l conde de Shiring llegó a Kingsbridge el martes de la semana de la feria del vellón. Con él iban sus dos hijos, varios miembros más de su familia y un séquito de caballeros y escuderos. Los miembros de su grupo de avanzada despejaron el puente y no se permitió cruzarlo a nadie a partir de una hora antes de su llegada, no fuera a ser que el noble sufriera la humillación de tener que esperar junto con los ciudadanos corrientes. Sus vasallos lucían sus ropajes de color rojo y negro y todos penetraron en la ciudad haciendo ondear los estandartes mientras los cascos de sus caballos salpicaban de agua y barro a los ciudadanos. El conde Roland había prosperado en los últimos diez años, bajo el reinado de Isabel, primero, y de su hijo Eduardo III, más tarde, y al igual que todos los hombres ricos y poderosos, deseaba que el mundo entero lo supiera.
Entre los miembros de su comitiva se encontraba Ralph, hijo de sir Gerald y hermano de Merthin. Mientras éste trabajaba como aprendiz con el padre de Elfric, Ralph se había convertido en escudero del conde Roland y desde entonces era muy feliz. Iba bien alimentado y vestido, había aprendido a montar a caballo y a combatir, y pasaba la mayor parte del tiempo cazando y practicando deporte. En seis años y medio nadie le había pedido que leyera ni escribiera una sola palabra. Mientras cabalgaba detrás del conde entre los puestos de la feria del vellón, contemplando unos rostros que expresaban envidia y temor a partes iguales, sentía lástima por los mercaderes y comerciantes que recogían los peniques del barro.
El conde desmontó delante de la casa del prior, en el ala norte de la catedral. Su hijo menor, Richard, hizo lo propio. Richard era obispo de Kingsbridge y la catedral era, en consecuencia, su iglesia. Sin embargo, el palacio episcopal se encontraba en Shiring, la capital del condado, a dos días de distancia de allí, lo cual le resultaba muy útil, puesto que sus funciones eran tanto religiosas como políticas; además, eso también convenía a los monjes, quienes preferían que no los vigilaran tan de cerca.
Richard tenía tan sólo veintiocho años, pero su padre era un aliado muy cercano del rey, lo cual contaba más que la antigüedad.
El resto del séquito se dirigió en sus caballerías hasta el extremo sur del recinto de la catedral. El primogénito del conde, William, señor de Caster, pidió a los escuderos que guardaran en la cuadra los caballos mientras media docena de caballeros se dirigían al hospital. Ralph avanzó deprisa para ayudar a la esposa de William, lady Philippa, a desmontar de su caballo. Era una mujer alta y atractiva de largas piernas y busto notable por quien Ralph albergaba un amor sin esperanzas.
Cuando los caballos estuvieron guardados, Ralph se dispuso a visitar a su madre y a su padre. Vivían en una pequeña casa por la que no pagaban alquiler alguno en el sudoeste de la ciudad, cerca del río, en un barrio hediondo a causa del trabajo de los curtidores. A medida que se aproximaba, la vergüenza lo hacía encogerse dentro de su uniforme rojo y negro. Se sentía aliviado de que lady Philippa no llegara a apercibirse de la humillante situación de sus padres.
Hacía un año que no los veía y le pareció que habían envejecido. El pelo de su madre se había tornado muy gris y su padre estaba perdiendo la visión. Le ofrecieron sidra elaborada por los monjes y fresas silvestres que su propia madre había recolectado en el bosque. A su padre le maravillaron sus ropajes.
—¿Te ha nombrado ya caballero el rey? —le preguntó con expectación.
Todo escudero ambicionaba llegar a ser caballero, pero Ralph lo deseaba con más fervor que la mayoría. Su padre no había conseguido superar la humillación sufrida diez años atrás, cuando lo habían relegado a la calidad de pensionado del priorato. Ese día Ralph se sintió como si le hubieran atravesado el corazón con una flecha. El dolor no remitiría hasta que él consiguiera restablecer el honor de la familia. Sin embargo, no todos los escuderos llegaban a ser caballeros, aunque el padre de Ralph siempre hablaba como si se tratara sólo de una cuestión de tiempo.
