wenda se lo contó todo a su padre.
Había jurado por la sangre de Cristo que guardaría el secreto, por lo que ahora iría derecha al infierno, pero temía más a su padre que al diablo.
El hombre empezó preguntándole de dónde había sacado a Tranco, el nuevo cachorro, y al verse obligada a explicarle cómo había muerto Brinco, acabó contándole toda la historia.
Para su sorpresa, no recibió una azotaina. De hecho, su padre parecía encantado y le pidió que lo llevara al claro del bosque donde se había producido la pelea. No le resultó fácil volver a encontrarlo, pero cuando llegaron hallaron los cuerpos de los dos hombres de armas vestidos con sus distintivos colores de verde y amarillo.
Lo primero que hizo su padre fue abrir sus saquillos de monedas, los cuales contenían unos veinte o treinta peniques. Las espadas lo animaron aún más si cabe, pues valían más que unos cuantos peniques. Empezó a desnudar a los cadáveres, tarea ardua para un hombre manco, por lo que le pidió a Gwenda que lo ayudara. Los cuerpos sin vida eran muy pesados y extraños al tacto. Su padre le dijo que les quitara todo lo que llevaran, incluidos las calzas embarradas y los sucios calzones.
El hombre envolvió las armas con la ropa para que pareciera que llevaban un atado de harapos. Luego Gwenda y él volvieron a arrastrar los cuerpos desnudos al amparo de los matorrales.
De camino a Kingsbridge, el padre estaba exultante. Llevó a Gwenda a Slaughterhouse Ditch, una calle cerca del río, y entraron en una enorme aunque sucia taberna llamada White Horse. Hizo que le sirvieran a su hija un vaso de cerveza mientras él desaparecía en la parte de atrás con el posadero, a quien se dirigió como Davey. Era la segunda vez que Gwenda bebía cerveza en un mismo día. Su padre reapareció unos minutos más tarde sin el atado.
Regresaron a la calle principal y fueron a encontrarse con su madre, Philemon y el pequeño en la posada Bell, junto a las puertas del priorato. Su padre le guiñó un ojo a su madre, sin recato alguno, y le dio un puñado de dinero para que lo escondiera entre las mantas del recién nacido.
Era media tarde y la mayoría de los feligreses habían regresado a sus aldeas, pero ellos se habían demorado demasiado para partir hacia Wigleigh, de modo que la familia decidió pasar la noche en la posada. Tal como su padre no dejaba de repetir, a pesar de las atribuladas peticiones de su esposa para que no lo hiciera, ahora se lo podían permitir.
—¡Que la gente no se entere de que tienes dinero!
Gwenda estaba rendida. Había madrugado y había recorrido un largo camino, por lo que se quedó dormida en cuanto se tumbó en su camastro.
La despertó un violento portazo. Asustada, al levantar la vista vio que dos hombres de armas irrumpían en la posada. Por un momento creyó que eran los espíritus de los hombres asesinados en el bosque, y el pánico se apoderó de ella unos segundos, pero enseguida comprendió que se trataba de personas distintas con el mismo uniforme bicolor, mitad amarillo y mitad verde. El más joven llevaba un atado de harapos que le resultó familiar.
—Eres Joby de Wigleigh, ¿verdad? —preguntó el mayor de ellos directamente a su padre.
El miedo atenazó la garganta de Gwenda. La voz del hombre estaba cargada de un contundente tono beligerante. No fingía, hablaba con total determinación, por lo que la niña tuvo la impresión de que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para cumplir lo que lo había llevado hasta allí.
—No —mintió su padre sin pensárselo dos veces—. Te has equivocado de hombre.
No lo creyeron. El más joven dejó el atado en la mesa y lo abrió. Dentro había dos túnicas bicolor, una mitad verde y la otra amarilla, que envolvían dos espadas y dos puñales.
—¿De dónde ha salido esto? —le preguntó a su padre, mirándolo directamente.
—No lo había visto nunca, lo juro sobre la cruz.
Aterrada, Gwenda pensó que era una estupidez negarlo; le sacarían la verdad como su padre había hecho con ella.
—Davey, el dueño del White Horse, dice que se lo compró a Joby Wigleigh —dijo el mayor en un inquietante tono amenazador.
El puñado de clientes que había en la posada se levantó de sus asientos y salió discretamente del local, dejando sola a la familia de Gwenda.
—Joby se fue hace un rato —respondió su padre a la desesperada.
El hombre asintió.
—Con su mujer, dos niños y un recién nacido.
—Sí.
