a catedral de Kingsbridge era un auténtico pandemonio, y lo que allí se veía era una sucesión de imágenes dantescas: heridos retorciéndose y gritando de dolor o para implorar auxilio a Dios, a los santos o a sus madres. Cada poco, alguien que trataba de localizar a un ser querido lo encontraba muerto, y gritaba con el estupor de la pena y el dolor súbitos. Tanto los vivos como los muertos adoptaban formas grotescas por los huesos rotos, estaban encharcados en sangre y tenían la ropa hecha jirones y empapada. El suelo de piedra de la iglesia estaba resbaladizo por el agua, la sangre y el lodo de la ribera.
En mitad de aquel horror, un pequeño remanso de paz y eficiencia se extendía alrededor de la figura de la madre Cecilia. Como un pajarillo, iba de una figura horizontal a otra, seguida de un pequeño grupo de monjas encapuchadas, entre las cuales figuraba la que había sido su ayudante durante años, la hermana Juliana, conocida ahora con el respetuoso nombre de Julie la Anciana. Mientras examinaba a cada paciente, no dejaba de dar órdenes para que los lavasen, les aplicasen ungüentos, les colocasen los vendajes y les administrasen las medicinas de hierbas. En los casos más graves llamaba a Mattie Wise, Matthew Barber o al hermano Joseph. Siempre hablaba en voz baja pero muy clara, dando instrucciones simples y precisas. Dejaba a casi todos los pacientes con una profunda sensación de calma y a sus familiares tranquilos y esperanzados.
Todo aquello le recordaba a Caris, demasiado vívidamente, el día de la muerte de su madre. También entonces había reinado una gran confusión y terror, aunque sólo en su corazón, y del mismo modo, la madre Cecilia había sabido exactamente qué hacer. Su madre había muerto pese a los auxilios de Cecilia, al igual que morirían muchos de los heridos de ese día, pero un halo de paz y orden había rodeado aquella muerte, la sensación de que se había hecho todo lo posible.
Cuando alguien caía enfermo, algunos invocaban a la Virgen y a todos los santos, pero eso a Caris sólo le provocaba más desazón y temor, pues no había forma de saber si los espíritus acudirían en su ayuda o si habían escuchado siquiera las súplicas. La madre Cecilia no era tan poderosa como los santos, de eso ya había sido consciente Caris incluso a sus diez años, pero pese a todo, su aplomo y su pragmatismo habían transmitido a su corazón de niña grandes dosis de esperanza y resignación en una mezcla perfecta que en aquel momento de aflicción había aportado serenidad a su alma.
En esos momentos, Caris se había incorporado al entorno de Cecilia sin haber tomado la decisión de forma consciente o haber pensado en ello siquiera. Seguía las instrucciones de la persona más firme y enérgica que había allí, al igual que la gente había obedecido sus órdenes en la ribera del río inmediatamente después del derrumbamiento, cuando nadie más parecía saber qué hacer. El pragmatismo enérgico de Cecilia era contagioso, y todos cuantos se hallaban a su alrededor se impregnaban de parte de su mismo espíritu competente y vivaz. Caris se sorprendió con un pequeño cuenco de vinagre en las manos mientras una hermosa novicia llamada Mair humedecía un paño en él y limpiaba la sangre del rostro de Susanna Chepstow, la esposa del maderero.
Después de eso tuvo lugar un trasiego constante hasta bien entrada la noche. Gracias a la prolongada tarde estival, se pudieron recuperar todos los cuerpos del río antes de que anocheciese, aunque tal vez nunca llegarían a saber cuántos habían perecido ahogados y yacían en el fondo del río o habían sido arrastrados por la corriente. No había ni rastro de Nell la Loca, quien a buen seguro había caído al agua con la carreta a la que iba atada. Para colmo de injusticias, fray Murdo había resultado prácticamente ileso, pues sólo había sufrido una torcedura en el tobillo y se había ido renqueando hasta la posada Bell para recobrar las fuerzas con un buen plato de jamón cocido y un vaso de cerveza fuerte.
Sin embargo, la atención de los heridos se prolongó, después del crepúsculo, bajo la luz de las velas. Algunas de las monjas terminaban agotadas y tenían que abandonar sus labores de auxilio, otras se veían superadas por la magnitud de la tragedia y se venían abajo, interpretando erróneamente las instrucciones y las tareas que se les encomendaba y cometiendo grandes torpezas, por lo que se hizo necesario enviarlas a descansar a sus celdas, pero Caris y un pequeño grupo de mujeres incansables siguieron hasta que no hubo nada más que hacer. Debía de ser ya medianoche cuando se hizo el último nudo en la última venda, y Caris se fue con paso cansino atravesando el césped del recinto catedralicio en dirección a la casa de su padre.
Petranilla y su hermano estaban sentados en el comedor, cogidos de la mano, llorando la pérdida de su hermano Anthony. Edmund tenía los ojos anegados en lágrimas y Petranilla sollozaba desconsoladamente. Caris besó a ambos, pero no se le ocurría nada que decirles. Si se hubiese sentado allí con ellos, se habría quedado dormida en la silla, por lo que optó por subir la escalera hasta su alcoba. Se metió en la cama junto a Gwenda, que se alojaba en su casa, como de costumbre. La joven dormía profundamente, exhausta, y ni siquiera se movió.
Caris cerró los ojos, con el cuerpo roto y el corazón destrozado por la pena.
Su padre lloraba la muerte de uno entre muchos, pero ella sentía el peso de todos cuantos se habían ido: pensó en los amigos, los vecinos y los conocidos tendidos sobre el frío suelo de piedra de la catedral, muertos, y se imaginó la tristeza de sus padres, de sus hijos, de sus hermanos… y la inmensidad de la pena la desbordó por completo. Se echó a llorar a mares, hundiendo la cabeza en la almohada. Gwenda le pasó el brazo por los hombros y la abrazó con fuerza. Pasados unos minutos, la extenuación se apoderó de ella y se quedó dormida.
