9

Godwyn se sentía completamente fascinado por el Libro de Timothy. Se trataba de una historia del priorato de Kingsbridge y, como la mayoría de las historias, empezaba con la creación divina del cielo y la tierra. Principalmente relataba la época del prior Philip, dos siglos atrás, cuando se había construido la catedral, una época considerada en ese momento por los monjes como la edad de oro. El autor, el hermano Timothy, aseguraba que el legendario Philip imponía una disciplina férrea pero al mismo tiempo era un hombre compasivo. Godwyn no sabía muy bien cómo era posible que una persona compaginara ambas cosas.

El miércoles de la feria del vellón, durante la hora de estudio previa al oficio de sexta, Godwyn se sentó en un taburete alto de la biblioteca del monasterio ante el libro abierto sobre un facistol. Ése era su lugar preferido del priorato: una sala espaciosa, bien iluminada gracias a los altos ventanales, con casi cien libros en un armario cerrado con llave. Casi siempre solía reinar un silencio absoluto; sin embargo ese día se oía, procedente del extremo opuesto de la catedral, el apagado murmullo de la feria: un millar de personas comprando y vendiendo, regateando y discutiendo, pregonando sus mercancías y azuzando a voz en grito a los gallos de pelea y a los perros que, por diversión, habían echado a un oso para que lo atacaran.

Al final del libro, los últimos autores habían listado a los descendientes de los constructores de la catedral hasta el momento presente. Godwyn se sintió orgulloso —y francamente sorprendido— de comprobar la certeza de la teoría de su madre, según la cual ella era descendiente de Tom Builder por parte de Martha, la hija de éste. Se preguntaba qué características de la familia habrían heredado de Tom. Un albañil debía tener buen olfato para los contratos y los negocios, suponía Godwyn, y lo cierto era que tanto su abuelo como su tío Edmund contaban con esa cualidad. Su prima Caris también mostraba indicios de poseer el mismo don. Tal vez Tom tuviera los ojos de color verde con motas doradas, como todos ellos.

Godwyn leyó también sobre el hijastro de Tom Builder, Jack, el maestro constructor de la catedral de Kingsbridge, quien se había unido en matrimonio con lady Aliena y había engendrado a toda una dinastía de condes de Shiring. Era antepasado del enamorado de Caris, Merthin Fitzgerald, lo cual tenía sentido: el joven Merthin ya demostraba una habilidad sin parangón para la carpintería. En el Libro de Timothy aparecía mencionado incluso el pelo bermejo de Jack, que tanto sir Gerald como Merthin habían heredado, y sin embargo, en el caso de Ralph no había sido así.

El capítulo que más le interesaba era el dedicado a las mujeres. Al parecer, durante la época del prior Philip en Kingsbridge no había monjas y, de hecho, a las mujeres les estaba terminantemente prohibido el acceso a las dependencias del monasterio. El autor preconizaba, citando a Philip, que un monje no mirase nunca a una mujer, en la medida de lo posible, por el bien de su propia tranquilidad de espíritu. Philip desaprobaba las combinaciones de monasterios y conventos de monjas puesto que el riesgo de que el diablo introdujera la tentación superaba la ventaja que suponía compartir las instalaciones. Allí donde había dos edificios, la separación de monjes y monjas debía ser lo más estricta posible, añadía.

Godwyn se estremeció de alegría al encontrar precedentes acreditados que defendían su convicción. En Oxford había disfrutado del entorno exclusivamente masculino del Kingsbridge College: todos los profesores universitarios eran hombres, y también los alumnos, sin excepción. Apenas había dirigido la palabra a una mujer durante siete años, y si mantenía la mirada clavada en el suelo mientras paseaba por la ciudad, podía evitar también mirarlas. Al regresar al priorato le pareció turbador cruzarse tan a menudo con monjas. A pesar de que éstas disponían de su propio claustro, refectorio, cocina y otras instalaciones, las veía continuamente en la iglesia, en el hospital y en otras zonas compartidas. En ese preciso instante había una monja muy joven llamada Mair a tan sólo unos pocos metros de distancia, consultando un libro ilustrado sobre plantas medicinales. Aún era peor ver a las muchachas de la ciudad que, con sus prendas ceñidas y sus peinados seductores, andaban con toda tranquilidad por el recinto del priorato de camino a sus quehaceres cotidianos consistentes en suministrar provisiones a la cocina o visitar el hospital.

Era evidente, pensó Godwyn, que el priorato había perdido categoría desde los tiempos de Philip, lo cual constituía un ejemplo más del abandono que allí se había instalado bajo el mandato de su tío Anthony. Sin embargo, tal vez él pudiera hacer algo al respecto.

Sonó la campana anunciando la sexta y Godwyn cerró el libro. La hermana Mair hizo lo propio y a continuación le dedicó una sonrisa en la que sus rojos labios formaron una agradable curva. Él apartó la vista y abandonó la sala a toda prisa.

El tiempo estaba mejorando: el sol brillaba de forma intermitente entre chaparrón y chaparrón. En la iglesia, las vidrieras de colores adquirían luminosidad y se apagaban a medida que las nubes dispersas cruzaban el cielo. El cerebro de Godwyn también bullía con una actividad vertiginosa: los pensamientos sobre cómo utilizar bien el Libro de Timothy para inspirar una reforma en el priorato lo distraían de sus oraciones. Resolvió sacar el tema durante el capítulo, la reunión diaria que mantenían todos los monjes.

Godwyn advirtió que los albañiles se estaban dando mucha prisa en reparar el presbiterio tras el desplome del domingo anterior. Habían retirado los escombros y cercado la zona con cuerdas, y en el crucero se apreciaba un montón creciente de piedras delgadas y ligeras. Los hombres no dejaban de trabajar cuando los monjes empezaban a cantar; de haber sido así, la restauración se habría retrasado considerablemente puesto que durante una jornada normal tenían lugar muchos oficios. Merthin Fitzgerald, que había abandonado temporalmente su obra en la nueva puerta, se encontraba en la nave central elaborando una compleja tela de araña con cuerdas, ramas y estacas sobre la cual pudieran sostenerse los albañiles durante la reconstrucción del techo abovedado. Thomas de Langley, cuya ocupación consistía en supervisar el trabajo de los obreros, se encontraba de pie en el crucero sur junto a Elfric, señalando con su único brazo la bóveda desplomada y, obviamente, comentando el trabajo de Merthin.

