10

El jueves, Merthin acabó de tallar la puerta.

Había terminado el trabajo en la nave sur, al menos por el momento. El andamio estaba colocado, y no había necesidad de que preparara la cimbra para los albañiles puesto que Godwyn y Thomas estaban decididos a ahorrar dinero y probar su método de construcción según el cual no era necesario. Así, el muchacho se dispuso a volcarse en la talla y entonces se dio cuenta de que le quedaba muy poco trabajo. Había empleado una hora entera en perfeccionar el pelo de una de las vírgenes prudentes, y otra en la sonrisa bobalicona de una virgen insensata, sin embargo no tenía la certeza de haberlas mejorado. Le costaba tomar decisiones porque estaba distraído pensando en Caris y Griselda.

Apenas había sido capaz de dirigirle la palabra a Caris en toda la semana. Se sentía muy avergonzado. Cada vez que la veía, pensaba en el abrazo y el beso que había dado a Griselda, en cómo había culminado con ella el acto de amor supremo de la vida humana, cuando lo cierto era que no la amaba, ni siquiera le gustaba. Antes, había imaginado en infinidad de ocasiones y con alegría e ilusión el momento en que lo haría con Caris, mientras que ahora, después de lo que había pasado, la idea le horrorizaba. El problema no era Griselda; bueno, con Griselda tenía un problema pero no era eso lo que tanto lo abrumaba, y es que se habría sentido igual de molesto de haberse tratado de cualquier otra mujer, exceptuando a Caris. Había arrebatado al acto todo su sentido al realizarlo con Griselda, y ya no era capaz de mirar a la cara a la mujer que amaba.

Mientras contemplaba su obra, tratando de no pensar más en Caris y decidir si la puerta estaba o no terminada, Elizabeth Clerk entró en el pórtico norte. Era una belleza de veinticinco años y piel pálida, delgada, con una aureola de rizos rubios. Su padre había sido obispo de Kingsbridge antes que Richard. Había vivido, igual que éste, en el palacio del obispo, en Shiring, pero durante sus frecuentes visitas a Kingsbridge había caído en brazos de una fulana que servía en la posada Bell, la madre de Elizabeth. Debido a su condición de hija ilegítima, Elizabeth era muy susceptible con respecto a su posición social, estaba siempre pendiente del mínimo desaire y dispuesta a mostrarse ofendida de inmediato. No obstante, a Merthin le caía bien porque era inteligente y porque una vez, cuando él tenía dieciocho años, lo había besado y le había permitido notar el tacto de sus pechos, erguidos y pequeños, como moldeados con sendos cuencos poco profundos, y cuyos pezones se endurecían con el más suave contacto. Su idilio había finalizado por un motivo que a él le parecía trivial y a ella imperdonable, un comentario que él había hecho en tono de chanza sobre la calentura de los sacerdotes; sin embargo, la joven todavía le gustaba.

Ella le puso la mano en el hombro y observó la puerta. De pronto, se llevó la mano a la boca y ahogó un grito.

—¡Parece que estén vivas! —exclamó.

Merthin se estremeció de alegría: la joven no solía deshacerse en elogios. No obstante, sintió el impulso de mostrarse modesto.

—Es porque las he hecho diferentes. Las vírgenes de la puerta vieja eran todas idénticas.

—No, es algo más que eso. Parece que vayan a echarse a andar y hablarnos.

—Gracias.

—Pero es muy diferente del resto de la catedral. ¿Qué dirán los monjes?

—Al hermano Thomas le gusta.

—¿Y al sacristán?

—¿A Godwyn? No sé qué pensará. Pero si se arma un escándalo, le pediré al prior Anthony que lo resuelva. Seguro que no querrá encargar otra puerta y pagar el doble.

—Bueno —dijo ella pensativa—, la Biblia no dice que todas fueran iguales, desde luego. Sólo especifica que cinco tuvieron la sensatez de prepararse con tiempo mientras que las otras cinco dejaron los preparativos para el último momento y acabaron por perderse la fiesta. ¿Qué dirá Elfric?

—No es para él.

—Pero él es tu patrón.

—Sólo le preocupa que le paguen por el trabajo.

La muchacha no se mostró muy convencida.

—El problema es que eres mejor artesano que él, hace años que resulta obvio, todo el mundo lo sabe. Elfric no lo admitirá nunca, pero te detesta por eso. Es posible que haga que te arrepientas.

—Tú siempre ves las cosas negras.

—¿Eso crees? —La muchacha se había ofendido—. Bueno, ya veremos si tengo o no razón. Ojalá me equivoque. —Se dio media vuelta, dispuesta a marcharse.

—¡Elizabeth!

—¿Qué?

—Me alegro de veras de que te guste la puerta.

Ella no respondió, pero pareció apaciguarse un poco. Se despidió con un ademán y se alejó.

Merthin decidió que la puerta estaba terminada. La envolvió con un basto tejido de arpillera. Tenía que enseñársela a Elfric y ese día era tan oportuno como cualquier otro: la lluvia había cesado, al menos por el momento.

Le pidió a uno de los peones que le ayudara a acarrear la puerta. Los obreros tenían un método para transportar los objetos pesados y aparatosos. Situaban dos sólidas varas en el suelo, en paralelo, y luego colocaban encima unos tablones atravesados que proporcionaban una base firme. A continuación, cargaban el objeto en los tablones, se situaban entre las varas, uno a cada extremo, y lo levantaban. El armazón se llamaba angarillas y también se utilizaba para transportar enfermos al hospital.