Se levantó de nuevo al alba. Dejó a Gwenda durmiendo aún, regresó a la catedral y reanudó su tarea de enfermera. La mayor parte de los heridos fueron enviados a sus casas, y quienes aún precisaban de cuidados, como el conde Roland, que todavía no había recuperado el conocimiento, fueron trasladados al hospital. Colocaron los cadáveres en el presbiterio, dispuestos en ordenadas hileras, a la espera del momento del entierro.
El tiempo pasaba volando, sin apenas un segundo para descansar. Posteriormente, a media tarde del domingo, la madre Cecilia le dijo a Caris que se tomara un descanso. La joven miró a su alrededor y se dio cuenta de que ya estaba hecho casi todo. Fue entonces cuando empezó a pensar en el futuro.
Hasta ese momento había sentido, de forma inconsciente, que la vida de siempre había terminado, y que vivía en un nuevo mundo de tragedia y horror. En ese instante se percató de que con el tiempo aquello, como pasó lo demás, también pasaría: los muertos serían enterrados, los heridos sanarían y, de algún modo, la normalidad regresaría a la ciudad. Y recordó también que, justo antes de que el puente se derrumbara, había ocurrido otra tragedia, violenta y devastadora a su manera.
Encontró a Merthin junto al río, en compañía de Elfric y Thomas de Langley, organizando la retirada de los escombros con la ayuda de cincuenta voluntarios o más. Saltaba a la vista que Merthin y Elfric habían dejado aparcadas sus diferencias ante lo perentorio de la situación. Casi todos los maderos sueltos habían sido rescatados del agua y apilados en la orilla, pero buena parte de la carpintería del puente seguía aún ensamblada, y un amasijo de tablones entrelazados flotaba sobre la superficie, balanceándose ligeramente con el subir y bajar del agua, con la serenidad inocente de una bestia descomunal que acabase de asesinar y engullir a su presa.
Los hombres estaban intentando descomponer los escombros en proporciones más manejables. Se trataba de una tarea peligrosa, con el riesgo constante de que el puente se desplomase aún más e hiriese de gravedad a los voluntarios. Habían atado una soga alrededor de la parte central del puente, en ese momento parcialmente sumergida, y había un grupo de hombres de pie en la orilla tirando de la soga. A bordo de una barca, en mitad de la corriente, se hallaban Merthin y el corpulento Mark Webber con un remero. Cuando los hombres de la orilla hacían una pausa para descansar, la barca se aproximaba remando a los escombros y Mark, dirigido por Merthin, la emprendía a golpes con las vigas con una enorme hacha de leñador. A continuación, la barca se alejaba a una distancia prudente, Elfric daba una orden y el grupo encargado de la soga tiraba de ésta de nuevo.
Mientras Caris observaba los movimientos, una porción considerable del puente quedó liberada. Todos prorrumpieron en gritos de júbilo y los hombres arrastraron la amalgama de madera a tierra firme.
Las esposas de algunos de los voluntarios llegaron cargadas de hogazas de pan y jarras de cerveza. Thomas de Langley ordenó un descanso y, mientras los hombres reponían fuerzas, Caris se quedó a solas con Merthin.
—No puedes casarte con Griselda —dijo a bocajarro, sin más preámbulos.
La súbita interpelación no sorprendió al joven.
—No sé qué hacer —repuso—. No dejo de darle vueltas todo el tiempo.
—¿Vienes a dar un paseo conmigo?
—De acuerdo.
Dejaron a la muchedumbre reunida en la orilla y enfilaron hacia la calle principal. Tras el ajetreo y el bullicio de la feria del vellón, en la ciudad reinaba un silencio sepulcral. Todos los habitantes estaban encerrados en sus casas, cuidando a los enfermos o llorando a sus muertos.
—No puede haber muchas familias entre cuyos miembros no se encuentre algún herido o algún muerto —comentó Caris—. Debía de haber cientos de personas en ese puente, bien tratando de salir de la ciudad o bien persiguiendo a la pobre Nell. Hay más de un centenar de cadáveres en la iglesia, y hemos atendido a unos cuatrocientos heridos.
—Y quinientos afortunados —señaló Merthin.
—Podríamos haber estado en el puente, o cerca de él. Tú y yo podríamos estar ahora mismo tendidos en el suelo del presbiterio, con el cuerpo frío y sin vida, pero hemos sido obsequiados con un regalo: el resto de nuestras vidas. Y no debemos malgastar ese regalo por culpa de un error.
—No es un error —repuso Merthin con brusquedad—: es un niño, un ser humano con un alma.
—Tú también eres un ser humano con un alma, y un ser humano excepcional. Mira si no lo que estabas haciendo hace un momento. Ahí abajo, en el río, hay tres personas al frente de la situación, una de ellas es el constructor más próspero de la ciudad, otro es el matricularius del priorato y el tercero es… un simple aprendiz, que ni siquiera ha cumplido todavía los veintiún años. Y pese a todo, los habitantes de la ciudad te obedecen con la misma celeridad con que obedecen a Elfric y a Thomas.
—Eso no significa que pueda eludir mis responsabilidades.
Doblaron la esquina de la calle del priorato. El césped de la parte delantera de la catedral estaba plagado de surcos y de pisadas después de la feria, y había áreas cenagosas y enormes charcos. En los tres ventanales del lado oeste de la iglesia, Caris vio el reflejo de un sol lluvioso y unos jirones de nubes, una imagen dividida, como un tríptico en un altar. El tañido de una campana anunció el oficio de vísperas.
—Piensa en todas las veces que has hablado de ir a visitar los edificios de París y Florencia. ¿Renunciarías a eso?
—Supongo que sí. Un hombre no puede abandonar a su esposa e hijo.
—De modo que ya piensas en ella como en tu esposa.
La encaró para hablarle frente a frente.
—Nunca pensaré en ella como mi esposa —expuso con amargura—. Sabes perfectamente a quién amo.
Por una vez, a Caris no se le ocurrió ninguna réplica sagaz a las palabras del joven. Abrió la boca para hablar, pero no acertó a articular palabra, sino que sintió cómo un nudo le atenazaba la garganta. Pestañeó varias veces para contener las lágrimas y bajó la cabeza para ocultar sus emociones.
