6

El día de Pentecostés del año en que Merthin cumplió los veintiuno, llovió a cántaros sobre la catedral de Kingsbridge.

Enormes goterones rebotaban contra el tejado de pizarra, las alcantarillas estaban inundadas, el agua salía a borbotones de las bocas de las gárgolas, las cortinas de lluvia se desdoblaban sobre los contrafuertes mientras caudalosos regueros recorrían los arcos y se derramaban por las columnas, calando las estatuas de los santos. El cielo, la gran iglesia y los alrededores de la ciudad no eran más que manchurrones grisáceos de pintura fresca.

El día de Pentecostés conmemoraba la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos de Jesús, el séptimo domingo después de Pascua, por mayo o junio, poco después del esquileo de la mayoría de las ovejas de Inglaterra, motivo por el cual coincidía con el primer día de la feria del vellón de Kingsbridge.

Merthin tuvo que atravesar la feria para llegar a la misa de la mañana en la catedral, chapoteando bajo el aguacero y tirando de la capucha hacia delante, sobre la frente, en un vano intento por no mojarse la cara. En el ancho prado al oeste de la iglesia, cientos de comerciantes habían dispuesto esos mismos tenderetes que ahora estaban cubriendo a marchas forzadas con sábanas de arpillera aceitada o fieltro para resguardarlos de la lluvia. Los mercaderes de lana eran las figuras clave de la feria, desde los pequeños laneros que recogían la producción de unas cuantas aldeas desperdigadas a los grandes comerciantes, como Edmund, que poseían un almacén lleno de sacos de lana preparados para su venta. A su alrededor se agolpaban tenderetes adicionales donde se vendía casi todo lo que el dinero podía comprar: vino dulce de Renania, brocados de seda tejidos con hilo de oro de Lucca, recipientes de cristal de Venecia, jengibre y pimienta de lugares recónditos de Oriente que pocos conocían. Finalmente estaban los proveedores habituales de todos los días, los que cubrían las necesidades básicas de los visitantes y los dueños de los puestos: panaderos, cerveceros, confiteros, adivinos y prostitutas.

Los tenderos respondieron a la lluvia con gran disposición de ánimo, bromeando unos con otros e intentando crear un ambiente festivo, a pesar de que el tiempo supondría un descalabro para sus finanzas. Había gente obligada a hacer negocios lloviera o tronara, como los compradores italianos y flamencos, que necesitaban la suave lana inglesa para miles de atareados telares repartidos por Florencia y Brujas. Sin embargo, los clientes más esporádicos se quedarían en casa: la esposa del caballero se convencería de que podía pasar sin nuez moscada o canela, el próspero campesino estiraría su viejo abrigo un invierno más y el letrado decidiría que su amante no necesitaba una pulsera de oro.

Poco iba a comprar Merthin sin dinero en los bolsillos. Era aprendiz sin sueldo y vivía con su maestro, Elfric Builder. Comía en la mesa con el resto de la familia, dormía en el suelo de la cocina y vestía la ropa vieja de Elfric, pero no recibía paga. En las largas tardes de invierno, tallaba ingeniosos juguetes que vendía por unos pocos peniques —un joyero con compartimientos secretos, un gallo que asomaba la lengua cuando se le apretaba la cola—, pero en verano no le sobraba tiempo para nada, pues los artesanos trabajaban de sol a sol.

Con todo, el período de aprendizaje estaba a punto de concluir. En menos de seis meses, el primer día de diciembre, cumpliría veintiún años y ese mismo día pasaría a convertirse en miembro de pleno derecho del gremio de carpinteros de Kingsbridge. No cabía en sí de emoción.

Los portalones del ala oeste de la catedral estaban abiertos para facilitar la entrada a los miles de feligreses, ciudadanos de Kingsbridge y visitantes que asistirían a la misa de ese día. Merthin entró y se sacudió el agua que le mojaba las ropas. El suelo de piedra estaba resbaladizo, salpicado de lluvia y barro. Cuando el tiempo acompañaba, los rayos de sol que se colaban en su interior iluminaban la iglesia, pero ese día tenía un aspecto lúgubre, las vidrieras no permitían el paso de la luz y los feligreses estaban envueltos en la oscuridad, empapados.

¿Adónde iba toda esa agua de lluvia? No había zanjas alrededor de la iglesia para canalizarla, así que el suelo debía absorberla, miles y miles de litros de agua. ¿Se adentraría en la tierra cada vez más hasta que volvía a caer en forma de lluvia en el infierno? No. La catedral se había erigido en una ladera. El agua corría bajo tierra, filtrándose a lo largo de la colina, de norte a sur, por lo que los cimientos de los grandes edificios de piedra estaban diseñados para que fluyera a través de ellos. Si hubieran hecho un dique de contención habría sido peligroso. Con el tiempo, el agua de lluvia alimentaba el cauce del río en la linde meridional de los terrenos del priorato.

Merthin se imaginó sintiendo en las plantas de los pies las resonantes vibraciones que la corriente de agua subterránea transmitía a través de los cimientos y las losas del suelo.

Una perrita negra se acercó correteando hasta él, meneando la cola, y lo saludó alegremente.

—Hola, Trizas —la saludó Merthin, dándole unas palmaditas.

Al levantar la vista, vio a la dueña de la perra, Caris, y el corazón le dio un vuelco.

