12

Cuando se despertó, Gwenda sintió frío. A pesar de que era ya pleno verano, hacía fresco y la muchacha no llevaba encima más que su ligero vestido. El cielo empezaba a abandonar su tono ensombrecido para tornarse gris. La joven miró a su alrededor en el calvero bajo la tímida luz y no percibió ningún movimiento.

Le entraron ganas de orinar. Se le ocurrió hacerlo allí mismo y empaparse el vestido; cuanto más sucio y repulsivo fuese su aspecto, tanto mejor. Sin embargo, no había acabado de formular aquel pensamiento cuando lo rechazó de plano. Eso equivaldría a rendirse, y ella no pensaba rendirse.

Pero ¿qué iba a hacer?

Alwyn dormía a su lado, con la larga daga enfundada aún al cinto, y aquello le dio a Gwenda una idea. No estaba segura de tener suficiente valor para llevar a cabo el plan que se estaba fraguando en su cabeza, pero se negaba a pensar en el miedo que le infundía. Sencillamente, tenía que ponerlo en práctica.

A pesar de tener los tobillos atados, podía mover las piernas, así que dio una patada a Alwyn. Al principio, el hombre pareció no inmutarse, por lo que le propinó una nueva patada y, esta vez, él se movió un poco. Cuando le dio la tercera patada, el hombre se incorporó de golpe.

—¿Has sido tú? —dijo, adormilado.

—Tengo que orinar.

—Aquí en el claro no puedes; es una de las reglas de Tam. Aléjate veinte pasos para orinar y cincuenta para purgar el vientre.

—Conque hasta los proscritos viven según las reglas…

La miró con expresión perpleja, sin comprender. No había captado la ironía. Gwenda se percató de que no era muy listo. Bueno, eso le resultaría útil. Pero era fuerte y malvado. Tendría que andarse con mucho cuidado con él.

—No puedo ir a ninguna parte con las piernas atadas —reclamó Gwenda.

Sin dejar de refunfuñar, el hombre le deshizo el nudo que le ataba los tobillos.

La primera parte de su plan había funcionado; en ese momento estaba aún más asustada.

Se levantó con cierta dificultad. Le dolían todos los músculos de las piernas tras haberlas tenido inmovilizadas la noche entera. Dio un paso hacia delante, se tambaleó y cayó de nuevo al suelo.

—Es muy difícil con las manos atadas —se quejó.

El hombre no le hizo el menor caso.

La segunda parte de su plan no había surtido efecto, de modo que tendría que seguir intentándolo.

Volvió a levantarse y echó a andar hacia los árboles, seguida muy de cerca por Alwyn, quien iba contando los pasos con los dedos de las manos. La primera vez que contó hasta diez, reanudó la cuenta. La segunda vez dijo:

—Hasta aquí.

La joven lo miró con gesto de impotencia.

—No puedo levantarme la falda del vestido —dijo.

¿Caería esta vez en su trampa?

La miró con expresión bobalicona, y la joven casi oyó el ruido del mecanismo de su cerebro, traqueteando como el engranaje de un molino. Podía sujetarle la falda del vestido mientras orinaba, pero eso era justo lo que hacían las madres con las niñas pequeñas, y estaba segura de que a él le parecería humillante. Como alternativa, podía desatarle las manos. Una vez libre de ataduras en las manos y los pies, podría echar a correr y escaparse, pero era una mujer y estaba muy cansada y dolorida, era imposible que lograse ganar a la carrera a un hombre de piernas largas y musculosas. Debía de pensar que no corría un gran riesgo soltándola.

De modo que le desató la cuerda que le maniataba las muñecas.

Gwenda volvió la cara para que el hombre no pudiera ver la expresión triunfal en su rostro.

Se frotó los antebrazos para que le circulara la sangre; sintió deseos de arrancarle los ojos con los dedos, pero en lugar de eso se limitó a esbozar una sonrisa dulcísima y a darle las gracias, como si el hombre acabase de realizar un acto de bondad infinita.

Su interlocutor no dijo nada, sino que se quedó allí observándola, aguardando.

La joven esperaba que el hombre apartara la mirada cuando se levantó la falda del vestido y se agachó para orinar, pero éste no hizo más que mirarla más intensamente. Ella le sostuvo la mirada, decidida a no parecer avergonzada por hacer algo que era del todo natural. El hombre abrió la boca levemente y Gwenda advirtió que le costaba respirar.

Ahora venía la parte más difícil.

Gwenda se levantó muy despacio, dejando que el hombre la mirase a su antojo antes de soltarse la falda del vestido. El carcelero se humedeció los labios con la lengua y la muchacha supo que lo tenía a su merced.

Se acercó y se detuvo delante de él.

—¿Querrás ser mi protector? —le preguntó con voz melosa de niña pequeña, completamente impostada.

El hombre no dio señales de suspicacia; no contestó, pero le agarró uno de los pechos con su tosca mano y se lo apretó.

La muchacha dio un respingo de dolor.

—¡No tan fuerte! —Tomó su mano entre las de ella—. Ten más cuidado… —Movió la mano de él acariciándose el pecho, frotando el pezón de manera que se pusiera erecto—. Me gusta más si vas con cuidado…

El hombre rezongó pero siguió acariciándola despacio. A continuación la asió del cuello del vestido con la mano izquierda y extrajo su daga. Era un cuchillo de más de dos palmos, muy puntiagudo, y la hoja relucía, pues la había afilado recientemente. Era evidente que quería desgarrarle el vestido, pero ella no había contado con eso… se quedaría desnuda…

Lo agarró de la muñeca con ligereza para contenerlo momentáneamente.

—No te hace falta el cuchillo —señaló—, mira.

Dio un paso atrás, se desabrochó el cinturón y, con un rápido movimiento, se quitó el vestido por la cabeza. Era la única prenda que llevaba.

Lo extendió en el suelo y luego se tumbó encima. Quiso esbozar un amago de sonrisa, pero estaba segura de que sólo le había salido una mueca. A continuación, se abrió de piernas.

El hombre sólo vaciló un instante.

Sin soltar el cuchillo con la mano derecha, se bajó los calzones y se arrodilló entre los muslos de ella. La apuntó a la cara con la daga y dijo:

—Como haya algún problema, te rajaré los carrillos en dos.

—Eso no será necesario —dijo ella, tratando desesperadamente de pensar en las palabras que le gustaría oír a un hombre como aquél de labios de una mujer—, mi protector… tan grande y tan fuerte… —acertó a decir al fin.

Él no reaccionó de ninguna forma en especial ante esas palabras, sino que se echó encima de ella y empezó a embestirla a ciegas.

—No tan rápido —protestó ella, apretando los dientes con fuerza por el dolor que le causaban sus torpes acometidas. La muchacha se llevó la mano a las piernas y lo guio hacia su interior, levantando las piernas para facilitarle la entrada.

El hombre siguió cerniéndose sobre ella y apoyó todo el peso de su cuerpo en sus brazos. Dejó la daga en la hierba, junto a la cabeza de ella, y cubrió la empuñadura con la mano derecha. Empezó a gemir mientras se movía en el interior de la joven, quien a su vez se movía al mismo ritmo para dar mayor credibilidad al disfrute, mirándolo a la cara y obligándose a sí misma a no mirar de reojo la daga, aguardando el momento oportuno. Gwenda sentía una mezcla de miedo y repulsión a partes iguales, pero un resquicio de su cabeza mantenía la serenidad con actitud calculadora.

