Salmos. En algún momento, Anthony debía de haber considerado la posibilidad de escribir un libro de comentarios, pero por lo visto había abandonado el proyecto a la mitad. Lo más curioso era un poema de amor, en latín. Llevaba por título Virent oculi e iba dirigido a un hombre de ojos verdes. Los ojos de tío Anthony habían sido de color verde, jaspeados de dorado, como los del resto de la familia.
Godwyn se preguntó quién lo habría escrito. No había demasiadas mujeres con conocimientos suficientes de latín para poder componer un poema. ¿Se habría enamorado una monja de Anthony? ¿O acaso el autor del poema era un hombre? El pergamino estaba viejo y amarillento, por lo que la aventura amorosa, si es que había ocurrido en realidad, había tenido lugar en la juventud de Anthony. Sin embargo, había conservado el poema. Puede que, después de todo, no hubiese sido un hombre tan aburrido como creía Godwyn.
—¿Qué es? —Quiso saber Philemon.
Godwyn se sintió culpable. Había husmeado en una parte muy íntima de la vida privada de su tío, y deseaba no haberlo hecho.
—Nada —contestó—, es sólo un poema.
Pasó al siguiente manuscrito… y esta vez la suerte le sonrió.
Se trataba de un documento fechado en las Navidades de hacía diez años, y estaba relacionado con una parcela de doscientas hectáreas en las proximidades de Lynn, en Norfolk. El señor de las tierras había muerto poco antes, y el documento asignaba el señorío vacante al priorato de Kingsbridge y especificaba los censos anuales como grano, lana, becerros o gallinas que tenían que pagar al priorato los siervos y los arrendatarios que trabajasen la tierra. Nombraba a uno de los campesinos administrador con la responsabilidad de hacer entrega de los productos al priorato con periodicidad anual. También asignaba pagos de dinero que podían realizarse en lugar de los productos propiamente dichos, práctica que había pasado a ser predominante, sobre todo cuando las tierras se hallaban a muchos kilómetros de distancia de la residencia del señor.
Era un documento corriente. Cada año, tras la cosecha, los representantes de docenas de comunidades similares realizaban la peregrinación hasta el priorato para hacer entrega de lo que debían. Quienes vivían más cerca, se presentaban a principios del otoño, mientras que otros llegaban a intervalos a lo largo de todo el invierno, y unos cuantos, procedentes de lugares muy remotos, no llegaban hasta después de la Navidad.
El documento también especificaba que la dote se concedía en consideración a la aceptación por parte del priorato del ingreso de sir Thomas de Langley en la orden. Eso también era un dato habitual.
Sin embargo, había un detalle en aquel documento que no era ni mucho menos usual: estaba firmado por la mismísima reina Isabel.
Aquello sí era interesante, pues Isabel era la esposa infiel del rey Eduardo II. Se había rebelado contra su marido y soberano y había instaurado en su lugar al hijo de ambos, de catorce años. Poco después, el rey depuesto había muerto y el prior Anthony había asistido a sus exequias, en Gloucester. Thomas había llegado a Kingsbridge por las mismas fechas.
Durante varios años, la reina y su amante, Roger Mortimer, habían gobernado Inglaterra, pero el joven Eduardo III no había tardado en imponer su autoridad, pese a su corta edad. El nuevo rey había alcanzado ya los veinticuatro años y mostraba un firme control sobre sus súbditos. Mortimer había muerto e Isabel, que tenía cuarenta y dos años, vivía en opulento retiro en Castle Rising, en Norfolk, no lejos de Lynn.
—¡Ya lo tengo! —exclamó Godwyn, dirigiéndose a Philemon—. Fue la reina Isabel quien lo dispuso todo para que Thomas ingresase en el monasterio.
Philemon frunció el ceño.
—Pero ¿por qué?
A pesar de no ser un hombre instruido, Philemon era bastante avispado.
—Exacto, ¿por qué? —repitió Godwyn—. Seguramente pretendía recompensarlo, o comprar su silencio… o puede que ambas cosas. Y esto sucedió el mismo año en que derrocó a su marido, el rey.
—Debió de prestarle algún servicio.
Godwyn asintió con la cabeza.
—Seguramente le hizo de mensajero, o abrió las puertas de un castillo, o le reveló los planes del rey o le garantizó el apoyo de algún barón importante. Pero ¿por qué es un secreto?
—No lo es —contestó Philemon—. El tesorero debe de estar al tanto, y todos los habitantes de Lynn. El alguacil debe de hablar con alguien cuando viene aquí.