El mayor reaccionó con súbita rapidez. Agarró a su padre por la camisa con una única mano y lo empujó contra la pared. Su madre gritó y el recién nacido rompió a llorar. Gwenda vio que el hombre llevaba un guante acolchado en la otra mano, cubierto por una malla metálica. Entonces echó la mano hacia atrás y golpeó a su padre en el estómago.
—¡Auxilio! ¡Asesinos! —gritó su madre.
Philemon se puso a llorar.
Su padre palideció de dolor y quedó inerme, pero el hombre lo sujetó contra la pared, impidiéndole caer, y volvió a golpearlo, esta vez en la cara. Joby empezó a sangrar por la nariz y la boca.
Gwenda hubiera querido gritar, y por eso tenía la boca abierta, pero ningún sonido le acudió a la garganta. Creía que su padre era todopoderoso, aun cuando ingeniosamente solía fingirse inútil o cobarde para ganarse las simpatías de la gente o para aplacar su enojo, y la aterrorizó verlo tan impotente.
El posadero, un hombre corpulento de unos treinta años, apareció en el umbral de la puerta que daba a la parte de atrás del establecimiento. Una rechoncha niña asomó la cabeza por detrás de él.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó el hombre con voz autoritaria.
El hombre de armas no se dignó mirarlo.
—Mantente al margen de esto —le advirtió, y volvió a golpear a Joby en el estómago.
El padre de Gwenda vomitó sangre.
—Detente —dijo el posadero.
—¿Quién te crees que eres? —preguntó el hombre de armas.
—Paul Bell, y ésta es mi casa.
—Muy bien, Paul Bell, será mejor que te metas en tus asuntos si sabes lo que te conviene.
—Supongo que crees que puedes hacer lo que te venga en gana sólo por llevar ese uniforme.
El desdén se dejaba entrever en el tono de voz de Paul.
—Tú lo has dicho.
—Bueno, ¿y a quién pertenecen esos colores?
—A la reina.
—Bessie, ve a buscar a John Constable —mandó a su hija, volviendo la cabeza hacia ella—. Si van a ajusticiar a un hombre en mi posada, quiero que lo presencie el alguacil.
La niñita desapareció.
—Aquí nadie va a ajusticiar a nadie —repuso el hombre de armas—. Joby ha cambiado de opinión y ha decidido llevarme al lugar en que robó a dos hombres muertos, ¿verdad, Joby?
El padre de Gwenda no podía hablar, por lo que asintió con la cabeza. El hombre soltó a Joby, quien cayó de rodillas, tosiendo y con arcadas, y miró al resto de la familia.
—¿Y el crío que presenció la pelea…?
—¡No! —chilló Gwenda.
El hombre asintió satisfecho.
—La niña con cara de rata, es obvio.
Gwenda se abrazó corriendo a su madre.
—María, madre de Dios, salva a mi hija —rogó su madre.
El hombre agarró a Gwenda por el brazo y la separó de su madre de un tirón. La niña gritó.
—Cierra esa boca o recibirás igual que el canalla de tu padre —le advirtió. Gwenda apretó las mandíbulas para dejar de gritar—. Arriba, Joby. —Lo levantó del suelo—. Cálmate, hombre, que vamos a dar un paseíto.
El más joven recogió las ropas y las armas.
—¡Haced todo lo que os digan! —gritó su madre, histérica, cuando salían de la posada.
Los hombres traían caballos. A Gwenda la sentaron delante del mayor y a su padre lo colocaron del mismo modo en la montura del más joven. Su padre no podía hacer nada, no dejaba de gimotear, así que fue Gwenda quien los guio. La niña, después de haber recorrido dos veces el mismo camino, lo recordaba con toda claridad. Avanzaron veloces a caballo, pero pese a ello empezaba a anochecer cuando alcanzaron el claro.
El más joven vigilaba a Gwenda y a su padre mientras el otro tiraba de los cuerpos de sus compañeros para sacarlos de los matorrales.
—Ese Thomas debe de ser un rival excepcional para haber matado él solo a Harry y a Alfred —opinó el mayor, mirando los cadáveres.
Gwenda comprendió que no sabían nada sobre los demás niños. De no haber estado tan aterrada como para haberse quedado muda, habría confesado la compañía de los demás y que Ralph había acabado con uno de los hombres.
—Casi le ha cortado la cabeza de un solo tajo a Alfred —comentó el hombre. Se volvió hacia Gwenda—. ¿Se dijo algo sobre una carta?
—¡No lo sé! —contestó, recuperando la voz—. ¡Cerré los ojos porque tenía miedo y no oí lo que decían! ¡Es verdad, te lo diría si lo supiera!