El hombre cerró los ojos y levantó la cabeza como si fuera un animal olisqueando el aire. Tenía los brazos rectos, para mantener el cuerpo elevado. La joven se arriesgó a mirar hacia el cuchillo; él había movido ligeramente la mano, por lo que ya sólo cubría una pequeña porción de la empuñadura. Gwenda ya podía atreverse a coger el cuchillo, pero ¿con qué rapidez sería él capaz de reaccionar?

Volvió a mirarlo a la cara: tenía la boca torcida en un rictus de concentración. La embistió con más fuerza, más rápido, y ella siguió sus movimientos.

Para su consternación, sintió cómo una especie de fulgor húmedo le recorría las entrañas. Sintió asco de sí misma: aquel hombre era un proscrito asesino, peor que una bestia, y había planeado para ella prostituirla a razón de seis peniques por servicio, Gwenda estaba haciendo aquello para salvar el pellejo… ¡no por placer! Y pese a todo, una oleada de humedad recorría su interior, y las embestidas eran cada vez más rápidas e intensas.

Gwenda presintió que él estaba a punto de alcanzar el clímax: era ahora o nunca. El hombre lanzó un gemido que sonó como una rendición y ella no desaprovechó la ocasión.

Gwenda le arrebató el cuchillo de la mano. No se produjo ninguna alteración en la expresión de éxtasis del rostro del hombre, pues ni siquiera se había percatado del movimiento de ella. Aterrorizada ante la idea de que viese lo que estaba haciendo y se lo impidiese en el último momento, Gwenda no lo dudó y tiró hacia arriba, levantando los hombros del suelo al mismo tiempo. Esta vez el hombre percibió el movimiento y abrió los ojos: una expresión de miedo y estupor se apoderó de su rostro. Como una posesa, Gwenda le clavó el cuchillo en la garganta justo debajo de la mandíbula y luego profirió una maldición, a sabiendas de que no había logrado acertar en las partes más vulnerables del cuello: la caña del pulmón y la yugular. El hombre rugió furibundo, presa de una ira incontenible, pero no había quedado ni mucho menos incapacitado y Gwenda supo que nunca había estado tan cerca de la muerte como en aquel preciso instante.

La muchacha se movió por instinto, sin pensar, y haciendo uso del brazo izquierdo, le golpeó la parte interior del codo. El hombre no pudo impedir que se le doblara el brazo y cayó involuntariamente hacia un lado. La joven hincó con más fuerza la daga de casi dos palmos y todo el peso del proscrito se hundió en la hoja del cuchillo. A medida que el arma le iba penetrando en la cabeza desde abajo, unos borbotones de sangre empezaron a manarle de la boca abierta, y cayeron directamente sobre la cara de la joven, que ladeó la cabeza para evitarlo sin dejar por ello de presionar con el cuchillo. La hoja del arma tropezó con cierta resistencia por un momento y luego siguió deslizándose, hasta que el globo ocular del hombre parecía a punto de estallar y Gwenda vio cómo la punta del cuchillo asomaba por la órbita entre salpicaduras de sangre y sesos. El cuerpo del hombre se desplomó sobre ella, medio muerto o incluso ya inerte. La magnitud de aquel peso la dejó sin resuello: era como si acabase de caerle un árbol encima y, por un momento, creyó que no iba a poder moverse nunca más.

Horrorizada, sintió cómo el hombre eyaculaba en su interior.

De repente, se vio embargada por una sensación de terror supersticioso, pues aquel hombre la asustaba aún más así que cuando la había amenazado con el cuchillo. Presa del pánico, trató desesperadamente de salir de debajo de aquel cuerpo.

Logró ponerse de pie sin dejar de temblar, respirando trabajosamente. La sangre de él le resbalaba por los pechos, y tenía su simiente entre los muslos. Lanzó una mirada temerosa hacia el campamento de los proscritos: ¿habría alguien despierto que hubiese oído el rugido de Alwyn? Y si todos estaban durmiendo, ¿habría despertado a alguien el ruido?

Con gesto trémulo, se puso el vestido por la cabeza y se ató el cinturón. Conservaba su bolsa de cuero y su pequeña navaja, que empleaba sobre todo para la comida. Ni siquiera se atrevía a apartar la mirada del cuerpo de Alwyn, pues tenía la horrible sensación de que podía seguir vivo. Era consciente de que tenía que rematarlo, pero no acababa de armarse de valor para hacerlo. Un sonido procedente del claro la alarmó; tenía que desaparecer de allí cuanto antes. Miró a su alrededor para orientarse y echó a andar en la dirección del camino.

Con una súbita sensación de pavor, recordó que había un centinela apostado junto al roble gigante. Caminó despacio y con gran sigilo por el interior del bosque, aproximándose cada vez más al árbol. Luego vio al centinela, que se llamaba Jed, durmiendo a pierna suelta en el suelo, y pasó de puntillas a su lado. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no echar a correr en una huida enloquecida, pero lo cierto es que el hombre ni siquiera se movió.

Encontró el sendero de los ciervos y lo siguió hasta el arroyo. No había indicios de que la hubiesen seguido. Se limpió la sangre de la cara y el pecho y luego se aseó con agua fresca las partes pudendas. A continuación, bebió con avidez, pues sabía que le quedaba un largo trecho por delante.

Sintiéndose ya menos angustiada, siguió el sendero de los ciervos sin ruido extraño procedente del bosque. ¿Cuánto tardarían los proscritos en hallar el cuerpo de Alwyn? Ni siquiera había intentado ocultar el cadáver. Cuando descubrieran lo sucedido seguramente saldrían tras ella, porque al fin y al cabo la habían cambiado por una vaca, y el animal valía sus buenos doce chelines, la paga de medio año para un jornalero como su padre.

Llegó al camino. Para una mujer que viajase sola, el camino a campo abierto era casi tan peligroso como un sendero en el bosque. La de Tam Hiding no era la única cuadrilla de proscritos que vivía en el bosque, y había muchos otros hombres, ya fuesen escuderos, campesinos o grupos de hombres de armas, dispuestos a aprovecharse de una mujer indefensa. Sin embargo, su máxima prioridad en ese momento era alejarse todo lo posible de Sim Chapman y sus compinches, por lo que era vital avanzar tan rápido como pudiese.

¿Qué dirección debía tomar? Si volvía a casa, a Wigleigh, era posible que Sim la siguiese hasta allí y la reclamase, y no había modo de saber cómo reaccionaría su padre ante eso. Necesitaba amigos en los que confiar. Caris la ayudaría, de modo que decidió encaminar sus pasos hacia Kingsbridge.

Hacía un día soleado, pero el camino estaba enfangado a causa de las muchas jornadas seguidas de lluvia, por lo que el caminar se hacía mucho más difícil. Al cabo de un rato llegó a lo alto de una colina. Al echar la vista atrás, vio un trecho de aproximadamente un kilómetro del camino que llevaba ya recorrido; a lo lejos, ya en el límite del horizonte, distinguió una figura solitaria avanzando a grandes zancadas. Llevaba una túnica amarilla.

Era Sim Chapman.

Gwenda echó a correr como alma que lleva el diablo.

*

La causa contra Nell la Loca se celebró en el crucero norte de la catedral el sábado a mediodía. El obispo Richard presidía el tribunal eclesiástico, con el prior Anthony a su derecha y, a su izquierda, su ayudante personal, el arcediano Lloyd, un sacerdote algo adusto y de pelo negro que, a decir de todos, se encargaba prácticamente de todos los asuntos relacionados con la diócesis.