—Pero nadie sabe que todo se dispuso en beneficio de Thomas… a menos que hayan visto este documento.
—Entonces, ése es el secreto, que la reina Isabel otorgó esa dote en beneficio de Thomas.
—Exacto. —Godwyn guardó los pergaminos, intercalando cuidadosamente entre ellos varios paños de hilo, y volvió a dejar la cartera en el arcón.
—Pero ¿por qué es un secreto? —siguió insistiendo Philemon—. No tiene nada de malo ni de vergonzoso, es algo que se hace constantemente.
—No sé por qué es un secreto y tal vez tampoco nos hace falta saberlo. El hecho de que haya quien prefiere mantenerlo oculto puede bastar para nuestros propósitos. Salgamos de aquí.
Godwyn se sentía satisfecho: Thomas guardaba un secreto y él lo sabía. Eso le otorgaba poder y hacía que sintiese la suficiente confianza en sí mismo para arriesgarse a proponer a Thomas como candidato para prior. Aunque también sentía cierta aprensión, pues Thomas no era ningún idiota.
Regresaron a la catedral. El oficio de tercia terminó al cabo de un momento y Godwyn empezó a realizar los preparativos para la misa solemne del funeral. Obedeciendo sus instrucciones, seis monjes levantaron el ataúd de Anthony, lo colocaron encima de una peana frente al altar y luego dispusieron una serie de velas a su alrededor. Los habitantes de Kingsbridge empezaron a congregarse en la nave. Godwyn saludó con la cabeza a su prima Caris, que se había cubierto el tocado de todos los días con seda negra. Luego vio a Thomas, quien, con la ayuda de un novicio, estaba metiendo dentro de la iglesia un sitial de gran tamaño y muy ornamentado. Se trataba del trono del obispo, o cátedra, que otorgaba a la iglesia su estatus especial de catedral.
Godwyn asió a Thomas del brazo.
—Deja que Philemon haga eso.
Thomas se enfureció, creyendo que Godwyn le ofrecía ayuda por su condición de manco.
—Puedo hacerlo.
—Ya sé que puedes hacerlo, sólo quiero hablar contigo.
Thomas era mayor, tenía treinta y cuatro años frente a los treinta y uno de Godwyn, pero el sacristán era su superior en la jerarquía eclesiástica. Con todo, Godwyn siempre sentía cierto temor ante Thomas; el matricularius solía mostrar la deferencia pertinente hacia el sacristán, pero pese a todo, Godwyn sentía que sólo le dispensaba el respeto que Thomas creía que merecía, ni más ni menos. Aunque Thomas cumplía a rajatabla todos los preceptos de la Regla de San Benito, parecía haber traído consigo al priorato un aire de independencia y autosuficiencia que nunca había llegado a perder del todo.
No sería fácil engañar a Thomas, pero eso era exactamente lo que Godwyn planeaba hacer.
Thomas dejó que Philemon sujetase su lado del trono, y Godwyn lo condujo a la nave lateral.
—Los hermanos están hablando de la posibilidad de que seas tú el próximo prior —dijo Godwyn.
—También dicen lo mismo sobre ti —repuso Thomas.
—Yo me negaré a presentar mi candidatura.
Thomas arqueó las cejas.
—Me sorprendes, hermano.
—Tengo dos razones —adujo el sacristán—. La primera es que creo sinceramente que tú lo harías mejor.
Thomas parecía aún más sorprendido. Seguramente nunca había sospechado tanta modestia en Godwyn… y llevaba razón, porque estaba mintiendo.
—La segunda —prosiguió Godwyn— es que es más probable que ganes tú. —En ese momento sí decía la verdad—. Los jóvenes me prefieren a mí, pero tú eres más popular en todas las franjas de edad.
En el hermoso rostro de Thomas se dibujó una expresión recelosa; estaba esperando la trampa.
—Quiero ayudarte —le aseguró Godwyn—. Creo que lo único importante es contar con un prior que haga verdaderas reformas en el monasterio y que mejore el estado de sus finanzas.
—Y yo creo que podría hacerlo, pero ¿qué quieres a cambio de tu apoyo?
Godwyn sabía que debía pedirle algo, porque de lo contrario Thomas empezaría a sospechar de veras. Se inventó una mentira plausible.
—Me gustaría ser tu suprior.
Thomas asintió con la cabeza, pero no expresó su consentimiento de inmediato.
—¿Y cómo me ayudarías?
—En primer lugar, consiguiéndote el apoyo de los habitantes de la ciudad.