Thomas era un matricularius eficiente: era decidido y nunca permitía que las cosas se le escaparan de las manos. Si alguna mañana los albañiles no se presentaban, lo que era un frecuente motivo de enfado, Thomas iba a buscarlos y les preguntaba cuál era la razón. Si tenía algún defecto, éste consistía en ser demasiado independiente: pocas veces informaba a Godwyn sobre los progresos o le pedía opinión, sino que más bien se ocupaba del trabajo como si él fuera su propio superior en lugar de un subordinado. Godwyn albergaba la irritante sospecha de que Thomas dudaba de su capacidad. Él era más joven, aunque se llevaban poco tiempo: Thomas tenía treinta y cuatro años y él, treinta y uno. Tal vez Thomas pensara que Anthony había ascendido a Godwyn por influencia de Petranilla. De todas formas éste no mostraba ninguna señal de resentimiento, sólo que hacía las cosas a su manera.

Mientras Godwyn observaba a la vez que susurraba mecánicamente los responsorios, la conversación entre Thomas y Elfric se vio interrumpida de repente. Lord William de Caster entró en la iglesia dando grandes zancadas. Alto y de barba negra, guardaba un gran parecido físico con su padre y era igual de severo, aunque se decía que a veces su esposa, Philippa, lograba ablandarlo. Se acercó a Thomas y ahuyentó a Elfric con un ademán. Thomas se volvió hacia William y al hacerlo, algo en su gesto recordó a Godwyn que el hombre había sido en una época caballero, y que había llegado al priorato desangrándose por una herida de espada que había requerido que le amputaran sin dilación el brazo izquierdo a la altura del codo.

A Godwyn le habría gustado oír lo que le decía lord William. Éste se inclinaba hacia delante y hablaba de forma amenazadora mientras levantaba un dedo admonitorio. Thomas, impertérrito, respondía con igual vigor. Godwyn recordó de pronto que Thomas había mantenido ya una conversación igual de vehemente y agresiva diez años atrás, el mismo día en que había llegado al lugar. En aquella ocasión había discutido con el hermano menor de William, Richard, a la sazón sacerdote y en esos momentos, obispo de Kingsbridge. Tal vez fuera mucho suponer, pero Godwyn pensó que ese día debieron de discutir acerca de lo mismo. ¿De qué se trataba? ¿Era posible realmente que un problema entre un monje y una familia noble siguiera siendo motivo de disputa después de diez años?

Lord William se alejó con paso decidido y obviamente insatisfecho, y Thomas se dirigió de nuevo hacia Elfric.

La discusión que había tenido lugar diez años atrás había acabado con el ingreso de Thomas en el priorato. Godwyn recordó que Richard había prometido una donación a cambio de que admitieran al joven pero jamás había vuelto a oír hablar de ello. Se preguntaba si habría llegado a hacerla.

En todo ese tiempo, ninguno de los hermanos del priorato había llegado a averiguar demasiadas cosas acerca de la anterior vida de Thomas, lo cual resultaba curioso puesto que los monjes se pasaban el día cotilleando. Al tratarse de una pequeña comunidad con estrecho contacto cotidiano (en el presente eran veintiséis) lo sabían casi todo los unos de los otros. ¿A qué señor debía de servir Thomas? ¿Dónde vivía? La mayoría de los caballeros gobernaban unas cuantas aldeas y cobraban arriendos que les permitían comprar caballos, corazas y armas. ¿Tendría Thomas esposa e hijos? Si los tenía, ¿qué se había hecho de ellos? Nadie lo sabía.

Dejando de lado el misterio de su pasado, Thomas era un buen monje, devoto y trabajador. Daba la impresión de que encajaba mejor en ese tipo de vida que en la de caballero. A pesar de su violenta profesión anterior tenía un aire femenino, como la mayoría de los monjes. Era muy amigo del hermano Matthias, un hombre de naturaleza amable unos cuantos años más joven que él. Sin embargo, si cometían algún acto impuro, eran muy discretos, pues nunca habían recibido acusación alguna.

Hacia el final del oficio, Godwyn fijó la vista en la profunda penumbra de la nave y divisó a su madre, Petranilla, que permanecía tan estática como un pilar mientras un rayo de sol iluminaba su altiva cabeza gris. Estaba sola. Se preguntaba cuánto tiempo llevaría allí, observando. No estaba bien visto que los legos asistieran a los oficios de los días laborables, y Godwyn supuso que había acudido allí para verlo. Lo invadió una familiar mezcla de alegría y temor. Sabía que la mujer estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por él. Había vendido la casa y había pasado a ser el ama de llaves de su hermano Edmund sólo para que él pudiera ir a estudiar a Oxford; cuando pensaba en el sacrificio que eso había implicado para su orgullosa madre, le entraban ganas de echarse a llorar de agradecimiento. No obstante, su presencia siempre lo ponía nervioso, era como si esperara que fuera a amonestarlo por haber hecho algo malo.

Mientras los monjes y monjas salían en fila, Godwyn se apartó del grupo y se le acercó.

—Buenos días, mamá.

Ella lo besó en la frente.

—Te veo más delgado —observó con preocupación maternal—. ¿Comes suficiente?

—Sólo pescado salado y gachas de avena, pero hay de sobra —respondió él.

—¿Qué es lo que tanto te emociona? —La mujer siempre adivinaba su estado de ánimo.

Él le habló del Libro de Timothy.

—He podido leer el pasaje durante el capítulo —le explicó.

—¿Te apoyan los demás?

—Theodoric y los monjes más jóvenes sí. A muchos les molesta tener que ver a mujeres todo el tiempo. Después de todo, han elegido por propia voluntad vivir en una comunidad masculina.

La mujer asintió con gesto aprobatorio.

—Eso te sitúa en posición de líder. Estupendo.

—Además, les caigo bien por lo de las piedras calientes.

—¿Qué piedras calientes?

—Es una nueva norma que propuse para el invierno. En las noches de helada, cuando nos dirigimos a la iglesia para celebrar el oficio de maitines, cada monje recibe una piedra caliente envuelta con un trapo. Eso impide que nos salgan sabañones en los pies.

—Muy ingenioso. De todas formas, asegúrate de que te apoyan antes de hacer ningún movimiento.