Él la asió de los brazos y la atrajo hacia sí.
—Porque lo sabes, ¿verdad?
Se obligó a sí misma a mirarlo a los ojos.
—¿De veras lo sé?
Sintió cómo se le nublaba la vista.
Él la besó en la boca. Era una clase nueva de beso, algo completamente distinto de cualquier otra cosa que Caris hubiese experimentado hasta entonces. Los labios de él presionaban los suyos con delicadeza pero también con insistencia, como si estuviese decidido a grabar a fuego aquel momento en su memoria, y Caris se dio cuenta, con pavor, de que él pensaba que aquél sería el último beso entre ambos.
La joven se aferró a él con todas sus fuerzas, deseando que el beso se prolongase para siempre, pero Merthin separó sus labios de los de ella y puso punto final con una presteza insoportable.
—Te quiero —le dijo—, pero voy a casarme con Griselda.
La vida y la muerte siguieron su curso, los recién nacidos siguieron llegando al mundo entre vagidos y los ancianos lo abandonaron exhalando el último estertor. El domingo, Emma Butchers agredió a Edward, su marido adúltero, con su cuchilla de carnicero de mayor tamaño en un arrebato de celos. El lunes, desapareció una de las gallinas de Bess Hampton, que fue descubierta más tarde en una olla hirviendo en el fogón de la cocina de Glynnie Thompson, con lo cual Glynnie recibió una azotaina por orden de John Constable. El martes, Howell Tyler estaba trabajando en el tejado de la iglesia de St. Mark cuando una viga podrida cedió bajo sus pies y cayó, atravesando el techo, al suelo de la iglesia; el hombre murió en el acto.
El miércoles, los escombros del puente ya habían sido retirados, todos excepto las bases de las pilastras principales, y los maderos estaban apilados en la orilla. La vía fluvial estaba abierta al paso de embarcaciones, y las barcazas y las balsas pudieron salir de Kingsbridge rumbo a Melcombe con su cargamento de lana y otras mercancías de la feria del vellón con destino final en Flandes e Italia.
Cuando Caris y Edmund se acercaron a la orilla para seguir los progresos, Merthin estaba empleando los maderos destrozados para construir una balsa para transportar a la gente al otro lado del río.
—Es mejor que una barca —explicó—, porque el ganado puede subir y bajar sin problemas y también se pueden subir las carretas.
Edmund asintió con gesto sombrío.
—Tendremos que contentarnos con eso para el mercado semanal. Por suerte, para la siguiente feria del vellón ya deberíamos contar con un nuevo puente.
—No lo creo —dijo Merthin.
—Pero… tú me dijiste que se tardaría un año en construir un puente nuevo.
—Un puente de madera sí, pero si construimos otro de madera, también se derrumbará.
—¿Por qué?
—Os lo enseñaré. —Merthin los condujo hasta una pila de maderos y señaló una serie de postes de aspecto robusto—. Estos postes formaban las pilastras o pilares del puente, seguramente son los famosos veinticuatro mejores robles del territorio, obsequio del rey al priorato. Fijaos en los extremos.
Caris vio que, en un principio, los gigantescos postes habían sido afilados para que terminasen en punta, aunque la erosión de los años bajo el agua había ido suavizando los contornos.
—Los puentes de madera no tienen cimientos, sino que los postes están clavados simplemente en el lecho del río. Eso no es lo bastante seguro —explicó Merthin.
—¡Pero si este puente ha aguantado en pie varios siglos! —exclamó Edmund indignado. Siempre parecía andar en busca de pelea cuando discutía.
Merthin lo conocía de sobra, por lo que no hizo caso de su tono de voz.
—Sí, y ahora se ha derrumbado —dijo pacientemente—. Algo ha cambiado, los pilares de madera antes eran suficientemente firmes, pero ahora ya no lo son.
—¿Qué puede haber cambiado? El río es el río…
—Bueno, pues para empezar, tú has construido un establo y un espigón en la orilla, y has erigido una tapia para proteger tu propiedad. Otros mercaderes han hecho exactamente lo mismo. La antigua playa de barro en la orilla sur a la que yo solía ir a jugar cuando era niño prácticamente ha desaparecido, así que el río ya no puede prolongarse hacia los campos. Como resultado, el agua fluye más rápido que antes, sobre todo después de las fuertes lluvias que hemos padecido este año.
—Entonces, ¿tendrá que ser un puente de piedra?
—Sí.
Edmund levantó la vista y vio a Elfric, que los estaba escuchando.
—Merthin dice que hacen falta tres años para construir un puente de piedra.
Elfric asintió con la cabeza.
—Tres temporadas aptas para la construcción.
Caris sabía que la mayor parte de las obras de construcción se llevaban a cabo durante los meses más cálidos. Merthin le había explicado que no se podían construir muros de piedra cuando había riesgo de que la argamasa se congelase antes de que hubiese empezado a fraguar.
Elfric siguió hablando:
—Una temporada para los cimientos, otra para la arcada y otra para el pavimento de la calzada. Después de cada fase, hay que dejar la argamasa para que se endurezca y fragüe durante tres o cuatro meses antes de poder pasar a la siguiente fase.
—Tres años sin puente… —se lamentó Edmund con amargura.
—Cuatro años, a menos que empecemos inmediatamente.
—Será mejor que prepares un cálculo aproximado del coste para el priorato.
—Ya he empezado a hacerlo, pero es una tarea complicada. Tardaré otros dos o tres días.
—Hazlo cuanto antes.
Edmund y Caris abandonaron la ribera del río y subieron por la calle principal. Con su característico y enérgico paso torcido, Edmund siempre se negaba a apoyarse en el brazo de cualquier otra persona para andar, pese a su pierna atrofiada. Para mantener el equilibrio, balanceaba los brazos como si se dispusiese a emprender una carrera maratoniana. Los habitantes de la ciudad sabían que debían dejarle amplio espacio, sobre todo cuando tenía prisa.
—¡Tres años! —exclamó mientras caminaban—. Eso hará un daño irreparable a la feria del vellón. No sé cuánto tiempo nos costará volver a la normalidad. ¡Tres años!
