os dos perros, Tranco y Trizas, se saludaron mutuamente con caluroso entusiasmo. Ambos animales procedían de la misma camada, aunque no se parecían. Tranco era un macho marrón y Trizas, una pequeña hembra de color negro. Además, Tranco era un perro típicamente rural, flacucho y desconfiado, mientras que la urbanita Trizas estaba oronda y satisfecha.
Hacía diez años que Gwenda había elegido a Tranco de entre una camada de cachorros mestizos que había en el suelo del dormitorio de Caris, en la enorme casa del mercader de lana, el día en que la madre de ésta había muerto. A partir de ese día, Gwenda y Caris se habían convertido en buenas amigas. Sólo se veían dos o tres veces al año, pero compartían sus secretos. Gwenda sentía que podía contarle a Caris cualquier cosa sin que esa información llegara nunca a oídos de sus padres ni de ninguna otra persona de Wigleigh. Suponía que Caris sentía lo mismo; puesto que Gwenda no le dirigía la palabra a ninguna otra muchacha de Kingsbridge, no había peligro de que se le escapara nada en algún momento de descuido.
Gwenda llegó a Kingsbridge el viernes de la semana de la feria del vellón. Su padre, Joby, se dirigió a la zona de la feria, frente a la catedral, para vender la piel de unas ardillas que había atrapado en el bosque cercano a Wigleigh. Gwenda fue directamente a casa de Caris, y los dos perros volvieron a reunirse.
Como siempre, Gwenda y Caris hablaron de muchachos.
—Merthin se comporta de forma extraña —confesó Caris—. El domingo estaba normal, me besó en la iglesia. El lunes, en cambio, apenas se atrevía a mirarme a los ojos.
—Se siente culpable por algo —adivinó de inmediato Gwenda.
—Es probable que tenga que ver con Elizabeth Clerk. Ella no le quita los ojos de encima, a pesar de que es una bruja insensible y demasiado mayor para él.
—¿Lo habéis hecho ya, Merthin y tú?
—¿El qué?
—Ya sabes… Cuando era pequeña lo llamaba «dar gemidos» porque eso era lo que oía cuando los mayores lo hacían.
—Ah, eso… No, todavía no.
—¿Por qué no?
—No lo sé…
—¿Es que no tienes ganas?
—Sí, pero… ¿No te da miedo pasarte la vida a las órdenes de un hombre?
Gwenda se encogió de hombros.
—La idea no me entusiasma, pero tampoco me preocupa mucho.
—¿Y tú qué? ¿Lo has hecho?
—No tal como es debido. Accedí a la propuesta de un joven del pueblo de al lado hace unos años, sólo para saber cómo era. Se siente un cálido bienestar, igual que al beber vino. Fue la única vez. Pero permitiré que Wulfric lo haga cuando le venga en gana.
—¿Wulfric? ¡Eso es nuevo!
—Ya lo sé. La cuestión es que lo conozco desde que éramos niños, solía tirarme del pelo y escaparse corriendo. Un día, poco después de Navidad, lo vi entrar en la iglesia y me di cuenta de que estaba hecho un hombre. Y no sólo eso, además era muy apuesto. Tenía nieve en el pelo y llevaba una especie de bufanda de color mostaza enrollada al cuello. Estaba arrebatador.
—¿Le amas?
Gwenda exhaló un suspiro. No sabía cómo expresar lo que sentía. No se trataba sólo de amor, pensaba en él todo el tiempo y no creía poder vivir sin él. Se imaginaba raptándolo y encerrándolo en una cabaña de las profundidades del bosque para que nunca se le escapara.
—Bueno, por la expresión de tu cara deduzco la respuesta —dijo Caris—. ¿Y él? ¿Te corresponde?
Gwenda negó con la cabeza.
—Nunca habla conmigo. Me encantaría que hiciera algo para demostrar que sabe quién soy, aunque sólo fuera tirarme del pelo, pero está enamorado de Annet, la hija de Perkin. Ella es una vaca egoísta, pero él la adora. Los padres de ambos son los hombres más ricos de toda la aldea. El de ella cría gallinas ponedoras y las vende; y el de él posee veinte hectáreas de tierra.
—Tal como lo cuentas parece un amor imposible.
—Yo no lo tengo tan claro. ¿Qué quiere decir imposible? Annet podría morir, o Wulfric podría darse cuenta de pronto de que es a mí a quien siempre ha amado. O mi padre podría ser nombrado conde y entonces le ordenaría que se casara conmigo.
Caris sonrió.
—Tienes razón, no existen los amores imposibles. Me gustaría conocer a ese muchacho.
Gwenda se puso en pie.
—Estaba esperando a que dijeras eso. Vamos a buscarlo.
Salieron de la casa y los perros las siguieron pegados a los talones. Las lluvias que habían azotado la ciudad durante los primeros días de la semana habían dado paso a chubascos aislados; con todo, la calle principal seguía siendo un torrente de lodo. A causa de la feria, el barro se mezclaba con excrementos de animales, verduras podridas y toda la basura y los desechos del millar de visitantes.
Mientras cruzaban chapoteando los charcos nauseabundos, Caris preguntó a Gwenda por su familia.
—La vaca murió —dijo Gwenda—. Mi padre tiene que comprar otra, pero no sé cómo va a arreglárselas. No cuenta más que con unas pieles de ardilla para vender.
—Este año una vaca cuesta doce chelines —repuso Caris preocupada—. Eso equivale a ciento cuarenta y cuatro peniques de plata. —Caris siempre realizaba los cálculos mentalmente: Buonaventura Caroli le había enseñado los números arábigos y ella aseguraba que así resultaba más fácil.