—¿Sólo porque Edmund Wooler es tu tío?
—No es tan sencillo. A los ciudadanos de Kingsbridge les preocupa el puente. Carlus no quiere decirles cuándo comenzará la construcción de uno nuevo, si es que llega a hacerlo, de modo que harán lo que sea con tal de impedir que él se convierta en el nuevo prior. Si le digo a Edmund que tú comenzarías las obras de construcción del puente en cuanto salgas elegido, obtendrás el respaldo de la ciudad entera.
—Pero eso no me granjeará los votos de demasiados monjes.
—No estés tan seguro. No olvides que la elección de los monjes debe ser ratificada por el obispo, y la mayoría de los obispos son lo suficientemente prudentes para no tomar decisiones sin consultar la opinión de las gentes del lugar, y Richard tiene tanto interés como el que más en ahorrarse problemas. Si los ciudadanos te apoyan, todo será muy distinto.
Godwyn advirtió que Thomas no confiaba en él. El matricularius escrutó su rostro detenidamente, y Godwyn sintió que una perla de sudor le resbalaba por la espina dorsal mientras trataba con todo su empeño de mantener una expresión imperturbable pese a la dureza de aquella mirada escrutadora. Sin embargo, Thomas estaba de acuerdo con sus argumentos.
—No hay duda de que necesitamos un puente nuevo —dijo—. Carlus es un insensato por tratar de posponerlo.
—De manera que estarías prometiendo algo que tienes intención de hacer de todos modos.
—Eres muy persuasivo.
Godwyn levantó las manos al aire con un ademán defensivo.
—No es eso lo que pretendo. Debes hacer lo que creas que es la voluntad de Dios.
Thomas parecía escéptico. No se creía que Godwyn fuese tan ecuánime.
—De acuerdo —dijo pese a todo. A continuación, añadió—: Rezaré por ello.
Godwyn presintió que aquel día no iba a conseguir un compromiso más firme por parte de Thomas, y que podía llegar a ser contraproducente tratar de presionarlo aún más.
—También yo, hermano. También yo —contestó, y se dio media vuelta.
Thomas haría exactamente lo que había prometido y rezaría por ello. No era muy dado a cobijar deseos personales: si creía que era la voluntad de Dios, presentaría su candidatura como prior, y si no, no lo haría. Godwyn no tenía nada más que hacer con él, al menos de momento.
Cuando regresó junto al altar, Godwyn vio que ya había una multitud de velas alrededor del ataúd de Anthony. La iglesia se estaba abarrotando con los habitantes de Kingsbridge y los vasallos y campesinos de las aldeas vecinas. Godwyn buscó entre la muchedumbre el rostro de Caris, a quien había visto unos minutos antes. La localizó en el crucero sur, y vio que estaba observando el andamio de Merthin en la nave lateral. Guardaba muy buenos recuerdos de Caris cuando era niña, cuando él había sido el primo mayor y sabelotodo.
Había visto a su prima un tanto triste y cabizbaja desde el hundimiento del puente, pero ese día parecía muy contenta. Se alegró, porque sentía cierta debilidad por ella. Le tocó el codo.
—Pareces feliz.
—Lo soy. —La muchacha sonrió—. Acabo de solucionar un pequeño problema amoroso, pero tú no lo entenderías.
—No, claro que no. —«No tienes ni idea de los muchos problemas amorosos que hay entre los monjes», pensó para sus adentros, aunque no dijo nada: era mejor dejar a los seglares en la ignorancia con respecto a los pecados que tenían lugar en el priorato—. Tu padre debería hablar con el obispo Richard sobre la reconstrucción del puente.
—¿De veras? —repuso ella con aire escéptico. De niña había admirado a su primo como a su héroe, pero su admiración se había ido enfriando con el paso de los años—. ¿Para qué? No es su puente.
—La elección del nuevo prior por parte de los monjes debe ser aprobada por el obispo. Richard podría hacer que se corriese la voz de que no piensa aprobar a cualquiera que se niegue a reconstruir el puente. Puede que algunos monjes se rebelen, pero otros pensarán que no tiene sentido votar a alguien que no va a ser ratificado.
—Ya entiendo. ¿Y crees de verdad que mi padre podría servir de ayuda?
—Por supuesto.
—Entonces, se lo propondré.
—Gracias.
Se oyó el tañido de la campana. Godwyn se retiró y volvió a sumarse de nuevo a la procesión de monjes que se estaba formando en los claustros. Era mediodía.
Podía decirse que le había cundido la mañana.