13

Merthin vio cómo se combaba el puente. Por encima del pilar central, en la parte izquierda, la totalidad del entramado del tablero sufrió una sacudida como si fuera el espinazo roto de un caballo. El gentío que seguía a Nell, martirizándola, vio cómo el suelo cedía de pronto bajo sus pies y todos empezaron a tambalearse, agarrándose a sus vecinos para no perder el equilibrio. Uno de ellos cayó de espaldas al río por encima del pretil del puente y luego lo siguió otro, y otro. Los insultos y los abucheos dirigidos a Nell no tardaron en quedar silenciados por los gritos de advertencia y los alaridos de terror.

—¡No, no! —exclamó.

—¿Qué está pasando? —gritó Caris.

Quiso contestarle que toda aquella gente, las personas junto a las que habían crecido, mujeres que siempre habían sido amables con ellos, hombres a los que odiaban, niños que los admiraban, madres e hijos, tíos y sobrinas, señores crueles, enemigos acérrimos y amantes fogosos… todos iban a morir. Sin embargo, no consiguió articular ni una sola palabra.

Por un momento, menos de una fracción de segundo, Merthin esperó contra toda esperanza que la estructura se estabilizase en la nueva posición, pero sus esperanzas no tardaron en verse truncadas. El puente volvió a sufrir una sacudida, y esta vez, los tablones de madera ensamblados empezaron a liberarse de sus juntas: las tablas longitudinales sobre las que caminaba la gente se salieron de sus sujeciones, las juntas transversales que apuntalaban el entramado saltaron de los huecos que las alojaban y las abrazaderas de hierro que Elfric había clavado en las grietas se desgajaron de la madera.

La parte central del puente pareció hundirse por la parte más próxima a Merthin, a contracorriente. El carro de lana se inclinó de golpe y los espectadores sentados y de pie junto a las balas apiladas fueron catapultados al río. Unos maderos gigantescos salieron volando por los aires y mataron a todo aquél que encontraron a su paso. El frágil parapeto no tardó en ceder y el carro empezó a deslizarse lentamente por el borde del puente, mientras los bueyes, impotentes, lanzaban mugidos aterrorizados. El vehículo se precipitó por el puente con una lentitud espeluznante y se estrelló contra el agua con un ruido atronador. De pronto se vio a docenas de personas saltando o cayendo al río y, poco después, a centenares de ellas. Quienes ya habían caído al agua recibían el impacto de los cuerpos de quienes caían después y de los tablones de madera destrozados, algunos pequeños y otros enormes. Los caballos también caían, con o sin jinetes, caían encima de ellos.

Lo primero que acudió a la mente de Merthin fueron sus padres. Ninguno de los dos había ido al juicio de Nell la Loca, y no habrían querido en modo alguno presenciar su castigo, pues su madre consideraba aquellos espectáculos públicos una auténtica degradación, y a su padre no le interesaban lo más mínimo cuando lo que estaba en juego no era más que la vida de una simple loca. En vez de acudir a la iglesia, habían ido al priorato a despedirse de Ralph.

Sin embargo, en ese momento Ralph estaba en el puente.

Merthin vio a su hermano luchando por controlar a su caballo, Griff, que se encabritaba y piafaba con las patas delanteras, alternativamente.

—¡Ralph! —le gritó en vano. A continuación, los tablones que había debajo de Griff cayeron al agua—. ¡No! —exclamó Merthin mientras caballo y jinete desaparecían de la vista.

Merthin miró rápidamente en la otra dirección, donde Caris había visto a Gwenda, y la vio forcejeando con un hombre vestido con una túnica amarilla. Entonces, esa parte del puente también cedió, y ambos extremos se vieron arrastrados al agua por el desmoronamiento del centro.

El río se había transformado en una marea de seres humanos despavoridos, caballos aterrorizados, maderos astillados, carros destrozados y cuerpos cubiertos de sangre. Merthin advirtió que Caris ya no estaba a su lado cuando la vio corriendo por la orilla hacia el puente, sorteando las rocas y avanzando por la ribera de barro. Se volvió para mirarlo y gritó:

—¡Date prisa! ¿A qué esperas? ¡Ven a ayudar!

*

«Así debe de ser un campo de batalla», pensó Ralph para sí: los gritos, la violencia descontrolada, personas heridas, caballos enloquecidos de miedo… Fue su último pensamiento segundos antes de que el suelo cediese bajo sus pies.

Sufrió un momento de auténtico terror, pues no entendía qué había sucedido. Minutos antes el puente estaba debajo de los cascos de su caballo, pero de repente, había desaparecido y él y su montura habían salido volando por el aire. Ya no sentía la envergadura familiar de Griff entre sus muslos, y cayó en la cuenta de que se habían separado. Al cabo de un instante, cayó de cabeza en el agua helada.

Se hundió bajo la superficie y contuvo la respiración. Dejó de sentir pánico, porque sí, estaba asustado, pero tranquilo. De niño, había jugado entre las olas del mar, ya que entre las posesiones de su padre se contaba una aldea costera, y sabía que más tarde o más temprano alcanzaría la superficie, aunque le pareciese que estaba tardando una eternidad en lograrlo. Sus gruesas ropas de viaje, ahora empapadas, y su espada suponían un lastre muy pesado que le impedían emerger más deprisa. Si hubiese llevado armadura, se habría hundido hasta el fondo y se habría quedado allí para siempre, pero su cabeza alcanzó la superficie al fin y pudo volver a respirar oxígeno.

De niño había nadado muchísimo, pero de eso hacía muchos años. Pese a ello, enseguida recordó las nociones básicas de la técnica y consiguió mantener la cabeza por encima del agua. Empezó a bracear hacia la orilla norte y reconoció a su lado el pelaje castaño y las crines negras de Griff, que estaba haciendo lo mismo que él, tratando de alcanzar la orilla más cercana.

El movimiento del caballo se alteró y Ralph se dio cuenta de que el animal había conseguido hacer pie, por lo que él también dejó caer las piernas hacia abajo, hacia el lecho del río, y descubrió que él también tocaba el fondo. A continuación vadeó por el agua y atravesó el resbaladizo lodo del fondo, que parecía intentar absorberlo de nuevo hacia la corriente. Griff se encaramó a una estrecha franja de playa bajo el muro del priorato y Ralph hizo lo propio.

Se volvió para mirar a sus espaldas: centenares de personas plagaban la superficie del agua, muchas sangrando, otras gritando y una buena cantidad de ellas muertas. Muy próximo a la orilla, vio una figura ataviada con el uniforme rojo y negro del conde de Shiring flotando boca abajo. Ralph volvió a adentrarse en el agua, agarró al hombre por el cinto y lo arrastró hasta la orilla.

Puso el cuerpo boca arriba y el corazón le dio un vuelco al reconocer el cadáver: se trataba de su amigo Stephen. No tenía marcas de ninguna clase en el rostro, pero el pecho parecía hundido. Tenía los ojos abiertos, sin signos de vida. No respiraba, y el cuerpo estaba demasiado maltrecho para que Ralph tratase siquiera de intentar encontrarle el pulso. «Hace apenas unos minutos lo envidiaba con toda mi alma —pensó el joven—, y ahora soy yo el afortunado».