—Hemos sobrevivido a los últimos inviernos gracias a la vaca, sobre todo los más pequeños de la familia.
El sufrimiento producido por la hambruna era bien conocido por Gwenda. A pesar de la leche que daba la vaca, cuatro de los hijitos de su madre habían muerto. No era extraño que Philemon ansiara ser monje, pensó: casi cualquier sacrificio merecía la pena con tal de poder disfrutar de copiosas comidas cada día sin falta.
—¿Qué va a hacer tu padre? —preguntó Caris.
—Algo poco limpio. Es difícil robar una vaca, no es posible ocultarla en el zurrón, pero seguro que idea algún plan ingenioso. —Gwenda lo expresaba con mayor seguridad de la que sentía. Su padre era deshonesto, pero nada inteligente. Haría todo cuanto estuviera en su mano, lícito o ilícito, por conseguir otra vaca; sin embargo, podía fracasar.
Atravesaron las puertas del priorato y se adentraron en la extensa feria. Los comerciantes aparecían empapados y abatidos tras seis días de mal tiempo. Habían expuesto sus mercancías a la lluvia y habían obtenido muy poco a cambio.
Gwenda se sentía violenta. Caris y ella no hablaban casi nunca de la dispar situación económica de las dos familias. Cada vez que Gwenda acudía a visitarla, Caris le entregaba discretamente algún regalo para que se lo llevara a casa: un queso, un pescado ahumado, un rollo de tela, una jarra de miel… Gwenda le daba las gracias, y de hecho, en el fondo le estaba profundamente agradecida, pero no decían nada más al respecto. Cuando su padre le aconsejaba que se aprovechara de la confianza de Caris para robar en su casa, Gwenda argüía que tal cosa le impediría volver a visitarla, y en cambio de ese otro modo llevaba algo a su hogar dos o tres veces al año. Incluso su padre se daba cuenta de que era lo más sensato.
Gwenda buscó con la mirada el puesto en el que Perkin debía de estar vendiendo sus gallinas. Era probable que Annet también se encontrara allí, y dondequiera que estuviese Annet, Wulfric no andaría lejos. Gwenda estaba en lo cierto: allí estaba el gordo y taimado de Perkin, tratando con zalamera amabilidad a los clientes y comportándose de forma brusca con todos los demás. Annet sostenía una bandeja con huevos y sonreía con coquetería mientras la bandeja le tiraba del vestido, marcándole los senos, y el pelo rubio sobresalía del gorro, cayendo en mechones que le acariciaban las mejillas sonrosadas y el cuello largo. Y allí estaba también Wulfric, con el aspecto de un arcángel que hubiera perdido el norte y deambulara entre los humanos por error.
—Ahí está —susurró Gwenda—. Es el alto con…
—Ya sé quién es —respondió Caris—. Es muy guapo.
—Ya ves lo que quiero decir.
—Es algo joven, ¿no?
—Tiene dieciséis años. Yo tengo dieciocho, como Annet.
—Bien.
—Ya sé qué estás pensando —aventuró Gwenda—. Crees que es demasiado apuesto para mí.
—No…
—Los hombres apuestos nunca se fijan en las mujeres feas, ¿verdad?
—Tú no eres fea.
—Me he mirado al espejo. —El recuerdo le resultaba penoso y Gwenda hizo una mueca—. Cuando vi qué aspecto tenía, me eché a llorar. Tengo la nariz muy grande y los ojos demasiado juntos. Me parezco a mi padre.
Caris protestó.
—Tienes unos bonitos ojos castaños claros y una preciosa melena tupida.
—Pero no pertenezco a la clase de Wulfric.
Wulfric se encontraba de pie, al lado de Gwenda y Caris, y la postura proporcionaba una buena visión de su escultórico perfil. Las dos muchachas lo admiraron durante unos instantes, hasta que se volvió y Gwenda sofocó un grito. El otro lado de su rostro presentaba un aspecto completamente distinto: estaba amoratado e hinchado, y tenía un ojo cerrado.
La muchacha se precipitó hacia él.
—¿Qué te ha ocurrido? —gritó.
El joven se sobresaltó.
—Ah, hola, Gwenda. Me he peleado. —Se volvió un poco, era obvio que se sentía violento.
—¿Con quién?
—Con un escudero del conde.
—¡Estás herido!
Él parecía impaciente…
—No te preocupes, estoy bien.
Estaba claro que no entendía por qué la muchacha se preocupaba por él. Tal vez incluso pensara que se regodeaba en su desgracia. Caris intervino.
—¿Con qué escudero? —preguntó.
Wulfric la observó con interés, percibiendo por su vestido que se trataba de una mujer de buena posición.
—Su nombre es Ralph Fitzgerald.
—¡Oh! ¡Es el hermano de Merthin! —exclamó Caris—. ¿Está herido?
—Le he roto la nariz. —Wulfric se mostraba orgulloso.
—¿Y no te han castigado?
—He pasado una noche en el cepo.
Gwenda soltó un pequeño grito de angustia.
—¡Pobrecito!
—No ha sido tan horrible. Mi hermano se ha asegurado de que no me golpearan.
—Aun así… —Gwenda estaba horrorizada. La idea de verse apresada de cualquier modo se le antojaba la peor de las torturas.
Annet terminó de atender a un cliente y se sumó a la conversación.
—Ah, eres tú, Gwenda —dijo con frialdad. Tal vez Wulfric ignorara los sentimientos de Gwenda, pero Annet no, y la trataba con una mezcla de hostilidad y menosprecio—. Wulfric se ha enfrentado a un escudero que me había ofendido —explicó, incapaz de ocultar su satisfacción—. Se ha comportado como un verdadero caballero de romance.