Se había congregado una enorme multitud de gente, y es que un juicio por herejía era un espectáculo insuperable, y Kingsbridge no había presenciado ninguno en años. Los sábados, muchos artesanos y jornaleros terminaban su labor a mediodía. En el exterior, la feria del vellón estaba tocando a su fin, los comerciantes estaban desmantelando sus puestos y recogiendo la mercancía que no habían vendido y los compradores se preparaban para el viaje de vuelta a casa o hacían las gestiones necesarias para enviar remesas con sus adquisiciones por vía fluvial a bordo de barcazas hasta el puerto marítimo de Melcombe.

Mientras aguardaba el comienzo del juicio, Caris pensó con tristeza en Gwenda. ¿Qué estaría haciendo en esos momentos? Sim Chapman la obligaría a realizar el acto carnal con él, seguro, pero no era eso lo peor que podía pasarle. ¿Qué más se vería forzada a hacer por ser su esclava? Caris no tenía ninguna duda de que Gwenda trataría de escapar, pero ¿lo conseguiría? Y si no lo lograba, ¿cómo la castigaría Sim? Caris se dio cuenta entonces de que nunca obtendría respuesta a aquellas preguntas.

Había sido una semana muy extraña. Buonaventura Caroli no había cambiado de parecer: los compradores florentinos no volverían a Kingsbridge, al menos hasta que el priorato hubiese mejorado las instalaciones para la feria del vellón. El padre de Caris y los demás comerciantes de lana más prominentes se habían pasado media semana reunidos con el conde Roland. Merthin seguía muy raro, y se mostraba muy reservado y sombrío. Para colmo, no cesaba de llover.

John Constable y fray Murdo llevaron a rastras a Nell hasta la iglesia. Como única vestimenta, sólo llevaba encima un sobretodo sin mangas, abrochado por delante pero dejando al descubierto sus hombros huesudos. No llevaba gorro ni zapatos. Se resistía sin fuerzas entre los brazos de los hombres, sin dejar de soltar imprecaciones.

Cuando la hubieron calmado, una serie de vecinos acudieron a testificar que la habían oído invocar al demonio. Decían la verdad, y es que Nell amenazaba a la gente con el demonio a todas horas: por negarse a darle una dádiva, por interponerse en su camino en la calle, por llevar un buen abrigo… o por ninguna razón en particular.

Cada uno de los testigos relató alguna suerte de desgracia acaecida justo después de la maldición: la esposa de un orfebre había perdido un valioso broche, los pollos de un posadero habían muerto todos, a una viuda le había salido un doloroso forúnculo en la rabadilla… una denuncia que provocó la carcajada general, pero también la condena, pues era cosa sabida que las brujas tenían un sentido del humor muy malicioso.

Mientras sucedía todo aquello, Merthin apareció al lado de Caris.

—Todo esto es ridículo —protestó la joven, indignada—. Podría multiplicarse por diez el número de testigos que podrían salir a declarar que Nell los maldijo y luego no ocurrió nada.

Merthin se encogió de hombros.

—La gente sólo cree lo que quiere creer.

—La gente corriente tal vez, pero el obispo y el prior deberían ser un poco más juiciosos, al menos se supone que son personas instruidas.

—Tengo algo que decirte —anunció Merthin.

Caris sintió una súbita alegría; todo indicaba que al fin iba a averiguar el motivo de su mal humor. Hasta entonces había estado hablándole de soslayo, pero en ese momento se volvió para mirarlo de frente y vio que llevaba un enorme moretón en la parte izquierda de la cara.

—¿Qué te ha pasado?

La muchedumbre se rio a carcajadas ante alguno de los comentarios de Nell y el arcediano Lloyd tuvo que llamar al orden y pedir silencio en reiteradas ocasiones. Cuando Merthin pudo hacerse oír de nuevo, dijo:

—Aquí no, ¿podemos ir a un sitio más tranquilo?

Estuvo a punto de volverse para marcharse con él, pero algo la detuvo. Durante toda la semana, él la había desconcertado y herido con su frialdad, y justo en ese momento, acababa de decidir que estaba preparado para contarle al fin el motivo que ofuscaba su pensamiento, y ahora se suponía que ella debía reaccionar estando a su entera disposición y siguiéndolo como un perrillo. ¿Por qué tenía él que marcar el calendario? A fin de cuentas, la había hecho esperar cinco días enteros, ¿por qué no iba ella a hacerlo esperar una hora a él?

—No —repuso—, ahora no.

Parecía sorprendido.

—¿Por qué no?

—Pues porque no es el momento oportuno —contestó—. Y ahora, déjame escuchar, que no oigo nada. —Cuando se apartó de él, Caris vio cómo una expresión dolida le ensombrecía el rostro y al punto deseó no haberse mostrado tan fría; sin embargo, era demasiado tarde y no pensaba disculparse.

Los testigos habían terminado de desfilar ante el tribunal. El obispo Richard tomó la palabra.

—Mujer, ¿afirmas que es el diablo el que gobierna la Tierra?

Caris estaba indignada; los herejes adoraban a Satán porque creían que tenía jurisdicción sobre la Tierra, mientras que Dios sólo gobernaba los cielos. Nell la Loca ni siquiera era capaz de comprender del todo un dogma tan complejo. Era una vergüenza que Richard estuviese prestando oídos a la ridícula acusación de fray Murdo.

—Métete la verga donde te quepa —repuso Nell.

El público se echó a reír, encantado ante aquel insulto tan zafio al obispo.

—Si ésa es su defensa… —comentó Richard.

En ese momento intervino el arcediano Lloyd.

—Alguien debería testificar en su defensa —dijo. Habló en tono respetuoso, pero lo cierto es que parecía sentirse cómodo corrigiendo a su superior. No era de extrañar que el perezoso Richard confiase en Lloyd para que le recordase las normas.

Richard paseó la vista por el crucero.

—¿Quién quiere hablar a favor de Nell? —interpeló.

Caris esperó a que hablara alguien, pero nadie se ofreció. No podía permitir que aquello sucediese, alguien tenía que señalar lo irracional de toda aquella farsa. Comoquiera que nadie se ofrecía voluntario para hablar, Caris se puso en pie.

—Nell está loca —declaró.

Todo el mundo se volvió para mirar hacia el lugar de donde había procedido aquella voz, preguntándose quién era tan insensato para ponerse de parte de Nell. Se produjo un murmullo al reconocerla, pues casi todos conocían a Caris, pero no parecían demasiado sorprendidos, y es que la joven tenía fama de comportarse siempre de la forma más inesperada.

El prior Anthony inclinó el cuerpo hacia delante y susurró algo al oído del obispo. Richard anunció:

—Caris, la hija de Edmund Wooler, nos dice que la acusada es una demente. Lo cierto es que ya habíamos llegado a esa conclusión sin su ayuda.

Caris recibió su frío sarcasmo como una provocación.

—¡Nell no tiene ni idea de lo que dice! Se pasa el tiempo invocando al diablo, a todos los santos, a la luna y las estrellas… Sus palabras tienen el mismo peso que los ladridos de un perro. Es como si quisieseis ahorcar a un caballo por relincharle al rey. —Fue incapaz de reprimir el tono de desprecio de sus palabras, pese a ser consciente de lo desaconsejable que era dejar traslucir su desdén al dirigirse a la nobleza.

Parte de la muchedumbre se mostró de acuerdo con la declaración de Caris con un murmullo de aprobación. Les gustaban los debates acalorados.

—Pero ya has oído a los testigos relatar los infortunios provocados por sus maldiciones —replicó Richard.

—Ayer perdí un penique —siguió diciendo Caris—, puse a hervir un huevo y resultó estar podrido. Ah, y mi padre se ha pasado toda la noche en vela, tosiendo. Pero nadie nos ha echado ninguna maldición. A veces pasan cosas malas, sencillamente.