Sintiéndose irracionalmente culpable, cerró los ojos de Stephen.

Pensó en sus padres. Hacía escasos minutos los había dejado en el patio de los establos. Aunque lo hubiesen seguido, era imposible que hubieran llegado hasta el puente en un espacio de tiempo tan corto. Tenían que estar a salvo.

¿Dónde estaba lady Philippa? Ralph intentó rememorar la escena sobre el puente, justo antes de que la estructura se derrumbase. Lord William y Philippa iban en la retaguardia de la comitiva del conde, por lo que no habían alcanzado el puente todavía.

Sin embargo, el conde sí lo había hecho.

Ralph se imaginaba la escena con bastante claridad. El conde Roland lo seguía muy de cerca, espoleando a su caballo, Victory, con impaciencia para que avanzase por el hueco abierto entre la muchedumbre por Ralph a lomos de Griff. Roland debía de haber caído muy cerca de él.

Ralph volvió a rememorar las palabras de su padre: «Mantente alerta constantemente ante posibles formas de complacer al conde». Tal vez aquélla era la oportunidad que había estado esperando, pensó entusiasmado. Puede que no tuviese que esperar a ninguna guerra, podría lucirse ante el conde ese mismo día: salvaría a Roland… o incluso sólo a Victory.

Aquella idea renovó sus energías y decidió examinar el río. El conde llevaba una túnica morada muy característica y una sobrevesta de terciopelo negro. Era difícil localizar a un individuo en concreto entre la ingente marea de cuerpos, vivos y muertos. Entonces vio un semental negro con una peculiar mancha blanca encima de un ojo, y se le aceleró el corazón: era la montura de Roland. Victory estaba retorciéndose sin cesar en el agua, a todas luces incapaz de nadar en línea recta, seguramente con una o más patas rotas.

Flotando junto al caballo había un bulto humano con una túnica morada.

Había llegado el momento de lucirse.

Se despojó de casi toda la ropa, pues le impediría nadar con desenvoltura. Ataviado únicamente con los calzones, se zambulló de nuevo en el río y empezó a nadar en dirección al conde. Tuvo que abrirse paso a través de una horda de hombres, mujeres y niños. Muchos de los vivos se aferraban a él desesperadamente, retrasando su avance. Ralph se los quitaba de encima sin miramientos, repartiendo puñetazos con actitud despiadada.

Al fin llegó hasta Victory y vio que al animal empezaban a flaquearle las fuerzas. Se quedó quieto un instante y luego empezó a hundirse; a continuación, cuando la cabeza ya se le había sumergido en el agua, empezó a moverse desesperadamente de nuevo.

—Tranquilo, muchacho, tranquilo —le dijo Ralph al oído, pero tuvo la certeza de que el animal iba a ahogarse sin remedio.

Roland estaba flotando de espaldas, con los ojos cerrados, muerto o inconsciente. Tenía un pie atrapado en un estribo y ésa parecía ser la razón que impedía que su cuerpo se sumergiese bajo el agua. Llevaba la cabeza descubierta y empapada en sangre, y Ralph no veía cómo iba a sobrevivir con semejante herida craneal. Lo rescataría de todos modos. Sin duda habría algún tipo de recompensa, aunque sólo fuese por el cadáver, si se trataba del cadáver de un conde.

Trató de arrancar el pie de Roland del estribo, pero descubrió que llevaba la correa sujeta con fuerza alrededor del tobillo. Echó mano de su cuchillo y se dio cuenta de que lo llevaba atado al cinto, que había dejado en la orilla junto al resto de la ropa. Sin embargo, el conde llevaba armas consigo, y Ralph extrajo la daga de Roland de su funda.

Las convulsiones de Victory dificultaban enormemente la tarea de cortar la correa. Cada vez que Ralph conseguía asir el estribo, el caballo moribundo se lo arrancaba antes de que lograse acercar el filo de la daga al cuero. Con la confusión, se cortó el dorso de la mano y al final logró asirse al costado del animal con ambos pies para estabilizarse, y en esa postura consiguió cortar la correa del estribo.

Entonces tuvo que arrastrar al conde inconsciente hasta la orilla. Ralph no era un nadador avezado y ya estaba jadeando por el cansancio. Para empeorar aún más las cosas, no podía respirar por la nariz rota, así que a cada momento se le llenaba la boca con el agua del río. Se detuvo a descansar un instante y apoyó el peso de su cuerpo en el desdichado Victory, tratando de recobrar la respiración; sin embargo, el cuerpo del conde, sin que nadie lo sostuviese, empezó a hundirse, y Ralph se dio cuenta de que no podía pararse a descansar.

Con la mano derecha, agarró a Roland del tobillo y empezó a nadar hacia la orilla. Le resultaba más difícil mantener la cabeza por encima de la superficie con una sola mano libre para nadar. No se volvió para mirar a Roland, ya que si la cabeza del conde se hundía bajo el agua, él no podía hacer nada. Al cabo de unos segundos empezó a jadear desesperadamente, sin resuello, y sintió que le dolían todos los músculos.

No estaba acostumbrado a aquello; era joven y fuerte, y había pasado la vida entera cazando, participando en justas y practicando esgrima, podía montar a caballo durante toda una jornada y ganar luego un combate cuerpo a cuerpo, pero en ese momento parecía estar ejercitando unos músculos que no había utilizado jamás: el cuello le dolía por el esfuerzo de mantener la cabeza erguida. No podía evitar tragar agua, y eso le provocaba ataques de tos y ahogo. Movía el brazo izquierdo frenéticamente y apenas si conseguía mantenerse a flote. Tiró del voluminoso cuerpo del conde, aún más pesado por la ropa empapada, y siguió aproximándose a la orilla con exasperante lentitud.

Al fin logró acercarse lo bastante para plantar los pies en el lecho del río. Sin dejar de jadear, empezó a vadear entre las aguas, siempre arrastrando a Roland consigo. Cuando el agua le llegó al muslo, se volvió, tomó al noble en sus brazos y lo llevó a pulso durante la escasa distancia que lo separaba de la ribera.

Dejó el cuerpo en el suelo y se desplomó a su lado, exhausto. Con el último vestigio de energía que le quedaba, le palpó el pecho y descubrió un vigoroso latido.

El conde Roland estaba vivo.

*

El derrumbamiento del puente dejó a Gwenda paralizada por el miedo. Luego, al cabo de un instante, la súbita inmersión en el agua helada la hizo reaccionar y recobrar el sentido de la realidad.

Cuando emergió con la cabeza a la superficie, se sorprendió rodeada de gente que no dejaba de gritar y pelearse entre sí. Algunos habían hallado un tablón de madera para mantenerse a flote, pero casi todos intentaban no hundirse apoyándose en los demás, y éstos sentían cómo los empujaban hacia abajo y trataban de zafarse de la presión de los otros dando puñetazos a diestro y siniestro. La mayoría de los puñetazos no acertaban en su objetivo, y los que sí lo hacían eran devueltos inmediatamente. Era como estar en la puerta de una taberna de Kingsbridge a medianoche, y habría tenido su gracia de no ser porque la gente se moría ahogada.

Gwenda inspiró aire y se sumergió en el agua. No sabía nadar.