Gwenda respondió con acritud:
—A mí no me gustaría que le destrozaran el rostro por mí.
—Por suerte, no es muy probable que eso ocurra, ¿verdad? —Annet esbozó una sonrisa triunfal.
—Uno nunca sabe lo que puede depararle el futuro —repuso Caris.
Annet se la quedó mirando, asombrada por la insolencia, y obviamente extrañada de que la compañera de Gwenda vistiera ropa tan costosa.
Caris asió a Gwenda por el brazo.
—Ha sido un placer saludaros, familia Wigleigh —dijo con gentileza—. Adiós.
Las muchachas prosiguieron su camino. Gwenda soltó una risita.
—Has tratado a Annet con mucha altanería.
—Me ha irritado. Las mujeres de su índole manchan el nombre de todas.
—Está tan contenta de que a Wulfric le hayan pegado por su causa… Me entran ganas de arrancarle los ojos.
—Aparte de guapo, ¿cómo es? —preguntó Caris pensativa.
—Fuerte, orgulloso, fiel… De los que están dispuestos a enzarzarse en una pelea por el bien de otro. Pero también es el tipo de hombre que proporcionará sustento a su familia incansablemente, año tras año, hasta el último día de su vida.
Caris no dijo nada más.
Gwenda quebró el silencio.
—No te cae bien, ¿verdad?
—Por lo que dices, parece un poco soso.
—Si hubieras crecido junto a mi padre, no pensarías que un hombre que provee sustento a su familia es soso.
—Ya lo sé —Caris estrechó el brazo de Gwenda—. Me parece que es perfecto para ti… Y para demostrártelo, voy a ayudarte a conseguirlo.
Gwenda no esperaba tal cosa.
—¿Cómo?
—Ven conmigo.
Dejaron la feria y se dirigieron al norte de la ciudad. Caris guio a Gwenda hasta una pequeña casa de una calle lateral cercana a la iglesia parroquial de St. Mark.
—Ahí vive una mujer muy sabia —explicó.
Dejaron fuera a los perros y entraron por un acceso bajo.
La escalera descendía hasta una única habitación estrecha, dividida por una cortina. En la mitad delantera había una silla y un banco. La chimenea debía de estar en la parte trasera, pensó Gwenda, y se preguntó por qué alguien querría ocultar lo que fuera que ocurriese en la cocina. La habitación estaba limpia y se apreciaba un fuerte olor a hierbas aromáticas un tanto ácido; no podía decirse que perfumara el ambiente pero tampoco resultaba desagradable.
—¡Mattie, soy yo! —gritó Caris.
Al cabo de un momento, una mujer de unos cuarenta años retiró la cortina y se acercó. Tenía el pelo cano y la piel pálida a causa de la falta de contacto con el exterior. Sonrió al ver a Caris. Luego, dirigió a Gwenda una mirada grave y dijo:
—Veo que tu amiga está enamorada, pero el joven apenas le dirige la palabra.
Gwenda ahogó un grito.
—¿Cómo lo sabéis?
Mattie se dejó caer pesadamente en la silla; era corpulenta y le faltaba el aliento.
—La gente acude aquí por tres razones: la enfermedad, la venganza y el amor. Tú pareces sana y eres demasiado joven para querer vengarte, así que debes de estar enamorada. Y el muchacho debe de hacerte caso omiso, de lo contrario no necesitarías mi ayuda.
Gwenda miró a Caris, quien repuso con expresión complacida:
—Ya te dicho que era sabia.
Las dos jóvenes tomaron asiento en el banco y observaron a la mujer con expectación.
Mattie prosiguió:
—Vive cerca de ti, es probable que en la misma aldea. Sin embargo, su familia es más rica que la tuya.
—Todo es cierto. —Gwenda no salía de su asombro. Sin duda Mattie lo había deducido, pero la información era tan acertada que daba la impresión de que gozaba del don de la clarividencia.
—¿Es apuesto?
—Mucho.
—Pero está enamorado de la muchacha más guapa de la aldea.
—Depende de lo que se considere ser guapa.
—Y la familia de ella también es más rica que la tuya.
—Sí.
Mattie asintió con la cabeza.
—La historia me resulta familiar. Puedo ayudarte, pero hay una cosa que debes comprender. Yo no tengo nada que ver con los entes espirituales. Sólo Dios es capaz de obrar milagros.
Gwenda se quedó perpleja. Todo el mundo sabía que los espíritus de los muertos controlaban todos los azares de la vida. Si uno les caía bien, guiaban conejos hasta sus cepos, le daban hijos sanos y hacían que el sol brillara en sus cultivos de cereales. Sin embargo, si uno provocaba su enfado, hacían crecer gusanos en sus manzanas, que su vaca diera a luz a un ternero deforme y que su marido se volviera impotente. Incluso los médicos del priorato admitían que las plegarias dedicadas a los santos resultaban más efectivas que sus medicinas.
—No desesperes —la animó Mattie—. Puedo venderte un elixir de amor.
—Lo siento, no tengo dinero.
—Ya lo sé. Pero tu amiga Caris te aprecia muchísimo y quiere que seas feliz. Ha venido preparada para pagar el elixir. De todas formas, debes administrarlo bien. ¿Crees que podrás quedarte a solas con el joven durante una hora?
—Encontraré la manera.
