4

El hermano Godwyn se moría de hambre. Había dado cuenta de su almuerzo, un guiso a base de nabos en rodajas y pescado a la sal, que no lo había satisfecho. Incluso en los días en que el ayuno no estaba prescrito, los monjes solían contentarse con pescado y cerveza rebajada para comer.

No todos los monjes, por supuesto; el prior Anthony disfrutaba de una dieta privilegiada y, dado que ese día tenía a la madre Cecilia de invitada, se regalaría con algo especial. La priora era una mujer habituada a la buena mesa. Las monjas, quienes siempre parecían estar en mejor posición que los hermanos, sacrificaban un cerdo o una oveja cada varios días y lo acompañaban con vino de Gascuña.

Godwyn era el encargado de supervisar la comida, ardua tarea cuando su estómago no dejaba de protestar. Habló con el cocinero del monasterio y le echó un vistazo al orondo ganso que se estaba asando y a la olla de compota que hervía en la lumbre. Le pidió al despensero una jarra de sidra del barril y fue a buscar una hogaza de pan de centeno al horno, duro, pues no se horneaba en domingo. Sacó los platos y las copas de plata del arcón cerrado con llave y los dispuso en la mesa de la cámara principal de la casa del prior.

Los priores comían juntos una vez al mes. El monasterio y el convento eran instituciones individuales, cada una con sus propios edificios y diferentes fuentes de ingresos. Los priores debían rendir cuentas por separado ante el obispo de Kingsbridge. Sin embargo, compartían la gran catedral y varias construcciones entre las que se encontraba el hospital, donde los monjes desempeñaban la labor de médicos mientras las hermanas cuidaban de los enfermos. Por dicha razón nunca faltaban detalles que discutir: las misas de la catedral, los huéspedes y los pacientes del hospital o la política municipal. Anthony siempre andaba maquinando maneras de hacer que Cecilia compartiera costes que, en rigor, debían correr a partes iguales entre las dos instituciones, como el vidrio de las ventanas de la sala capitular, los camastros del hospital o repintar el interior de la catedral, peticiones a las que ella solía acceder.

No obstante, esta vez seguramente sería la política la que coparía la conversación. El día anterior, Anthony había regresado de un viaje de dos semanas a Gloucester, donde había asistido al sepelio del rey Eduardo II, quien había perdido el trono en enero y su vida en septiembre. La madre Cecilia se deleitaría con todos los chismes por mucho que fingiera estar por encima de esas cosas.

Sin embargo, a Godwyn le preocupaban otras cuestiones. Deseaba hablar con Anthony sobre su futuro y desde que el prior había vuelto a casa llevaba esperando el momento adecuado con nerviosismo. A pesar de haber ensayado el discurso, todavía no había encontrado la ocasión, pero había depositado sus esperanzas en esa tarde.

Anthony entró en el salón cuando Godwyn estaba colocando un queso y un cuenco de peras en una mesa auxiliar. El prior parecía una versión envejecida de Godwyn. Ambos eran altos, de rasgos armoniosos, cabello castaño claro y, como toda la familia, ojos verdes con motas doradas. El prior se acercó a la lumbre. La habitación era fría y unas ráfagas de viento helado recorrían el viejo edificio. Godwyn le sirvió un vaso de sidra.

—Padre prior, hoy es mi cumpleaños —le informó mientras Anthony bebía—. Cumplo veintiuno.

—Así es —dijo Anthony—, recuerdo muy bien el día que naciste. Yo tenía catorce años. Mi hermana Petranilla gritaba como un verraco con una saeta en las entrañas cuando estaba dándote a luz. —Alzó la copa en un brindis, mirando a Godwyn con afecto—. Y ahora ya eres todo un hombre.

Godwyn decidió que había llegado el momento que había estado buscando.

—Llevo diez años en el priorato —dijo.

—¿Ya ha pasado tanto tiempo?

—Sí, como escolano, novicio y monje.

—¡Válgame Dios!

—Espero haber sido motivo de orgullo, tanto para mi madre como para ti.

—Ambos nos sentimos muy orgullosos de ti.

—Gracias. —Tragó saliva—. Me gustaría ir a Oxford.