Caris llevaba una capa de color rojo vivo que había heredado de su madre, la única pincelada de color en la penumbra. Merthin sonrió de oreja a oreja, feliz de verla. Habría resultado difícil decir qué la hacía tan bella; tenía una cara redonda de rasgos proporcionados y regulares, cabello castaño y ojos verdes con motas doradas. No se diferenciaba demasiado de otras tantas jóvenes de Kingsbridge, pero llevaba el tocado inclinado en un ángulo desenfadado, se adivinaba una inteligencia burlona en sus ojos y lo miraba con una sonrisa picarona que prometía inciertos aunque seductores placeres. Se conocían desde que eran niños, pero apenas hacía unos meses que se había dado cuenta de lo enamorado que estaba de ella.

Caris lo atrajo detrás de una columna y lo besó en la boca. Recorrió sus labios con la punta de la lengua.

Se besaban en cuanto se les presentaba la ocasión: en la iglesia, en el mercado, cuando se encontraban en la calle y, lo mejor de todo, cuando la visitaba en su casa, a solas. Vivía únicamente para esos momentos. Besarla era su último pensamiento antes de irse a dormir y el primero al despertar.

Acudía a su casa dos o tres veces por semana. El padre, Edmund, lo apreciaba; lo contrario de su tía Petranilla. Edmund, un hombre muy sociable, solía invitar a Merthin a cenar, ofrecimiento que el joven aceptaba agradecido, sabiendo que el plato que le esperaba en casa de Elfric siempre sería mucho peor. Caris y él jugaban al ajedrez o las damas o simplemente se sentaban a charlar. Le gustaba mirarla mientras ella le contaba una historia o le explicaba algo, gesticulando, con expresión divertida o asombrada, metiéndose en el papel. No obstante, lo que casi siempre esperaba era ese momento en que poder robarle un beso.

Miró a su alrededor; no había nadie mirando. Deslizó una mano en el interior de la capa de Caris y la acarició a través del suave lino de su vestido. Su cuerpo desprendía calor. Cubrió un pecho pequeño y redondo con la mano. Le encantaba el modo en que su piel cedía a la presión de sus dedos. No la había visto desnuda, pero conocía sus senos de memoria.

En sus sueños iban mucho más allá. En ellos se encontraban a solas y desnudos en algún lugar, en un claro del bosque o en la alcoba de un castillo. Sin embargo, no se explicaba por qué siempre acababan demasiado pronto, justo cuando iba a penetrarla, y se despertaba frustrado.

«Algún día —pensaba en esos momentos—, algún día…».

Todavía no habían hablado de matrimonio. Los aprendices no podían casarse, así que tendrían que esperar. Estaba convencido de que Caris se habría preguntado qué iban a hacer cuando él finalizara su período de instrucción, pero hasta el momento no había expresado esos pensamientos en voz alta. Parecía feliz viviendo el día a día. Además, sentía una supersticiosa aprensión a hablar del futuro. Se decía que los peregrinos no debían emplear demasiado tiempo haciendo planes de viaje, pues la expresión tácita de las posibles vicisitudes podría acabar decidiéndolos a no emprenderlo.

Una monja pasó por su lado y Merthin retiró la mano del pecho de Caris, aguijoneado por la culpabilidad; sin embargo, la hermana no se fijó en ellos. La gente hacía todo tipo de cosas en el inmenso recinto de la catedral. El año anterior, Merthin había visto copular a una pareja contra la pared de la nave meridional, en la oscuridad de la misa de Nochebuena, aunque habían acabado expulsándolos por esa misma razón. Se preguntó si Caris y él se quedarían donde estaban durante la misa, retozando con discreción.

Sin embargo, Caris tenía otros planes.

—Vayamos a la parte de delante —propuso.

Lo agarró de la mano y lo guio entre la multitud. Merthin reconoció a muchos de los asistentes, aunque no a todos. Kingsbridge, con cerca de siete mil habitantes, era una de las mayores ciudades de Inglaterra, por lo que era imposible conocer a todo el mundo. Siguió a Caris hasta el crucero, donde la nave mayor se unía a la transversal, hasta que se toparon con el cancel de madera que impedía el acceso al extremo oriental, donde se encontraba el presbiterio, el espacio reservado para el clero.

Merthin vio que se habían detenido junto a Buonaventura Caroli, el más importante de los mercaderes italianos, un hombre fornido envuelto en una capa de lana gruesa profusamente bordada. Era de Florencia, según él la mayor ciudad de la cristiandad, que superaba más de diez veces en tamaño a Kingsbridge; pero ahora vivía en Londres, desde donde dirigía el formidable negocio familiar, encargándose de bregar con los productores de lana ingleses. Los Caroli eran tan ricos que incluso prestaban dinero a los reyes. Con todo, Buonaventura era un hombre afable y sencillo, aunque la gente decía que podía llegar a ser implacable en los negocios.

Caris saludó al hombre con familiaridad, pues se alojaba en su casa. El italiano dirigió a Merthin un amistoso gesto con la cabeza a pesar de que por la edad y la ropa heredada debía de haber adivinado que el joven no pasaba de mero aprendiz.

Buonaventura estaba contemplando las características arquitectónicas de la catedral.

—Hace cinco años que vengo a Kingsbridge, pero hasta hoy nunca me había fijado en que las ventanas son mucho mayores en el crucero que en el resto del templo —comentó, con despreocupación.

Hablaba francés mezclado con palabras procedentes de un dialecto de la región italiana de la Toscana.

A Merthin no le costó entenderlo. De pequeño hablaba francés normando con sus padres e inglés con sus compañeros de juegos, como la mayoría de los hijos de los caballeros ingleses, y le resultaba sencillo deducir el significado de muchas palabras italianas gracias al latín que había aprendido en la escuela de los monjes.

—Yo puedo deciros el porqué —aseguró.

Buonaventura enarcó las cejas, sorprendido de que un aprendiz poseyera tales conocimientos.