—Claro. Eso encaja con lo que los profesores nos enseñaban en Oxford.

—¿Qué es?

—El género humano es falible, así que no debemos fiarnos de nuestros propios razonamientos. No podemos aspirar a entender el mundo, todo cuanto podemos hacer es asombrarnos de la creación de Dios. La verdadera sabiduría procede sólo de la revelación. No debemos cuestionar los conocimientos que hemos recibido.

Su madre lo miraba escéptica, tal como los legos solían hacer cuando los hombres cultos trataban de explicarles filosofía pura.

—¿Es eso lo que creen los obispos y cardenales?

—Sí. De hecho, la Universidad de París ha prohibido las obras de Aristóteles y Tomás de Aquino porque se basan en la razón y no en la fe.

—¿Y esa forma de pensar te servirá para ganarte el favor de tus superiores?

Eso era todo cuanto a ella le preocupaba: quería que su hijo llegara a ser prior, obispo, arzobispo o incluso cardenal. Él deseaba lo mismo, pero esperaba no ser tan cínico como ella.

—Seguro que sí —respondió.

—Muy bien, pero no es por eso por lo que he venido a verte. Tu tío Edmund ha sufrido un duro golpe. Los italianos amenazan con llevarse la clientela a Shiring.

Godwyn se quedó atónito.

—Eso arruinará su negocio. —De todas formas, no entendía muy bien por qué había acudido expresamente para contárselo.

—Edmund cree que podremos convencerlos para que vuelvan si mejoramos las condiciones de la feria del vellón y, en particular, si derribamos el puente viejo y construimos uno nuevo más ancho.

—Déjame que lo adivine: tío Anthony se ha negado.

—Pero Edmund no se da por vencido.

—¿Quieres que hable con Anthony?

Ella negó con la cabeza.

—Tú no podrás convencerlo. Pero si sale a relucir el tema durante el capítulo, deberías apoyar la propuesta.

—¿Y ponerme en contra de tío Anthony?

—Siempre que la vieja guardia rechace una propuesta sensata, tú debes presentarte como líder de los reformistas.

Godwyn sonrió con admiración.

—Mamá, ¿cómo es que sabes tanto de política?

—Te lo voy a explicar. —La mujer apartó la vista y la fijó en el gran rosetón del extremo este mientras su mente viajaba al pasado—. Cuando mi padre empezó a hacer negocios con los italianos, los ciudadanos más influyentes de Kingsbridge lo consideraban un presuntuoso. Lo miraban mal a él y a su familia y hacían todo lo posible por evitar que pusiera en práctica sus nuevas ideas. Por aquel entonces mi madre murió y yo ya era adolescente, así que me convertí en su confidente y empezó a contármelo todo. —El rostro de la mujer, que habitualmente mostraba una invariable expresión de calma, se crispó en una mueca de amargura y resentimiento: los ojos entrecerrados, los labios fruncidos y las mejillas ruborizadas debido a lo vergonzoso del recuerdo—. Pensó que no lograría librarse de ellos hasta que se hiciera con el control de la comunidad parroquial. Así que eso es lo que se dispuso a hacer, y yo lo ayudé. —La mujer respiró hondo, como si de nuevo quisiera reunir fuerzas para librar una larga batalla—. Dividimos a la clase dirigente, enfrentamos a los bandos, nos hicimos aliados y luego nos los quitamos de encima, debilitamos al enemigo sin piedad y utilizamos a nuestros partidarios hasta que estuvimos en disposición de deshacernos de ellos. Tardamos diez años, pero al final mi padre se convirtió en mayordomo del gremio y en el hombre más rico de toda la ciudad.

Ya le había contado otras veces la historia de su abuelo, pero nunca en términos tan francos y directos.

—¿Así que tú eras su consejera, igual que Caris lo es de Edmund?

La mujer soltó una breve y sonora carcajada.

—Sí, la única diferencia es que en el momento en que Edmund tomó el relevo, nosotros ya éramos la clase dirigente. Mi padre y yo escalamos la montaña; Edmund sólo tuvo que descender por la vertiente contraria.

Philemon los interrumpió. Había entrado en la iglesia a través del claustro, un hombre de veintidós años alto y de cuello esquelético que avanzaba con pasos cortos de sus pies torcidos hacia dentro. Llevaba una escoba puesto que estaba empleado en el priorato como limpiador. Parecía ansioso.

—Te he estado buscando, hermano Godwyn.

Petranilla hizo caso omiso de su obvia premura.

—Hola, Philemon. ¿Aún no te han hecho monje?

—No puedo reunir suficiente dinero para el donativo, señora Petranilla, procedo de una familia humilde.

—Pero no es extraño que el priorato renuncie al donativo si el aspirante da muestras de devoción, y tú llevas años sirviendo al priorato, con remuneración o sin ella.

—El hermano Godwyn ha propuesto mi ingreso, pero algunos de los monjes de más edad han dado sus razones para que no se me permita.

Godwyn intervino:

—Carlus el Ciego odia a Philemon, no sé por qué.

—Hablaré con mi hermano Anthony —se ofreció Petranilla—. Su opinión debería contar más que la de Carlus. Eres un buen amigo de mi hijo y me gustaría verte progresar.

—Gracias, señora.

—Bueno, es evidente que te mueres de ganas de contarle a Godwyn algo sin que yo esté presente, así que me voy. —Besó a Godwyn—. Recuerda lo que te he dicho.

—Sí, mamá.

Godwyn se sintió aliviado, como si una nube de tormenta hubiera pasado por encima de su cabeza y se hubiera alejado para descargar en otra parte.

En cuanto Petranilla estuvo fuera del alcance de su voz, Philemon dijo:

—¡Es el obispo Richard!

Godwyn alzó las cejas. Philemon conocía la manera de descubrir los secretos de la gente.

—¿De qué te has enterado?

—Está en el hospital, en este preciso momento, en una de las habitaciones privadas del piso de arriba. ¡Con su prima Margery!

Margery era una bonita muchacha de dieciséis años. Sus padres, un hermano menor del conde Roland y una hermana de la condesa de Mary, habían muerto y ahora estaba bajo la tutela de Roland. Éste había concertado para ella un matrimonio con el hijo del conde de Monmouth, una alianza política que fortalecería sobremanera la posición de Roland y lo convertiría en el noble más importante del sudoeste de Inglaterra.