Con todo, la puerta resultaba muy pesada. Por suerte, Merthin estaba acostumbrado a trasladar objetos con gran esfuerzo, pues Elfric nunca le había permitido que se escudara en su pequeña estatura y, como resultado, había desarrollado una fuerza asombrosa.

Los dos hombres llegaron a casa de Elfric y entraron con la puerta. Encontraron a Griselda sentada en la cocina. Cada día se la veía más voluminosa, sus grandes pechos parecían estar creciendo aún más. Merthin detestaba estar a malas con la gente, así que trató de comportarse con amabilidad.

—¿Quieres ver mi puerta? —dijo al pasar por su lado.

—¿Para qué iba a querer ver una puerta?

—Está tallada. Representa el pasaje de las vírgenes prudentes y las insensatas.

La muchacha soltó una arisca carcajada.

—No me hables de vírgenes.

Llevaron la puerta hasta el patio. Merthin no entendía a las mujeres; Griselda se había mostrado distante con él desde el día en que habían hecho el amor. Si eso era lo que sentía, ¿por qué lo había hecho? Dejaba muy claro que no quería volver a hacerlo. Él, por su parte, podía asegurarle que pensaba lo mismo y, de hecho, aborrecía la mera idea, pero decírselo habría resultado ofensivo, así que optó por callarse.

Depositaron las angarillas en el suelo y el ayudante de Merthin se marchó. Elfric se encontraba en el patio, la figura fornida inclinada sobre una pila de maderos; contaba los tablones golpeando cada una de las vigas con un listón de madera de poco menos de un metro de longitud cortado a escuadra, y esbozaba una expresión pensativa cada vez que se enfrentaba a un cálculo que entrañaba dificultad. Tras levantar la vista para mirar a Merthin, prosiguió con la tarea. El muchacho no dijo nada pero desenvolvió la puerta y la apoyó en un montón de bloques de piedra. Estaba sumamente orgulloso de su obra. Se había inspirado en el modelo tradicional pero al mismo tiempo había incluido un elemento original que impresionaba a todo el mundo. Estaba impaciente por ver la puerta instalada en la iglesia.

—Cuarenta y siete —dijo Elfric, luego se volvió hacia Merthin.

—Ya he terminado la puerta —explicó, orgulloso—. ¿Qué te parece?

Elfric observó la puerta unos instantes. Tenía la nariz grande y de la sorpresa le temblaron las aletas. Sin previo aviso, golpeó a Merthin en la cara con el listón que había estado utilizando para contar. La pieza de madera era sólida y el impacto resultó violento. Merthin lanzó un repentino grito de dolor, retrocedió tambaleándose y cayó al suelo.

—¡Pedazo de escoria! —gritó Elfric—. ¡Has deshonrado a mi hija! Merthin trató de farfullar una protesta, pero tenía la boca llena de sangre.

—¿Cómo te atreves? —bramó Elfric.

De pronto, como si la hubieran avisado, Alice apareció por el quicio de la puerta.

—¡Traidor! —vociferó—. ¡Has entrado en nuestra casa sin permiso y has desflorado a nuestra pequeña!

Por mucho que se esforzaran en aparentar espontaneidad, era evidente que lo habían planeado, pensó Merthin. El muchacho escupió sangre y respondió:

—¿Que yo la he desflorado? ¡Pero si no era virgen!

Elfric volvió a esgrimir el improvisado garrote. Merthin trató de apartarse de la trayectoria, pero el objeto le golpeó dolorosamente el hombro.

—¿Cómo has podido hacerle algo así a Caris? —le espetó Alice—. Pobre hermana mía, cuando lo descubra se le partirá el corazón.

El comentario provocó la respuesta airada de Merthin.

—Y tú misma te encargarás de que se entere, ¿verdad, bruja?

—Bueno, no pensarás casarte con Griselda en secreto… —repuso Alice.

Merthin se quedó anonadado.

—¿Casarme con Griselda? No vamos a casarnos. ¡Pero si ella me odia!

En ese momento apareció Griselda.

—Claro que no quiero casarme contigo —dijo—, pero no me queda más remedio. Estoy embarazada.

Merthin se la quedó mirando.

—No es posible… Sólo lo hemos hecho una vez.

Elfric soltó una áspera carcajada.

—Con una vez basta, pánfilo.

—De todas formas, no voy a casarme con ella.

—Si no lo haces, te despediré —aseguró Elfric.

—No puedes hacer eso.

—¿Por qué no?

—Me da igual. No pienso casarme con ella.

Elfric soltó el garrote y cogió un hacha.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Merthin.

Alice avanzó un paso.

—Elfric, no cometas un asesinato.

—Quítate de en medio, mujer. —Elfric levantó el hacha.

Merthin, que seguía en el suelo, se apartó rápidamente al temer por su vida.

Elfric descargó el hacha, no sobre Merthin sino sobre la puerta.

—¡No! —gritó Merthin.

La afilada hoja fue a parar sobre el rostro de la virgen de pelo largo y abrió una hendidura en la madera.

—¡Déjalo ya! —le pidió el muchacho a voz en grito.

No obstante, Elfric volvió a levantar el hacha, asestó otro golpe con ella a la puerta aún con más fuerza, y la partió en dos.

Merthin se puso en pie. Se horrorizó al percatarse de que tenía los ojos anegados en lágrimas.

—¡No tienes derecho a hacer eso! —Trataba de gritar pero de la garganta sólo le salía un hilo de voz.

Elfric alzó de nuevo el hacha y se volvió hacia el joven.

—No te acerques, muchacho. No me provoques.

Merthin observó un amago de locura en los ojos de Elfric y retrocedió.

Elfric volvió a descargar el hacha sobre la puerta.

Merthin permaneció quieto contemplando la escena mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.