—La iglesia se construyó hace doscientos años, en una época en que esas estrechas ventanas ojivales de la nave y el presbiterio suponían un nuevo y revolucionario concepto —explicó Merthin—. Luego, un siglo después, al obispo se le antojó una torre más alta y aprovechó para hacer reconstruir el crucero al mismo tiempo, momento en que se añadieron esas ventanas más altas, que entonces estaban en boga.

Buonaventura parecía impresionado.

—¿Y cómo es que sabes todo eso?

—En la biblioteca del monasterio se conserva una crónica del priorato a la que llaman Libro de Timothy, en que se describe la construcción de la catedral. Gran parte de la obra se elaboró en los tiempos del gran prior Philip, pero hay contribuciones de escritores posteriores. Lo leí de pequeño en la escuela de los monjes.

Buonaventura miró fijamente a Merthin unos segundos, como si quisiera memorizar su cara.

—No está mal el edificio —comentó a continuación, con naturalidad.

—¿Los edificios italianos se diferencian mucho?

A Merthin le fascinaba oír hablar de países extranjeros, de sus costumbres en general y de su arquitectura en particular.

Buonaventura reflexionó unos instantes.

—Creo que los principios arquitectónicos son los mismos en todas partes, pero nunca he visto cúpulas en Inglaterra.

—¿Qué es una cúpula?

—Un techo abovedado, como media pelota.

Merthin se quedó pasmado.

—¡Nunca había oído hablar de una cosa así! ¿Cómo se construye?

Buonaventura se echó a reír.

—Jovencito, soy comerciante de lana, puedo adivinar si un vellón procede de una oveja de los Costwold o de una oveja Lincoln sólo con frotar la lana entre mis dedos, pero si no sé cómo se construye un gallinero, no digamos ya una cúpula…

En ese momento llegó el maestro de Merthin. Elfric era un hombre próspero que vestía ropas caras, aunque siempre parecía que pertenecieran a otra persona. Adulador nato, no prestó atención a Caris y a Merthin, pero hizo una reverencia ante Buonaventura.

—Es un honor teneros de nuevo en nuestra ciudad, señor.

Merthin le dio la espalda.

—¿Cuántas lenguas crees que existen? —le preguntó Caris.

Siempre estaba haciendo preguntas estrambóticas.

—Cinco —contestó Merthin sin vacilar.

—No, en serio —protestó Caris—. Está el inglés, el francés y el latín. Son tres. Los florentinos y los venecianos no hablan lo mismo, aunque tienen palabras en común.

—Tienes razón —dijo Merthin, entrando en el juego—. Así ya son cinco. Luego está el flamenco.

Pocas personas dominaban la lengua de los mercaderes que acudían a Kingsbridge desde los pueblos de tejedores de Flandes: Ypres, Brujas y Gante.

—Y el danés.

—Los árabes también tienen su propio idioma y cuando escriben ni siquiera utilizan las mismas letras que nosotros.

—Y la madre Cecilia me dijo que todos los bárbaros tienen sus propios idiomas que nadie sabe ni siquiera cómo se escriben: escoceses, galeses, irlandeses y seguramente muchos más. Con eso ya son once. ¡Puede que haya pueblos de los que ni siquiera hemos oído hablar!

Merthin sonrió de oreja a oreja. Caris era la única persona con la que podía hacer aquello, ya que los amigos de su misma edad no compartían la emoción de imaginar gente de otros lugares o diferentes estilos de vida. Caris hacía una pregunta cualquiera: ¿cómo será vivir en el fin del mundo? ¿Se equivocan los sacerdotes respecto a Dios? ¿Cómo sabes que no estás soñando en este preciso momento? Y de repente se enzarzaban en un viaje especulativo, compitiendo por erigirse con la idea más estrafalaria.

El rumor de las conversaciones enmudeció de repente y Merthin vio que los hermanos y las monjas estaban tomando asiento. El maestro del coro, Carlus el Ciego, fue el último en salir. A pesar de su ceguera, se movía por la iglesia y las dependencias monásticas sin lazarillo, despacio, pero con la misma confianza que un hombre con el don de la vista, de tan familiarizado como estaba hasta con la última piedra o columna. Inauguró el salmo con su potente voz de barítono y el coro entonó un himno.

Merthin tenía sus propias, aunque calladas, dudas acerca del clero. Los sacerdotes ostentaban un poder que no siempre se correspondía con sus conocimientos, como su patrón, Elfric. Sin embargo, le gustaba acudir a la iglesia: las misas le provocaban una especie de trance; la música, el edificio y los salmos en latín lo fascinaban y creía estar dormido con los ojos abiertos. Una vez más tuvo la ridícula sensación de que podía sentir el agua de lluvia fluyendo en torrentes profundos por debajo de sus pies.

Paseó la mirada por los tres pisos de la nave: arcada, galería y triforio. Sabía que las columnas se habían levantado colocando una piedra sobre otra, pero daban otra impresión, al menos a primera vista. Los bloques estaban tallados de modo que cada columna pareciera un grupo de fustes. Resiguió uno de los cuatro gigantescos pilares del crucero en toda su altura, desde la descomunal base cuadrada sobre la que se apoyaba hasta el primero de los fustes, que se ramificaba hacia el norte para formar un arco a lo largo de la nave lateral. Continuó ascendiendo hasta la tribuna, donde un nuevo fuste se extendía hacia el oeste creando la arcada de la galería. Siguió la ascensión por el pilar hasta el arranque de un arco del triforio, desde donde se prolongaba hacia el oeste, y de allí a los últimos fustes, que se separaban como un ramillete de flores y se convertían en los nervios combados del techo abovedado perdido en las alturas. A continuación, siguió un nervio desde la clave central en el punto más alto de la bóveda hasta el pilar contrario en la esquina opuesta del crucero.