—¿Qué hacen? —preguntó Godwyn, aunque se lo imaginaba.

Philemon bajó la voz.

—¡Se están besando!

—¿Cómo lo sabes?

—Te lo demostraré.

Philemon lo guio hacia el exterior de la iglesia por el crucero sur, a través del claustro de los monjes, y luego por un tramo de escaleras hasta el dormitorio. Se trataba de una habitación sencilla en la que había dos hileras de camas de madera, cada una con un colchón de paja. Una de las paredes medianeras daba al hospital. Philemon se acercó a un gran armario que contenía mantas y, con gran esfuerzo, lo empujó hasta desplazarlo. Justo detrás, en la pared había una piedra suelta. Por un momento Godwyn se preguntó cómo Philemon había dado con esa mirilla y al final supuso que debía de haber escondido algo en el hueco. Philemon retiró la piedra con cuidado de no hacer ruido y susurró:

—¡Mira, rápido!

Godwyn vaciló.

—¿A cuántos huéspedes más has observado desde este lugar? —le preguntó en voz baja.

—A todos —respondió Philemon, como si resultara obvio.

Godwyn creyó saber lo que iba a observar, pero la idea no despertó en él demasiado entusiasmo. Tal vez a Philemon le pareciera bien atisbar a un obispo que obraba mal, pero a él se le antojaba un comportamiento vergonzosamente turbio. Sin embargo, la curiosidad lo impulsó a proseguir. Al final se preguntó qué le aconsejaría su madre y de inmediato supo que le diría que mirara.

El agujero de la pared quedaba un poco por debajo de la altura del ojo. Se agachó unos centímetros y echó una ojeada.

Daba a uno de los dos dormitorios privados para huéspedes del hospital. En una esquina había un reclinatorio situado de cara a un mural de la crucifixión. También había dos cómodas sillas y unos cuantos taburetes. Cuando se reunían muchos huéspedes importantes, los hombres ocupaban una habitación y las mujeres, la otra. Ésa era claramente la habitación destinada a las mujeres, puesto que sobre una mesa auxiliar se veían diversos artículos femeninos: peines, cintas y misteriosos frascos y botecitos.

En el suelo se extendían dos jergones de paja. Richard y Margery estaban tumbados en uno de ellos y hacían algo más que besarse.

El obispo Richard era un hombre atractivo de pelo castaño con suaves ondulaciones y facciones armoniosas. Casi le doblaba la edad a Margery; era una chica esbelta de piel clara y cejas oscuras. Yacían el uno al lado del otro. Richard le besaba el rostro y le hablaba al oído, mientras en sus labios carnosos se dibujaba una sonrisa de placer. Margery llevaba el vestido subido hasta la cintura. Tenía unas bellas piernas largas y blancas. Él permanecía con la mano entre los muslos de ella y la movía a ritmo estudiado y regular. Aunque Godwyn no tenía experiencia con mujeres, sabía de algún modo lo que Richard estaba haciendo. Margery miraba a Richard con adoración, la boca entreabierta jadeando de excitación, el rostro encendido por la pasión. Tal vez fueran meros prejuicios, pero Godwyn dedujo de forma intuitiva que Richard veía a Margery como un mero pasatiempo mientras ella creía que él era el amor de su vida.

Godwyn los contempló durante un instante de horror. Richard estaba moviendo la mano cuando, de pronto, Godwyn se descubrió mirando el triángulo de pelo hirsuto entre los muslos de Margery, oscuro en contraste con su piel blanca, igual que sus cejas. Rápidamente, apartó la vista.

—Déjame ver —dijo Philemon.

Godwyn se separó de la pared. Aquello era un escándalo, pero ¿qué podía hacer él, si es que debía hacer algo?

Philemon observó a través del agujero y soltó un grito ahogado de excitación.

—¡Se le ve el coño! —susurró—. ¡Se lo está frotando!

—Apártate de ahí —dijo Godwyn—. Ya hemos visto bastante… Demasiado.

Philemon vaciló, estaba fascinado. Luego se retiró de mala gana y volvió a colocar en su sitio la piedra suelta.

—¡Tenemos que denunciar ahora mismo que el obispo está fornicando! —exclamó.

—Cierra la boca y déjame pensar —le espetó Godwyn.

Si hacía lo que Philemon proponía, se enemistaría con Richard y su influyente familia, y encima para nada. Pero seguro que existía algún modo de sacar partido de semejante situación. Godwyn trató de imaginarse qué haría su madre. Si no ganaba nada revelando el pecado de Richard, tal vez hubiera un modo de beneficiarse encubriéndolo. Seguro que Richard le estaría agradecido por guardarle el secreto.

Eso resultaba más prometedor. Pero para que surtiera efecto, Richard tenía que saber que Godwyn lo estaba protegiendo.

—Ven conmigo —le dijo a Philemon.

Philemon volvió a colocar el armario en su sitio. Godwyn se preguntaba si el ruido de la madera al arrastrar el mueble se oiría desde la habitación contigua. Lo dudaba; de todos modos, a buen seguro Richard y Margery estaban demasiado absortos en lo que les ocupaba para percibir ruidos procedentes del otro lado de la pared.

Godwyn iba delante al bajar la escalera y atravesar el claustro. Había dos escaleras que daban a las habitaciones privadas: una partía de la planta baja del hospital y la otra se encontraba en el exterior del edificio y permitía a los huéspedes importantes entrar y salir sin tener que pasar por las salas destinadas a las personas corrientes. Godwyn subió corriendo la escalera exterior.

Se detuvo frente a la habitación en la que se encontraban Richard y Margery, y a continuación se dirigió a Philemon en voz baja.

—Entra conmigo —le dijo—. No hagas nada ni digas nada. Sal cuando salga yo.

Philemon dejó la escoba.

—No —le ordenó Godwyn—. Cógela.

—De acuerdo.

Godwyn abrió la puerta y entró con decisión.

—Quiero que dejes esta habitación impecable —dijo en voz alta—. Barre todos los rincones… ¡Ah! ¡Os ruego que me perdonéis! ¡Creía que no había nadie!