En ese momento buena parte del público empezó a mover la cabeza negativamente, pues la mayoría creía que siempre había alguna influencia maligna detrás de las desgracias, ya fuesen grandes o pequeñas. Caris acababa de perder el apoyo de los presentes.

El prior Anthony, su tío, conocía su forma de pensar y había discutido con ella en numerosas ocasiones. En ese momento inclinó el cuerpo hacia delante y dijo:

—Bueno, pero no creerás que es Dios el responsable de las enfermedades, las calamidades y las aflicciones de este mundo, ¿verdad?

—No…

—En ese caso, ¿quién es el responsable?

Caris imitó el tono remilgado y pacato de su tío:

—Bueno, pero no creerás que todas las desgracias de la vida sólo pueden ser responsabilidad de Dios o de Nell la Loca, ¿verdad?

El arcediano Lloyd intervino para censurarla:

—Dirígete al prior con más respeto. —No recordaba que Anthony era el tío de la joven. Los vecinos se echaron a reír, pues conocían de sobra la mojigatería del prior y la forma de hablar sin tapujos de la sobrina de éste.

—Creo sinceramente que Nell es inofensiva —sentenció Caris—. Está loca, sí, pero no hace daño a nadie.

De pronto, fray Murdo se puso en pie.

—Mi señor obispo, ciudadanos de Kingsbridge, amigos —se dirigió al público con voz grandilocuente—. El diablo se halla entre nosotros, por todas partes, tentándonos constantemente, induciéndonos a pecar, a mentir, a sentir gula por la comida, a embriagarnos con vino, a pecar de vanidoso orgullo y de lujuria carnal. —Aquello provocó el entusiasmo de la multitud: la enumeración y las descripciones del pecado por parte de Murdo hizo que los presentes evocasen con la imaginación deliciosas escenas pecaminosas que se veían santificadas por su férrea desaprobación—. Sin embargo, no puede pasar inadvertido —prosiguió Murdo, alzando la voz con entusiasmo—. Al igual que el caballo deja sus huellas en el fango, al igual que el ratón de la cocina deja las señales diminutas de sus patas sobre la mantequilla, al igual que el libidinoso deposita su vil semilla en el vientre de la doncella ultrajada… ¡también el diablo deja su marca inconfundible!

Todos expresaron su aprobación a gritos. Sabían a lo que se refería, al igual que Caris.

—Se puede reconocer a los servidores del diablo por la marca que éste deja en ellos, pues les chupa la sangre cálida igual que un niño mama la dulce leche de los pechos rebosantes de su madre. Y al igual que el niño, también él precisa un pecho del que mamar… ¡un tercer pezón!

Caris se dio cuenta de que tenía a todo el público embelesado. Comenzaba cada una de sus frases con una entonación lenta y discreta para luego ir alzando la voz poco a poco e hilvanar una frase emotiva tras otra hasta alcanzar el momento culminante, y la multitud respondía enfervorizada, atendiendo en silencio a sus palabras y luego haciendo ostensible su aprobación a gritos, al final de su discurso.

—Esa marca es de color oscuro, de bordes irregulares como un pezón, y se alza en medio de la piel clara que la rodea. Puede estar en cualquier parte del cuerpo. A veces se halla en la suave hondonada entre los pechos de una mujer, una manifestación antinatural que imitaba cruelmente a la naturaleza. Sin embargo, al diablo lo que más le gusta es colocarla en los rincones más secretos del cuerpo: en la ingle, en las partes pudendas y en especial…

El obispo Richard lo interrumpió.

—Muchas gracias, fray Murdo, no es necesario que sigáis. Lo que pide es que el cuerpo de la mujer sea examinado en busca de la marca del diablo.

—Sí, mi señor obispo, porque…

—Sí, lo sé, lo sé, no es necesario seguir discutiéndolo, ya lo habéis explicado con suficiente claridad. —Miró en derredor—. ¿Está por aquí la madre Cecilia?

La priora estaba sentada en un banco a uno de los lados del tribunal, junto a la hermana Juliana y algunas de las monjas más veteranas. Los hombres no podían examinar el cuerpo desnudo de Nell la Loca, por lo que alguna mujer tendría que realizar la inspección en privado e informar posteriormente del resultado del examen. Las monjas eran la solución más evidente.

Caris no sintió ninguna envidia de la tarea de las monjas; la mayoría de los habitantes de Kingsbridge se lavaba la cara y las manos todos los días, y las partes más sucias y hediondas del cuerpo una vez por semana. El baño de todo el cuerpo era, en el mejor de los casos, un ritual que se practicaba únicamente dos veces al año, necesario aunque peligroso para la salud. Sin embargo, todo apuntaba a que Nell no se aseaba nunca, pues llevaba la cara sucia, las manos mugrientas y siempre olía a estiércol.

Cecilia se levantó.

—Por favor, madre Cecilia —le pidió Richard—, llevad a esta mujer a unos aposentos privados, haced que se quite la ropa, examinad su cuerpo minuciosamente y volved para informarnos con toda precisión sobre vuestros hallazgos.

Las monjas se levantaron de inmediato y se acercaron a Nell. Cecilia se dirigió a la mujer trastornada en tono tranquilizador y la tomó del brazo con delicadeza. Sin embargo, no era tan fácil engatusar a Nell, que se retorció y se zafó de la otra mujer, levantando los brazos en el aire.

En ese preciso momento, fray Murdo se puso a chillar.

—¡Veo la marca! ¡La veo!

Cuatro de las monjas lograron retener a Nell.

—No hace falta quitarle la ropa —dijo el fraile—, sólo hay que mirar debajo de su brazo derecho. —Cuando Nell empezaba a retorcerse de nuevo, el hombre se acercó a ella y le levantó el brazo él mismo, sujetándoselo por encima de la cabeza—. ¡Ahí! —exclamó, señalando la axila.

La muchedumbre se precipitó hacia delante.

—¡Ya la veo! —gritó alguien, y otros repitieron el mismo grito.

Caris no veía más que el vello propio de la axila y no tenía intención de rebajarse a tratar de verla más de cerca. No le cabía ninguna duda de que Nell tenía alguna imperfección o algún bulto allí debajo, porque mucha gente sufría marcas en la piel, sobre todo las personas mayores.

El arcediano Lloyd llamó al orden y John Constable hizo retroceder a las masas con una vara. Cuando al fin se impuso de nuevo el silencio, Richard se levantó para hablar.

—Nell la Loca de Kingsbridge, te declaro culpable de herejía —dijo—. Ahora te amarrarán a la parte trasera de una carreta y serás arrastrada por toda la ciudad; luego te conducirán al lugar llamado el Cruce de la Horca, donde serás ahorcada por el cuello hasta que mueras.

La multitud prorrumpió en vítores y aplausos. Caris se dio media vuelta, asqueada ante aquel espectáculo. Con una justicia como ésa, ninguna mujer estaba a salvo. Sus ojos se tropezaron con la figura de Merthin, que la esperaba pacientemente.

—Está bien —dijo ella, malhumorada—. ¿Qué sucede?

—Ha dejado de llover —contestó él—. Vayamos al río.

*

El priorato disponía de una recua de ponis para que los hermanos y las monjas de mayor edad los utilizaran en sus trayectos, amén de algunos caballos de tiro para el transporte de mercancías. Todos ellos se guardaban, junto con las monturas de los visitantes más prósperos, en una serie de establos de piedra situados en el extremo sur del recinto de la catedral. El jardín de la cocina próximo se abonaba con la paja procedente de las caballerizas.

Ralph se hallaba en el patio de los establos con el resto del séquito del conde Roland. Habían ensillado los caballos, listos para emprender el viaje de dos días de vuelta a la residencia de Roland en Earlscastle, en las inmediaciones de Shiring. En esos momentos sólo faltaba el conde.