Cuando llegaron a casa, encontraron allí a la hermana de Caris, Alice. Llevaba el pelo recogido bajo su gorro en un nuevo y elaborado peinado copiado de lady Philippa. Estaba sentada a la mesa junto a Petranilla. Caris adivinó de inmediato, por la expresión de los rostros de ambas, que habían estado hablando de ella.
Petranilla se dirigió a la cocina y salió de ella con cerveza, pan y mantequilla fresca. Sirvió a Edmund un vaso.
Petranilla había llorado el domingo anterior, pero desde entonces había dado escasas muestras de dolor por la muerte de su hermano Anthony. Curiosamente, a Edmund, quien nunca había sentido un gran aprecio por el prior, la muerte de su hermano parecía haberle afectado mucho más, pues a lo largo de la jornada las lágrimas asomaban a sus ojos en los momentos más insospechados, aunque también desaparecían con la misma celeridad.
En ese momento estaba ansioso por contarles las noticias sobre el puente. Alice quiso cuestionar el veredicto de Merthin, pero Edmund despachó sus críticas con impaciencia.
—Ese muchacho es un genio —dijo—, sabe más que muchos maestros constructores, y eso que todavía no ha terminado su formación como aprendiz.
—Por eso mismo es todavía más vergonzoso que vaya a pasar el resto de su vida con Griselda —intervino Caris con amargura.
Alice no tardó en salir en defensa de su hijastra.
—Griselda no tiene nada de malo.
—Sí, sí que lo tiene —la contradijo Caris—: no lo quiere. Lo sedujo porque su novio se había marchado, eso es todo.
—¿Es ésa la historia que te ha contado Merthin? —Alice estalló en una risa sarcástica—. Si un hombre no quiere hacerlo, no lo hace… te lo digo yo.
Edmund lanzó un gruñido.
—Pero se puede tentar a los hombres… —repuso.
—Ah, conque te pones de parte de Caris, ¿no es así, papá? —exclamó Alice—. No sé por qué me sorprendo, si es lo que haces siempre.
—No se trata de ponerse de parte de nadie —contestó Edmund—. Es posible que un hombre no quiera hacer una cosa, así, de buenas a primeras, y puede que se arrepienta más tarde, y sin embargo, es posible que por un instante cambien sus deseos… sobre todo cuando una mujer utiliza todas sus armas.
—¿Armas? ¿Por qué? ¿Das por sentado que fue ella la que se ofreció a él?
—Yo no he dicho eso, pero tengo entendido que todo empezó cuando ella se echó a llorar, y él trató de consolarla.
La propia Caris le había contado aquello.
Alice esbozó una mueca de disgusto.
—Siempre has sentido debilidad por ese aprendiz insolente.
Caris comió algo de pan con mantequilla, pero no tenía hambre.
—Supongo que tendrán media docena de hijos gordos, Merthin heredará el negocio de Elfric y se convertirá en un comerciante más de la ciudad, construirá casas para los mercaderes y regalará los oídos de los monjes para conseguir contratos, igual que su suegro.
—¡Y será muy afortunado por ello! —intervino Petranilla—. Será uno de los hombres más importantes de la ciudad.
—Pero se merece un destino mejor.
—¿Ah, sí? ¿De verdad? —exclamó Petranilla con asombro burlón—. ¡Él! ¡El hijo de un caballero caído en desgracia que no tiene un chelín para comprarle zapatos a su esposa! ¿Y para qué exactamente es para lo que crees que está destinado?
A Caris le dolían aquellas burlas. Era cierto que los padres de Merthin eran pobres pensionistas, y que dependían del priorato para poder comer y beber. Para él, heredar un próspero negocio de construcción sin duda significaría dar un gran salto en el escalafón social, y sin embargo, Caris pensaba que merecía algo mejor. No sabía decir exactamente qué futuro preveía para él, sólo sabía que era distinto del de cualquier otro habitante de la ciudad, y que no podía soportar la idea de ver a Merthin convertido en uno más.
El viernes, Caris llevó a Gwenda a ver a Mattie Wise.
Gwenda seguía en la ciudad porque Wulfric estaba allí, para asistir al funeral de su familia. Elaine, la sirvienta de Edmund, había secado el vestido de Gwenda frente a la lumbre, y Caris le había vendado los pies y le había dado un par de zapatos viejos.
Caris tenía la sensación de que Gwenda no le había contado toda la verdad respecto a su aventura en el bosque. Le explicó que Sim la había llevado con los proscritos y que ella se había escapado, que él la había perseguido y que había muerto al derrumbarse el puente. John Constable se había dado por satisfecho con esa versión: los proscritos vivían al margen de la ley, por lo que era imposible que Sim pudiese legar sus propiedades y, por tanto, Gwenda era libre. Sin embargo, Caris estaba segura de que en el bosque había pasado algo más, algo de lo que Gwenda no quería hablar. Caris decidió no presionar a su amiga para que se lo contase; había cosas que era mejor dejar enterradas para siempre.
Aquella semana los funerales absorbieron todo el tiempo y la actividad de los ciudadanos de Kingsbridge. Lo insólito de la forma en que se habían producido las muertes no alteraba en modo alguno los rituales propios de los entierros: había que asear los cuerpos, coser las mortajas para los pobres, fabricar los ataúdes para los ricos, cavar las tumbas y pagar a los sacerdotes. No todos los monjes habían sido nombrados sacerdotes, pero algunos de ellos lo eran, y trabajaban en turnos, durante todo el día y todos los días, dirigiendo las exequias en el camposanto de la parte norte de la catedral. Había media docena de parroquias en Kingsbridge, y sus párrocos también estaban muy ocupados.
Gwenda estaba ayudando a Wulfric con los preparativos, realizando las tareas tradicionales de la mujer, lavando los cuerpos y confeccionando las mortajas, haciendo todo cuanto podía para consolarlo. El joven se hallaba completamente aturdido: se encargaba de los detalles del funeral con admirable eficiencia, pero se pasaba horas con la mirada perdida, frunciendo ligeramente el ceño con expresión de perplejidad, como si tratara de encontrarle el sentido a un misterio insondable.