En el tiempo que había llevado a Godwyn y Philemon dirigirse a toda prisa del dormitorio al hospital, los amantes habían hecho progresos. Ahora Richard se encontraba encima de Margery, su largo hábito clerical alzado por la parte delantera. Las piernas blancas y bien torneadas de ella se elevaban en el aire a ambos lados de las caderas del obispo. No cabía duda de qué estaban haciendo.

Richard cesó de empujar y miró a Godwyn con una mezcla de decepción airada y culpabilidad temerosa. Margery soltó un grito de sorpresa y también ella miró a Godwyn con pánico en los ojos.

Godwyn dilató el momento.

—¡Obispo Richard! —exclamó, fingiendo perplejidad. Quería que a Richard no le quedara duda de que lo había reconocido—. ¿Pero, cómo…? Y ¿Margery? —Hizo ver que de pronto lo comprendía todo—. ¡Perdonadme! —Se dio media vuelta. Luego le gritó a Philemon—: ¡Sal de aquí! ¡Sal ahora mismo! —Philemon salió por la puerta a toda velocidad sin dejar de aferrar la escoba.

Godwyn lo siguió pero al llegar a la puerta se volvió para asegurarse de que Richard lo veía bien. Los dos amantes permanecieron inmóviles en su postura, seguían unidos sexualmente pero sus semblantes se habían demudado. La mano de Margery se había desplazado hasta cubrir su boca con el eterno gesto de sorpresa de la culpabilidad. La expresión de Richard traslucía la frenética actividad de su cerebro: quería hablar pero no acertaba a figurarse qué podía decir. Godwyn decidió librarlos de su desgraciada situación; ya había hecho todo cuanto tenía que hacer.

Salió de la habitación, pero antes de que pudiera cerrar la puerta algo le hizo detenerse. Una mujer estaba subiendo la escalera. Por un momento, lo invadió el pánico. Se trataba de Philippa, la esposa del otro hijo del conde.

Se dio cuenta al instante de que la secreta culpabilidad de Richard perdería todo su valor si alguien más la descubría. Tenía que advertir a Richard.

—¡Lady Philippa! —exclamó en voz alta—. ¡Bienvenida al priorato de Kingsbridge!

Oyó tras de sí unos ruidos apresurados y por el rabillo del ojo vio que Richard se ponía en pie de un salto.

Por suerte, Philippa no entró directamente sino que se detuvo a hablar con Godwyn.

—Tal vez puedas ayudarme. —Desde donde estaba, no alcanzaría a ver gran cosa del interior de la alcoba, pensó Godwyn—. He perdido un brazalete. No es muy valioso, es de madera tallada, pero le tengo cariño.

—Qué lástima —dijo Godwyn en tono compasivo—. Les pediré a los monjes y las monjas que lo busquen.

Philemon intervino:

—Yo no lo he visto.

Godwyn se dirigió a Philippa:

—Tal vez se os haya caído de la muñeca.

La mujer puso mala cara.

—Lo raro es que no lo he llevado puesto desde que estoy aquí. Me lo he quitado al llegar y lo he dejado encima de la mesa, y ahora no lo encuentro.

—A lo mejor ha ido a parar rodando a algún rincón oscuro. Philemon lo buscará. Es el encargado de limpiar las habitaciones de los huéspedes.

Philippa se quedó mirando a Philemon.

—Sí, te he visto cuando me marchaba, hace más o menos una hora. ¿No lo has encontrado barriendo la habitación?

—No la he barrido. La señorita Margery ha entrado justo cuando me disponía a empezar.

Godwyn intervino:

—Philemon acaba de regresar para limpiar vuestra alcoba, pero la señorita Margery está… —Dirigió la mirada hacia la habitación—. Rezando —concluyó.

Margery se encontraba de rodillas en el reclinatorio, con los ojos cerrados; Godwyn esperaba que suplicara perdón por su pecado. Richard se encontraba de pie tras ella, con la cabeza baja y las manos entrelazadas mientras movía los labios en un murmullo.

Godwyn se hizo a un lado para permitir a Philippa entrar en la habitación. La mujer le dirigió una mirada recelosa a su cuñado.

—Hola, Richard —saludó—. No es propio de ti rezar entre semana.

Él se llevó el dedo a los labios para indicar silencio y señaló a Margery, postrada en el escabel.

Philippa habló en tono enérgico:

—Margery puede rezar tanto como guste, pero ésta es la habitación de las mujeres y quiero que te marches.

Richard disimuló su alivio y salió, cerrando la puerta y dejando dentro a las dos mujeres.

Godwyn y él permanecieron cara a cara en el pasillo. Godwyn notó que Richard no sabía por qué opción decantarse. Por una parte quería decirle «¿Cómo te atreves a entrar en una alcoba sin llamar?». Sin embargo, se hallaba en una situación tan apurada que era probable que no consiguiera armarse del valor suficiente para soltar bravatas. Por otra parte, apenas se atrevía a pedirle a Godwyn que guardara silencio acerca de lo que había visto, pues eso suponía reconocer que estaba en sus manos. Se trataba de un instante penosamente embarazoso.

Mientras Richard dudaba, Godwyn tomó la palabra.

—Nadie sabrá nada de esto por mí.

Richard pareció aliviado; luego miró a Philemon.

—¿Y él?

—Philemon quiere ser monje. Está aprendiendo a cultivar la virtud de la obediencia.

—Estoy en deuda contigo.

—Un hombre debe confesar sus propios pecados, no los de otros.

—De todas formas, te estoy agradecido, hermano…

—Godwyn, el sacristán. Soy el sobrino del prior Anthony. —Quería que Richard supiera que tenía contactos lo bastante importantes como para meterlo en un buen lío. Sin embargo, para disimular la amenaza, añadió—: Mi madre estuvo prometida con vuestro padre, hace muchos años, antes de que él llegara a ser conde.

—Ya he oído la historia.

A Godwyn le habría gustado agregar que su padre había desdeñado a su madre, del mismo modo en que él pensaba desdeñar a la pobre Margery. Sin embargo, en vez de eso dijo en tono agradable:

—Podríamos haber sido hermanos.

—Sí.

Sonó la campana anunciando la hora de la cena. Liberados de la embarazosa situación, los tres hombres se separaron: Richard se fue a casa del prior Anthony, Godwyn se dirigió al refectorio de los monjes y Philemon se marchó a la cocina para ayudar a servir los platos.