En ese momento ocurrió algo extraño. Fue como si su visión se volviera borrosa y tuvo la impresión de que la nave oriental del crucero se movía.

Percibió un ruido quedo y sordo, tan grave que apenas fue audible, y un temblor bajo los pies, como si un árbol hubiera caído cerca.

El coro perdió el compás.

Una grieta se abrió en el muro meridional del presbiterio, justo al lado del pilar que Merthin había estado estudiando.

El joven se volvió hacia Caris a tiempo de atisbar por el rabillo del ojo las piedras que se desplomaban en el coro y el crucero. Segundos después se produjo el caos: chillidos de mujeres, gritos de hombres y el ensordecedor estruendo de los enormes bloques de piedra estrellándose contra el suelo, que se prolongó durante un largo momento. Cuando el silencio se impuso sobre la iglesia, Merthin se sorprendió sujetando a Caris; le rodeaba los hombros con un brazo, estrechándola contra él, y le cubría la cabeza con el otro para protegerla, con el cuerpo interpuesto entre ella y la parte del gran templo que estaba en ruinas.

*

Evidentemente era un milagro que nadie hubiera muerto.

Los peores daños los había sufrido el pasillo sur del presbiterio, vacío durante la misa. Los feligreses tenían vedado el acceso al presbiterio, y los hermanos y las monjas se habían concentrado en la parte central, en el coro. Varios monjes se habían salvado por muy poco, lo que incitaba a hablar de milagros, y otros presentaban cortes y moretones producidos por las esquirlas desprendidas de las piedras. Los feligreses apenas habían sufrido unas pocas magulladuras. Por todo ello, era obvio que habían disfrutado de la protección sobrenatural de San Adolfo, cuyos huesos descansaban bajo el altar mayor, y entre cuyas obras se contaban numerosos casos de curación de enfermos y restablecimiento de desahuciados. No obstante, por consenso general se concluyó que Dios había enviado un aviso a la gente de Kingsbridge, aunque todavía estaba por dilucidar de qué los estaba advirtiendo.

Una hora después, cuatro hombres inspeccionaban los daños. El hermano Godwyn, primo de Caris, era el sacristán, responsable de la iglesia y sus tesoros. Por debajo de él, con el cargo de matricularius, al que se le confiaban las reparaciones del monasterio, estaba el hermano Thomas, también conocido como sir Thomas de Langley diez años atrás. El contrato de mantenimiento de la catedral se había suscrito con Elfric, carpintero por formación y constructor de oficio. Merthin lo seguía pegado a sus talones, en calidad de aprendiz.

Varias hileras de pilares dividían el extremo oriental de la iglesia en cuatro secciones o crujías. El hundimiento había afectado a las dos más próximas al crucero. La bóveda de piedra de la nave meridional había quedado destruida por completo en la primera crujía y parcialmente en la segunda. Había grietas en la galería de la tribuna y varios parteluces habían caído de las ventanas del triforio.

—La falta de consistencia de la argamasa provocó el derrumbamiento de la bóveda y eso a su vez originó las grietas de los pisos más altos —concluyó Elfric.

A Merthin no le convenció la explicación, pero no disponía de una alternativa que justificara el derrumbe.

El joven odiaba a su maestro. En un principio había sido aprendiz del padre de Elfric, Joachim, un constructor de amplia experiencia que había trabajado en iglesias y puentes de Londres y París. El anciano se deleitaba transmitiéndole a Merthin sus conocimientos de albañilería, lo que en su profesión llamaban «misterios», y que en su mayoría consistían en fórmulas aritméticas aplicadas a la construcción, como la proporción entre la altura de un edificio y la profundidad de sus cimientos. A Merthin le gustaban los números y se embebía de lo que Joachim tenía a bien enseñarle.

Elfric ocupó su lugar a la muerte del anciano. El nuevo maestro creía que la obediencia era el único saber que un aprendiz debía obtener en realidad, un precepto difícil de acatar para Merthin, por lo que Elfric lo castigaba con raciones exiguas, ropas gastadas y trabajo a la intemperie con la llegada del frío. Para colmo de males, a la rolliza hija de Elfric, Griselda, de la misma edad que el joven, nunca le faltaba de comer e iba siempre bien abrigada.

La mujer de Elfric había muerto tres años atrás y él había desposado a Alice, la hermana mayor de Caris, en segundas nupcias. La gente decía que de las dos hermanas, Alice era la más agraciada, y ciertamente poseía unos rasgos más armoniosos, pero carecía del encanto de Caris. Merthin la encontraba sosa. Al parecer, Alice siempre se había sentido tan atraída por el joven como su hermana, por lo que Merthin tenía esperanzas de que sus influencias se hicieran sentir sobre su esposo y Elfric lo tratase mejor. Sin embargo, había ocurrido justo lo contrario. Por lo visto, Alice creía que entre sus deberes maritales se encontraba unirse a Elfric en los agravios que su marido le infligía a Merthin.

El joven sabía que muchos otros aprendices sufrían el mismo trato que él y que lo soportaban porque la adquisición de un oficio era el único camino hacia la obtención de un trabajo bien remunerado. Los gremios de artesanos frenaban eficazmente el intrusismo profesional. Nadie podía desempeñar un oficio en una ciudad sin pertenecer a un gremio. Incluso los sacerdotes, los hermanos o las monjas que desearan comerciar con lana o cerveza tenían que estar afiliados. Fuera de las ciudades el comercio apenas existía, puesto que los campesinos se construían sus propias casas y se confeccionaban sus propias ropas.