El viernes los funerales ya habían terminado, pero el prior en funciones, Carlus, había anunciado una misa especial el domingo por las almas de todos los fallecidos, por lo que Wulfric iba a quedarse hasta el lunes. Gwenda le contó a Caris que parecía agradecido por contar con la compañía de alguien de su misma aldea, pero que sólo se mostraba un poco más animado cuando hablaba de Annet. Caris se ofreció a comprarle otro filtro amoroso.
Encontraron a Mattie Wise en su cocina, preparando pócimas y medicinas. La casita donde vivía olía a hierbas, aceite y vino.
—Utilicé casi todo lo que tenía el sábado y el domingo —les explicó. Tengo que reponer provisiones.
—Pero debes de haber ganado mucho dinero —apuntó Gwenda.
—Sí… si es que me lo pagan algún día.
Caris se quedó perpleja.
—¿Es que acaso hay gente que no te paga?
—Algunos no. Siempre intento cobrar mis servicios por adelantado, mientras todavía sufren dolores, pero si no disponen del dinero en ese momento, se me hace difícil denegarles el tratamiento. La mayoría paga después, pero no todos.
Caris sintió una gran indignación por las palabras de su amiga.
—¿Y qué te dicen?
—Me dan toda clase de excusas: que no se lo pueden permitir, que la poción no surtió efecto, que se la tomaron contra su voluntad… cualquier cosa. Pero no te preocupes, todavía queda gente suficientemente honrada para poder seguir con mi labor. ¿Qué se os ofrece?
—Gwenda perdió su elixir de amor en el accidente.
—Eso tiene fácil remedio. ¿Por qué no se lo preparas tú?
Mientras Caris mezclaba los ingredientes, le preguntó a Mattie:
—¿Cuántos embarazos terminan en aborto?
Gwenda sabía por qué le hacía esa pregunta. Caris le había contado el dilema de Merthin; las dos jóvenes habían pasado la mayor parte del tiempo juntas hablando o bien de la indiferencia de Wulfric o de los férreos principios de Merthin. Caris había tenido la tentación incluso de comprarse un filtro amoroso para ella y utilizarlo con Merthin, pero algo la había disuadido.
Mattie le lanzó una mirada perspicaz, pero respondió de manera ambigua.
—Nadie lo sabe con certeza. Muchas veces, una mujer se salta un mes pero vuelve a menstruar al siguiente. ¿Es porque se había quedado embarazada y lo ha perdido o se trata de alguna otra razón? Es imposible saberlo.
—Ya.
—Pero ninguna de las dos está embarazada, si es eso lo que os preocupa.
—¿Cómo lo sabes? —repuso Gwenda al instante.
—Sólo hace falta miraros. Una mujer cambia casi inmediatamente, no sólo su tripa y sus pechos, sino también su cutis, su forma de moverse, su estado de ánimo… Sé detectar estas cosas mucho mejor que la mayoría, por eso me llaman sabia. Y entonces, ¿quién está preñada?
—Griselda, la hija de Elfric.
—Ah, sí, ya la he visto. Está de tres meses.
Caris se quedó estupefacta.
—¿De cuánto?
—De tres meses, o poco le falta. Sólo tenéis que mirarla, nunca ha sido flaca, pero ahora está más voluptuosa incluso. Pero ¿por qué estás tan sorprendida? Supongo que es hijo de Merthin, ¿verdad?
Mattie siempre adivinaba esas cosas.
—Creí que me habías dicho que había pasado hace poco —le dijo Gwenda a Caris.
—Merthin no me dijo exactamente cuándo, pero me dio a entender que fue recientemente y que sólo ocurrió una vez. Y ahora, por lo visto… ¡lleva meses haciéndolo con ella!
Mattie frunció el ceño.
—¿Y por qué iba a mentirte?
—¿Para no parecer tan canalla, por ejemplo? —repuso Gwenda.
—¿Cómo iba a ser peor?
—Los hombres son muy especiales, piensan de forma distinta.
—Voy a preguntárselo —dijo Caris—. Ahora mismo. —Dejó el frasco y la cuchara medidora.
—¿Y qué pasa con mi filtro amoroso? —preguntó Gwenda.
—Yo acabaré de prepararlo —se ofreció Mattie—. Caris tiene mucha prisa.
—Gracias —dijo Caris, y se marchó.
Bajó andando hasta la ribera del río, pero por una vez, Merthin no estaba allí. Tampoco lo encontró en casa de Elfric, así que decidió que debía de estar en el taller del albañil.
En la fachada oeste de la catedral, alojada en una de las torres, había una sala de trabajo para el maestro albañil. Caris accedió a la sala trepando por una estrecha escalera de caracol en un contrafuerte de la torre. Se trataba de una estancia amplia, iluminada por unos altos ventanales ojivales. A lo largo de una pared se apilaban las bellísimas plantillas de madera utilizadas por los canteros de la catedral original, cuidadosamente conservadas y que sólo se empleaban en las reparaciones.
Bajo los pies estaba el suelo para hacer las trazas: los tablones de madera estaban cubiertos por una capa de yeso y el maestro albañil de la catedral original, Jack Builder, había garabateado sus planos en la argamasa con útiles de hierro para dibujar. Al principio, las marcas trazadas de este modo eran blancas, pero se habían ido difuminando con el tiempo y se podían dibujar nuevos garabatos encima de los antiguos. Cuando ya había tantos dibujos distintos que resultaba difícil distinguir los nuevos de los antiguos, volvía a extenderse otra capa de yeso y el proceso se repetía de nuevo.
El pergamino, la piel lisa y delgada sobre la que los monjes copiaban los libros de la Biblia, era demasiado caro para utilizarlo para dibujar planos. Ya en tiempos de Caris había aparecido un nuevo material, el llamado papel, pero procedía de los árabes, y los monjes lo rechazaban por considerarlo un invento musulmán de los infieles. De todos modos, había que importarlo de Italia y no era más barato que el pergamino. Además, el suelo para trazar contaba con una ventaja adicional: un carpintero podía extender un trozo de madera en el suelo, encima del dibujo, y tallar su plantilla siguiendo exactamente las líneas trazadas por el maestro albañil.