Salió de nuevo a la superficie y vio horrorizada que tenía a Sim Chapman justo delante de ella, escupiendo agua por la boca como si de un surtidor se tratara. El hombre empezó a hundirse, a todas luces tan incapaz de nadar como ella. Desesperado, se agarró al hombro de la joven y trató de apoyarse en ella para no ahogarse. Ésta se hundió de inmediato, y al darse cuenta de que no lo ayudaría a mantenerse a flote, el hombre la soltó.

Bajo el agua, conteniendo la respiración y luchando contra el pánico, Gwenda pensó que no podía ahogarse justo en ese momento, después de todo por lo que había tenido que pasar.

Cuando volvió a emerger a la superficie, sintió que un bulto muy voluminoso la apartaba a un lado y, por el rabillo del ojo, vio al buey que la había empujado momentos antes de que el puente se viniese abajo. Al parecer, el animal estaba incólume y nadaba con movimiento enérgico y vigoroso. Gwenda dio unas patadas en el agua, extendió los brazos y logró asirse a una de sus astas. Tiró de la cabeza del buey a un lado un momento y luego el poderoso cuello del animal recuperó la postura inicial y se irguió de nuevo.

La joven consiguió no soltarse.

Su perro, Tranco, apareció a su lado, nadando sin esfuerzo aparente y ladrando de alegría al ver el rostro de su dueña. El buey se dirigía a la orilla de los arrabales de Kingsbridge, y Gwenda siguió aferrándose a su asta, a pesar de que tenía la sensación de que el brazo iba a desgajársele del hombro de un momento a otro.

Alguien la agarró por detrás y Gwenda miró por encima de su hombro: era Sim otra vez. Tratando de utilizarla de nuevo para mantenerse a flote, la arrastró bajo la superficie. Sin soltar al buey, la joven empujó a Sim con la mano que le quedaba libre. El hombre se quedó rezagado, con la cabeza cerca de los pies de ella. Tratando por todos los medios de acertarle de pleno, Gwenda le dio una patada en la cara con todas sus fuerzas. El hombre lanzó un grito de dolor y enmudeció al instante en cuanto la cabeza se le sumergió en el agua.

El buey tocó el fondo con las patas y salió del cauce del río avanzando pesadamente, sacudiéndose el agua de encima y bramando. Gwenda lo soltó en cuanto hizo pie.

Tranco soltó un ladrido asustado y Gwenda miró a su alrededor con cautela. Sim no estaba en la orilla. La joven examinó el río buscando el destello de una túnica amarilla entre los cuerpos y los tablones de madera flotantes.

Lo vio, tratando de mantenerse a flote agarrado a un tablón, dando patadas y dirigiéndose directamente hacia ella.

Gwenda no podía correr, pues ya no le quedaban fuerzas, y tenía el vestido chorreando. En aquella parte de la ribera del río no había donde esconderse, y ahora que el puente se había derrumbado, era imposible cruzar hasta la orilla de Kingsbridge.

Pese a todo, no pensaba dejar que Sim la atrapara.

Vio que el hombre avanzaba con suma dificultad, y eso le dio esperanzas. El tablón lo habría mantenido a flote si se hubiese quedado quieto, pero estaba pataleando para alcanzar la orilla, y el esfuerzo lo estaba desestabilizando. Empujaba el tablón hacia abajo para darse impulso y luego daba una patada en el agua para nadar hasta la orilla, y la cabeza volvía a hundírsele en el agua. Cabía la posibilidad de que no llegase hasta la orilla.

Entonces Gwenda se dio cuenta de que podía asegurarse de que no lo hiciera.

Echó un rápido vistazo a su alrededor: el agua estaba llena de maderos de todas clases y tamaño, desde vigas y tablones gigantescos hasta astillas. Se fijó en una tabla robusta de una vara aproximada de longitud y se metió en el agua para buscarla. A continuación se adentró aún más en el río para acudir al encuentro de su enemigo.

Tuvo la satisfacción de ver el brillo de miedo en los ojos del hombre, que hizo una pausa en su pataleo. Tenía ante sí a la mujer a la que había intentado hacer su esclava, furiosa, con una expresión decidida en el rostro y enarbolando un palo de tamaño formidable. A sus espaldas, lo esperaba una muerte segura por asfixia.

Sim avanzó hacia delante.

Gwenda se detuvo en el punto en que el agua le llegaba a la cintura y aguardó el momento oportuno.

Vio que el hombre volvía a detenerse y dedujo por los movimientos de éste que estaba intentando hacer pie.

Era ahora o nunca.

Gwenda levantó el tablón por encima de la cabeza y dio un paso al frente. Sim adivinó sus intenciones y empezó a chapotear desesperadamente para apartarse, pero había perdido el equilibrio, ya no podía nadar ni vadear, y no pudo esquivar el golpe. Gwenda dejó caer la pesada tabla con todas sus fuerzas sobre la cabeza del hombre.

Los ojos de Sim quedaron en blanco y el hombre se desplomó en el agua tras perder el sentido.

Gwenda alargó el brazo y lo agarró de la túnica amarilla, pues no pensaba dejar que se alejara flotando y darle la oportunidad de sobrevivir. Lo atrajo hacia sí, le asió la cabeza con ambas manos y la empujó debajo del agua.

Mantener un cuerpo bajo el agua era más difícil de lo que suponía, a pesar de que no opusiese resistencia. Sim tenía el pelo grasiento y resbaladizo, por lo que Gwenda tuvo que colocarse la cabeza de él bajo el brazo y levantar las piernas del lecho del río para apoyar todo su peso y conseguir así que se hundiera.

Empezó a sentir que lo había vencido al fin; ¿cuánto tiempo se tardaba en ahogar a un hombre? No tenía ni idea. Los pulmones de Sim ya debían de estar llenándose de agua. ¿Cómo sabría cuándo debía soltarlo?

De repente, el hombre se retorció en sus brazos y Gwenda le apretó la cabeza con más fuerza aún. Por un instante, le costó mucho esfuerzo retenerlo bajo el agua. No estaba segura de si se había dado media vuelta o si había sufrido una convulsión inconsciente. Sus espasmos eran intensos, pero parecían irregulares. Volvió a pisar el fondo del río con los pies, tomó impulso de nuevo y siguió sujetándolo.

Miró a su alrededor; no había nadie mirándolos, pues todos los habitantes de Kingsbridge estaban demasiado ocupados intentando salvar sus vidas.

Al cabo de un momento, los movimientos de Sim se hicieron cada vez más débiles y no tardó en quedarse inmóvil. Poco a poco, Gwenda fue aflojando su presión sobre el cuerpo inerte y Sim se fue hundiendo despacio hacia el fondo. No volvió a salir a la superficie.

Jadeando para recuperar el aliento, Gwenda avanzó caminando hacia la orilla. Se dejó caer pesadamente sobre el suelo fangoso y se palpó el cinto en busca de la bolsa de cuero: seguía allí. Los proscritos no habían conseguido robárselo y lo había conservado consigo a lo largo de todos sus padecimientos. Contenía el valioso filtro amoroso elaborado por Mattie Wise. Abrió la bolsa para comprobar el contenido… y no encontró más que pequeños fragmentos de barro. El frasquito se había roto.