Godwyn estaba pensativo al atravesar el claustro. Se sentía molesto por la salvaje escena que acababa de presenciar, pero creía haber salido airoso. Al final Richard parecía confiar en él.

En el refectorio se sentó junto a Theodoric, un monje brillante unos cuantos años más joven que él. Theodoric no había estudiado en Oxford y, en consecuencia, admiraba a Godwyn. Éste lo trataba de igual a igual, por lo cual Theodoric se sentía halagado.

—Acabo de leer una cosa que te interesará —dijo Godwyn. Resumió cuanto había leído sobre la actitud del venerado prior Philip hacia las mujeres en general y las monjas en particular—. Es lo que tú siempre has dicho —concluyó.

De hecho Theodoric nunca había expresado su opinión acerca del tema, pero siempre se mostraba de acuerdo cuando Godwyn se quejaba de la negligencia del prior Anthony.

—Por supuesto —convino Theodoric. Tenía los ojos azules y la piel clara ahora sonrojada por la excitación—. ¿Cómo podemos tener pensamientos puros si las mujeres nos distraen constantemente?

—Pero ¿qué podemos hacer?

—Debemos enfrentarnos al prior.

—Durante el capítulo, quieres decir —añadió Godwyn, como si fuera idea de Theodoric y no suya—. Sí, es un plan estupendo. ¿Crees que los demás nos apoyarán?

—Los monjes más jóvenes sí.

Era probable que los jóvenes se mostraran de acuerdo con casi cualquier crítica que se hiciera a los mayores, pensó Godwyn. Sin embargo, también sabía que muchos monjes compartían su gusto por una vida en la que las mujeres estuvieran ausentes o, como mínimo, no las vieran.

—Si hablas con alguien antes del capítulo, cuéntame qué opinan —dijo. Eso animaría a Theodoric a ir por ahí buscando apoyo.

Llegó la cena, un guiso a base de pescado salado y alubias. Antes de que Godwyn pudiera empezar a comer, fray Murdo lo interrumpió.

Los frailes eran monjes que vivían entre la población en lugar de recluirse en monasterios. Pensaban que su abnegación era más rigurosa que la de los monjes de institución, cuyo voto de pobreza se veía comprometido por los espléndidos edificios y extensas propiedades. Los frailes tradicionales no poseían bien alguno, ni siquiera iglesias, aunque muchos se olvidaban de sus ideales cuando piadosos admiradores les regalaban tierras y dinero. Los que seguían viviendo según sus principios originales mendigaban comida y dormían en el suelo de alguna cocina. Predicaban en los mercados de las plazas y en las puertas de las tabernas y por ello los recompensaban con algún penique. No dudaban en valerse de los monjes corrientes para conseguir comida y alojamiento siempre que les convenía, de lo cual, como es natural, su supuesta superioridad se resentía.

Fray Murdo constituía un ejemplo particularmente desagradable: estaba gordo, iba sucio, era un glotón, a menudo iba bebido y a veces lo habían visto en compañía de prostitutas. No obstante, también era un predicador carismático capaz de atraer a cientos de oyentes con sus sermones coloristas y teológicamente discutibles.

Ahora se encontraba allí de pie sin que nadie lo hubiera invitado y se disponía a dar comienzo a una plegaria a voz en grito.

—Padre nuestro, bendice estos alimentos que van a tomar nuestros sucios y corruptos cuerpos, tan invadidos por el pecado como un perro muerto por los gusanos…

Las plegarias de Murdo nunca eran breves. Godwyn dejó a un lado la cuchara y exhaló un suspiro.

*

Durante el capítulo siempre tenía lugar alguna lectura; solía tratarse de un pasaje de la Regla de San Benito, aunque muchas veces procedía de la Biblia o, en ocasiones, de otras obras religiosas. Mientras los monjes tomaban asiento en los bancos de piedra dispuestos en pendiente alrededor de la sala capitular de forma octogonal, Godwyn buscó con la mirada al joven monje a quien ese día correspondía leer en voz alta y le dijo en tono tranquilo pero firme que él leería en su lugar. Luego, cuando llegó el momento, leyó la página decisiva del Libro de Timothy.

Estaba nervioso. Había regresado de Oxford hacía un año y desde entonces se había dedicado a hablar con discreción a la gente sobre una posible reforma del priorato; sin embargo, hasta ese momento no se había enfrentado a Anthony abiertamente. El prior era débil y perezoso y necesitaba que lo despertaran de golpe de su letargo. Además, tal como había escrito San Benito: «Hemos dicho que todos sean llamados a capítulo porque muchas veces revela el Señor al más joven lo que es mejor». Godwyn estaba en su perfecto derecho de hablar durante el capítulo y solicitar un cumplimiento más estricto de las reglas monásticas. Con todo, tuvo la repentina sensación de que se estaba arriesgando y lamentó no haberse tomado más tiempo para meditar la mejor táctica a la hora de utilizar el Libro de Timothy.

Sin embargo, era demasiado tarde para arrepentirse. Cerró el libro y dijo:

—La pregunta que me hago a mí mismo y que hago a mis hermanos es la siguiente: ¿hemos relajado las normas del prior Philip relativas a la separación entre los monjes y las mujeres? —Había aprendido durante los debates estudiantiles a presentar su argumentación en forma de pregunta siempre que resultara factible, de modo que el oponente tuviera tan pocas opciones como fuera posible de rebatirla.

El primero en responder fue Carlus el Ciego, el suprior y, por tanto, suplente de Anthony.

—Algunos monasterios están emplazados lejos de toda población, en una isla desierta, en las profundidades del bosque o en la cima de una montaña solitaria —explicó. Su discurso lento y parsimonioso hizo que Godwyn no dejara de removerse en su asiento, impaciente—. En tales edificios, los hermanos viven aislados de cualquier contacto con el mundo secular. —Prosiguió sin prisa—. Kingsbridge nunca ha sido así. Nos encontramos en el centro de una gran ciudad que alberga a siete mil almas, nos ocupamos de una de las más espléndidas catedrales de la cristiandad, muchos de nosotros somos médicos, pues tal como dijo San Benito: «Ante todo y sobre todo se ha de atender a los hermanos enfermos, sirviéndolos como a Cristo en persona». El lujo del total aislamiento no nos ha sido concedido. Dios nos ha encomendado otra misión.