Merthin estaba arrodillado en el suelo, tallando un trozo de roble siguiendo un dibujo determinado, aunque no estaba fabricando una plantilla, sino que estaba tallando una rueda dentada con dieciséis dientes. En el suelo, junto a él, había otra rueda más pequeña, y Merthin dejó de tallar un momento para colocar las dos juntas y ver si encajaban. Caris había visto aquellas piezas, o engranajes, en los molinos de agua, conectando las paletas con la muela del molino.
Tenía que haber oído el ruido de sus pasos en la escalera de piedra, pero estaba demasiado absorto en su trabajo para levantar la vista. Se lo quedó mirando un instante, con un sentimiento de ira compitiendo con el amor en su corazón. Merthin exhibía la postura de concentración absoluta que Caris conocía tan bien: el cuerpo menudo inclinado hacia delante, encima de su trabajo, las manos fuertes y los dedos hábiles realizando pequeños ajustes, el rostro impertérrito, la mirada fija… Poseía la elegancia perfecta de un grácil cervatillo que agachase la cabeza para beber un poco de agua de un arroyo. Se hallaba en un estado similar a la felicidad, pero más profundo. Estaba cumpliendo su destino.
—¿Por qué me mentiste? —le soltó a bocajarro.
El escoplo se le resbaló de las manos. Lanzó un grito de dolor y se miró el dedo.
—¡Por Dios santo! —exclamó Merthin, llevándose el dedo a la boca.
—Lo siento —se disculpó Caris—. ¿Te has hecho daño?
—No es nada. ¿Cuándo te he mentido?
—Me diste a entender que Griselda te había seducido una sola vez, cuando la verdad es que lleváis haciéndolo meses.
—No, eso no es verdad. —Se chupó el dedo ensangrentado.
—Está embarazada de tres meses.
—No puede ser, sucedió hace sólo dos semanas.
—Pues sí lo está, se sabe por su figura.
—¿De veras?
—Mattie Wise me lo ha dicho. ¿Por qué me mentiste?
La miró a los ojos.
—Pero yo no te mentí —contestó—. Ocurrió el domingo de la semana de la feria del vellón. Ésa fue la primera y la única vez.
—Entonces, ¿cómo podía estar segura de que estaba embarazada, si sólo lo estaba de dos semanas?
—No lo sé. ¿Cuándo se enteran las mujeres, normalmente?
—¿Es que no lo sabes?
—Nunca lo he preguntado. Bueno, pero hace tres meses Griselda todavía estaba con…
—¡Dios mío! —exclamó Caris. Un rayo de esperanza se abrió paso en su pecho—. Todavía estaba con su antiguo novio, Thurstan. —La chispa se convirtió en una auténtica llama—. El hijo debe de ser suyo, de Thurstan, y no tuyo. ¡Tú no eres el padre!
—¿Es eso posible? —Merthin no se atrevía a hacerse ilusiones.
—Por supuesto, eso lo explica todo. Si se hubiese enamorado de ti de repente, iría detrás de ti a la menor ocasión, pero tú dijiste que apenas te dirige la palabra.
—Creía que eso era porque era reacio a casarme con ella.
—Tú nunca le has gustado, sólo necesitaba un padre para su hijo. Thurstan se marchó, seguramente cuando ella le dijo que esperaba un hijo suyo, y tú estabas ahí mismo, en la casa, y fuiste lo suficientemente estúpido para caer en su trampa. ¡Oh, gracias a Dios!
—Gracias a Mattie Wise —dijo Merthin.
Se fijó en la mano izquierda del joven; le manaba sangre de un dedo.
—Vaya, te has hecho daño por mi culpa —dijo. Tomó su mano y le examinó la herida, que era pequeña pero profunda—. Lo siento mucho.
—No tiene importancia.
—Sí, sí que la tiene —replicó ella, sin saber si estaba hablando de la herida o de otra cosa. Le besó la mano, sintiendo la sangre cálida en sus labios. Se llevó el dedo de él a la boca y le chupó la herida para limpiársela. Fue un gesto tan íntimo que parecía un autentico acto sexual, y Caris cerró los ojos embargada por una sensación de éxtasis. Tragó el líquido, saboreando la sangre, y se estremeció de placer.
Una semana después del derrumbamiento del puente, Merthin ya había construido una balsa para el transporte de una orilla a otra.
Estuvo lista al amanecer del sábado, a tiempo para el mercado semanal de Kingsbridge. Había estado trabajando en ella bajo la luz de la lámpara todo el viernes por la noche, y Caris supuso que no habría tenido tiempo de hablar con Griselda y decirle que sabía que el niño era de Thurstan. Caris y su padre bajaron a la orilla del río para ver el nuevo invento mientras iban llegando los primeros comerciantes: mujeres de las aldeas vecinas con cestos llenos de huevos, campesinos con carros cargados de mantequilla y quesos, y pastores con rebaños de borregos.
La obra de Merthin despertó la admiración inmediata de Caris: la balsa era lo bastante grande para transportar un caballo y un carro sin sacar al animal de la vara y contaba con una robusta barandilla de madera para impedir que las ovejas cayeran por la borda. Nuevas plataformas de madera al nivel del agua en una y otra orilla facilitaban a los carros la tarea del embarque y el desembarque. Los pasajeros pagaban un penique, que un monje se encargaba de recaudar, pues la balsa, como el puente, pertenecía al priorato.
Lo más ingenioso era el sistema que Merthin había ideado para trasladar la balsa de una orilla a la otra: una larga cuerda se extendía desde el extremo sur de la balsa, atravesaba el río, rodeaba un poste, volvía a atravesar el río, rodeaba un cilindro y regresaba a la balsa, donde se sujetaba de nuevo al extremo norte. El cilindro estaba conectado por un engranaje de madera a una rueda que accionaba el movimiento de un buey; Caris había visto a Merthin tallar el engranaje el día anterior. Una palanca alteraba el engranaje de forma que el cilindro girase en una u otra dirección, dependiendo de si la balsa iba hacia una orilla o regresaba, y no había necesidad de apartar al animal de su camino y hacerlo dar media vuelta.