Gwenda se echó a llorar.

*

La primera persona a la que Caris vio haciendo algo sensato fue a Ralph, el hermano de Merthin. No llevaba más que un par de calzones empapados. Estaba ileso, aparte de la nariz hinchada y roja, que ya tenía antes del derrumbamiento del puente. Ralph sacó a rastras al conde de Shiring del agua y lo tumbó en la orilla junto a un cuerpo vestido con el uniforme de los hombres del conde. Éste mostraba una fea herida en la cabeza que podía resultar mortal. Ralph parecía exhausto tras el esfuerzo e indeciso acerca de qué hacer a continuación. Caris creyó necesario decírselo.

La joven miró a su alrededor. En aquella orilla, la ribera del río constaba de pequeñas playas cubiertas de fango separadas por afloramientos de rocas. No había demasiado espacio para tender allí a los muertos y heridos, por lo que habría que transportarlos a otra parte.

A escasa distancia de allí, una hilera de escalones de piedra conducía desde el río a una abertura en el muro del priorato. Caris tomó una decisión. Señalando el hueco con el dedo, se dirigió a Ralph:

—Lleva al conde al priorato por esa puerta. Túmbalo con cuidado en el suelo de la catedral y luego dirígete al hospital. Di a la primera monja que veas que vaya a buscar a la madre Cecilia inmediatamente.

Ralph pareció alegrarse de poder obedecer instrucciones y, al punto, hizo lo que Caris le decía.

Merthin hizo amago de adentrarse andando en el agua, pero Caris lo detuvo.

—Mira a esa panda de idiotas —dijo, señalando al extremo del puente en ruinas contiguo a la ciudad. Había decenas de personas observando boquiabiertas la escena dantesca que se reproducía ante sus ojos—. Reúne a los hombres más robustos —siguió diciendo—. Pueden empezar a sacar a la gente del agua y llevarlos a la catedral.

El joven vaciló unos instantes.

—No pueden bajar hasta aquí desde allí arriba.

Caris vio que tenía razón: tendrían que sortear los escombros y seguramente eso provocaría más heridos. Sin embargo, las casas a aquel lado de la calle principal poseían jardines cuyas partes traseras daban a los muros del priorato, y la casa de la esquina, que pertenecía a Ben Wheeler, disponía de una pequeña puerta en el muro, por lo que podía bajar al río directamente desde el jardín.

Merthin estaba pensando justo eso mismo.

—Los traeré a través de la casa de Ben y su jardín.

—Bien.

El joven trepó a las rocas, abrió la puerta y desapareció.

Caris miró hacia el agua. Una figura alta avanzaba hacia la orilla más próxima y la joven reconoció a Philemon. Con la respiración entrecortada, éste le preguntó:

—¿Has visto a Gwenda?

—Sí, justo antes de que el puente se derrumbase —respondió Caris—. Estaba huyendo de Sim Chapman.

—Sí, ya lo sé, pero ¿dónde está ahora?

—No la veo. Lo mejor que puedes hacer es empezar a sacar a la gente del agua.

—Quiero encontrar a mi hermana.

—Si está viva, estará entre quienes necesitan que los saquen del río.

—Está bien —repuso Philemon, y volvió a meterse en el agua.

Caris estaba desesperada por averiguar dónde estaría su propia familia, pero había demasiado que hacer allí. Se prometió que iría en busca de su padre lo antes posible.

Ben Wheeler apareció por la puerta de su jardín. Rechoncho y bajo, de anchas espaldas y el cuello grueso, Ben era carretero, y salía adelante más bien gracias a sus músculos que a su cerebro. Bajó correteando a la playa y luego miró a su alrededor, sin saber qué hacer.

En el suelo, a los pies de Caris, se hallaba uno de los hombres del conde Roland, con el uniforme rojo y negro, aparentemente muerto.

—Ben —dijo Caris—, lleva a este hombre a la catedral.

La esposa de Ben, Lib, apareció en ese instante con un niño pequeño en brazos. Era un poco más lista que su marido y preguntó:

—¿No deberíamos ocuparnos de los vivos primero?

—Tenemos que sacarlos del agua antes de saber si están vivos o muertos, y no podemos dejar los cuerpos aquí en la orilla porque molestarán en las labores de rescate. Llevadlo a la iglesia.

Lib vio que aquello tenía sentido.

—Ben, será mejor que hagas lo que dice Caris —señaló.

Ben levantó el cuerpo sin dificultad y echó a andar hacia la iglesia.

Caris se percató de que podrían trasladar los cuerpos más fácilmente si empleaban la misma clase de angarillas que utilizaban los albañiles. Los monjes podían ocuparse de eso, pero ¿dónde estaban los monjes? Le había dicho a Ralph que alertase a la madre Cecilia pero, de momento, nadie había aparecido por allí. Los heridos requerirían vendajes, ungüentos y cataplasmas para el dolor; iban a necesitar hasta la última monja. Había que avisar a Matthew Barber, pues habría muchos huesos rotos que soldar. Y a Mattie Wise, para que administrase pociones para aliviar el dolor. Caris necesitaba dar la voz de alarma, pero se sentía reacia a abandonar la ribera del río antes de haber organizado correctamente las tareas de rescate. ¿Dónde estaba Merthin?

Vio cómo una mujer avanzaba a gatas hacia la orilla. Caris se metió en el agua y la ayudó a ponerse en pie. Era Griselda. Llevaba el vestido empapado adherido al cuerpo, y Caris se fijó en sus pechos llenos y en la hinchazón de sus muslos. Consciente de que estaba embarazada, le preguntó con aprensión:

—¿Estás bien?

—Creo que sí.

—¿No has sangrado?

—No.

—Gracias a Dios. —Caris se volvió y se alegró al ver a Merthin saliendo del jardín de Ben Wheeler a la cabeza de un grupo de hombres, algunos de ellos vestidos con el uniforme del conde—. ¡Merthin! —lo llamó—. Toma a Griselda del brazo y ayúdala a subir la escalera hasta el priorato. Que se siente y descanse un rato. —Acto seguido, añadió en tono tranquilizador—: Pero no pasa nada, está perfectamente.

Tanto Merthin como Griselda la miraron con expresión perpleja, y Caris se dio cuenta de lo anómalo de aquella situación. Los tres permanecieron inmóviles un instante en un triángulo inanimado: la futura madre, el padre del hijo de ésta y la mujer que lo amaba.

A continuación, Caris se alejó, rompiendo el hechizo, y empezó a dar órdenes a los hombres.

*

Gwenda estuvo llorando amargamente unos minutos y luego interrumpió su llanto. En el fondo, no era el frasco roto la verdadera causa de su aflicción, pues Mattie podría elaborar otro filtro amoroso y Caris se lo pagaría, si es que seguían con vida. Vertía aquellas lágrimas por todo cuanto le había sucedido en el transcurso de las veinticuatro horas anteriores, desde la traición de su padre hasta las heridas en sus pies ensangrentados.