—Échale el elixir en la bebida. Al cabo de poco rato, se enamorará. Por eso debes estar a solas con él, si hay alguna otra muchacha a la vista podría quedar prendado de ella en lugar de enamorarse de ti. Mantenlo apartado de las otras mujeres, y muéstrate muy cariñosa con él. Le parecerás la mujer más atractiva del mundo. Bésalo, dile que es maravilloso y, si quieres, haz el amor con él. Al cabo de un rato, se dormirá. Cuando despierte, recordará que ha pasado los momentos más felices de su vida en tus brazos y querrá repetirlo tan pronto como le sea posible.
—¿No necesitaré más dosis?
—No. La segunda vez te bastará con tu amor, tu atractivo y tu feminidad. Una mujer es capaz de conseguir que un hombre sea sumamente feliz si él le da la oportunidad.
La mera idea llenó a Gwenda de deseo.
—Estoy impaciente.
—Entonces vamos a preparar la mezcla. —Mattie se levantó de la silla con esfuerzo—. Venid detrás de la cortina —dijo. Gwenda y Caris la siguieron—. Sólo está colgada para los ignorantes.
El despejado suelo de la cocina era de piedra y ésta contaba con un gran hogar equipado con soportes y ganchos para cocinar y hervir; el conjunto en sí era mucho más de lo que una mujer necesitaba para prepararse la comida. También había una vieja y pesada mesa que mostraba manchas y quemaduras pero estaba limpia, un estante donde se exponía una hilera de tarros de arcilla y un armario cerrado con llave que debía de contener los ingredientes más preciados que Mattie utilizaba en sus pócimas. Colgada en la pared, se veía una gran pizarra con números y letras garabateadas, probablemente recetas.
—¿Por qué escondes todo esto tras una cortina? —preguntó Gwenda.
—El hombre que prepara ungüentos y medicinas se llama boticario, pero una mujer que hace lo mismo se arriesga a que la llamen bruja. Hay una mujer en la ciudad cuyo nombre es Nell la Loca que anda por ahí gritándole al demonio. Fray Murdo la ha acusado de herejía. Nell está loca, es cierto, pero no hace daño a nadie. Con todo, Murdo insiste en que la juzguen. A los hombres les gusta matar a alguna mujer de vez en cuando; Murdo les proporciona un pretexto para hacerlo, y luego recauda sus peniques como limosna. Por eso siempre le digo a todo el mundo que sólo Dios obra milagros. Yo no invoco a los espíritus, sólo utilizo las hierbas medicinales que recojo en el bosque y hago uso de mi capacidad de observación.
Mientras Mattie hablaba, Caris andaba de un lado para otro de la cocina con tanta tranquilidad como si estuviera en su propia casa. Depositó en la mesa una escudilla y un frasquito. Mattie le alcanzó una llave y la muchacha abrió el armario.
—Echa tres gotas de esencia de amapola en una cucharada de vino destilado —le indicó Mattie—. Tenemos que procurar no preparar una mezcla excesivamente fuerte para que no se quede dormido demasiado rápido.
Gwenda estaba atónita.
—¿Es que vas a hacer la mezcla tú, Caris?
—A veces ayudo a Mattie. No se lo cuentes a Petranilla, no le parecería bien.
—No la avisaría ni siquiera si se le estuviera chamuscando el pelo.
Gwenda no le caía simpática a la tía de Caris, probablemente por la misma razón por la que no le parecía bien lo que hacía Mattie: ambas pertenecían a la clase baja y a Petranilla ese tipo de cosas le importaba mucho.
Pero ¿por qué motivo Caris, la hija de un hombre acaudalado, trabajaba como aprendiza en la cocina de una sanadora que vivía en un callejón? Mientras Caris preparaba la mezcla, Gwenda recordó que su amiga siempre había sentido curiosidad por las enfermedades y los remedios. Ya de niña, Caris quería ser médica; no entendía que sólo a los sacerdotes les estuviera permitido estudiar medicina. Gwenda la recordó preguntándose tras la muerte de su madre: «¿Por qué las personas tienen que caer enfermas?». La madre Cecilia le había explicado que era a causa del pecado, y Edmund le había dicho que nadie lo sabía; sin embargo, ninguna de las dos respuestas había convencido a Caris. Tal vez siguiera buscando la razón allí, en la cocina de Mattie.
Caris vertió el líquido en un pequeño tarro, lo tapó y ajustó la tapadera con un cordel cuyos extremos anudó. Luego entregó el tarro a Gwenda.
La joven lo introdujo en la bolsa de piel que llevaba sujeta al cinturón. Se preguntaba cómo se las apañaría para conseguir pasar una hora a solas con Wulfric. Se había apresurado a decir que encontraría algún modo de conseguirlo, pero ahora que tenía el elixir de amor en sus manos, la tarea se le antojaba casi imposible. El muchacho daba muestras de inquietud con sólo dirigirle la palabra, y saltaba a la vista que quería pasar junto a Annet todo el tiempo libre de que disponía. ¿Con qué excusa conseguiría Gwenda convencerlo de que debían estar solos? «Quiero mostrarte un lugar donde pueden cogerse huevos de pato salvaje». ¿Por qué iba a querer enseñárselo a él y no a su padre? Wulfric era un poco cándido, pero no estúpido. Se daría cuenta de que tramaba algo.
Caris le entregó a Mattie doce peniques de plata, lo cual para su padre supondría las ganancias de dos semanas.
—Gracias, Caris —dijo Gwenda—. Espero que vengas a mi boda.
Caris se echó a reír.
—¡Así me gusta! ¡Con confianza!
Dejaron a Mattie y se dirigieron de nuevo a la feria. Gwenda decidió empezar por descubrir dónde se alojaba Wulfric. Su familia gozaba de demasiada holgura económica para hacerse pasar por pobre, así que no podía alojarse sin cargo en el priorato. Podía interrogarlo con aire despreocupado, o bien hacer lo propio con su hermano, y proseguir con una pregunta acerca de la calidad del alojamiento, como si le interesara conocer cuál de las muchas posadas de la ciudad era la mejor.