—De todos modos, si llegaron a quitarle la carta, la habría recuperado después de matarlos —le dijo el hombre a su compañero. Miró hacia los árboles que bordeaban el calvero, como si pudiera estar esperándolo entre las hojas secas—. Seguramente la guarda en el priorato, donde no podemos llegar hasta él sin violar el suelo sagrado del monasterio.
—Al menos podemos informar con más exactitud de lo que ha pasado —repuso el otro— y llevarnos los cadáveres para darles cristiana sepultura.
De repente se produjo una pequeña refriega. El padre de Gwenda se zafó del brazo del hombre que lo retenía y echó a correr hacia el bosque. Su captor fue tras él, pero su compañero lo detuvo.
—Déjalo ir, ¿para qué íbamos a matarlo ahora?
Gwenda empezó a llorar quedamente.
—¿Qué hacemos con la niña? —preguntó el joven.
Gwenda estaba segura de que iban a matarla. No veía nada a través de las lágrimas, y sollozaba demasiado fuerte para suplicar por su vida. Moriría e iría al infierno. Esperó el final.
—Deja que se vaya —decidió el mayor—. No vine a este mundo a matar niñas.
El joven la soltó y le dio un empujón. Gwenda trastabilló y cayó al suelo. Se levantó, se secó las lágrimas para poder ver y se alejó tambaleante.
—Vamos, corre —dijo el hombre a su espalda—. ¡Es tu día de suerte!
Caris no podía dormir. Se levantó de la cama y entró en la alcoba de su madre. Su padre estaba sentado en un taburete, contemplando la figura inmóvil de la cama.
Su madre tenía los ojos cerrados y una película de sudor hacía brillar su rostro a la luz de las velas. Casi no se oía su respiración apagada. Caris le cogió una pálida mano; estaba muy fría. La sostuvo entre las suyas para que entrara en calor.
—¿Por qué le sacaron sangre? —preguntó.
—Creen que la enfermedad a veces se debe a un exceso de uno de los humores y esperan sacarlo con la sangre.
—Pero no ha mejorado.
—No. En realidad, parece peor.
Las lágrimas acudieron a los ojos de Caris.
—Entonces, ¿por qué se lo has permitido?
—Los sacerdotes y los monjes estudian las obras de los antiguos filósofos. Ellos saben más que nosotros.
—No lo creo.
—Es difícil saber qué creer, mi rosita.
—Si yo fuera médico, sólo haría cosas que pusieran buena a la gente.
Su padre no la escuchaba, estaba concentrado en su madre. Se inclinó hacia delante y deslizó la mano bajo la manta para tocarle el pecho justo por debajo del seno izquierdo. Caris distinguió la forma de su manaza bajo la fina lana. Su padre ahogó un sollozo, movió la mano y apretó con mayor firmeza, deteniéndose, como si esperara algo.
Cerró los ojos.
Se dejó resbalar lentamente hacia delante hasta quedar de rodillas junto a la cama, como si rezara, con la frente sobre el muslo de su esposa y la mano en su pecho.
Caris comprendió que estaba llorando. Jamás había presenciado nada más aterrador que aquello, mucho más que ser testigo de la muerte de un hombre en el bosque. Los niños lloraban, las mujeres lloraban, los débiles y los desahuciados lloraban, pero su padre jamás. Creyó que el mundo tocaba a su fin.
Tenía que ir a buscar ayuda. Soltó la fría mano de su madre y ésta resbaló inerte sobre la manta, inmóvil. Regresó a su dormitorio y zarandeó a la dormida Alice para que despertara.
—¡Tienes que levantarte!
Alice no abrió los ojos.
—¡Padre está llorando!
Alice se incorporó.
—No es posible —dijo.
—¡Levántate!
Alice salió de la cama. Caris tomó la mano de su hermana mayor y juntas entraron en la alcoba de su madre. Su padre se estaba levantando y, con la cara bañada por las lágrimas, contemplaba el rostro sereno sobre la almohada. Alice se lo quedó mirando, paralizada.
—Te lo he dicho —le susurró Caris.
Su tía Petranilla estaba al otro lado de la cama.
Cuando Edmund vio a las niñas en la puerta, se separó de la cama y se acercó a ellas. Las rodeó con los brazos y las estrechó contra él.
—Vuestra madre está ahora con los ángeles —dijo en voz baja—. Rezad por su alma.
—Sed valientes, niñas —dijo Petranilla—. De ahora en adelante, yo seré vuestra madre.
Caris se secó las lágrimas y miró a su tía.
—Ni lo sueñes.