No sentía ningún remordimiento relacionado con los dos hombres a los que había dado muerte. Sim y Alwyn habían intentado convertirla en esclava y luego prostituirla, merecían la muerte. De hecho, matarlos ni siquiera podía considerarse un asesinato, pues no era ningún crimen acabar con la vida de un proscrito. Pese a todo, no lograba conseguir que le dejaran de temblar las manos. Estaba exultante por haber derrotado a sus enemigos y haberse ganado su libertad, y al mismo tiempo sentía náuseas por lo que había hecho. Nunca olvidaría cómo el cuerpo moribundo de Sim se había estremecido al final, y temía que la visión de Alwyn, con la punta de su cuchillo asomándole por la cuenca de los ojos, se le apareciese en sueños. No podía evitar temblar ante aquella mezcla de sentimientos tan fuertes y contradictorios.

Trató de apartar los asesinatos de su pensamiento. ¿Quién más habría muerto? Sus padres tenían previsto marcharse de Kingsbridge el día anterior, pero ¿y su hermano, Philemon? ¿Y Caris, su mejor amiga? ¿Y Wulfric, el hombre al que amaba?

Miró a la otra orilla del río y se tranquilizó inmediatamente al ver a Caris. Estaba al otro lado con Merthin y parecían estar organizando a un grupo de hombres para que rescataran a los heridos del agua. Gwenda sintió que la invadía un sentimiento de gratitud: al menos no se había quedado completamente sola en el mundo.

Pero ¿dónde estaba Philemon? Era la última persona a la que había visto antes del derrumbamiento y si seguía una deducción lógica, debería haber caído al agua cerca de ella, pero no lo veía por ninguna parte.

¿Y dónde estaba Wulfric? Dudaba que hubiese sentido algún interés por ver el espectáculo de llevar a rastras por toda la ciudad a una bruja atada a una carreta. Sin embargo, tenía planeado regresar a su casa en Wigleigh junto a su familia ese mismo día y cabía la posibilidad, aunque ojalá no hubiese sido así, de que hubiesen estado cruzando el puente de camino a casa en el preciso momento del derrumbamiento. Examinó la superficie con el corazón en vilo, tratando de localizar su inconfundible mata de pelo rojizo, rezando por poder verlo nadando vigorosamente hacia la orilla en lugar de flotando boca abajo. Sin embargo, no lo veía por ninguna parte.

Decidió cruzar a la otra orilla. No sabía nadar, pero creía que si se hacía con un trozo de madera de gran tamaño para mantenerse a flote, podría conseguir alcanzar el otro lado chapoteando con las piernas. Encontró un tablón, lo sacó del agua y caminó cincuenta metros a contracorriente para alejarse de la masa de cuerpos. A continuación volvió a entrar en el agua. Tranco la siguió sin miedo. Era mucho más difícil de lo que suponía, y el vestido empapado era una auténtica rémora para su avance, pero al fin logró atravesar a la otra orilla.

Fue corriendo en dirección a Caris y ambas se abrazaron.

—¿Qué ha pasado? —dijo Caris.

—Me he escapado.

—¿Y Sim?

—Era un proscrito.

—¿De veras?

—Ahora está muerto.

Caris parecía perpleja.

—Murió al derrumbarse el puente —añadió Gwenda apresuradamente. No quería que ni siquiera su mejor amiga conociese las circunstancias exactas. A continuación, añadió—: ¿Has visto a alguien de mi familia?

—Tus padres se marcharon de la ciudad ayer, pero he visto a Philemon hace un momento, te está buscando.

—¡Gracias a Dios! ¿Y Wulfric?

—No lo sé. Nadie lo ha sacado del agua. Su prometida se marchó ayer, pero sus padres y su hermano estaban en la catedral esta mañana, en el juicio de Nell la Loca.

—Tengo que encontrarlo.

—Buena suerte.

Gwenda subió corriendo los escalones de piedra que conducían al priorato y cruzó el césped. Algunos de los laneros aún seguían recogiendo sus enseres, y a la joven le pareció increíble que pudieran seguir como si tal cosa cuando centenares de personas acababan de morir en un accidente… hasta que cayó en la cuenta de que probablemente todavía no sabían nada, pues el desastre había ocurrido hacía apenas unos minutos, aunque a ella le pareciese que habían transcurrido varias horas.

Atravesó las puertas del priorato y salió a la calle principal. Wulfric y su familia se habían hospedado en la posada Bell, de modo que se precipitó en su interior.

Había un adolescente de pie junto al barril de cerveza, mirándola con cara de asustado.

—Busco a Wulfric de Wigleigh —dijo Gwenda.

—Aquí no hay nadie —contestó el chico—. Yo soy el aprendiz, me han dejado aquí para que vigile la cerveza.

Gwenda supuso que alguien los habría convocado a todos a que acudieran a la ribera del río.

Salió corriendo afuera de nuevo, y justo cuando atravesaba el umbral de la puerta, apareció Wulfric.

Sintió un alivio tan grande que lo rodeó con los brazos.

—Estás vivo… ¡gracias a Dios! —gritó.

—Alguien ha dicho que el puente se ha hundido —dijo él—. ¿Es cierto, entonces?

—Sí, ha sido horrible. ¿Dónde está el resto de tu familia?

—Se fueron hace rato. Yo me quedé para cobrar una deuda. —Le mostró una pequeña bolsa de cuero con dinero—. Espero que no estuviesen en el puente cuando se derrumbó.

—Sé cómo podemos averiguarlo —dijo Gwenda—. Ven conmigo.

Lo tomó de la mano y él dejó que lo guiara por el recinto del priorato sin soltársela. Gwenda nunca había mantenido el contacto con su piel por tanto tiempo. Wulfric tenía una mano grande, los dedos ásperos al tacto por el trabajo y la palma suave. El contacto la hizo estremecerse, a pesar de todo lo sucedido.

Lo guio a través del césped hacia el interior de la catedral.

—Están sacando a los heridos del río y trayéndolos aquí —explicó.

Ya había veinte o treinta cuerpos sobre el suelo de piedra de la nave e iban llegando más en una sucesión constante. Unas cuantas monjas atendían a los heridos, empequeñecidas por el tamaño gigantesco de las columnas que los rodeaban. El monje ciego que normalmente dirigía el coro parecía estar al frente.

—Los muertos, a la parte norte —estaba gritando cuando Gwenda y Wulfric entraron en la nave—. Los heridos, a la parte sur.

De repente, Wulfric lanzó un grito de horror y consternación. Gwenda siguió su mirada y vio a David, su hermano, tendido entre los heridos. Ambos se arrodillaron junto a él en el suelo. David era un par de años mayor que Wulfric y tenía la misma complexión robusta que éste. Respiraba y tenía los ojos abiertos, pero no parecía verlos. Wulfric le habló.

—¡Dave! —lo llamó en voz baja y apremiante—. Dave, soy yo, Wulfric…

Gwenda advirtió una sustancia pegajosa y se dio cuenta de que David yacía en un charco de sangre.

—Dave, ¿dónde están mamá y papá?

No hubo respuesta.

Gwenda miró a su alrededor y vio a la madre de Wulfric. Estaba en el camino opuesto de la nave, en el pasillo norte, el lugar adonde Carlus el Ciego estaba diciendo que llevaran a los muertos.

—Wulfric —dijo Gwenda en voz baja.

—¿Qué?

—Tu madre.