—Es un mecanismo muy sencillo —le explicó Merthin al ver el asombro de la joven, y lo era cuando Caris lo examinó con atención.
La palanca se limitaba a levantar una rueda dentada de gran tamaño para sacarla de la cadena y colocaba en su lugar dos ruedas más pequeñas, con el efecto de invertir la dirección en la que giraba el cilindro. Pese a ello, nadie en todo Kingsbridge había visto nunca nada igual.
Durante el transcurso de la mañana, media ciudad acudió a ver la asombrosa nueva máquina de Merthin. Caris se sentía muy orgullosa de él. Elfric estaba junto a ellos, explicando el funcionamiento del mecanismo a todo aquél que preguntaba y llevándose todo el mérito del trabajo de Merthin.
Caris se preguntó cómo podía ser Elfric tan caradura: había destruido la puerta de Merthin, un acto de violencia extrema que habría escandalizado a todos los habitantes de la ciudad si no se hubiesen visto abrumados por la tragedia aún mayor del hundimiento del puente. Había golpeado a Merthin con un palo, y éste todavía llevaba el cardenal en el rostro. Además, se había conchabado para urdir un engaño con la intención de hacer que Merthin se casara con Griselda y criase al hijo de otro hombre. Merthin había seguido trabajando para él, pues creía que la catástrofe justificaba que dejasen a un lado sus diferencias temporalmente. Sin embargo, Caris no comprendía cómo Elfric podía seguir andando con la cabeza alta.
La balsa resultó una idea brillante… pero insuficiente.
Fue Edmund quien lo señaló; al otro extremo del río, una hilera de carretas y comerciantes hacían una cola que se extendía por todo el camino hasta atravesar los alrededores de la ciudad y perderse en el horizonte, donde la vista no alcanzaba a ver más allá.
—Podría ir más rápido con dos bueyes —comentó Merthin.
—¿El doble de rápido?
—No, no tanto. También podría construir otra balsa.
—Ya hay otra balsa —dijo Edmund, señalando a un punto.
Tenía razón: Ian Boatman estaba remando en una barca con pasajeros que viajaban a pie. Ian no tenía espacio para carros, se negaba a transportar ganado y cobraba dos peniques. Normalmente tenía muchos problemas para ganarse la vida, porque el barquero sólo llevaba a un monje hasta la isla de los Leprosos dos veces al día y casi no tenía más trabajo. Sin embargo, ese día la gente también hacía cola para acudir a él.
—Bueno, pues tienes razón. En el fondo, una balsa no es un puente.
—Esto es un desastre —dijo Edmund—. Las noticias de Buonaventura ya eran bastante malas, pero esto… esto podría significar el fin de la ciudad.
—Entonces tienes que construir un puente nuevo.
—No se trata de mí, sino del priorato. El prior ha muerto y es imposible saber cuánto tardarán en elegir a uno nuevo. Supongo que sólo podemos presionar al prior en funciones para que tome una decisión. Iré a ver a Carlus ahora mismo. Acompáñame, Caris.
Enfilaron hacia la calle y entraron en el recinto del priorato. La mayoría de los visitantes tenían que ir al hospital y decir a uno de los sirvientes que querían hablar con un monje, pero Edmund era un personaje demasiado importante, y demasiado orgulloso, para suplicar el favor de ser recibido en audiencia de ese modo. El prior era el señor de Kingsbridge, pero Edmund era el mayordomo de la cofradía gremial, el cabecilla de los mercaderes y el que hacía que la ciudad fuese lo que era, y trataba al prior de igual a igual con respecto al gobierno de la ciudad. Además, durante los trece años anteriores, el prior había sido su hermano menor, de modo que, por todas esas razones, se dirigió directamente a la casa del prior en la parte norte de la catedral.
Era una casa de madera como la de Edmund, con una cámara principal y una sala pequeña en la planta baja y dos alcobas en el piso superior. No había cocina, pues las comidas del prior se elaboraban en la cocina del priorato. Muchos obispos y priores vivían en palacios, y el obispo de Kingsbridge poseía un bonito edificio en Shiring, pero el prior de Kingsbridge vivía modestamente. Pese a todo, las sillas eran cómodas, la pared estaba repleta de tapices con escenas de la Biblia y había una chimenea enorme para mantener una temperatura agradable en invierno.
Caris y Edmund llegaron a media mañana, en el momento en que los monjes más jóvenes se suponía que debían trabajar y los mayores, leer. Edmund y Caris hallaron a Carlus el Ciego en la cámara principal de la casa del prior, conversando con Simeón, el tesorero.
—Tenemos que hablar sobre el puente nuevo —expuso Edmund de inmediato.
—Muy bien, Edmund —respondió Carlus, reconociéndolo por la voz.
Caris advirtió que la bienvenida no había sido demasiado calurosa, y se preguntó si no habrían llegado en mal momento.
Edmund también percibió el clima de leve hostilidad, pero esa clase de cosas nunca hacían mella en él. Cogió una silla y tomó asiento.
—¿Para cuándo tenéis prevista la elección del nuevo prior?
—Tú también puedes sentarte, Caris —le ofreció Carlus. La joven no concebía cómo había podido adivinar su presencia allí—. Todavía no hemos fijado una fecha —prosiguió—. El conde Roland tiene derecho a proponer un candidato, pero todavía no ha recobrado el conocimiento.
—Es muy urgente, no podemos esperar —le aseguró Edmund. A Caris le pareció que su padre estaba siendo demasiado brusco, pero era su forma de ser, de modo que no dijo nada—. Tenemos que empezar a trabajar en el puente nuevo enseguida —continuó—. La madera no nos sirve, tendrá que ser de piedra. Vamos a tardar tres años, cuatro si nos retrasamos.
—¿Un puente de piedra?
—Es imprescindible. He estado hablando con Elfric y Merthin; otro puente de madera se derrumbaría igual que el viejo.
—Pero ¿y el coste?
—Alrededor de unas doscientas cincuenta libras, depende del diseño. Ésos son los cálculos de Elfric.