Un monje pasó por su lado y Gwenda reparó con culpabilidad en que ni siquiera había pensado en tratar de ver a su hermano, Philemon. Su padre no acudiría a visitarlo, pues se profesaban un odio mutuo desde hacía años. Sin embargo, Gwenda lo apreciaba. Sabía que era taimado, falso y malicioso, pero con todo lo quería. Habían sobrellevado juntos muchos inviernos de hambruna. Decidió que más tarde iría en su busca, después de volver a ver a Wulfric.
Sin embargo, antes de llegar a la feria, Caris y Gwenda se toparon con el padre de ésta.
Joby se encontraba cerca de las puertas del priorato, frente a la posada Bell. Junto a él había un hombre de aspecto rudo vestido con una túnica amarilla que llevaba un fardo cargado a la espalda, y también una vaca marrón.
El hombre hizo una señal a Gwenda para que se acercara.
—Ya tengo una vaca —anunció.
Gwenda observó al animal más de cerca. Tenía dos años, estaba flaca y su mirada denotaba mal carácter, pero parecía sana.
—Tiene buen aspecto —opinó.
—Éste es Sim Chapman —dijo su padre, señalando con el pulgar al hombre de la túnica amarilla.
Chapman era hojalatero y andaba de aldea en aldea vendiendo pequeños artículos de primera necesidad: agujas, hebillas, espejos de mano, peines… Tal vez hubiera robado la vaca, pero eso no supondría un problema para su padre si el precio era el correcto.
Gwenda se dirigió a su padre.
—¿Cómo has conseguido el dinero?
—De hecho, no voy a pagarle —respondió con expresión sospechosa.
Gwenda ya se esperaba algún ardid.
—Y, entonces, ¿qué?
—Es una especie de intercambio.
—¿Qué vas a entregarle a cambio de la vaca?
—A ti —respondió su padre.
—No digas estupideces —repuso Gwenda, y en ese momento notó que alguien le introducía el lazo de una soga por la cabeza y lo tensaba alrededor de su cuerpo, inmovilizándole los brazos pegados a éste.
La joven estaba desconcertada. No podía estar sucediéndole semejante cosa. Forcejeó para librarse de la cuerda pero Sim la tensó más.
—No armes un escándalo —dijo su padre.
Gwenda no podía creer que todo aquello fuera en serio.
—¿Qué te has creído? —le espetó, incrédula—. No puedes venderme. ¡Estás loco!
—Sim necesita una mujer y yo, una vaca —respondió su padre—. Es muy sencillo.
Sim habló por primera vez.
—Esta hija tuya es bastante fea.
—¡Esto es ridículo! —exclamó Gwenda.
Sim le sonrió.
—No te preocupes, Gwenda —la tranquilizó—. Seré bueno contigo, siempre que te comportes como es debido y hagas lo que te mando.
Gwenda se dio cuenta de que hablaban en serio. De verdad creían que podían cerrar semejante trato. El terror le heló el corazón al apercibirse de que, de hecho, aquello podía llegar a hacerse realidad.
En ese momento, Caris decidió intervenir.
—Ya está bien, la broma ya ha durado bastante —dijo alto y claro—. Suelta a Gwenda ahora mismo.
Sim no se mostró intimidado por el tono imperativo.
—¿Quién eres tú para darme órdenes?
—Mi padre es mayordomo de la cofradía.
—Pero tú no —le espetó Sim—. Y aunque lo fueras, no tendrías ninguna autoridad sobre mí ni sobre mi amigo Joby.
—¡No podéis cambiar a una muchacha por una vaca!
—¿Por qué no? —preguntó Sim—. La vaca es mía, y la muchacha es su hija.
Los gritos llamaron la atención de los transeúntes y los hicieron detenerse a mirar a la joven atada con una cuerda.
—¿Qué ocurre? —preguntó un viandante.
—Ha vendido a su hija a cambio de una vaca —respondió otro.
Gwenda observó la expresión de pánico que demudó el rostro de su padre. En esos momentos deseaba haber llevado a cabo la operación en un callejón solitario; no era lo bastante inteligente como para prever la reacción pública. Gwenda se percató de que los transeúntes eran su única esperanza.
Caris hizo señas a un monje que en ese momento salía del priorato.
—¡Hermano Godwyn! —lo llamó—. Ven a resolver una disputa, por favor. —Miró a Sim con aire triunfal—. Todos los tratos que tienen lugar durante la feria del vellón están dentro de la jurisdicción del priorato y el hermano Godwyn es el sacristán. Me parece que tendréis que acatar su autoridad.
—Hola, prima Caris —la saludó Godwyn—. ¿Qué ocurre?
Sim gruñó disgustado.
—¿Éste es tu primo?
Godwyn dirigió al hombre una mirada glacial.
—Sea cual sea la disputa, trataré de ofreceros un juicio justo, como hombre de Dios. Espero que confiéis en mí al respecto.
—Me alegro mucho de oírlo, señor —dijo Sim, adoptando una actitud servil.
Joby se mostró igual de dócil.
—Os conozco, hermano. Mi hijo Philemon siente devoción por vos, para él sois la bondad personificada.
—Muy bien, ya basta —lo interrumpió Godwyn—. ¿Qué está ocurriendo aquí?
—Joby quiere vender a Gwenda a cambio de una vaca —explicó Caris—. Dile que no puede hacerlo.
—Es mi hija, señor —protestó Joby—. Tiene dieciocho años y es doncella, así que puedo hacer con ella mi voluntad.