Se levantó y miró hacia la dirección que le indicaba la joven.

—Oh, no… —exclamó.

Atravesaron la amplia nave. La madre de Wulfric yacía junto a sir Stephen, el señor de Wigleigh, su igual en ese momento. Era una mujer menuda, y era asombroso que hubiese podido dar a luz a dos varones tan corpulentos. En vida había sido una persona inquieta y llena de energía, pero en ese instante parecía una muñeca frágil, pálida y flaca. Wulfric apoyó la mano en el pecho de su madre tratando de encontrarle el pulso. Cuando hizo presión, un hilillo de agua le salió de la boca.

—Se ha ahogado —susurró.

Gwenda rodeó los anchos hombros del joven con el brazo, tratando de consolarlo. No sabía si él se daba cuenta siquiera.

Un hombre de armas con el traje rojo y negro de los hombres del conde Roland apareció con el cuerpo sin vida de un hombre bastante voluminoso. Wulfric dio un respingo: era su padre.

—Dejadlo aquí, junto a su esposa —le indicó Gwenda.

Wulfric estaba destrozado. No decía nada, a todas luces incapaz de asimilarlo. La propia Gwenda se había quedado sin habla. ¿Qué podía decirle al hombre al que amaba en aquellas circunstancias? Cualquiera de las frases que le acudían a la mente le parecían del todo estúpidas. Quería tratar de consolarlo con toda su alma, pero no sabía cómo hacerlo.

Mientras Wulfric contemplaba los cuerpos sin vida de su madre y su padre, Gwenda miró al otro lado de la nave de la iglesia para localizar a su hermano. David parecía inmóvil, por lo que se acercó rápidamente a su lado. Tenía los ojos abiertos, con la mirada perdida, y había dejado de respirar. Le palpó el pecho y no le encontró latido.

¿Cómo iba a soportarlo Wulfric?

Se enjugó las lágrimas de sus propios ojos y regresó al lado de su amado. Era inútil tratar de ocultarle la verdad.

—David también ha muerto —le comunicó.

Wulfric esbozó una expresión de perplejidad, como si no la comprendiera, y a Gwenda le pasó por la cabeza la terrible idea de que acaso la impresión por el horror de lo sucedido le hubiese hecho perder el juicio.

Sin embargo, el joven habló al fin:

—Todos ellos… —acertó a decir en un susurro—. Los tres… Muertos… —Miró a Gwenda y ésta vio cómo las lágrimas asomaban a sus ojos.

Lo abrazó y sintió cómo aquel cuerpo enorme y robusto se echaba a temblar con unos sollozos incontrolados. Lo abrazó con más fuerza aún.

—Pobre Wulfric —dijo—, pobrecillo, mi queridísimo Wulfric…

—Gracias a Dios que todavía me queda Annet —repuso él.

*

Una hora después, los cuerpos de los muertos y los heridos ocupaban la mayor parte del suelo de la nave. Carlus el Ciego, el suprior, estaba en medio de la aglomeración de cuerpos, acompañado de Simeón, el tesorero de rostro enjuto, que se hallaba a su lado para hacerle de lazarillo. Carlus estaba al frente de la situación porque el prior Anthony había desaparecido.

—Hermano Theodoric, ¿eres tú? —preguntó, al parecer reconociendo los pasos del monje de ojos azules y piel clara que acababa de entrar—. Ve a buscar al sepulturero y dile que consiga a seis hombres fuertes para que lo ayuden. Vamos a necesitar al menos cien tumbas nuevas, y con este calor no conviene retrasar los entierros.

—Enseguida, hermano —contestó Theodoric.

Caris estaba muy impresionada por la eficiencia con la que Carlus podía organizar todo aquello a pesar de su ceguera.

Caris había dejado a Merthin al frente del rescate de los cuerpos del agua, labor que estaba realizando de forma muy eficaz. Se había asegurado de que avisasen a los hermanos y a las monjas acerca de la catástrofe y luego había encontrado a Matthew Barber y a Mattie Wise. Por último, había salido en busca de su propia familia.

Sólo tío Anthony y Griselda habían estado en el puente en el momento del derrumbamiento. Había encontrado a su padre en la sede del gremio junto a Buonaventura Caroli. Edmund había exclamado:

—¡Ahora tendrán que construir un nuevo puente! —Y luego se había ido renqueando hacia la orilla del río para ayudar a sacar a más heridos del agua. Los demás se encontraban sanos y salvos: tía Petranilla estaba en casa en el momento del hundimiento, cocinando; la hermana de Caris, Alice, estaba con Elfric en la posada, y su primo Godwyn en la catedral, comprobando las reparaciones del lado sur del presbiterio.

Griselda se había ido a casa a descansar y seguía sin haber ni rastro de Anthony. Caris no sentía demasiado aprecio por su tío, pero tampoco le deseaba ningún mal, por lo que lo buscaba ansiosamente cada vez que traían a la nave un nuevo cuerpo del río.

La madre Cecilia y las monjas estaban limpiando heridas, aplicando miel como antiséptico, colocando vendas y distribuyendo reconfortantes vasos de cerveza caliente y especiada. Matthew Barber, el eficiente y brioso cirujano especialista en campos de batalla, trabajaba codo con codo con una Mattie Wise jadeante y obesa que administraba calmantes minutos antes de que Matthew se ocupase de los brazos y las piernas rotos.

Caris se dirigió al crucero sur donde, lejos del ruido, la confusión y la sangre de la nave, los monjes médicos más veteranos se habían arremolinado en torno a la figura todavía inconsciente del conde de Shiring. Lo habían despojado de la ropa empapada y lo habían tapado con una manta gruesa.

—Está vivo —dijo el hermano Godwyn—, pero su herida es muy grave. —Señaló la parte posterior de la cabeza—. Tiene parte del cráneo fracturado.

Caris se asomó a mirar por encima del hombro de Godwyn y vio el cráneo, resquebrajado como la corteza rota de una tarta de hojaldre, teñido de sangre. Vio también un poco de materia gris a través de las fracturas. ¿De veras no se podía hacer nada frente a una herida tan terrible?

El hermano Joseph, el médico más veterano, era de la misma opinión. Se frotó la enorme nariz y habló por una boca que exhibía una dentadura pésima.

—Hay que traer las reliquias del santo —dijo, arrastrando las sibilantes como un borracho, como de costumbre—. Son nuestra única esperanza para que se recupere.

Caris no tenía demasiada fe en el poder de los huesos de un santo muerto para sanar la cabeza fracturada de un hombre vivo; claro que no expresó su opinión en voz alta, pues sabía que era una persona un tanto peculiar a este respecto y casi siempre se guardaba para sí lo que pensaba en realidad.

Los hijos del conde, lord William y el obispo Richard, estaban de pie contemplando la escena. William, con su figura alta y marcial, con el pelo negro, era una versión más joven del hombre inconsciente que yacía tendido sobre una mesa. Richard tenía el pelo más claro y era de formas más redondas. Los acompañaba Ralph, el hermano de Merthin.

—Fui yo quien sacó al conde Roland del agua —explicó.

Era la segunda vez que Caris lo oía decir aquello.

—Sí, bien hecho —lo felicitó William.