Ralph estaba sujetando su montura, un caballo zaino llamado Griff, y hablando con sus padres.

—No sé por qué han nombrado a Stephen señor de Wigleigh y yo, en cambio, no he recibido nada —se quejó—. Tenemos la misma edad, y no me supera en nada, ni montando a caballo ni compitiendo en una justa ni practicando la esgrima.

Cada vez que se veían, sir Gerald le formulaba las mismas preguntas llenas de esperanza y Ralph siempre tenía que darle las mismas decepcionantes respuestas. El joven habría llevado mucho mejor su sentimiento de frustración de no haber sido por la patética ansiedad con que su padre quería verlo convertido en señor.

Griff era un caballo joven. Se trataba de un caballo de caza, pues un mero escudero no merecía un costoso caballo para librar batallas. Sin embargo, a Ralph le gustaba, porque respondía maravillosamente bien cuando lo espoleaba a la caza de alguna pieza. Griff estaba nervioso por el hervidero de actividad que bullía en el patio, e impaciente por emprender la marcha.

—Tranquilo, amigo mío —le murmuró Ralph al oído—, enseguida podrás correr al galope con esas patas.

El animal se tranquilizó en cuanto oyó la voz de su amo.

—Mantente alerta constantemente ante posibles formas de complacer al conde —aconsejó sir Gerald a su hijo—. Así se acordará de ti en cuanto haya algún nombramiento que realizar.

Todo eso estaba muy bien, pensaba Ralph, pero las verdaderas oportunidades sólo se presentaban durante la batalla. Sin embargo, cabía la posibilidad de que la guerra fuese una realidad más inminente ese día que la semana anterior. Ralph no había estado presente durante las reuniones entre el conde y los mercaderes de lana, pero dedujo que los comerciantes habían mostrado su voluntad de prestar dinero al rey Eduardo, pues querían que éste tomase algún tipo de represalia contra Francia en respuesta a los ataques franceses a los puertos de la costa sur del país.

Entretanto, Ralph ansiaba encontrar la forma de destacar de algún modo y restituir así el honor de la familia perdido diez años atrás, no sólo por su padre, sino también por su propio orgullo.

Griff empezó a piafar y a menear la cabeza. Para calmarlo, Ralph empezó a pasearlo arriba y abajo, y su padre lo acompañó. Su madre permaneció apartada, pues estaba enfadada a causa de la nariz rota.

Caminando junto a su padre, pasaron al lado de lady Philippa quien, con mano firme, sujetaba la brida de un brioso corcel mientras hablaba con su marido, lord William. Llevaba una ropa muy ajustada, que si bien era idónea para largas excursiones a caballo, también resaltaba sobremanera su generoso busto y sus largas piernas. Ralph siempre estaba buscando pretextos para hablar con ella a la menor ocasión, pero no le servía de nada, pues el joven tan sólo era uno de los seguidores del suegro de ella, por lo que nunca se dirigía a él a menos que fuese estrictamente necesario.

Bajo la mirada atenta de Ralph, lady Philippa sonrió a su marido y le dio unos golpecitos en el pecho con el dorso de la mano a modo de cariñosa reprimenda. A Ralph lo inundó un sentimiento de profundo resentimiento: ¿por qué no podía compartir con él ese momento de íntima complicidad? No tenía ninguna duda de que podría haber sido él el elegido de haber sido señor de cuarenta aldeas, tal como lo era William.

En ese momento, Ralph sintió que toda su vida se reducía a meras aspiraciones. ¿Cuándo diablos lograría alcanzar alguna de ellas? Su padre y él recorrieron todo el patio y luego dieron media vuelta y regresaron.

Vio a un monje manco saliendo de la cocina y atravesando el patio, y le sorprendió que su rostro le resultase tan familiar. Al cabo de un momento recordó dónde lo había visto antes: se trataba nada menos que de Thomas de Langley, el caballero que había matado a dos hombres de armas en el bosque hacía diez años. Ralph no había vuelto a ver a aquel hombre desde ese día, pero su hermano Merthin sí lo había visto, pues el caballero convertido en monje era en esos momentos el responsable de supervisar las reparaciones en los edificios del priorato. Thomas llevaba un hábito tosco en lugar de la refinada indumentaria propia de un caballero, y tenía la cabeza afeitada con la tonsura de las órdenes monásticas. Parecía más recio en torno a la zona de la cintura, pero su forma de andar todavía era la de un guerrero.

Cuando Thomas pasó junto a ellos, Ralph comentó a lord William con toda naturalidad:

—Ahí va el monje misterioso…

—¿Qué quieres decir con eso? —repuso William con brusquedad.

—Me refiero al hermano Thomas. Antes era un caballero; nadie sabe por qué tomó los hábitos y se incorporó al monasterio.

—¿Y se puede saber qué diablos sabes de él?

Por su tono, William parecía enfadado, a pesar de que Ralph no había dicho nada que pudiese resultar ofensivo. Tal vez estaba de mal humor, pese a las cariñosas sonrisas de su bella esposa.

Ralph deseó no haber dado pie a aquella conversación.

—Recuerdo el día que llegó a Kingsbridge —dijo. Vaciló unos instantes, pensando en el juramento hecho por los niños aquella memorable jornada. Por eso y por la inexplicable irritación de William, Ralph decidió no contar toda la historia—. Entró en la ciudad tambaleándose y sangrando a borbotones a causa de una herida de espada —explicó—. Uno no olvida fácilmente una cosa así.

—Qué curioso… —exclamó lady Philippa antes de mirar a su marido—. ¿Conoces tú la historia del hermano Thomas?

—Desde luego que no —le espetó William—, ¿por qué iba yo a saber una cosa así?

La mujer se encogió de hombros y les dio la espalda.

Ralph siguió andando, alegrándose de que se hubiese zanjado la conversación.

—Lord William miente —le dijo a su padre en voz baja—. ¿Por qué será?

—No hagas más preguntas acerca de ese monje —repuso su padre con aprensión—. Salta a la vista que se trata de un tema delicado.

El conde Roland apareció al fin, acompañado del prior Anthony. Los caballeros y los escuderos se encaramaron a sus monturas. Ralph besó a sus padres y se subió a la silla. Griff empezó a desplazarse de costado, ansioso por emprender la marcha, y el movimiento hizo que la nariz rota de Ralph le ardiese como si estuviese en llamas. Apretó los dientes y resistió el dolor, pues no tenía más remedio que soportarlo con estoicismo.

Roland se acercó a su montura, Victory, un semental negro con una mancha blanca en la testuz, encima de un ojo. No lo montó sino que lo asió de la brida y echó a caminar, sin dejar de hablar con el prior.

Sir Stephen de Wigleigh y Ralph Fitzgerald —los llamó William—: adelantaos y despejad el puente.

Ralph y Stephen atravesaron a caballo el césped de la catedral; la hierba estaba muy pisoteada y el suelo enfangado tras la celebración de la feria del vellón. Había unos cuantos puestos que todavía vendían su mercancía, pero la mayoría ya estaban cerrando y muchos comerciantes ya se habían marchado. Los jinetes franquearon las puertas del priorato.

Una vez en la calle principal, Ralph vio al joven que le había roto la nariz; se llamaba Wulfric y era de la misma aldea que Stephen, de Wigleigh. Tenía el lado izquierdo de la cara hinchado y magullado allí donde Ralph lo había golpeado repetidas veces. Wulfric estaba en la puerta de la posada Bell junto a su padre, su madre y su hermano. Parecían a punto de marcharse.