—Con todo, vender a los propios hijos me parece un trato vergonzoso —opinó Godwyn.
Joby adoptó un aire lastimero.
—No lo haría nunca, señor, si no fuera porque tengo a tres más en casa y soy un campesino sin tierra ni medios para alimentarlos en invierno a menos que cuente con una vaca, y la que teníamos ha muerto.
Se oyó un murmullo de compasión procedente de la creciente multitud. Todos los allí congregados conocían los apuros del invierno y las situaciones extremas a las que un hombre podía verse abocado con tal de alimentar a su familia. Gwenda empezaba a desesperar.
Sim intervino.
—Podéis considerarlo vergonzoso, hermano Godwyn, pero ¿acaso es pecado? —Habló como si conociera de antemano la respuesta, y Gwenda supuso que debía de haber vivido una situación semejante en otro lugar.
Con manifiesta reticencia, Godwyn respondió:
—Al parecer, la Biblia censura el hecho de vender a una hija para convertirla en esclava. Aparece en el libro del Éxodo, capítulo veintiuno.
—¡Muy bien! ¡Ahí lo tenéis! —exclamó Joby—. ¡Es un acto cristiano!
Caris se sintió ultrajada.
—¡El libro del Éxodo! —exclamó con desprecio.
Una de las espectadoras se unió a la discusión.
—Nosotros no somos los hijos de Israel —dijo. Se trataba de una mujer bajita y fornida a quien la prominente mandíbula inferior confería un aire de determinación. Aunque iba pobremente vestida, se mostraba firme y enérgica. Gwenda la reconoció: era Madge, la esposa de Mark Webber—. Y hoy en día no hay esclavos —añadió.
—¿Qué son entonces los aprendices? —preguntó Sim—. No les pagan, y reciben azotes de su patrón. ¿Y los novicios? ¿Y las mujeres que sirven en los palacios de los nobles a cambio de comida y cama?
—Por muy dura que sea su vida, no los compran ni los venden —observó Madge—. No pueden, ¿verdad, hermano Godwyn?
—Yo no digo que el trueque sea legítimo —respondió Godwyn—. Estudié medicina en Oxford, no leyes. Pero no encuentro motivo alguno en las Sagradas Escrituras ni en la doctrina de la Iglesia para afirmar que estos hombres cometen un pecado. —Miró a Caris y se encogió de hombros—. Lo siento, prima.
Madge Webber se cruzó de brazos.
—Bueno, hojalatero, ¿cómo piensas llevarte a la muchacha de la ciudad?
—Atada a una cuerda —respondió él—. Tal como he traído la vaca.
—Pero con la vaca no has tenido que pasar junto a mí, ni junto a toda esta gente.
La esperanza hizo que a Gwenda se le iluminara la cara. No estaba segura de cuántos espectadores la apoyarían, pero si se trataba de pelear era más probable que se pusieran de parte de Madge, una ciudadana, que de Sim, un forastero.
—No es la primera vez que me enfrento a una mujer obstinada —aseguró Sim, y al decirlo frunció los labios—. Nunca me han causado demasiados problemas.
Madge cogió la cuerda.
—Pues has tenido suerte.
El hombre le arrebató la cuerda de un tirón.
—Aparta tus manos de lo que me pertenece y no te haré daño.
Madge apoyó una mano en el hombro de Gwenda a propósito.
Sim propinó un brusco empujón a la mujer, y ésta retrocedió tambaleándose. Sin embargo, la multitud emitió un murmullo de protesta.
Uno de los presentes dijo:
—No harías eso si hubieras visto a su marido.
Se oyeron carcajadas en cadena. Gwenda recordó a Mark, el marido de Madge, un gigantón de carácter dulce. ¡Ojalá apareciera!
Sin embargo, quien apareció fue John Constable; su desarrollado olfato para detectar los conflictos lo llevaba hasta un corro casi en el preciso instante en que se formaba.
—Nada de empujones —ordenó—. ¿Estás causando problemas, hojalatero?
La esperanza volvió a apoderarse de Gwenda. Los hojalateros tenían mala reputación y el alguacil dio por hecho que Sim era el causante del altercado.
Sim se tornó servil; era evidente que cambiaba de actitud en menos que cantaba un gallo.
—Os pido perdón, señor alguacil —dijo—. Pero cuando un hombre ha pagado el precio acordado por un artículo, debe permitírsele abandonar Kingsbridge con la mercancía intacta.
—Desde luego —no tuvo más remedio que convenir John. La reputación de una ciudad mercado dependía de la justicia de las transacciones que en ella tenían lugar—. Pero ¿qué has comprado?
—Esta muchacha.
—Ah. —John se quedó pensativo—. ¿Quién te la ha vendido?
—Yo —respondió Joby—. Soy su padre.
Sim prosiguió:
—Y esta mujer de barbilla prominente me ha amenazado con impedir que me lleve a la muchacha.
—Exacto —dijo Madge—. Nunca he oído que se vendan y compren mujeres en el mercado de Kingsbridge, y los aquí presentes tampoco.
—Un hombre puede hacer lo que le plazca con sus propios hijos —respondió Joby. Miró a la multitud con aire suplicante—. ¿Hay alguien que no esté de acuerdo?
Gwenda sabía que nadie se pronunciaría. Algunas personas trataban a sus hijos con cariño, otras eran muy duras con ellos. Sin embargo, todas coincidían en creer que el padre debía ejercer un poder absoluto sobre éstos.
—¡No haríais oídos sordos ni os quedaríais mudos como pasmarotes si tuvierais un padre como él! —gritó airadamente Gwenda—. ¿A cuántos de vosotros os han vendido vuestros padres? ¿A cuántos os obligaron a robar cuando erais pequeños y podíais deslizar la mano con facilidad en los bolsillos de la gente?