La esposa de William, Philippa, estaba tan disgustada como Caris por el dictamen del hermano Joseph.

—¿Y no hay nada que podáis hacer vos mismo para ayudar al conde? —inquirió.

—La oración es la cura más eficaz —repuso Godwyn.

Las reliquias del santo se custodiaban en un compartimiento cerrado a cal y canto bajo el altar mayor. En cuanto Godwyn y Joseph se marcharon para buscarlas, Matthew Barber se inclinó para examinar al conde e inspeccionó la herida del cráneo.

—Así nunca se curará —fue su veredicto—. Ni siquiera con la ayuda del santo.

—¿Qué quieres decir? —exclamó William con severidad.

Caris pensó que hablaba igual que su padre.

—El cráneo es un hueso como cualquier otro —respondió Matthew—. Puede sanar, pero los fragmentos tienen que estar en el lugar correcto. De lo contrario, podría regenerarse torcido.

—¿Acaso crees saber más que los monjes?

—Mi señor, los monjes saben cómo invocar la ayuda del mundo del espíritu. Yo sólo arreglo huesos rotos.

—¿Y dónde aprendiste esos conocimientos?

—Fui cirujano con el ejército del rey durante muchos años, acompañé a vuestro padre, el conde, en las guerras de Escocia. He visto cráneos rotos con anterioridad.

—¿Y qué harías por mi padre ahora?

Caris percibió el nerviosismo de Matthew bajo el agresivo interrogatorio de William, pero parecía seguro de lo que decía.

—Yo extraería los fragmentos de hueso roto del cerebro, los limpiaría e intentaría hacerlos encajar de nuevo.

Caris dio un respingo. No acertaba ni siquiera a imaginar una operación tan audaz. ¿Cómo podía Matthew tener el coraje de proponer algo así? ¿Y si salía mal?

—¿Y se recuperaría? —preguntó William.

—No lo sé —contestó Matthew—. A veces una herida en la cabeza tiene efectos muy extraños y afecta a la capacidad de un hombre para hablar o andar. Lo único que puedo hacer es arreglarle el cráneo. Si queréis milagros, pedídselos al santo.

—De modo que no podéis garantizar el éxito.

—Sólo Dios es todopoderoso. El hombre debe hacer todo cuanto esté en su mano y esperar lo mejor, pero creo que vuestro padre morirá a consecuencia de esta herida si no se la trata.

—Pero Joseph y Godwyn han leído los libros escritos por los antiguos filósofos médicos.

—Y yo he visto a hombres heridos morir o recuperarse en el campo de batalla. De vos depende decidir en quién confiar.

William miró a su esposa.

—Deja que el barbero haga lo que pueda —lo aconsejó ésta—, y pídele a San Adolfo que lo ayude.

William asintió con la cabeza.

—Está bien —le dijo a Matthew—, adelante.

—Quiero la mesa donde está el conde —ordenó el barbero con determinación— cerca de la ventana, para que una luz potente le ilumine la herida.

William chasqueó los dedos para llamar a dos novicios.

—Haced todo lo que os diga este hombre —ordenó.

—Lo único que necesito es un cuenco de vino caliente —dijo Matthew.

Los monjes trajeron una mesa de caballete del hospital y la colocaron bajo el enorme ventanal del crucero sur. Dos escuderos trasladaron el cuerpo del conde Roland a la mesa.

—Boca abajo, por favor —solicitó Matthew.

Lo tumbaron de espaldas.

Matthew contaba con una bolsa de cuero que contenía los afilados instrumentos que daban nombre a su oficio de barbero. Primero extrajo unas tijeras pequeñas, inclinó el cuerpo sobre la cabeza del conde y empezó a cortar el pelo que rodeaba la herida. El pelo del conde era negro, lacio y graso por naturaleza.

Matthew tomó los mechones cortados entre sus dedos y los arrojó a un lado para que cayeran al suelo. Cuando hubo recortado un redondel alrededor de la herida, el daño se hizo más claramente visible.

En ese momento reapareció el hermano Godwyn con el relicario, la caja labrada en oro y marfil que contenía el cráneo de San Adolfo y los huesos de un brazo y una mano. Cuando vio a Matthew operando al conde Roland, exclamó con indignación:

—¿Qué sucede aquí?

Matthew levantó la vista.

—Si pudierais colocar las reliquias detrás del conde, lo más cerca posible de su cabeza, creo que el santo me ayudaría a mantener estable el pulso de las manos.

Godwyn vaciló un momento, a todas luces contrariado al ver que un simple barbero se había puesto al frente de la situación.

—Haz lo que te dice, hermano, o la muerte de mi padre recaerá sobre tu conciencia —lo apremió lord William.

Aun así, Godwyn no obedeció, sino que se dirigió a Carlus el Ciego, que estaba a escasos metros de distancia.

—Hermano Carlus, me ordena lord William que…

—He oído lo que te ha dicho lord William —lo interrumpió Carlus—. Será mejor que le obedezcas.

No era la respuesta que Godwyn había esperado, y en su rostro se dibujó una mueca de frustración. Con evidente fastidio, depositó el recipiente sagrado bajo la amplia espalda del conde Roland.

Matthew escogió unos fórceps de aspecto formidable. Con movimiento experto y delicado, asió el borde visible de un fragmento de hueso y lo levantó, sin tocar la materia gris de debajo. Caris observaba el proceso fascinada. El hueso se desprendió de la cabeza con fragmentos de piel y cabellos adheridos. Matthew lo depositó con sumo cuidado en el cuenco de vino caliente.

Repitió el mismo procedimiento con otros dos fragmentos pequeños de hueso. Los ruidos procedentes de la nave, los lamentos de los heridos y los sollozos de quienes acababan de perder a un ser querido, quedaron enmudecidos como un mero ruido de fondo. Los espectadores que observaban a Matthew permanecían inmóviles y en silencio a su alrededor y en torno al conde.

A continuación, el barbero se concentró en los fragmentos que seguían adheridos al resto del cráneo. Con cada uno de los fragmentos retiraba el cabello, limpiaba la zona con cuidado con un paño de hilo empapado en vino y luego hacía uso de los fórceps para volver a colocar el pedazo de hueso en la que creía era su posición original.

Caris apenas si podía respirar de la tensión. Nunca había admirado a alguien tanto como admiraba a Matthew Barber en ese momento; mostraba tanto coraje, tanta destreza, tanta seguridad en sí mismo… ¡Y estaba realizando aquella operación tan inconcebiblemente delicada nada más y nada menos que a un conde! Si algo salía mal, lo más probable es que lo ahorcasen, y pese a todo, mostraba un pulso tan firme como las manos de los ángeles labrados en piedra sobre el portalón de la catedral.

Finalmente, volvió a colocar los tres fragmentos sueltos que había puesto en el cuenco de vino, encajándolos como si estuviese arreglando una vasija rota.

Tiró de la piel del cuero cabelludo para cubrir la herida y la cosió con puntadas ágiles y precisas.

El cráneo de Roland estaba completo al fin.

—El conde debe dormir un día y una noche —explicó—. Si se despierta, dadle una fuerte dosis de la pócima para dormir de Mattie Wise. Luego deberá permanecer en cama sin moverse durante cuarenta días y cuarenta noches. Si es necesario, atadle con correas a la cama.