«Será mejor que nuestros caminos no vuelvan a cruzarse nunca», se dijo Ralph.

Trató de pensar en algún insulto que gritarle, pero lo distrajo el alboroto que armaba una aglomeración de gente.

Cuando él y Stephen avanzaban por la calle mayor, con sus caballos moviéndose con desenvoltura por el fango, vieron delante una muchedumbre. Cuando llegaron a la mitad de la pendiente de la colina, se vieron obligados a detenerse.

La calle estaba abarrotada de centenares de hombres, mujeres y niños que gritaban, reían y se daban empujones sin cesar para hacerse sitio. Todos estaban de espaldas a Ralph, quien dirigió la vista al frente del gentío.

Una carreta tirada por un buey encabezaba aquella poco ortodoxa procesión y amarrada a la parte posterior del vehículo iba una mujer semidesnuda. Ralph ya había visto aquello en anteriores ocasiones, pues se trataba de un castigo común ser arrastrado por una carreta por toda la ciudad. La mujer sólo vestía una falda de lana tosca sujeta a la cintura por un cordel. Cuando le vio la cara, advirtió que la tenía muy sucia, y que llevaba el pelo mugriento, por lo que al principio la tomó por una anciana. Luego le vio los pechos y se dio cuenta de que apenas debía de rondar la veintena.

Tenía las manos atadas y sujetas por la misma cuerda al extremo posterior del carro. La mujer avanzaba a trompicones tras él, ora tropezándose, ora arrastrándose y retorciéndose por el lodo hasta que conseguía de nuevo ponerse en pie. El alguacil la seguía de cerca, azotándole vigorosamente la espalda desnuda con un látigo, un trozo de cuero en el extremo de una vara.

La multitud, encabezada por un puñado de hombres jóvenes, se metía una y otra vez con la mujer, insultándola, riéndose de ella y arrojándole barro e inmundicias. Ella, a su vez, hacía las delicias de los presentes respondiéndoles con imprecaciones procaces y escupiendo a cualquiera que se le acercase.

Ralph y Stephen espolearon a sus monturas para abrirse paso entre el gentío. Ralph levantó la voz:

—¡Abrid paso! —gritó a pleno pulmón—. ¡Despejad el camino para el conde!

Stephen lo imitó.

Sin embargo, todos hicieron caso omiso de ellos.

*

Al sur del priorato, la tierra descendía en pronunciada pendiente hacia el río. La orilla a ese lado era muy pedregosa y nada apta para la carga de gabarras y otras naves fluviales, por lo que todos los embarcaderos se hallaban en el lado sur, mucho más accesible, en la demarcación de Newtown. En aquella época del año, el tranquilo sector norte del río florecía con exuberancia con toda clase de matas y flores silvestres. Merthin y Caris se sentaron en un risco de escasa altura mirando a las aguas.

El caudal del río había crecido con las lluvias. Merthin reparó en que fluía con mayor rapidez que de costumbre y enseguida descubrió el porqué: el cauce era más estrecho que antaño. La razón de aquella alteración no era otra que el desarrollo de la ribera del río. Cuando era niño, la mayor parte de la orilla meridional había estado formada por una ancha playa enfangada con un terreno cenagoso detrás. En aquella época el río fluía con una serenidad majestuosa y de chico había cruzado a la otra orilla a nado, flotando de espaldas. Sin embargo, los nuevos muelles, protegidos de las crecidas por muros de piedra, arrojaban la misma cantidad de agua a un canal más pequeño, a través del cual el agua se precipitaba como si estuviese ansiosa por atravesar el puente. Más allá de éste, el río se ensanchaba y aminoraba la corriente en las inmediaciones de la isla de los Leprosos.

—He hecho algo horrible —confesó Merthin a Caris.

Por desgracia, la joven estaba especialmente hermosa ese día. Llevaba un vestido de hilo rojo oscuro, y tenía la piel reluciente de vitalidad. Durante el juicio de Nell la Loca había estado enfadada, pero en ese momento sólo parecía preocupada, y eso le confería un aire de vulnerabilidad que zahería el corazón de Merthin en lo más hondo. Sin duda se habría percatado de la incapacidad de él para mirarla a los ojos durante toda esa semana, pero lo que tenía que decirle seguramente era peor que cualquier cosa que la joven hubiese podido imaginar.

No había hablado con nadie de aquello desde la trifulca con Griselda, Elfric y Alice. Nadie sabía siquiera que su puerta había sido destruida. Sentía una necesidad imperiosa de librarse de aquella pesada carga, pero había estado posponiendo el momento. No quería hablar con sus padres, pues su madre se mostraría sentenciosa y su padre se limitaría a decirle que se dejase de sandeces y se comportase como un hombre. Podría haber hablado con Ralph, pero ambos se habían distanciado enormemente desde la pelea con Wulfric: Merthin creía que Ralph había actuado como un pendenciero y Ralph lo sabía.

Le daba miedo contarle a Caris la verdad. Por un momento, se preguntó por qué; no es que le diese miedo lo que pudiese hacer ella. Seguramente se mostraría desdeñosa con él, ya que eso se le daba muy bien, pero no podía decirle algo peor que las cosas que él se decía a sí mismo constantemente.

Se dio cuenta de que lo que en realidad le daba miedo, en el fondo, era herirla. Podía soportar su ira, pero no podría soportar su dolor.

—¿Aún me quieres? —le preguntó ella.

Merthin no se esperaba aquella pregunta, pero respondió sin titubeos.

—Sí.

—Y yo te quiero a ti. Todo lo demás, cualquier cosa, sólo puede ser un problema que podemos solucionar juntos.

Merthin deseó que tuviera razón, y lo deseó con tanta fuerza que las lágrimas afloraron a sus ojos. Apartó la mirada para que ella no lo advirtiese. Una aglomeración de gente avanzaba hacia el puente, siguiendo una carreta que se desplazaba muy despacio, y se dio cuenta de que debía de tratarse de Nell la Loca, arrastrada por toda la ciudad antes de dirigirse al Cruce de la Horca, en Newtown. El puente ya estaba abarrotado de mercaderes que se marchaban con sus carros, y el movimiento sobre el puente prácticamente estaba paralizado.

—¿Qué ocurre? —inquirió Caris—. ¿Estás llorando?

—Me acosté con Griselda —dijo Merthin de improviso.

Caris se quedó boquiabierta.

—¿Con… Griselda? —exclamó, incrédula.

—Estoy tan sumamente avergonzado…

—Creí que sería con Elizabeth Clerk.

—Es demasiado orgullosa para ofrecerse.

La reacción de Caris ante aquello lo sorprendió.

—Ah, conque lo habrías hecho con ella también si se hubiese ofrecido…

—¡No quería decir eso!

—¡Con Griselda! Por el amor de Dios… creía que yo valía más que eso.

—Y así es.

Lupa… —exclamó Caris, usando la voz latina para puta.

—Griselda ni siquiera me gusta. Lo pasé muy mal.

—¿Se supone que eso tiene que hacer que me sienta mejor? ¿Estás diciendo que no lo sentirías tanto si hubieses disfrutado más?

—¡No! —Merthin estaba consternado. Caris parecía decidida a malinterpretar todo cuanto dijese.

—¿Se puede saber qué te pasó?

—Ella estaba llorando.

—¡Oh, por Dios santo…! ¿Y haces eso con todas las mujeres a las que encuentras llorando?

—¡Pues claro que no! Sólo trato de explicarte cómo ocurrió, a pesar de que en realidad yo no quería hacerlo.

El desprecio de Caris se hacía más ostensible con cada palabra que él decía.