Al final del período de aprendizaje, la mayoría de los mozos continuaban con su maestro en calidad de oficiales a cambio de un sueldo, y de entre éstos sólo unos pocos llegaban a tomar las riendas del oficio a la muerte del anciano. Eso no le ocurriría a Merthin. Detestaba demasiado a Elfric para quedarse con él, se iría en cuanto pudiera.

—Echémosle un vistazo desde arriba —propuso Godwyn.

Se dirigieron al extremo oriental.

—Me alegra ver que ya has vuelto de Oxford, hermano Godwyn, aunque debes de echar en falta la compañía de gente tan instruida —dijo Elfric.

Godwyn asintió con la cabeza.

—Los maestros son verdaderamente extraordinarios.

—Y los demás estudiantes, ésos también deben de ser jóvenes notables, imagino. Aunque corren historias sobre descarríos.

Godwyn pareció atribulado.

—Me temo que algunas de esas historias son ciertas. Cuando un sacerdote o un monje joven se encuentra lejos de casa por vez primera, puede verse asaltado por las tentaciones.

—Aun así, es todo un honor para Kingsbridge poder contar con el crédito de hombres de formación universitaria.

—Muy amable de tu parte.

—No digo más que la verdad.

A Merthin le hubiera gustado decirle que hiciera el favor de cerrar la boca, pero así era Elfric. Carecía de aptitudes, su trabajo dejaba mucho que desear y tenía un criterio muy voluble, pero sabía cómo congraciarse con alguien; Merthin se lo había visto hacer una y mil veces. Elfric podía llegar a ser tan encantador con la gente de la que quería algo como brusco con aquéllos que no poseían nada que él deseara.

Era Godwyn quien sorprendía a Merthin. ¿Cómo un hombre inteligente y con estudios se dejaba engatusar por Elfric? Tal vez fuera menos obvio para la persona que era objeto de sus lisonjas.

Godwyn abrió una pequeña puerta y encabezó el ascenso por la estrecha escalera de caracol oculta en el muro. Merthin estaba emocionado; disfrutaba recorriendo los pasadizos secretos de la catedral y, además, sentía curiosidad por descubrir las causas del terrible hundimiento.

Las naves laterales, que se extendían a ambos lados de la nave principal de la iglesia, eran construcciones de un solo piso con techos de piedra abovedados recorridos por nervios. Sobre el techo abovedado, un tejado inclinado unía el muro exterior de la nave lateral con la base del triforio y formaba un espacio triangular cuyo suelo lo constituía la parte oculta del techo abovedado, o extradós, de la nave lateral. Fue a este espacio al que los cuatro hombres salieron para comprobar los daños desde arriba.

La única luz procedía de las ventanas interiores de la iglesia, pero el previsor Thomas había traído un candil. Las bóvedas de las crujías fueron lo primero en que se fijó Merthin. Vistas desde arriba, descubrió que ninguna era igual. La del extremo oriental dibujaba una curva ligeramente más achatada que la colindante, y la siguiente, destruida en parte, también parecía diferente.

Avanzaron por el extradós, manteniéndose pegados al borde en que la bóveda parecía más firme, hasta encontrarse todo lo cerca que se atrevieron de la parte desplomada. La bóveda se había construido del mismo modo que el resto de la iglesia, con piedras unidas con argamasa, aunque las del techo eran muy finas y ligeras. Tenía un arranque casi vertical, pero iba curvándose a medida que tomaba altura, hasta encontrarse con la cantería del lado contrario.

—Bueno, evidentemente, lo primero que hay que hacer es reconstruir la bóveda de las dos primeras crujías de la nave lateral —opinó Elfric.

—Hace mucho tiempo de la última vez que alguien construyó bóvedas nervadas en Kingsbridge —dijo Thomas—. ¿Sabrás hacer la cimbra? —preguntó, volviéndose hacia Merthin.

Merthin sabía a qué se refería. En el arranque de la bóveda, donde la cantería se alzaba casi en vertical, las piedras aguantarían por su propio peso, pero en lo alto, a medida que la curva fuera alcanzando la horizontalidad, se necesitaría cierta sujeción para que no cayeran durante el secado de la argamasa. La solución más lógica era utilizar una armadura de madera, llamada cimbra o cercha, sobre la que ir colocando las piedras.

El trabajo supondría todo un desafío para un carpintero, ya que la curvatura de las costillas debía ajustarse a la exactitud. Thomas conocía la calidad de la obra de Merthin, ya que desde hacía años supervisaba el mantenimiento que Elfric y Merthin llevaban a cabo en la catedral. De todos modos, el monje había tenido muy poco tacto al dirigirse al aprendiz en vez de al maestro. La reacción de Elfric no se hizo esperar.

—Sí, bajo mi supervisión puede hacerlo.

—Puedo construir la cimbra —contestó Merthin, quien ya había empezado a idear el andamio que debía aguantar la armadura y la plataforma sobre la que se moverían los albañiles—. Pero estas bóvedas no se construyeron con cimbra.

—No digas tonterías, muchacho —dijo Elfric—. Por supuesto que se utilizó una cimbra. ¿Qué sabrás tú?

Merthin sabía que no era aconsejable discutir con su patrón. Por otro lado, en menos de seis meses le estaría haciendo la competencia y necesitaba que personas como el hermano Godwyn creyeran en sus aptitudes. Además, el desdén que transpiraban las palabras de Elfric lo había herido, y ardía en deseos de demostrar que su maestro se equivocaba.

—Mira el extradós —dijo, indignado—. Es lógico pensar que, al acabar una crujía, los albañiles hubieran reutilizado la cimbra para la siguiente y, en ese caso, las bóvedas tendrían la misma curvatura. Sin embargo, son todas diferentes.