—Un nuevo puente de madera sólo costaría cincuenta libras —terció el hermano Simeón—, y el prior Anthony rechazó esa posibilidad la semana pasada a causa del precio.
—¡Y mirad el resultado! Un centenar de muertos, muchos más heridos, ganado y carros perdidos, el prior muerto y el conde a las puertas de la muerte.
Carlus respondió con aire glacial:
—Espero que no estés haciendo responsable de todo eso al fallecido prior Anthony…
—No podemos fingir que su decisión fuese la más acertada.
—Dios nos ha castigado por nuestros pecados.
Edmund lanzó un suspiro. Caris experimentó una gran frustración; cada vez que los monjes se equivocaban, siempre sacaban la figura de Dios a relucir.
—Para nosotros, simples mortales, es difícil conocer las intenciones de Dios —señaló Edmund—, pero lo que sí sabemos es que, sin un puente, esta ciudad morirá. Ya estamos perdiendo terreno frente a Shiring, y a menos que construyamos un nuevo puente de piedra lo más rápidamente posible, Kingsbridge no tardará en convertirse en una pequeña aldea.
—Puede que ése sea el plan que Dios nos tiene reservado.
Edmund empezó a dar muestras de exasperación.
—¿Es posible que Dios esté tan descontento con tus monjes? Porque, créeme, sin la feria del vellón y sin el mercado de Kingsbridge, aquí no habrá ningún priorato con veinticinco monjes, cuarenta monjas y cincuenta subalternos, ni tampoco con un hospital, un coro y una escuela. Es posible que tampoco haya catedral. El obispo de Kingsbridge siempre ha vivido en Shiring; ¿qué pasará si los prósperos comerciantes de allí le ofrecen construir una nueva y espléndida catedral en su propia ciudad, con los beneficios de su mercado tan boyante? Ni mercado de Kingsbridge, ni ciudad, ni catedral, ni priorato… ¿es eso lo que quieres?
Carlus parecía consternado. Saltaba a la vista que no se le había ocurrido que las consecuencias a largo plazo del derrumbamiento del puente pudiesen afectar de forma tan directa a la situación del priorato.
Sin embargo, en ese momento Simeón decidió intervenir.
—Si el priorato no se puede permitir la construcción de un puente de madera, desde luego es imposible que pueda construir uno de piedra.
—¡Pero tiene que hacerlo!
—¿Y los albañiles trabajarán de balde?
—Por supuesto que no, tienen bocas que alimentar. Pero ya hemos explicado cómo los habitantes de la ciudad podrían recaudar el dinero y prestárselo al priorato con la garantía de los derechos de pontazgo.
—Y quedarnos sin los ingresos procedentes del puente, ¿no? —exclamó Simeón, indignado—. Ya estás a vueltas con esa estafa, ¿verdad?
—Ahora mismo no contáis con ingresos de ningún tipo sobre el derecho de tránsito sobre el puente —apuntó Caris.
—Por el contrario, estamos cobrando los pasajes de la balsa.
—Y encontrasteis el dinero para pagar a Elfric por eso.
—Mucho menos que lo que cuesta un puente, y aun así vació nuestras arcas.
—Los pasajes nunca ascenderán a cantidades importantes de dinero, la balsa es demasiado lenta.
—Llegará un día, en el futuro próximo, en que el priorato podrá construir un puente nuevo. Dios proveerá los medios, si así lo desea. Y luego todavía conservaremos los derechos de tránsito.
—Dios ya ha provisto los medios —replicó Edmund—. Ha inspirado a mi hija para idear una manera de recaudar dinero que a nadie se le ha ocurrido nunca.
—Por favor, dejadnos a nosotros decidir lo que Dios ha hecho o no —contestó Carlus melindrosamente.
—Muy bien. —Edmund se levantó de la silla y Caris lo imitó—. Siento mucho que adoptes esa actitud. Es una catástrofe para Kingsbridge y para todos los que vivimos aquí, incluidos los monjes.
—Debo dejarme guiar por Dios, no por ti.
Edmund y Caris le dieron la espalda para marcharse.
—Una cosa más, si me lo permites —dijo Carlus.
Edmund se volvió ya en el umbral de la puerta.
—Por supuesto.
—Es inaceptable que los legos entren en las dependencias del priorato a su antojo. La próxima vez que desees verme, por favor, ven al hospital y envía a un novicio o a un sirviente del priorato para que venga a buscarme, como suele ser lo habitual.
—¡Soy el mayordomo de la cofradía! —protestó Edmund—. Siempre he tenido acceso directo al prior.
—Sin duda el hecho de que el prior Anthony fuese tu hermano lo hacía reacio a imponerte las normas habituales, pero esos días han terminado.
Caris miró la cara de su padre, que estaba reprimiendo su furia.
—Muy bien —dijo, con suma tirantez.
—Que Dios os bendiga.
Edmund salió de la estancia y Caris lo siguió.
Atravesaron el césped cubierto de barro y pasaron junto a un pequeño grupo de puestos de mercado lastimosamente reducido. Caris sintió todo el peso de las obligaciones de su padre; a la mayor parte de la gente sólo le preocupaba poder alimentar a su familia, pero Edmund se preocupaba por la ciudad entera. Lo miró y vio que tenía el semblante crispado por la ansiedad. A diferencia de Carlus, Edmund nunca levantaría los brazos al cielo y diría que ya se obraría la voluntad de Dios. Estaba dándole vueltas y más vueltas para tratar de encontrar una solución al problema. La joven sintió una oleada de compasión por él, un hombre que se empeñaba por hacer lo correcto sin ayuda del poderoso priorato. Nunca se quejaba por tener que soportar el peso de aquella responsabilidad, sino que se limitaba a asumirla sin más. Ese pensamiento hizo que a Caris le entraran ganas de llorar.
Abandonaron el recinto y atravesaron la calle principal. Cuando estaban a punto de llegar a la puerta de su casa, Caris preguntó:
—¿Qué vamos a hacer?
—Es evidente, ¿no te parece? —repuso su padre—. Tenemos que asegurarnos de que Carlus no resulte elegido prior.