—No seas majadero —repuso la joven—. Si no hubieses querido que sucediese, no habría sucedido.

—Escúchame, por favor —insistió, con frustración—. Ella me lo pidió y le dije que no. Luego se echó a llorar y yo la abracé para consolarla y entonces…

—Vaya, ahórrame los detalles escabrosos… no quiero saberlos.

Merthin empezó a sentirse resentido por cómo lo estaba tratando. Sabía que había obrado mal y esperaba que ella se enfadase, pero su desprecio lo hería profundamente.

—Está bien, como quieras —dijo, y se calló.

Sin embargo, no era silencio lo que ella quería. Lo miró con disgusto y a continuación preguntó:

—¿Qué más?

Él se limitó a encogerse de hombros.

—¿Para qué voy a seguir hablando si lo único que haces es menospreciar todo lo que digo?

—No quiero escuchar excusas patéticas, pero hay algo que todavía no me has dicho… Lo presiento.

Merthin lanzó un suspiro.

—Está encinta.

La reacción de Caris volvió a provocar su asombro. Toda su ira se desvaneció, y su rostro, hasta entonces crispado por la indignación, pareció sumirse de repente en una profunda desolación y únicamente se percibía en él la tristeza.

—Un hijo… —exclamó—. Griselda va a tener un hijo tuyo…

—Puede que no lo tenga —repuso él—, a veces…

Caris negó con la cabeza.

—Griselda es una mujer sana, bien alimentada. No hay razones para pensar que pueda sufrir un aborto.

—Aunque no es que le desease tal cosa —dijo Merthin, a pesar de no estar del todo seguro de que sus palabras fuesen ciertas.

—Pero ¿qué vas a hacer? —preguntó—. Será tu hijo y lo querrás, aunque odies a su madre.

—Tengo que casarme con ella.

Caris dio un respingo.

—¡Casarte con ella! Pero eso sería para siempre…

—Si soy padre de un hijo, tendré que hacerme responsable de él.

—Pero ¡pasarte el resto de tu vida con Griselda…!

—Sí, ya lo sé.

—No tienes por qué hacer eso —repuso ella, tajante—. Piensa un poco: el padre de Elizabeth Clerk no se casó con su madre.

—Era obispo.

—¿Y qué me dices de Maud Roberts, de Slaughterhouse Ditch? Ésa tiene tres hijos y todo el mundo sabe que el padre es Edward Butcher.

—Él ya está casado y tiene otros cuatro hijos con su esposa.

—Sólo digo que no siempre obligan a la gente a casarse. Podrías seguir tal como estás.

—No, no podría. Elfric me echaría.

Parecía pensativa.

—Entonces, ¿ya has hablado con Elfric?

—¿Hablar? —Merthin se llevó la mano a la mejilla magullada—. Creí que me iba a matar.

—¿Y su mujer…? ¿Mi hermana?

—Me insultó a gritos.

—Entonces, lo sabe.

—Sí. Dice que tengo que casarme con Griselda. Además, nunca ha querido que tú y yo estuviésemos juntos. No sé por qué.

—Porque te quería para ella —murmuró Caris en voz baja.

Aquello era toda una novedad para Merthin. Era muy poco probable que la altanera Alice se sintiese atraída por un simple aprendiz.

—Pues nunca vi ninguna señal que me indicase algo así.

—Eso es porque nunca te fijaste en ella. Y eso es lo que la enfurecía tanto. Se casó con Elfric por frustración. Rompiste el corazón de mi hermana… y ahora me lo rompes a mí.

Merthin apartó la mirada. No se reconocía a sí mismo en esa imagen de rompecorazones. ¿Cómo habían podido salir tan mal las cosas? Caris se quedó callada y Merthin fijó la mirada muy lejos, en el puente del río, con aire taciturno.

Vio que la multitud se había parado. Había un carro cargado con balas de lana encallado en el extremo sur del puente, seguramente con una rueda rota. La carreta que tiraba de Nell se había parado, sin poder avanzar. La multitud se había arremolinado en torno a los dos carros y algunos se habían encaramado a las balas de lana para ver mejor. El conde Roland también estaba intentando marcharse. Se encontraba en el extremo del puente más próximo a la ciudad, a caballo, rodeado de su séquito, pero incluso a ellos les estaba costando mucho conseguir que los ciudadanos les abriesen paso. Merthin vio a su hermano, Ralph, subido a lomos de su montura, un caballo castaño con crines y cola negras. El prior Anthony, quien evidentemente había acudido a despedir al conde, se retorcía las manos con ansiedad mientras los hombres de Roland azuzaban a sus caballos para que se abalanzasen sobre la multitud, tratando en vano de abrirle paso.

La intuición hizo sonar la voz de alarma en el cerebro de Merthin. Estaba seguro de que ocurría algo malo, aunque al principio no sabía exactamente el qué. Miró el puente con más detenimiento. El lunes se había dado cuenta de que las gigantescas vigas de roble que iban de un pilar a otro a lo largo del puente mostraban unas grietas en la parte a contracorriente, y que las vigas habían sido reforzadas con unas abrazaderas de hierro clavadas encima de las grietas. Merthin no había participado en las tareas de refuerzo, por lo que no había prestado demasiada atención a la reparación hasta entonces. El lunes, en cambio, se había preguntado por qué estaban cediendo las vigas, y es que el puente no se estaba resquebrajando por la mitad, entre los postes verticales, como cabría esperar si la madera simplemente se hubiese ido deteriorando con el paso del tiempo. Por el contrario, las grietas habían aparecido en la zona próxima al pilar central, donde en teoría debía haber menos presión.

No había vuelto a pensar en ello desde el lunes, pues tenía muchas otras cosas en la cabeza, pero en ese preciso instante se le ocurrió una explicación: era casi como si aquel pilar central no estuviese soportando las vigas sino arrastrándolas hacia abajo, lo cual significaría que algo había socavado los cimientos del pilar… y en cuanto se le ocurrió aquella explicación, también se le ocurrió cómo podía haber sucedido. Tenía que ser a causa de la mayor velocidad del caudal del río, que había ido arrastrando consigo el lecho del mismo por debajo del pilar.

Le vino a la memoria el recuerdo de haber caminado descalzo por una playa de arena cuando era niño y de haber visto que, cuando se colocaba junto a la orilla del mar y dejaba que el agua le acariciase los pies, las olas se llevaban consigo, al batirse en retirada, la arena que había bajo sus dedos. Aquel fenómeno siempre lo había fascinado.

Si estaba en lo cierto, el pilar central, sin contar con nada debajo para soportarlo, colgaba en ese momento del puente, de ahí las grietas. Las abrazaderas de hierro de Elfric no habían servido de gran ayuda sino que, de hecho, era posible que hubiesen agravado aún más el problema, imposibilitando que el puente pudiese asentarse otra vez, despacio, hasta adoptar una nueva posición más estable.

Merthin supuso que el otro pilar del par, en el extremo más alejado del puente, río abajo, seguía bien aferrado al suelo. La corriente sin duda ejercía la mayor parte de su fuerza sobre el primer pilar, mientras que arremetía contra el segundo con menguada virulencia. Sólo uno de los pilares estaba afectado, y el entramado del resto de la estructura parecía lo bastante sólido para sostener la totalidad del puente… siempre y cuando no estuviese sometido a una presión extraordinaria.

Sin embargo, las grietas parecían haberse ensanchado desde el lunes, y no era difícil deducir por qué. Había centenares de personas sobre el puente, una carga mucho más pesada que de costumbre, amén de un carro cargado hasta los topes con balas de lana y veinte o treinta personas subidas a los costales para hacer aún más pesada la carga.