—Todavía no —respondió Ralph—, pero es probable que pronto nos enfrentemos a una guerra contra Francia y ésa será mi gran oportunidad. —Hablaba en tono liviano porque no quería demostrar lo poco que anhelaba tener que lucirse en el campo de batalla.
Su madre estaba disgustada.
—¿Por qué todos los reyes tienen predilección por las guerras?
Su padre se echó a reír.
—Para eso fue creado el hombre.
—No, no es cierto —replicó la mujer con brusquedad—. Cuando di a luz a Ralph en medio de todos aquellos dolores y sufrimiento, no tenía ninguna intención de que viviera para que un francés le cortara la cabeza con su espada ni para que una flecha lanzada con una ballesta le atravesara el corazón.
Su padre agitó una mano con gesto desdeñoso y se dirigió a Ralph:
—¿Qué te hace pensar que habrá una guerra?
—El rey Felipe de Francia ha tomado Gascuña.
—Vamos, eso no es posible.
Los reyes ingleses habían gobernado en la región francesa occidental de Gascuña durante generaciones. Ellos habían otorgado privilegios comerciales a los mercaderes de Burdeos y Bayona, quienes cerraban más negocios en Londres que en París. Con todo, siempre había problemas.
—El rey Eduardo ha enviado embajadores a Flandes para crear alianzas —explicó Ralph.
—Los aliados querrán dinero a cambio.
—Por eso ha venido a Kingsbridge el conde Roland. El rey quiere un préstamo de los mercaderes de lana.
—¿Cuánto?
—Se habla de doscientas mil libras, en total, como adelanto en concepto del impuesto de la lana.
—El rey debería ir con cuidado para no ahogar a los mercaderes de lana con los impuestos —dijo su madre en tono pesimista.
—Los mercaderes tienen muchísimo dinero —opinó su padre—. Sólo tienes que fijarte en la calidad de sus prendas. —Su tono denotaba amargura, y Ralph observó entonces que llevaba una camisa de hilo raída y unos zapatos viejos—. De todas maneras, lo que quieren es que impidamos que la armada francesa siga interfiriendo en sus negocios.
Durante el último año, los barcos franceses habían asaltado pueblos de la costa sur de Inglaterra; saqueaban los puertos y prendían fuego a los barcos amarrados en los muelles.
—Los franceses nos atacan y nosotros los atacamos a ellos —concluyó su madre—. ¿Qué sentido tiene?
—Las mujeres nunca lo entenderían —repuso su padre.
—En eso tienes razón —contestó ella en tono resuelto.
Ralph cambió de tema.
—¿Qué tal está mi hermano?
—Es un buen artesano —respondió su padre, y a Ralph su tono le recordó al de un vendedor de caballos que argumenta que un poni de tamaño inferior al normal es una montura apropiada para una mujer.
—Está locamente enamorado de la hija de Edmund Wooler.
—¿De Caris? —Ralph sonrió—. Siempre le ha gustado. De niños, jugábamos juntos. Era una picaruela marimandona pero a Merthin no parecía importarle. ¿Se casarán?
—Espero que sí —respondió su madre—. Cuando él termine su formación como aprendiz.
—Entonces tendrá dinero a manos llenas. —Ralph se puso en pie—. ¿Sabéis dónde está ahora?
—Trabaja en el pórtico norte de la catedral —explicó su padre—. Pero puede que ahora esté comiendo.
—Daré con él. —Ralph los besó a ambos y se marchó.
Regresó al priorato y se paseó por la feria. Había dejado de llover y el sol lucía a intervalos, haciendo brillar los charcos y arrancando vaho de las cubiertas mojadas de los puestos ambulantes. Divisó un rostro de perfil que le resultó familiar y el ritmo regular de su corazón se alteró. Se trataba de la nariz recta y la mandíbula marcada de lady Philippa. La mujer era mayor que él, suponía que debía de tener unos veinticinco años. Se encontraba de pie frente a uno de los puestos, admirando rollos de seda de Italia, y Ralph se recreó contemplando la forma en que su ligero vestido veraniego se ceñía con lascivia a las curvas de sus caderas. Le dedicó una reverencia innecesariamente exagerada.
Ella levantó la vista y le correspondió con una somera inclinación de cabeza.
—Bonitas telas —dijo él, tratando de entablar conversación.
—Sí.