Desde hacía mucho tiempo, la ciudad de Oxford era el centro neurálgico donde se reunían los grandes estudiosos de la teología, la medicina y las leyes. Sacerdotes y monjes acudían a Oxford a estudiar y debatir con maestros y estudiantes. En el último siglo, los maestros se habían constituido en comunidades, o universidades, con permiso del rey para realizar exámenes y otorgar títulos. El priorato de Kingsbridge sufragaba una delegación o colegio mayor en la ciudad, conocido como Kingsbridge College, donde ocho monjes llevaban una vida de oración y sacrificio mientras estudiaban.

—¡A Oxford! —exclamó Anthony, con una mezcla de preocupación y desagrado—. ¿Por qué?

—Porque quiero aprender. Es lo que se supone que hacen los monjes.

—Yo nunca fui a Oxford y soy prior.

Era cierto, pero por esa misma razón a veces se descubría en desventaja frente a sus cofrades más antiguos. El sacristán, el tesorero y algún que otro monje del monasterio con cargo especial —los llamados obedientiarius— habían estudiado en la universidad, como todos los médicos. Eran de mente despierta y duchos en el arte de la oratoria, por lo que, en comparación, a veces parecía que Anthony no supiera hilvanar un argumento, sobre todo durante el capítulo, la asamblea diaria de los monjes. Godwyn deseaba aprender la lógica irrebatible y adquirir la confiada superioridad que observaba en los hombres de Oxford. No quería ser como su tío, aunque no podía decirlo.

—Deseo aprender —insistió.

—¿Quieres aprender herejías? —se burló Anthony—. ¡Los estudiantes de Oxford cuestionan las enseñanzas de la Iglesia!

—Para comprenderlas mejor.

—Inútil y peligroso.

Godwyn se preguntó por qué a Anthony le había molestado tanto su petición. Las herejías no parecían haber preocupado nunca antes al prior y Godwyn no podía estar menos interesado en cuestionar las doctrinas aceptadas.

—Creía que tanto mi madre como tú aspirabais a grandes cosas para mí —dijo, frunciendo el ceño—. ¿No queréis que progrese, que me convierta en obedientiarius y tal vez algún día en prior?

—Por supuesto, algún día, pero no tienes por qué abandonar Kingsbridge para conseguirlo.

«No quieres que haga progresos demasiado rápido por miedo a que te deje atrás, y no quieres que me vaya de la ciudad para poder seguir controlándome», pensó Godwyn, viéndolo todo súbitamente claro, y deseó haber previsto aquella contingencia.

—No quiero estudiar teología.

—Entonces, ¿qué?

—Medicina. Es una parte muy importante de nuestro trabajo en el priorato.

Anthony frunció los labios. Godwyn había descubierto la misma expresión desaprobadora en el rostro de su madre.

—El monasterio no puede permitírselo —dijo Anthony—. ¿Sabes que un solo libro ya cuesta un mínimo de catorce chelines?

Ese argumento cogió a Godwyn desprevenido. Sabía que los estudiantes podían alquilar los libros por el sistema de la pecia, pero ésa no era la cuestión.

—¿Y los que ya están allí? —repuso el joven—. ¿Quién los mantiene?

—A dos, sus familias, y a otro, las monjas. El priorato se hace cargo de los otros tres, pero ya no nos podemos permitir ni uno más. De hecho, hay dos plazas vacantes en el colegio por falta de fondos.

Godwyn sabía que el priorato no estaba pasando por sus mejores momentos, a pesar de disponer de amplios recursos: miles de hectáreas de tierra, molinos, lagos, bosques y los ingentes ingresos que reportaba el mercado de Kingsbridge. No podía creer que su tío le estuviera negando el dinero para ir a Oxford. Se sentía traicionado. Anthony era su pariente y su mentor, y siempre lo había favorecido ante los demás monjes. Sin embargo, ahora estaba intentando retenerlo a su lado.

—Los médicos traen dinero al priorato —intentó rebatir—. Si no instruyes a hombres jóvenes, los viejos acabarán muriendo algún día y el priorato será aún más pobre.

—Dios proveerá.

El exasperante tópico al que Anthony solía recurrir como respuesta. Los ingresos anuales del priorato procedentes de la feria del vellón se reducían año tras año. La gente de la ciudad le había pedido a Anthony que invirtiera en mejoras para los laneros —puestos, barracas, letrinas, incluso una lonja de lana—, pero él siempre se había negado aduciendo la escasez de recursos. Cuando su hermano Edmund le decía que la feria acabaría por desaparecer, él se limitaba a contestar: «Dios proveerá».

—Bueno, entonces tal vez provea el dinero para que pueda ir a Oxford —dijo Godwyn.