—Es evidente que no utilizaron la misma cimbra —repuso Elfric, molesto.

—¿Por qué no habrían de utilizarla? —insistió Merthin—. Lo más normal es que quisieran ahorrar madera, por no hablar de los sueldos de los carpinteros cualificados.

—Da igual, es imposible construir una bóveda sin cimbra.

—No, no lo es —replicó Merthin—. Existe un método…

—Se acabó —lo atajó Elfric—. Estás aquí para aprender, no para enseñar.

—Un momento, Elfric —intervino Godwyn—. Si el muchacho está en lo cierto, eso le ahorraría al priorato mucho dinero. —Miró a Merthin—. ¿Qué ibas a decir?

Merthin se arrepintió a medias de haber sacado el tema a relucir. El precio que tendría que pagar por su osadía sería considerable, pero el mal ya estaba hecho. Si se echaba atrás, pensarían que se lo había inventado todo.

—Viene explicado en un libro de la biblioteca del monasterio y es muy sencillo —dijo—. A medida que se van colocando las piedras, se les ata una cuerda alrededor. Un extremo de la cuerda se sujeta al muro y el otro se lastra con un trozo de madera. La cuerda forma un ángulo recto con el borde de la piedra y la mantiene en su sitio, impidiendo que resbale de su lecho de argamasa y que caiga al suelo.

Todos callaron un momento, concentrados, intentando imaginar el procedimiento. Thomas asintió con la cabeza.

—Podría funcionar —admitió.

Elfric parecía enojado. Godwyn, intrigado.

—¿Qué libro es ése?

—Se titula Libro de Timothy —contestó Merthin.

—Lo conozco, pero nunca lo he leído. Es evidente que debería hacerlo. —Godwyn se volvió hacia los demás—. ¿Hemos visto todo lo que había que ver?

Elfric y Thomas asintieron.

—¿Te das cuenta de que acabas de ahorrarte varias semanas de trabajo? —preguntó Elfric a Merthin en voz baja cuando abandonaban el tejado—. Te aseguro que no harás lo mismo cuando seas tu propio patrón.

Merthin no había pensado en eso. Elfric tenía razón; al demostrar que la cimbra no era necesaria, también había restado horas de trabajo. Sin embargo, el criterio de Elfric le parecía totalmente errado. No estaba bien dejar que alguien se gastara el dinero sin necesidad para tener trabajo durante más tiempo. Merthin no quería vivir engañando a la gente.

Descendieron la escalera de caracol y salieron al presbiterio.

—Mañana te traeré el presupuesto de la obra —le dijo Elfric a Godwyn.

—Bien.

Elfric se volvió hacia Merthin.

—Tú te quedarás aquí y contarás las piedras de la bóveda de una nave lateral. Cuando lo tengas, ven a casa a decírmelo.

—Sí.

Elfric y Godwyn se fueron, pero Thomas se demoró un poco más.

—Te he metido en un lío —dijo.

—Sólo estabas intentando darme un empujón.

El monje se encogió de hombros e hizo un gesto con un brazo en señal de resignación. Hacía diez años que le habían amputado el izquierdo a la altura del codo, después de que se le hubiera infectado la herida sufrida durante la pelea que Merthin había presenciado.

El joven aprendiz estaba tan acostumbrado a ver a Thomas vestido con el hábito de monje que casi nunca pensaba en la extraña escena del bosque, pero en esos momentos le vino a la memoria: los hombres de armas, los niños ocultos entre los matorrales, el arco y la flecha, la carta enterrada… Thomas siempre había sido amable con él y suponía que se debía a lo sucedido aquel día.

—Nunca le he hablado a nadie de la carta —le confesó en voz baja.

—Lo sé —contestó Thomas—. Si lo hubieras hecho, estarías muerto.

*

La mayoría de las grandes ciudades estaban administradas por un gremio de comerciantes, una organización de ciudadanos prominentes que agrupaba numerosas cofradías de artesanos dedicadas a un oficio en particular: albañiles, carpinteros, curtidores, tejedores, sastres… También existían las cofradías religioso-benéficas, pequeñas asociaciones creadas en torno a las iglesias con el fin de recaudar fondos para los hábitos de los sacerdotes, los ornamentos sagrados y la manutención de viudas y huérfanos.

Las ciudades catedralicias eran diferentes. Kingsbridge, al igual que St. Albans y Bury St. Edmunds, estaba subordinada al monasterio, dueño de casi todas las tierras, tanto de los terrenos urbanos como de los alrededores. Los priores siempre se habían negado a la creación de un gremio de comerciantes; sin embargo, los artesanos y los mercaderes más importantes de la ciudad pertenecían a la cofradía gremial de San Adolfo. En sus orígenes dicha cofradía, compuesta por gentes devotas, se había creado para recaudar fondos destinados a la catedral, pero ahora constituía la organización más importante de la ciudad. Establecía normas sobre cómo debía desarrollarse la actividad mercantil y elegía un mayordomo y seis veedores, quienes aseguraban el cumplimiento de dichas normas. En la sede del gremio se custodiaban las medidas estandarizadas de un saco de lana, del ancho de un rollo de tela y del volumen de una fanega para el comercio de Kingsbridge. Con todo, los mercaderes no podían constituirse en un tribunal ni impartir justicia como lo hacían en las ciudades vecinas, pues era el prior de Kingsbridge quien se arrogaba esos privilegios.

La tarde del día de Pentecostés, la cofradía gremial daba un banquete en la sede del gremio para los comerciantes más importantes. Edmund Wooler era el mayordomo y Caris lo acompañaba en calidad de anfitriona, de modo que Merthin tendría que buscarse otros entretenimientos.