En ese momento se aproximó una figura diminuta de enmarañado pelo anaranjado: era Merthin. Ralph se mostró entusiasmado de verlo.
—Éste es mi inteligente hermano mayor —le dijo a Philippa.
Merthin se dirigió a ella.
—Comprad el verde claro, va bien con vuestros ojos.
Ralph se estremeció. Merthin no debería haberse dirigido a la mujer con tanta familiaridad. Sin embargo, a ella no pareció importarle demasiado, ya que le respondió con un ligero tono de reproche:
—Cuando quiera oír la opinión de un muchacho, le preguntaré a mi hijo. —Pero al mismo tiempo que decía aquellas palabras, le dedicó una sonrisa casi insinuante.
Al punto, Ralph intervino:
—¡Estás hablando con lady Philippa, insensato! Disculpad el descaro de mi hermano, mi señora.
—¿Cómo se llama?
—Soy Merthin Fitzgerald, a vuestro servicio para cualquier ocasión en la que dudéis sobre qué seda elegir.
Ralph lo tomó del brazo y lo apartó antes de que pudiera decir alguna otra inconveniencia.
—¡No sé cómo te las apañas! —dijo en un tono que expresaba a la vez desespero y admiración—. Conque va bien con sus ojos, ¿eh? Si yo me atreviera a decirle algo así, me ordenaría azotar. —Estaba exagerando, pero era cierto que Philippa solía responder con brusquedad a la insolencia. No sabía si alegrarse o enfadarse por el hecho de que se hubiera mostrado indulgente con Merthin.
—Así soy yo —replicó Merthin—: el sueño de toda mujer.
Ralph percibió amargura en su tono.
—¿Algo va mal? —le preguntó—. ¿Cómo está Caris?
—He cometido una estupidez —confesó Merthin—. Te lo contaré más tarde. Vamos a dar una vuelta aprovechando que ha salido el sol.
Ralph se fijó en un puesto donde un monje de pelo rubio ceniza vendía queso.
—Mira eso —le dijo a Merthin. A continuación, se acercó al puesto y exclamó—: Tiene un aspecto muy suculento, hermano; ¿de dónde es?
—Lo elaboramos nosotros en St.-John-in-the-Forest. Es una pequeña filial, o rama, del priorato de Kingsbridge. Yo soy allí el prior; me llamo Saul Whitehead.
—Sólo con mirarlo ya me entra hambre. Me gustaría comprar un poco, pero a los escuderos el conde no nos da ni un céntimo.
El monje cortó una loncha del queso entero y se la ofreció a Ralph.
—Entonces, en nombre de Jesús, merecéis obtener un poco gratis —respondió.
—Gracias, hermano Saul.
Mientras se alejaban, Ralph sonrió a Merthin y dijo:
—¿Lo ves? Tan fácil como robar una manzana a un niño.
—Y casi igual de admirable —dijo Merthin.
—Menudo chiflado, mira que regalar queso al primero que aparece con una historia lacrimógena…
—Es probable que considere mejor arriesgarse a que le engañen antes que negar la comida a un hombre famélico.
—Hoy estás un poco amargado. ¿Qué te hace pensar que tú tienes derecho a burlarte de una noble dama y en cambio yo no puedo convencer a un monje estúpido de que me regale un poco de queso?
Merthin lo sorprendió con una sonrisa.
—Igual que cuando éramos niños, ¿eh?
—¡Exacto! —Ahora Ralph no sabía si enfadarse o echarse a reír. Antes de que pudiera tomar una decisión, se le acercó una guapa muchacha que llevaba huevos en una bandeja. Era delgada, con un busto pequeño bajo su sencilla indumentaria doméstica, y él se imaginó los pechos pálidos y redondeados igual que los huevos. Le dedicó una sonrisa—. ¿Cuánto cuestan? —preguntó, aunque no tenía ninguna necesidad de comprar huevos.
—Un penique la docena.
—¿Son buenos?
La chica señaló un puesto cercano.
—Los han puesto esas gallinas.
—Y dime, ¿las gallinas han sido bien servidas por un gallo sano? —Ralph vio que Merthin alzaba los ojos fingiendo exasperación ante el ocurrente comentario.
No obstante, la chica le siguió la corriente.
—Sí, señor —respondió con una sonrisa.
—Qué suerte tienen, ¿eh?
—No lo sé.