Godwyn se esperaba un discurso de ese tipo. Carlus odiaba que cambiaran los muebles de sitio, pues tropezaba con ellos. Del mismo modo, se oponía a cualquier tipo de cambio debido a la ansiedad que le producía enfrentarse a lo desconocido.

Theodoric respondió rápidamente a Carlus.

—Aún con más motivo debemos ser estrictos en cuanto a las normas —dijo—. Un hombre que vive al lado de una taberna debe tener especial cuidado de evitar la embriaguez.

Se oyó un murmullo de grata aprobación: a los monjes les gustaban las réplicas agudas. Godwyn asintió con la cabeza y el pálido Theodoric se ruborizó satisfecho.

Una novicia llamada Juley se animó a hablar en un tono que distaba poco del susurro:

—A Carlus no le molestan las mujeres; como es ciego, no puede verlas.

Muchos monjes se echaron a reír aunque algunos negaban con la cabeza en señal reprobatoria.

A Godwyn le pareció que la cosa iba bien. Por el momento, parecía llevar ventaja en la disputa. Entonces intervino el prior Anthony:

—¿Qué es lo que propones exactamente, hermano Godwyn? —No había estado en Oxford pero sabía presionar lo suficiente para que su oponente aclarara el verdadero tema a tratar.

Con renuencia, Godwyn puso las cartas sobre la mesa.

—Deberíamos considerar volver a la misma situación que en tiempos del prior Philip.

Anthony insistió:

—¿Qué quieres decir exactamente con eso? ¿Que no haya monjas?

—Sí.

—Pero ¿adónde irán?

—El convento puede trasladarse a otro lugar y convertirse en una filial separada del priorato, como el Kingsbridge College o St.-John-in-the-Forest.

La respuesta los sorprendió. Se oyó un clamor de comentarios que al prior le costó acallar. La voz que destacó entre la barahúnda era la de Joseph, el médico de más categoría. Era un hombre inteligente aunque orgulloso y Godwyn se andaba con pies de plomo con él.

—¿Cómo vamos a gestionar un hospital sin monjas? —dijo. Su pésima dentadura hacía que arrastrara las sibilantes y que pareciera borracho, aunque no por ello habló con menor autoridad—. Ellas administran las medicinas, cambian las vendas, dan de comer a los discapacitados, peinan a los pacientes seniles…

—Los monjes pueden hacer todo eso —repuso Theodoric.

—¿Y qué me dices de los alumbramientos? —añadió Joseph—. Con frecuencia se atiende a mujeres que tienen dificultades para traer un niño al mundo. ¿Cómo podríamos ayudarlas nosotros sin que las monjas se ocuparan de… la parte manual?

Muchos hombres se pronunciaron a favor; por suerte, Godwyn ya había anticipado la pregunta y respondió:

—Supón que las monjas se trasladan al antiguo lazareto.

La leprosería, o lazareto, se encontraba en una pequeña isla en medio del río, en la parte sur de la ciudad. Antiguamente estaba llena de enfermos, pero la lepra parecía ir desapareciendo y a la sazón sólo había dos habitantes, ambos ancianos.

El hermano Cuthbert, que era muy ingenioso, habló entre dientes:

—No seré yo quien le comunique a la madre Cecilia que va a trasladarse a una leprosería.

Se oyeron risas encadenadas.

—Son los hombres quienes tienen que mandar a las mujeres —opinó Theodoric.

El prior Anthony intervino:

—Y la madre Cecilia está bajo el mandato directo del obispo Richard. Es a él a quien corresponde tomar una decisión así.

—El cielo prohibirá que la tome —dijo una voz distinta. Se trataba de Simeón, el tesorero. Era un hombre flaco de rostro alargado y siempre se pronunciaba con respecto a las cuestiones que implicaban gastar dinero—. No podemos sobrevivir sin las monjas —concluyó.

A Godwyn lo cogió por sorpresa.

—¿Por qué no? —preguntó.

—No tenemos bastante dinero —respondió Simeón de inmediato—. Cuando la catedral necesita alguna reparación, ¿quién crees que paga a los albañiles? No somos nosotros, no nos lo podemos permitir: les paga la madre Cecilia. Ella compra las provisiones para el hospital, los pergaminos para el scriptorium y el pienso para el establo. Es ella quien paga todo lo que utilizamos en común.

Godwyn estaba consternado.

—¿Cómo es posible? ¿Dependemos de ellas?

Simeón se encogió de hombros.

—Durante años, muchas mujeres devotas han donado al convento tierras y otros bienes.

Eso no era todo, Godwyn estaba seguro. Los monjes también contaban con importantes recursos, pues recaudaban el arriendo y otros impuestos de casi todos los ciudadanos de Kingsbridge y además poseían miles de hectáreas de tierras de cultivo. La manera en que se administraban los recursos debía de tener algo que ver. Sin embargo, no era el momento de entrar en esa cuestión. Había perdido la batalla. Incluso Theodoric permanecía en silencio.

—Bueno, ha sido un debate muy interesante —dijo Anthony con complacencia—. Gracias por formular la pregunta, Godwyn. Ahora, vamos a rezar.

Godwyn estaba demasiado irritado para rezar. No había conseguido nada de lo que se había propuesto y no sabía muy bien en qué se había equivocado.

Mientras los monjes salían en fila, Theodoric le dirigió una mirada temerosa y le dijo:

—No sabía que las monjas pagaran tantas cosas.

—Ninguno de nosotros lo sabía —respondió Godwyn. Se dio cuenta de que miraba con agresividad a Theodoric y se apresuró a enmendarse a la vez que añadía—: De todas formas, has estado espléndido, has argumentado mejor de lo que lo habrían hecho muchos hombres de Oxford.

Eso era precisamente lo que Theodoric necesitaba oír. Se puso contento.

Era el momento de que los monjes acudieran a la biblioteca a leer o pasearan por el claustro meditando; sin embargo, Godwyn tenía otros planes. Había algo que lo había estado fastidiando durante la cena y el capítulo. Lo había apartado de sus pensamientos al surgir cuestiones más importantes pero ahora volvía a darle vueltas: sospechaba dónde podía estar el brazalete de lady Philippa.