Joby empezaba a parecer preocupado.
—Está desvariando, señor alguacil —dijo—. Ninguno de mis hijos ha robado jamás.
—Eso da igual —respondió John—. Escuchadme todos. Voy a dirimir la disputa. Los que no estén de acuerdo con mi decisión pueden quejarse al prior. Si alguien más la emprende a empujones o emplea violencia de cualquier tipo, arrestaré a todos los implicados. Espero que haya quedado claro. —Miró alrededor con expresión agresiva. Nadie pronunció palabra, estaban impacientes por oír la resolución. El hombre prosiguió—: No veo ninguna razón para considerar este trato ilícito, así que Sim Chapman puede marcharse con la muchacha.
—Ya os lo he dicho, yo no… —empezó Joby.
—Cierra tu sucia boca, mentecato —le espetó el alguacil—. Sim, márchate de aquí; y rápido. Madge Webber, si le levantas la mano te pondré en el cepo, y tu marido no me lo impedirá. Tampoco quiero oírte a ti, Caris Wooler, por favor. Si lo deseas, puedes quejarte de mí a tu padre.
Antes de que John terminara de hablar, Sim tiró de la cuerda con fuerza. Gwenda perdió el equilibrio y tuvo que adelantar un pie para evitar caerse. Y de repente se descubrió avanzando por la calle, medio corriendo y dando traspiés. Por el rabillo del ojo vio que Caris caminaba a su lado, hasta que John Constable la asió del brazo y la muchacha se volvió para protestar. Al cabo de un momento, la había perdido de vista.
Sim avanzaba deprisa por la calle fangosa y tiraba de la cuerda de tal modo que Gwenda no podía recuperar el equilibrio. Al aproximarse al puente, la muchacha empezó a desesperarse. Trató de hacer fuerza hacia atrás pero el hombre respondió con un tirón aún más enérgico que la hizo caer en el barro. Como tenía los brazos inmovilizados, no pudo colocar las manos para amortiguar el golpe, y al caer de bruces se magulló el pecho y su rostro se hundió en el cieno. Se esforzó por ponerse en pie y abandonó toda resistencia. Atada como un animal, herida, asustada y cubierta de barro inmundo, caminó tambaleándose detrás de su nuevo amo por el puente y la carretera que se adentraba en el bosque.
Sim Chapman condujo a Gwenda a través de la barriada de Newtown hasta la encrucijada conocida como el Cruce de la Horca, el lugar donde colgaban a los criminales. Una vez allí, tomó el camino del sur hacia Wigleigh. Se enrolló la cuerda a la muñeca para que Gwenda no pudiera escapar aprovechando algún momento de despiste. Tranco, el perro de la joven, los andaba siguiendo, pero Sim no paraba de arrojarle piedras y cuando una le dio de lleno en el hocico, el animal se retiró con el rabo entre las piernas.
Después de muchos kilómetros, cuando el sol empezaba a ponerse, Sim torció hacia el bosque. Gwenda no había visto indicación alguna en el camino que señalara aquel lugar; no obstante, parecía que Sim había elegido el desvío a conciencia, pues tras caminar un buen rato llegaron a un sendero. Gwenda miró al suelo y descubrió las claras huellas de pequeñas pezuñas en la tierra; entonces se dio cuenta de que era un camino de ciervos. Dedujo que debía de llevar a algún sitio donde había agua. Estaba segura de que se estaban acercando a un riachuelo, pues la vegetación de los márgenes aparecía aplastada y cubierta de barro.
Sim se puso de rodillas junto al arroyo, ahuecó las manos para llenarlas de agua límpida y bebió. Luego tiró de la cuerda de tal modo que ésta rodeó el cuello de Gwenda dejándole las manos libres y la acercó al riachuelo.
La muchacha se lavó las manos y a continuación bebió con avidez.
—Lávate la cara —le ordenó él—. Ya eres bastante fea de por sí.
Ella hizo lo que se le ordenaba, aunque se preguntaba con desánimo por qué al hombre le preocupaba su aspecto.
El camino continuaba a partir de la otra orilla del abrevadero y por él prosiguieron la marcha. Gwenda era fuerte y capaz de caminar durante un día entero, pero se sentía derrotada, abatida y asustada, y eso la agotaba. Fuera lo que fuere lo que le deparaba el destino, probablemente era mucho peor que aquello; con todo, ansiaba llegar allí para poder sentarse.
Estaba anocheciendo. Durante cerca de un kilómetro y medio, avanzaron por el sendero que serpenteaba entre los árboles; luego, al pie de una colina, éste terminó. Sim se detuvo junto a un roble especialmente robusto y emitió un discreto silbido.
Al cabo de unos instantes, una figura emergió de la forestal penumbra y dijo:
—Todo bien, Sim.
—Todo bien, Jed.
—¿Qué traes ahí, una tarta de frutas?
—Tú también la probarás, Jed, como todos los demás; siempre que tengas seis peniques, claro.
En ese momento, Gwenda se dio cuenta de cuáles eran los verdaderos planes de Sim: pensaba prostituirla. La deducción fue un duro golpe, y la joven se tambaleó y cayó de rodillas.
—Conque seis peniques, ¿eh? —La voz de Jed se oía lejana; sin embargo, Gwenda percibía excitación en ella—. ¿Cuántos años tiene?
—Su padre dice que dieciséis, pero a mí me parece que son más bien dieciocho. —Sim tiró de la cuerda—. Levántate, vaca perezosa, aún no hemos llegado.