—Claro. Una doncella sabe poco de esas cosas. —Ralph la observó. La chica tenía el pelo rubio y la nariz respingona. Dedujo que debía de tener unos dieciocho años.
Ella parpadeó con coquetería y dijo:
—No me miréis así, por favor.
Desde detrás de un puesto ambulante, un campesino, sin duda el padre de la chica, la llamó:
—¡Annet! Ven aquí.
—Así que te llamas Annet —prosiguió Ralph.
La chica no hizo caso de la llamada de su padre.
—¿Quién es tu padre? —preguntó Ralph.
—Perkin, de Wigleigh.
—¿De verdad? Mi amigo Stephen es el señor de Wigleigh. ¿Se porta bien con vosotros?
—El señor Stephen es justo y compasivo —respondió ella diligentemente.
Su padre volvió a llamarla.
—¡Annet! Te preciso aquí.
Ralph sabía por qué Perkin trataba de arrancarla de allí. Seguro que no le importaría que un escudero quisiera casarse con su hija, para ella significaría un ascenso en la escala social. Sin embargo, el hombre temía que Ralph sólo pretendiera divertirse con ella y luego desentenderse. Y tenía razón.
—No vayas, Annet de Wigleigh —dijo Ralph.
—No me iré hasta que me compréis lo que os ofrezco.
A su lado Merthin empezó a refunfuñar:
—Sois los dos igual de maliciosos.
—¿Por qué no te olvidas de la venta de huevos y te vienes conmigo? —La tentó Ralph—. Podemos dar un paseo por la orilla del río.
Entre el río y los muros del recinto del priorato había una ancha ribera que en esa época del año tapizaban las flores silvestres y los arbustos, adonde solían acudir las parejas de novios.
Sin embargo, Annet no era una mujer tan fácil.
—Mi padre se disgustaría —dijo.
—No te preocupes por él.
Un campesino no podía hacer gran cosa para oponerse a la voluntad de un escudero, sobre todo si este último lucía la librea de un gran conde. Ponerle las manos encima a uno de sus sirvientes era insultar al conde. Tal vez el campesino tratara de disuadir a su hija, pero retenerla por la fuerza representaba un riesgo para él.
Sin embargo, otra persona acudió en ayuda de Perkin. Una voz juvenil dijo:
—Hola, Annet, ¿va todo bien?
Ralph se volvió hacia el recién llegado. Aparentaba unos dieciséis años pero era casi tan alto como él, de hombros anchos y grandes manos. Llamaba la atención por su belleza: sus rasgos armoniosos que bien podrían haber sido labrados por un escultor de catedrales. Lucía una mata de pelo tupido y leonado y una barba incipiente del mismo color.
—¿Quién diablos eres tú? —preguntó Ralph.
—Soy Wulfric, de Wigleigh, señor.
Wulfric se mostró deferente pero no asustado. Se volvió de nuevo hacia Annet y dijo:
—He venido para ayudarte a vender unos cuantos huevos.
El hombro musculoso del chico se interpuso entre Ralph y Annet, protegiendo con su postura a la muchacha al mismo tiempo que excluía a Ralph. El gesto resultaba algo insolente y a Ralph lo invadió un sentimiento de ira.
—Haz el favor de salir de en medio, Wulfric de Wigleigh —le espetó—. No eres bien recibido aquí.
Wulfric se volvió de nuevo hacia él y le dedicó una mirada serena.
—Estoy prometido con esta mujer, señor —dijo. Otra vez su tono era respetuoso pero su actitud denotaba desafío.
Perkin intervino:
—Es cierto, señor… Van a casarse.
—No me hables de tus costumbres rurales —dijo Ralph con desdén—. No me importa nada si se casa con un zoquete.
Le molestó que sus inferiores le hablaran de aquel modo; no eran quiénes para decirle lo que tenía que hacer.
Merthin metió cuchara.
—Vámonos, Ralph —dijo—. Tengo hambre y Betty Baxter vende pasteles calientes.
—¿Pasteles? —se extrañó Ralph—. Me apetecen más los huevos. —Cogió uno de los huevos de la bandeja y lo tocó de modo insinuante, luego volvió a dejarlo donde estaba y tocó uno de los pechos de la chica. Tenía un tacto firme y era redondeado igual que el huevo.