A continuación, le pidió a la madre Cecilia que le vendase la cabeza. Godwyn salió de la catedral y bajó a toda prisa a la ribera del río, embargado por un intenso sentimiento de ira y frustración. Allí no había ninguna autoridad firme, Carlus dejaba que todo el mundo obrase a su antojo. El prior Anthony era débil, pero era mejor que Carlus. Tenía que encontrarlo.

Ya habían rescatado la mayor parte de los cuerpos del agua; los que sufrían simples magulladuras y estaban todavía bajo los efectos de la impresión se habían marchado a casa por su propio pie. La mayor parte de los muertos y heridos habían sido trasladados a la catedral, y quienes aún permanecían allí estaban atrapados de algún modo en el amasijo de escombros del puente.

Godwyn sentía una mezcla de entusiasmo y temor ante la posibilidad de que Anthony estuviese muerto. Ansiaba un nuevo régimen para el priorato: una interpretación más estricta de la Regla de San Benito junto con una gestión meticulosa de las finanzas. Sin embargo, al mismo tiempo, sabía que Anthony era su mentor, y que bajo otro prior tal vez no conseguiría seguir siendo promocionado.

Merthin había requisado una barca. Él y otros dos jóvenes estaban en mitad de la corriente, donde la mayor parte de lo que había sido el puente flotaba en esos momentos en el agua. Vestidos únicamente con calzones, los tres trataban de levantar una pesada viga para liberar a alguien. Merthin era bajo de estatura, pero los otros dos parecían fuertes y bien alimentados, y Godwyn supuso que eran escuderos del entorno del conde. Pese a su evidente capacidad física, les estaba costando un gran esfuerzo hacer palanca sobre los pesados maderos desde lo alto de una pequeña barca de remos.

Godwyn se puso al lado de un grupo de vecinos para observar, con una mezcla de temor y esperanza, cómo los dos escuderos levantaban una pesada viga y Merthin extraía un cuerpo de debajo de ésta. Tras examinar el cuerpo brevemente, anunció:

—Marguerite Jones… muerta.

Marguerite era una anciana sin demasiada trascendencia en la comunidad. Con impaciencia, Godwyn exclamó:

—¿No veis al prior Anthony?

Los hombres de la barca intercambiaron una mirada elocuente y Godwyn advirtió que se había mostrado demasiado imperioso, sin embargo, Merthin respondió:

—Veo los hábitos de un monje.

Godwyn se sintió exultante y decepcionado a un tiempo.

—Entonces, sacadlo, ¡inmediatamente! —gritó—. Por favor —añadió.

Merthin respondió verbalmente a su requerimiento, pero vio a Merthin agacharse bajo un tablón semisumergido y dar instrucciones a los otros dos hombres. Desplazaron la viga que sostenían a un lado, la dejaron caer al agua muy despacio y luego se inclinaron por la proa de la barca para sujetar el tablón bajo el que estaba Merthin. El joven parecía estar haciendo denodados esfuerzos por separar la ropa de Anthony de un amasijo de tablas y astillas.

Godwyn permaneció atento observando la escena, sintiéndose frustrado por no poder hacer nada por acelerar el proceso. Se dirigió a dos de los espectadores.

—Id al priorato y haced que dos monjes traigan unas angarillas. Decidles que os envía Godwyn.

Los dos hombres subieron los escalones de piedra y entraron en el recinto del priorato.

Merthin logró al fin arrancar la figura inconsciente de los escombros. Lo atrajo hacia sí y luego los otros dos hombres subieron al prior a bordo de la barca. Merthin se subió a continuación y entre todos arrimaron la embarcación a la orilla.

Un grupo de solícitos voluntarios sacaron a Anthony de la barca y lo colocaron en las angarillas que habían traído los monjes. Godwyn examinó al prior de inmediato. Todavía respiraba, pero su pulso era débil. Tenía los ojos cerrados y el rostro alarmantemente pálido. En la cabeza y el pecho sólo tenía magulladuras, pero la pelvis parecía destrozada, y estaba sangrando profusamente.

Los monjes levantaron las angarillas. Godwyn guio el camino por el recinto del priorato hacia la catedral.

—¡Abrid paso! —exclamó.

Condujo al prior a través de la nave central hacia el presbiterio, la parte más sagrada de la iglesia. Ordenó a los monjes que dejasen el cuerpo frente al altar mayor. El hábito empapado resaltaba con toda claridad las caderas y las piernas de Anthony, que se habían desencajado y deformado de tal modo que sólo su torso parecía humano.

Al cabo de unos minutos, todos los monjes se habían arremolinado en torno al cuerpo inerte de su prior. Godwyn retiró el relicario de debajo del cuerpo del conde Roland y lo depositó a los pies de Anthony. Joseph le colocó un crucifijo de piedras preciosas en el pecho y entrelazó las manos del prior alrededor del hermoso objeto.

La madre Cecilia se arrodilló junto a Anthony y le humedeció el rostro con un paño embebido de algún líquido balsámico.

—Parece tener muchos huesos rotos —le dijo a Joseph—. ¿Quieres que lo examine Matthew Barber?

Joseph negó con la cabeza, sin pronunciar palabra.

Godwyn se alegró; el barbero habría profanado el sagrado santuario. Era mejor dejar el desenlace en manos de Dios.

El hermano Carlus llevó a cabo los últimos ritos y dirigió a los monjes para que entonaran un salmo.

Godwyn no sabía qué debía desear: llevaba años ansioso por que terminase el mandato de Anthony en el priorato, pero en la última hora había podido atisbar lo que podía ocurrir si moría Anthony, un mandato conjunto de Carlus y Simeón. Eran los amigos de Anthony, y no lo harían mejor que él.

De pronto vio a Matthew Barber al fondo de la multitud, asomando la cabeza por encima de los hombros de los monjes, examinando las extremidades inferiores de Anthony. Godwyn estaba a punto de ordenarle indignado que abandonase el presbiterio cuando el barbero hizo un movimiento imperceptible con la cabeza y se marchó.

Anthony abrió los ojos.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó el hermano Joseph.

El prior parecía querer abrir la boca para hablar. La madre Cecilia, todavía arrodillada a su lado, se inclinó sobre su cara para oír sus palabras. Godwyn vio cómo se abría la boca de Anthony y deseó poder oír lo que decía. Al cabo de un momento, el prior dejó de hablar.

Cecilia parecía escandalizada.

—¿Es eso cierto? —inquirió.

Todos la miraban, expectantes.

—¿Qué ha dicho, madre Cecilia?

La mujer no respondió.

Anthony cerró los ojos y su cuerpo sufrió una sutil transformación. Se quedó muy quieto.

Godwyn se inclinó sobre el cuerpo del prior: había dejado de respirar. Puso una mano en el pecho de Anthony y no percibió ningún latido. Le agarró la muñeca para tratar de encontrarle el pulso, pero fue inútil.

Se puso de pie.

—El prior Anthony ha abandonado este mundo —anunció—. Que Dios bendiga su alma y lo acoja en su sagrado seno.

Todos los monjes respondieron al unísono:

—Amén.

«Ahora tendrá que haber elecciones», pensó Godwyn.