—Tal vez.

Godwyn había sufrido una gran decepción. Sentía la acuciante necesidad de salir de aquella ciudad y respirar aires nuevos. Era consciente de que en Kingsbridge College se vería sujeto a la misma disciplina monástica, pero pese a ello la perspectiva de hallarse tan lejos de su tío y de su madre era muy tentadora.

Todavía no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.

—Será una gran decepción para mi madre.

Anthony dio muestras de desasosiego; no deseaba despertar la ira de su temible hermana.

—Entonces que ore para encontrar el dinero.

—Puede que lo encuentre en otro sitio —repuso Godwyn, improvisando.

—Y ¿cómo lo harás?

Buscó una respuesta y halló inspiración.

—Haciendo lo que tú haces: pidiéndoselo a la madre Cecilia.

No era tan descabellado. Aunque Cecilia lo ponía nervioso y podía llegar a ser tan intimidante como Petranilla, también era más receptiva a sus encantos pueriles, de modo que tal vez podría persuadirla para que costeara la educación de un joven y brillante monje.

La proposición cogió a Anthony por sorpresa. Godwyn adivinó que su tío estaba intentando hallar una réplica, pero su principal objeción se había basado en la falta de dinero, por lo que no le sería fácil cambiar de argumentación.

Cecilia llegó en esos momentos de vacilación.

Era una mujercita vivaracha y muy perspicaz, vestida con una gruesa capa de la mejor lana, el único lujo que se permitía, pues era extremadamente friolera. Saludó al prior y se volvió hacia Godwyn.

—Tu tía Rose está gravemente enferma —le informó. Tenía una voz melodiosa—. Es posible que no pase de esta noche.

—Que Dios la bendiga —contestó Godwyn, con una punzada de pesar. En una familia donde todos tenían madera de líder, Rose era la única a quien no importaba someterse a la autoridad de los demás. Sus pétalos parecían más frágiles al estar rodeada de zarzas—. No es ninguna sorpresa —añadió—. Pero será muy duro para mis primas, Alice y Caris.

—Por fortuna, tu madre está allí para consolarlas.

—Sí. —Godwyn pensó que el consuelo no era el punto fuerte de su madre, precisamente, porque se le daba mucho mejor llevar a la gente por la senda de la rectitud y procurar que no volvieran a apartarse del redil, pero no corrigió a la priora. En su lugar, le sirvió una copa de sidra—. ¿No hace un poco de frío, reverenda madre?

—Estoy helada —contestó sin rodeos.

—Encenderé el fuego.

—Mi sobrino Godwyn se muestra así de solícito porque quiere que le pagues los estudios en Oxford —anunció Anthony maliciosamente.

Godwyn lo fulminó con la mirada. Al joven le habría gustado elaborar un esmerado discurso y escoger el momento propicio para plantear la cuestión a la madre superiora, pero Anthony había expuesto la petición a bocajarro sin recato alguno.

—Creo que no podemos permitirnos la manutención de nada menos que dos estudiantes —contestó Cecilia.

—¿Alguien más te ha solicitado dinero para ir a Oxford?

Esta vez era Anthony el sorprendido.

—Será mejor que no diga nada más —dijo Cecilia—, no deseo meter a nadie en líos.

—No te preocupes —aseguró Anthony de mal humor, aunque enseguida se recompuso—. Tu generosidad siempre será bien recibida.

Godwyn alimentó el fuego y salió de la estancia. La casa del prior se encontraba en el ala norte de la catedral, mientras que los claustros y los demás edificios del priorato se distribuían al sur. El aterido Godwyn atravesó el césped de la catedral en dirección a las cocinas.

Había imaginado que Anthony se opondría a lo de Oxford, porque se oponía a todo por naturaleza, escudándose en que debía esperar a ser un poco mayor o a que uno de los actuales estudiantes se licenciara. Sin embargo, era el protegido de su tío y estaba convencido de que al final lo habría apoyado. La rotunda negativa seguía desconcertándolo.

Se preguntó quién más habría solicitado su manutención a la priora. De los veintiséis monjes, seis tenían la edad de Godwyn, por lo que pensó que podría tratarse de uno de ellos. Theodoric, el despensero menor, estaba ayudando al cocinero en las cocinas. ¿Sería él el otro aspirante al dinero de Cecilia? Godwyn lo observó mientras colocaba el ganso en una bandeja con un cuenco de compota de manzana. Theodoric tenía cabeza para los estudios, de modo que podía ser uno de sus rivales.