—¿Qué os habéis creído? —La chica le habló en tono de indignación, pero no se apartó. Él apretó con suavidad y se recreó con la sensación.
—Estoy examinando la mercancía.
—Quitadme las manos de encima.
—Enseguida.
Entonces Wulfric le dio un violento empujón.
A Ralph lo cogió por sorpresa; no esperaba que un campesino lo agrediera. Retrocedió tambaleándose, dio un traspié y cayó al suelo dándose un golpetazo. Oyó risas y el asombro dio paso a un sentimiento de humillación. Enfurecido, se puso en pie de un salto.
No llevaba la espada, pero tenía una larga daga envainada en el cinturón. De todas maneras, habría resultado indecoroso utilizarla con un campesino desarmado: los caballeros del conde y los demás escuderos podrían perderle el respeto. Tendría que darle a Wulfric su merecido con los puños.
Perkin salió de detrás del tablero de su puesto y se apresuró a intervenir.
—Ha sido un craso error, señor, lo ha hecho sin intención, el muchacho está muy arrepentido, os lo aseguro…
Sin embargo, la hija parecía no albergar ningún temor.
—Ya está bien, muchachos… —dijo en tono burlesco de reprimenda, pero parecía más complacida que otra cosa.
Ralph los soslayó a ambos. Dio un paso para acercarse a Wulfric y alzó el puño derecho, a lo que su oponente respondió levantando los dos brazos para protegerse el rostro del golpe, y entonces Ralph le clavó el puño izquierdo en el vientre.
El estómago del campesino no resultó tan blando como Ralph había imaginado, pero pese a ello Wulfric se dobló hacia delante con el rostro crispado de dolor y se llevó las dos manos al abdomen, momento que Ralph aprovechó para asestarle un puñetazo en la cara que le alcanzó de lleno en el pómulo. El golpe le causó gran dolor en la mano pero lo llenó de satisfacción.
Para su estupefacción, Wulfric le devolvió el golpe.
En lugar de yacer en el suelo hecho un ovillo y aguardando a que Ralph la emprendiera a patadas con él, el joven campesino respondió con un puñetazo que contenía toda la fuerza del hombro que lo impulsaba. A Ralph le dio la impresión de que la nariz le reventaba entre la sangre y el dolor y empezó a bramar, enfurecido.
Wulfric retrocedió al darse cuenta de la terrible acción que acababa de cometer; bajó los brazos y sostuvo las palmas hacia arriba.
Sin embargo, era demasiado tarde para arrepentirse. Ralph lo golpeó con ambas manos en el rostro y en el cuerpo, un aluvión de puñetazos de los que Wulfric apenas trató de protegerse levantando los brazos y agachando la cabeza. Mientras agredía al muchacho, Ralph se preguntó un poco extrañado por qué éste no huía; se imaginó que consideraba mejor llevarse su merecido entonces que tener que hacer frente más tarde a un castigo peor. Se dio cuenta de que tenía agallas, aunque eso sólo sirvió para que se enfureciera aún más. Le golpeó más fuerte, una y otra vez, y al hacerlo sintió que lo invadía un sentimiento en el que se mezclaban la ira y el éxtasis. Merthin trató de interponerse.
—Por el amor de Dios, ya está bien —dijo, colocando la mano en el hombro de Ralph, pero éste se lo sacudió de encima.
Al final Wulfric dejó caer los brazos y se tambaleó, aturdido, con el atractivo rostro cubierto por completo de sangre y los ojos entrecerrados. Luego cayó al suelo. Ralph empezaba a darle patadas cuando un hombre fornido y vestido con pantalones de piel se acercó y habló con autoridad.
—Escuchad, joven Ralph, no matéis al chico.
Ralph reconoció a John, el alguacil de la ciudad, y respondió indignado:
—¡Me ha agredido!
—Bueno, pero ahora ya no os agrede, ¿verdad, señor? Está tumbado en el suelo con los ojos cerrados. —John se situó frente a Ralph—. Yo en vuestro lugar trataría de evitar tener que someterme a las indagaciones del juez.
Varias personas se apiñaron alrededor de Wulfric: Perkin, Annet, que tenía las mejillas enrojecidas de excitación, lady Philippa y unos cuantos transeúntes.