De repente, Merthin sintió cómo el miedo le atenazaba la garganta: no creía que el puente pudiese soportar aquel peso demasiado tiempo.

Muy vagamente, le pareció que Caris le decía algo, pero el significado de sus palabras no logró penetrar en los intersticios de su conciencia hasta que la joven alzó la voz y gritó:

—¡Ni siquiera me estás escuchando!

—Va a haber un terrible accidente —anunció él.

—¿A qué te refieres?

—Tenemos que hacer que desalojen el puente.

—¿Acaso te has vuelto loco? Están torturando a la pobre Nell la Loca, ni siquiera el conde Roland puede hacer que se muevan. No te van a escuchar.

—Creo que el puente podría derrumbarse de un momento a otro.

—¡Mira! ¡Allí! —exclamó Caris, señalando con el dedo—. ¿Ves a alguien corriendo por el camino del bosque, acercándose al extremo sur del puente?

Merthin se preguntó qué importancia podía tener eso, pero miró en la dirección que le indicaba Caris con el dedo y, efectivamente, vio la figura de una joven corriendo, con el pelo ondeando al viento.

—Parece Gwenda —dijo Caris.

Detrás de ella, persiguiéndola, la seguía un hombre con una túnica amarilla.

*

Gwenda nunca había estado tan cansada en toda su vida.

Sabía que la forma más rápida de cubrir una distancia larga era corriendo veinte pasos y luego andando veinte pasos más. Había empezado a hacerlo medio día antes, cuando había visto a Sim Chapman a un kilómetro y medio por detrás. Luego lo perdió de vista durante un tiempo pero, cuando el camino volvió a brindarle la oportunidad de divisar un largo trecho, vio que él también corría y andaba, alternativamente. A medida que iba avanzando kilómetro tras kilómetro y hora tras hora, el hombre fue cortando distancias con Gwenda. A media mañana se dio cuenta de que, a aquel ritmo, le daría alcance antes de que lograse llegar a Kingsbridge.

Empujada por la desesperación, decidió adentrarse en el bosque, aunque no podía alejarse demasiado del camino para no perderse. Al final oyó unos pasos y unos jadeos, se asomó entre la maleza y vio a Sim avanzando por el camino. Se percató de que en cuanto llegase a una zona más despejada del sendero, adivinaría qué había hecho ella y, efectivamente, minutos más tarde vio cómo el hombre regresaba sobre sus pasos.

Gwenda había avanzado entre la espesura del bosque, deteniéndose cada tanto para aguardar en silencio y ver si oía algún ruido. Había logrado esquivarlo durante mucho tiempo, y era consciente de que el hombre tendría que examinar el bosque a conciencia a ambos lados del camino para asegurarse de que no estaba escondida. Sin embargo, el avance de Gwenda era más bien lento, pues tenía que abrirse paso con dificultad entre la maleza estival sin alejarse demasiado del camino principal.

Cuando oyó el lejano alboroto de una multitud, supo de inmediato que no debía de estar muy lejos de la ciudad y se creyó capaz de escapar de su perseguidor después de todo. Se aproximó al sendero y se asomó con sumo cuidado desde detrás de un arbusto. Estaba despejado en ambas direcciones, y a menos de medio kilómetro más al norte, vio la torre de la catedral.

Casi lo había logrado.

Oyó un ladrido que le resultó familiar y su perro, Tranco, apareció de entre los arbustos en el flanco de la carretera. La joven se agachó para acariciarlo y el animal meneó la cola entusiasmado, lamiéndole las manos. Unas lágrimas asomaron a los ojos de Gwenda.

No se veía a Sim por ninguna parte, por lo que se arriesgó a salir a campo abierto. Reanudó con sumo cansancio sus veinte pasos corriendo y sus veinte pasos andando, ya con la compañía de Tranco, que trotaba alegremente a su lado, creyendo que se trataba de algún juego nuevo. Cada vez que cambiaba el ritmo, la joven se volvía para mirar por encima del hombro. A la tercera, vio a Sim.

Estaba a apenas doscientos metros de distancia.

Una desesperación absoluta de apoderó de ella y le dieron ganas de echarse al suelo y morirse. Sin embargo, había llegado a las inmediaciones de Kingsbridge, y el puente sólo estaba a menos de medio kilómetro de distancia. Se obligó a sí misma a seguir adelante.

Quiso echar a correr, pero las piernas no obedecían sus órdenes y únicamente acertó a comenzar una suave carrera tambaleante. Los pies le dolían horrores. Bajó la vista y vio un reguero de sangre que manaba a través de los agujeros de los maltrechos zapatos. Cuando doblaba la esquina del Cruce de la Horca, vio una muchedumbre delante, en el puente. Todos estaban absortos en algo y nadie advirtió su carrera desesperada a vida o muerte, perseguida por Sim Chapman.

No llevaba más arma encima que su navaja para comer, que si bien podía cortar a trozos un conejo asado, apenas si podía hacer un rasguño a un hombre. Deseó con toda su alma haber tenido el coraje suficiente para haberle arrancado a Alwyn la larga daga de la cabeza y habérsela llevado consigo, pero lo cierto era que estaba prácticamente indefensa.

Vio a un lado una hilera de casuchas pequeñas, el hogar en los arrabales de familias demasiado pobres para vivir en la ciudad, y al otro lado, unos pastos llamados Lovers’ Field que pertenecían al priorato. Sim estaba ya tan cerca que oía su respiración, rápida y entrecortada como la suya propia. El terror le dio un último impulso de energía. Tranco ladró, pero lo hizo con más miedo que desafío, pues el animal no había olvidado la piedra que le había golpeado el hocico.

Las inmediaciones del puente eran una ciénaga de fango plagado de huellas de botas, cascos de caballos y ruedas de carretas. Gwenda avanzó por la ciénaga no sin esfuerzo, deseando con toda su alma que a Sim, por su complexión oronda y robusta, le costase aún más que a ella.

La joven alcanzó el puente al fin. Se abrió paso a empellones entre la multitud, que no era tan densa en el extremo donde se hallaba ella. Todos miraban hacia el otro lado, donde un carro muy pesado, cargado de lana, impedía el paso a una carreta de bueyes. Tenía que llegar a toda costa a casa de Caris, un edificio que casi veía ya en la calle principal.

—¡Dejadme pasar! —gritó, abriéndose paso a codazos.

Sólo una persona pareció oírla; una cabeza se volvió para mirar en su dirección y Gwenda vio el rostro de su hermano Philemon, que se quedó boquiabierto con expresión de perplejidad y trató de avanzar hacia ella, pero la marea humana se lo impedía, al igual que a su hermana.

Gwenda intentó abrirse paso más allá de la yunta de bueyes que arrastraban el carro con las balas de lana, pero uno de los animales meneó la gigantesca cabeza y empujó a la joven hacia un lado. Gwenda perdió el equilibrio y, en ese preciso instante, sintió cómo una mano enorme la agarraba con una fuerza descomunal, y supo que la acababan de capturar de nuevo.

—Ya te tengo, mala pécora —exclamó Sim, sin resuello. La atrajo hacia sí y le cruzó la cara con una violenta bofetada. A Gwenda ya no le quedaban fuerzas para oponer resistencia. Tranco trató de morder en vano los talones al hombre—. No volverás a escaparte de mí —dijo.

Una sensación de desesperación absoluta se apoderó de Gwenda. Todos sus esfuerzos no le habían servido de nada: seducir a Alwyn, asesinarlo, correr durante horas y horas… Había vuelto al punto de partida, había vuelto a caer en las garras de Sim.

Justo entonces, el puente empezó a tambalearse.