En un monasterio había pocos lugares donde ocultar cosas. Los monjes vivían en comunidad y ninguno de ellos, salvo el prior, tenía una habitación individual. Incluso compartían la letrina, consistente en una artesa que se limpiaba gracias a un continuo chorro de agua canalizada. No se les permitía tener efectos personales por lo que ninguno contaba con un armario, ni siquiera con una caja.

Sin embargo, Godwyn había descubierto ese día un escondrijo.

Subió al dormitorio. Estaba desierto. Empujó el armario de las mantas para separarlo de la pared y retiró la piedra suelta, pero no miró por el agujero. En vez de eso, metió la mano en el hueco y lo exploró. Tanteó la parte alta, el fondo y los lados del agujero. Hacia la derecha, detectó una pequeña fisura. Godwyn introdujo los dedos en ella y palpó algo que no era piedra ni argamasa. Escarbando, logró extraer el objeto.

Era un brazalete de madera tallada.

Godwyn lo sostuvo a contraluz. Estaba hecho con un tipo de madera resistente, probablemente roble. La parte interior estaba bien pulida, pero el exterior aparecía tallado con un intrincado diseño de marcados cuadros y diagonales realizados con elegante precisión. Godwyn comprendió por qué lady Philippa le tenía tanto cariño.

Lo dejó donde estaba y devolvió la piedra suelta a su sitio; luego colocó el armario en su lugar habitual.

¿Para qué querría Philemon algo así? Podría venderlo por uno o dos peniques, pero eso sería muy arriesgado puesto que el objeto resultaba inconfundible. Lo que estaba claro es que no iba a llevarlo puesto.

Godwyn salió del dormitorio y bajó la escalera hasta el claustro. No tenía ánimos para estudiar ni meditar. Le hacía falta hablar de lo sucedido durante el día. Sintió la necesidad de ver a su madre.

La idea lo inquietó, porque sabía que le regañaría por haber fallado en el capítulo. Sin embargo, también lo alabaría por haber sabido someter al obispo Richard, de eso estaba seguro, y tenía ganas de contarle la historia. Decidió ir a buscarla.

En realidad no estaba permitido que los monjes rondaran por las calles de la ciudad cada vez que les viniera en gana. Tenían que tener un buen motivo y además debían pedir permiso al prior antes de abandonar el recinto monástico. Sin embargo, en la práctica los obedientiari o subordinados de la comunidad siempre encontraban alguna excusa. El priorato negociaba continuamente con los mercaderes para comprar comida, ropa, zapatos, pergamino, velas, herramientas para el jardín, arreos para los caballos y, en fin, todo lo necesario para la vida cotidiana. Los monjes eran terratenientes y poseían casi la ciudad entera. Además, cualquiera de los médicos podía ser requerido para visitar a algún paciente incapaz de llegar hasta el hospital. Por todo ello era bastante frecuente ver a monjes por las calles y era poco probable que a Godwyn, el sacristán, le pidieran explicaciones por encontrarse fuera del monasterio.

De todas formas, la prudencia aconsejaba ser discreto; se aseguró de que al salir no lo viera nadie. Atravesó la concurrida feria y se dirigió a toda prisa por la calle principal a casa de su tío Edmund.

Tal como esperaba, Edmund y Caris habían salido a comerciar y encontró a su madre sola con los sirvientes.

—Esto sí que alegra a una madre —dijo—, verte dos veces en un mismo día. Además así puedo darte de comer. —Le sirvió una gran jarra de cerveza de alta graduación y le pidió al cocinero que le llevara un plato de estofado frío—. ¿Cómo ha ido el capítulo? —le preguntó.

Godwyn le contó lo ocurrido.

—Me he precipitado —confesó al final.

Ella asintió.

—Mi padre solía decir: «No convoques una reunión hasta que la conclusión sea evidente».

Godwyn sonrió.

—Lo tendré en cuenta.

—De todas formas, no creo que hayas hecho ningún mal.

Eso lo alivió. Su madre no estaba enfadada.

—Pero he perdido la batalla —dijo.

—También has consolidado tu posición de líder de los jóvenes reformistas.

—¿Aunque me haya comportado como un estúpido?

—Es mejor eso que pasar inadvertido.

Godwyn no estaba seguro de que su madre tuviera razón pero, tal como hacía siempre que dudaba de lo acertado de sus consejos, no discutió; lo pensaría más tarde.

—Ha ocurrido una cosa muy extraña —anunció, y le contó lo de Richard y Margery obviando los detalles físicos tan ordinarios.

La mujer se sorprendió.

—¡Richard se ha vuelto loco! —exclamó—. Cancelarán la boda si el conde de Monmouth descubre que Margery no es virgen. El conde Roland se pondrá hecho una furia. Podrían expulsar a Richard de la orden.

—Muchos obispos tienen amantes, ¿verdad?

—Eso es otra cosa. Un sacerdote puede tener un ama de llaves que sea su esposa en todo excepto en el nombre, y un obispo puede tener varias mujeres, pero arrebatar la virginidad a una noble poco antes de su boda… Hasta al mismísimo hijo de un conde le resultaría difícil continuar formando parte del clero después de una cosa así.

—¿Qué crees que debo hacer?

—Nada. Lo has hecho muy bien hasta ahora. —La mujer resplandecía de orgullo—. Algún día esa información llegará a ser una gran arma —añadió—. Recuérdalo.

—Hay una cosa más. Me preguntaba cómo había dado Philemon con la piedra suelta y pensé que debió de haberla utilizado en principio como escondrijo. Tenía razón: he encontrado allí un brazalete que lady Philippa ha perdido.

—Muy interesante —opinó ella—. Tengo la sensación de que Philemon te va a ser muy útil. Hará cualquier cosa que le pidas, ya lo ves. No tiene escrúpulos ni moralidad. Mi padre tenía un socio siempre dispuesto a hacer el trabajo sucio: dar pábulo a los rumores, propagar comentarios perniciosos, fomentar conflictos… Ese tipo de personas pueden llegar a ser una ayuda inestimable.

—Así que crees que no debo decir nada del robo.

—Ni hablar. Haz que devuelva el brazalete si crees que es importante. Puede decir que lo encontró barriendo, pero no lo delates: algún día recogerás lo que has sembrado, te lo garantizo.

—Entonces, ¿debo protegerlo?

—Tal como harías con un perro rabioso que atacara a unos intrusos. Es peligroso, pero merece la pena.