El sentimiento de éxtasis abandonó a Ralph y la nariz empezó a dolerle como un demonio. Sólo podía respirar por la boca. Notaba el sabor de la sangre.
—Ese animal me ha dado un puñetazo en la nariz —dijo, y su voz sonó como si estuviera muy resfriado.
—Entonces, tendremos que castigarlo —concluyó John.
Aparecieron dos hombres que se parecían a Wulfric. Ralph dedujo que se trataba de su padre y su hermano mayor. Entre los dos ayudaron a Wulfric a ponerse en pie mientras dirigían a Ralph miradas inyectadas de ira.
Perkin habló. Era un hombre grueso de expresión taimada.
—El escudero le golpeó primero —dijo.
—¡Ese campesino me ha dado un empujón deliberado! —protestó Ralph.
—El escudero ha insultado a la futura esposa de Wulfric.
El alguacil intervino:
—No importa lo que haya dicho el escudero, Wulfric tendría que saber que no debe alzar la mano contra un sirviente del conde Roland. Imagino que el conde dispondría que fuera tratado con severidad.
Entonces habló el padre de Wulfric:
—¿Existe alguna ley que diga que un hombre de librea pueda hacer lo que le venga en gana, John Constable?
Se oyó un murmullo de aprobación por parte del pequeño grupo que los rodeaba. Los jóvenes escuderos causaban muchos problemas y solían evitar el castigo por el simple hecho de vestir con los colores de algún barón. Eso era algo que ofendía en grado sumo a los comerciantes y campesinos cumplidores de la ley.
En ese momento intervino lady Philippa.
—Yo soy la nuera del conde y lo he visto todo —terció. Su voz era suave y melodiosa, pero hablaba con la autoridad que le permitía el alto rango. Ralph esperaba que se pusiera de su parte, pero para su consternación no fue así—. Siento decir que Ralph tiene la culpa de todo —prosiguió—. Ha manoseado a la chica de una forma escandalosa.
—Gracias, señora —dijo John Constable en tono respetuoso, y luego bajó la voz para comentarle algo—. De todas formas, creo que al conde no le gustaría que el joven campesino saliera impune.
Ella asintió pensativa.
—No queremos que esto sea el inicio de un largo conflicto. Poned al chico en el cepo durante veinticuatro horas. A su edad, no quiero causarle mucho daño, pero todo el mundo tiene que saber que se hace justicia. Con eso el conde quedará satisfecho, respondo por él.
John vaciló. Ralph se dio cuenta de que al alguacil no le gustaba recibir órdenes de nadie que no fuera su señor, el prior de Kingsbridge. Sin embargo, a buen seguro la decisión de Philippa satisfaría a todas las partes. A Ralph, por su parte, le habría gustado ver cómo azotaban a Wulfric pero empezaba a sospechar que él no saldría de todo aquello como un héroe precisamente y aún sería peor si exigía que se le aplicara un castigo severo. Tras unos instantes, John respondió:
—Muy bien, lady Philippa, estoy de acuerdo si vos estáis dispuesta a asumir las responsabilidades.
—Lo estoy.
—De acuerdo entonces.
John asió a Wulfric del brazo y se lo llevó de allí. El chico se había recuperado rápidamente y ya podía caminar con normalidad. Su familia lo siguió. Tal vez pudieran darle de comer y beber mientras él tenía puesto el cepo y además se asegurarían de que no recibiese azotes.
Merthin se dirigió a Ralph:
—¿Cómo estás?
Ralph sentía que tenía el centro del rostro inflamado como una vejiga llena. Veía borroso, hablaba con voz gangosa y estaba dolorido.
—Estoy bien —respondió—. Nunca he estado mejor.
—Vamos a que un monje te vea la nariz.
—No. —A Ralph no le asustaba pelear, pero odiaba todo lo que hacían los médicos: las sangrías, las succiones con ventosa y las sajaduras con lanceta—. Todo cuanto necesito es una botella de vino fuerte. Llévame a la taberna más próxima.
—Muy bien —convino Merthin, pero no hizo el menor movimiento. Miraba a Ralph de un modo extraño.
—¿Se puede saber qué te ocurre? —preguntó Ralph.
—No cambiarás nunca, ¿verdad?
Ralph se encogió de hombros.
—¿Acaso hay alguien que cambie?