Gwenda se puso en pie. «Por eso quería que me lavara la cara», pensó, y la idea hizo que se echara a llorar.
Lloró con amargura mientras seguía a Sim a trompicones hasta que llegaron a un claro en medio del cual había una hoguera. Con los ojos anegados en lágrimas, divisó a quince o veinte personas tumbadas bordeando el claro, la mayoría envueltas con mantas o capas. Casi todos cuantos la observaban a la luz de la hoguera eran hombres; sin embargo, también percibió el rostro de una mujer blanca, de expresión severa pero facciones suaves, que la miró un momento y luego desapareció embutida en el revoltijo de harapos que hacían las veces de ropa de cama. Un barril de vino colocado boca abajo y unos cuantos cuencos de madera dispersos por el suelo ofrecían testimonio de la juerga.
Gwenda se percató de que Sim la había conducido hasta la guarida de unos proscritos.
Soltó un gemido. ¿A cuántos de ellos la obligaría a someterse?
Sim la arrastró a través del claro hasta acercarla a un hombre que se encontraba sentado con la espalda contra un árbol.
—Todo bien, Tam —dijo.
Gwenda adivinó al instante de quién se trataba: era el proscrito más conocido de todo el condado, se llamaba Tam Hiding. Tenía un rostro agradable, aunque enrojecido por el alcohol. La gente decía que había nacido en una familia noble, pero siempre se decía lo mismo de los proscritos famosos. Al mirarlo, a Gwenda le sorprendió su juventud: tendría unos veinticinco años. No obstante, puesto que matar a un proscrito no se consideraba ningún crimen, pocos debían de vivir hasta una edad avanzada.
—Todo bien, Sim —respondió Tam.
—He vendido la vaca de Alwyn a cambio de una jovencita.
—Bien hecho. —Tam sólo arrastraba un poco las palabras.
—Vamos a cobrar a los muchachos seis peniques, claro que tú puedes hacerlo una vez gratis. Supongo que te gustará ser el primero.
Tam la examinó con los ojos inyectados en sangre. Tal vez no fueran más que ilusiones, pero le pareció descubrir en su mirada un amago de compasión.
—No, gracias, Sim —respondió—. Sigue adelante y que los muchachos se diviertan. Claro que a lo mejor prefieres dejarlo para mañana. Les hemos robado un barril de buen vino a dos monjes que lo transportaban a Kingsbridge, y a estas alturas casi todos están muy borrachos.
La esperanza hizo que Gwenda sintiera un destello de alegría en el corazón. Tal vez su tortura quedara aplazada.
—Tengo que preguntarle a Alwyn —dijo Sim, vacilante—. Gracias, Tam. —Se volvió y arrastró a Gwenda tras él.
A pocos metros de distancia, un hombre de anchos hombros se esforzaba por ponerse en pie.
—Todo bien, Alwyn —dijo Sim.
Aquélla parecía una expresión corriente entre los proscritos para saludarse e indicar que se reconocían.
Alwyn se encontraba en la fase irritable de la borrachera.
—¿Qué llevas ahí?
—La carne fresca de una jovencita.
Alwyn cogió a Gwenda por la barbilla, ejerciendo una fuerza innecesaria, y le volvió el rostro hacia la luz de la hoguera. Ella no tuvo más remedio que mirarlo a los ojos. Era joven, igual que Tam Hiding, pero mostraba el mismo aspecto poco sano del libertinaje. El aliento le apestaba a alcohol.
—¡Jesús! Sí que la has escogido fea —exclamó.
Por una vez Gwenda se alegró de que la consideraran fea. Así Alwyn no querría saber nada de ella.
—He elegido a la que he podido —repuso Sim enfadado—. Si ese hombre hubiera tenido una hija guapa, no la habría vendido a cambio de una vaca, ¿verdad? En vez de eso, la habría casado con el hijo de algún rico mercader de lana.
Al recordar a su padre, Gwenda se puso furiosa. Seguro que sabía, o podía imaginarse, lo que iba a suceder. ¿Cómo había podido hacerle aquello?
—Muy bien, muy bien, no importa —respondió Alwyn—. Con sólo dos mujeres en la banda, los muchachos están desesperados.
—Tam cree que deberíamos esperar a mañana porque todos están demasiado borrachos… Tú decides.
—Tam tiene razón. La mitad ya está durmiendo.
El temor de Gwenda amainó un poco. Durante la noche podían suceder muchas cosas.
—Muy bien —convino Sim—. Yo también estoy muerto de cansancio. —Miró a Gwenda—. Eh, tú, túmbate. —Nunca la llamaba por su nombre.
La chica se tumbó, y Sim utilizó la cuerda para atarle los pies y sujetarle las manos a la espalda. Luego, tanto él como Alwyn se echaron, uno a cada lado. Al cabo de unos instantes, los dos se durmieron.
Gwenda estaba agotada, pero en lo último que pensaba era en dormir. Con los brazos atados a la espalda, no estaba cómoda en cualquier postura. Trató de mover un poco las muñecas, pero Sim había apretado mucho la cuerda y la había anudado con fuerza. Todo cuanto consiguió fue escoriarse la piel y que el roce de la cuerda le escociera.
La desesperación dio paso a la rabia que provoca la impotencia, y Gwenda se imaginó vengándose de sus captores, azotándolos con un látigo mientras ambos caminaban medrosos delante de ella. Era una figuración vana, así que trató de orientar sus pensamientos hacia un modo práctico de escapar.
Primero tenía que conseguir que la desataran. Después, tendría que escaparse.
Lo ideal sería asegurarse de que no la persiguieran ni volvieran a aprestarla.
Parecía imposible.