Por fortuna, Elfric y Alice también asistirían al banquete, de modo que podría sentarse a pensar en la cocina mientras escuchaba la lluvia. No hacía frío, pero había encendida una pequeña lumbre para cocinar y las rojizas ascuas animaban la estancia.

Desde la cocina oía a la hija de Elfric, Griselda, trajinando en el piso de arriba. Era una de las mejores casas de la ciudad, aunque más pequeña que la de Edmund. En la planta baja sólo había una cámara principal y la cocina. La escalera conducía a un descansillo, donde dormía Griselda, y a una alcoba para el maestro y su esposa. Merthin dormía en la cocina.

Tiempo atrás, hacía unos tres o cuatro años, durante la noche lo habían atormentado fantasías en las que ascendía esos escalones y yacía bajo las mantas junto al cálido y rollizo cuerpo de Griselda. Sin embargo, la joven se consideraba superior a él, lo trataba como a un criado y jamás se le había insinuado.

Sentado en el escaño, Merthin miraba fijamente el fuego, imaginando el andamio de madera que levantaría para los albañiles que reconstruyeran la bóveda hundida de la catedral. La madera era cara y los largos troncos escaseaban por culpa de los dueños de los bosques, quienes solían ceder a la tentación de venderla antes de que los árboles se hubiesen desarrollado del todo. Por esa razón los constructores intentaban reducir el número de andamios al mínimo, y en vez de levantarlos desde el suelo, ahorraban madera suspendiéndolos de los muros existentes.

Mientras reflexionaba sobre todo aquello, Griselda entró en la cocina y se sirvió un vaso de cerveza del barril.

—¿Quieres? —le preguntó.

Merthin aceptó el ofrecimiento, un poco confundido ante tanta amabilidad. No obstante, ahí no acabaron las sorpresas, porque a continuación vio que tomaba asiento en un taburete delante de él para beber.

Hacía tres semanas que no se sabía nada del amante de Griselda, Thurstan, razón por la que debía de sentirse sola y buscar la compañía de Merthin. La bebida confortó el estómago y los nervios del joven.

—¿Qué le ha pasado a Thurstan? —preguntó, buscando algo que decir.

Griselda sacudió la cabeza como una yegua juguetona.

—Le dije que no quería casarme con él.

—¿Por qué no?

—Es demasiado joven para mí.

Merthin sospechó que había algo más. Thurstan tenía diecisiete años y Griselda veinte, aunque no era demasiado madura. Merthin creyó más probable que se debiera a que Thurstan era de clase humilde. Había llegado a Kingsbridge de nadie sabía dónde un par de años atrás y había trabajado en calidad de obrero no cualificado para varios artesanos de la ciudad. Lo más seguro era que se hubiera aburrido de Griselda o de Kingsbridge y hubiera seguido su camino.

—¿Adónde se ha ido?

—Ni lo sé ni me importa. Debería casarme con alguien de mi edad, alguien con sentido de la responsabilidad… Tal vez con un hombre que algún día pudiera hacerse cargo del negocio de mi padre.

A Merthin se le pasó por la cabeza que podría estar refiriéndose a él, aunque enseguida descartó la idea, recordando sus constantes desprecios. Griselda se levantó del taburete, se acercó a él y se sentó en el escaño, a su lado.

—Siempre he pensado que mi padre es mezquino contigo —dijo.

Merthin no daba crédito a lo que oía.

—Pues te ha costado reconocerlo. Llevo viviendo aquí seis años y medio.

—No es fácil ir en contra de la familia.

—De todas formas, ¿por qué es tan ruin conmigo?

—Porque crees que sabes más que él y no puedes disimularlo.

—Tal vez sepa más que él.

—¿Lo ves?

Merthin se echó a reír. Era la primera vez que Griselda lo conseguía.

La joven se acercó un poco más y apretó su pierna bajo el vestido de lana contra la de Merthin. Él vestía su gastada camisa de lino que le llegaba hasta media pierna y los calzones típicos que solían llevar los hombres, pero sintió el calor que desprendía el cuerpo de ella a través de las ropas. ¿Qué estaba ocurriendo? La miró incrédulo. El brillante cabello oscuro de la joven enmarcaba un rostro atractivo y carnoso, de ojos castaños y bonitos labios que invitaban a besar.

—Me gusta estar bajo techo cuando llueve. Es agradable —comentó Griselda.

Merthin empezó a sentirse excitado y apartó la mirada de ella, preguntándose qué pensaría Caris si entrara en esos momentos. Intentó sofocar su deseo, pero eso no hizo más que avivarlo.

Volvió a mirar a Griselda. Tenía los labios húmedos y separados. La joven se inclinó hacia él y Merthin la besó, a lo que Griselda reaccionó de inmediato introduciendo la lengua en su boca. La inesperada y chocante intimidad le resultó muy estimulante y respondió del mismo modo. No era como besar a Caris…

Ese pensamiento lo detuvo. Se apartó de Griselda y se puso en pie.

—¿Qué pasa? —preguntó la joven.

—Nunca antes te habías interesado por mí —contestó, omitiendo la verdad.

La joven parecía molesta.

—Ya te lo he dicho, tenía que apoyar a mi padre.

—Pues has cambiado de opinión de la noche a la mañana.

Griselda se levantó y se acercó a él. Merthin retrocedió hasta que la pared detuvo su retirada. Griselda le tomó la mano y la colocó sobre sus senos. Tenía unos pechos redondos y turgentes y él no resistió la tentación de acariciarlos.

—¿Lo has hecho alguna vez con una mujer… hasta el final?

Se descubrió incapaz de pronunciar palabra, pero asintió con la cabeza.

—¿Alguna vez has pensado en hacerlo conmigo?

—Sí —consiguió decir.

—Podemos hacerlo ahora si quieres, mientras están fuera. Podemos subir y tumbarnos en mi cama.

—No.

Griselda apretó su cuerpo contra él.

—Con tus besos me ha entrado calentura y estoy húmeda.

Merthin la apartó de él, pero el empujón fue más brusco de lo esperado y Griselda cayó al suelo y aterrizó sobre su orondo trasero.

—Déjame en paz —dijo Merthin.

No estaba seguro de quererlo en realidad, pero ella se lo tomó al pie de la letra.

—Entonces vete al diablo —masculló Griselda.

Se puso en pie y subió la escalera atropelladamente.

Merthin se quedó donde estaba, jadeando. Se arrepentía de haberla rechazado.

Los aprendices no solían resultar demasiado atractivos para las mujeres jóvenes, quienes no deseaban que las obligaran a esperar demasiado para casarse. Pese a todo, Merthin había cortejado a varias jóvenes de Kingsbridge. Una de ellas, Kate Brown, se había sentido lo suficientemente atraída por él como para permitirle llegar hasta el final en el huerto de su padre, una calurosa tarde de verano de hacía un año. Poco después, al padre le sobrevino una muerte repentina y la madre se mudó con la familia a vivir a Portsmouth. Había sido la única vez que Merthin había yacido con una mujer. ¿Sería un imbécil por rechazar la oferta de Griselda?

Se convenció de que se había salvado de milagro. Griselda era una persona de poco fiar que en realidad no sentía nada por él. Tendría que estar orgulloso de haber conseguido resistirse a la tentación. No había seguido su instinto como las bestias del campo, sino que había tomado una decisión, como un hombre.

Griselda rompió a llorar.

No daba alaridos, pero la oía de todos modos. Merthin se acercó a la puerta trasera. Como todas las casas de la ciudad, la de Elfric disponía de un largo y estrecho terreno en la parte de atrás donde había un retrete y un vertedero, y en el que casi todo el mundo cuidaba gallinas y cerdos, y cultivaban hortalizas y frutas; sin embargo, el patio de Elfric se utilizaba para almacenar pilas de maderos y piedras, cabos de cuerda, baldes, carretillas y escaleras. Merthin se quedó mirando la lluvia que caía en el patio, pero los gimoteos de Griselda seguían llegando hasta sus oídos.

Decidió salir de allí, pero al llegar a la puerta de entrada no supo adónde ir. En casa de Caris sólo estaba Petranilla, quien no le daría la bienvenida. Pensó en acercarse hasta la de sus padres, pero eran las últimas personas a las que desearía ver en el estado en que se encontraba. Podría haber acudido a su hermano, pero Ralph no llegaría a Kingsbridge hasta finales de semana. Además, se dio cuenta de que no podía salir de la casa sin algo de abrigo y ya no por la lluvia, pues no le importaba mojarse, sino por el bulto de sus calzones, que se negaba a remitir.

Intentó pensar en Caris. Supuso que en esos momentos estaría comiendo carne asada y pan de trigo rociados de vino. Se preguntó qué llevaría puesto. Su mejor traje era un vestido suave y rosado, tirando a rojo, de cuello cuadrado, que hacía resaltar la pálida piel de su esbelto cuello. Sin embargo, el llanto de Griselda seguía inmiscuyéndose en sus pensamientos. Deseaba consolarla, decirle que lamentaba haberle hecho sentirse rechazada y explicarle que era muy atractiva, pero que no estaban hechos el uno para el otro.

Se sentó y volvió a levantarse. Era duro oír a una mujer afligida. No podía pensar en los andamiajes mientras ese sonido inundara la casa. No podía quedarse, ni marcharse, ni sentarse tranquilo.

Subió la escalera.

Griselda estaba echada boca abajo en el jergón relleno de paja donde dormía. Tenía el vestido arrugado y arremangado por encima de las rollizas piernas. La piel de la parte trasera de los muslos era muy blanca y parecía suave.

—Lo siento —se disculpó Merthin.

—Vete.

—No llores.

—Te odio.

Merthin se arrodilló y le dio unas palmaditas en la espalda.

—No puedo quedarme sentado en la cocina oyendo cómo lloras.

Griselda se dio la vuelta y lo miró con la cara húmeda por las lágrimas.

—Soy fea y gorda y me odias.

—No te odio.

Merthin le secó las húmedas mejillas con el dorso de la mano. Griselda lo agarró por la muñeca y tiró de él.

—¿De verdad?

—No, pero…

La joven le pasó una mano por detrás de la nuca, lo atrajo hacia sí y lo besó. Merthin gimió, más excitado que nunca. Se tumbó junto a ella en el jergón, diciéndose que se iría enseguida, que la consolaría un poco más y que luego se levantaría y bajaría la escalera. Griselda le agarró la mano y la llevó por debajo de su falda, entre las piernas. Merthin sintió el vello ensortijado, la suave piel y la húmeda hendidura y supo que estaba perdido. La acarició con torpeza, deslizando un dedo en su interior. Creyó que iba a estallar.

—No puedo parar —dijo.

—Rápido —lo azuzó ella, jadeando.

Le subió la camisa, le bajó los calzones y él se puso encima.

Merthin sintió que perdía el control cuando Griselda lo guio hacia su interior. Los remordimientos lo visitaron antes de terminar.

—No, no…

La explosión empezó con la primera embestida y al cabo de un instante, terminó. El aprendiz se desplomó sobre ella, con los ojos cerrados.

—Dios mío, ojalá me muriera…