El atribulado Godwyn llevó la comida a la casa del prior. Si Cecilia optaba por ayudar a Theodoric en vez de a él, se le acababan las opciones, y las ideas.

Ambicionaba ser algún día prior de Kingsbridge. Estaba convencido de que podía desempeñar esa labor mucho mejor que Anthony y si conseguía que el priorato prosperara, podía aspirar a cargos de mayores prebendas, podía llegar a ser obispo, arzobispo o incluso funcionario de la corte o consejero real. No tenía una idea demasiado precisa de lo que haría con tanto poder, pero creía firmemente estar destinado a ocupar una posición elevada. Con todo, sólo había dos caminos hacia esas alturas: uno era la cuna; el otro, la educación. Godwyn procedía de una familia de mercaderes de lana, por lo que la universidad era su única esperanza; esperanza para la que necesitaría el dinero de Cecilia.

Dejó la comida en la mesa.

—Pero ¿cómo murió el rey? —preguntaba la priora.

—Sufrió una caída —contestó Anthony.

Godwyn trinchó el ganso.

—¿Pechuga, reverenda madre?

—Sí, por favor. ¿Una caída? —repitió, escéptica—. Ni que el rey fuera un viejo senil, ¡pero si sólo tenía cuarenta y tres años!

—Es lo que dicen sus carceleros.

Una vez depuesto, el antiguo rey había sido mantenido prisionero en el castillo de Berkeley, a un par de jornadas a caballo de Kingsbridge.

—Ya, sus carceleros, los hombres de Mortimer.

Cecilia no miraba con buenos ojos a Roger Mortimer, el conde de March. No sólo había encabezado la rebelión contra Eduardo II, sino que además había seducido a la esposa del rey, la reina Isabel de Francia.

Empezaron a comer. Godwyn se preguntó si sobraría algo.

—Por lo que parece, sospechas algo truculento —apuntó Anthony.

—Claro que no… Pero hay gente que sí. Se dice que…

—¿Lo asesinaron? Ya lo sé, pero vi el cadáver, desnudo. Su cuerpo no presentaba signos de violencia.

Godwyn sabía que no debía interrumpir, pero no pudo reprimirse.

—Los rumores dicen que cuando el rey murió, sus gritos agónicos se oyeron por toda la ciudad de Berkeley. Anthony lo miró con desaprobación.

—Siempre hay rumores a la muerte de un rey —contestó.

—Este rey no ha muerto sin más —replicó Cecilia—. Primero lo depuso el Parlamento, algo que nunca había pasado hasta ahora.

—Sus poderosas razones tuvieron —insistió Anthony, bajando la voz—. Cometió pecados de impureza.

El hombre pretendía ser enigmático, pero Godwyn sabía muy bien a qué se refería. Eduardo se había rodeado de «favoritos», hombres jóvenes por los que parecía mostrar una predilección antinatural. Al primero, Peter Gaveston, se le había concedido tanto poder y privilegios que despertó los celos y el resentimiento entre los barones y al final acabó ejecutado por traición. Sin embargo, había habido otros. La gente decía que no era de extrañar que la reina se hubiera buscado un amante.

—Me niego a creer una cosa así —protestó Cecilia, alentada por sus pasiones monárquicas—. Puede que los proscritos que viven en el bosque se entreguen a ese tipo de repugnantes prácticas, pero un hombre de sangre real jamás caería tan bajo. ¿Sobra un poco de ganso?

—Sí —dijo Godwyn, ocultando su decepción.

Trinchó el último trozo de carne del ave y se lo sirvió a la priora.

—Al menos el nuevo rey no ha de enfrentarse a ningún rival —opinó Anthony.

Eduardo III, hijo de Eduardo II e Isabel de Francia, había sido coronado rey.

—Tiene catorce años y ha sido Mortimer el que lo ha subido al trono —repuso Cecilia—. ¿Quién crees tú que será el verdadero soberano?

—A los nobles les place la estabilidad actual.

—Sobre todo a los amigotes de Mortimer.

—¿Te refieres al conde Roland de Shiring, por ejemplo?

—Hoy estaba exultante.

—No estarás sugiriendo…

—¿Que tuvo algo que ver en la «caída» del rey? Por supuesto que no. —La priora dio cuenta de la vianda—. Sería muy peligroso sostener una idea así, ni siquiera entre amigos.

—Ya lo creo.

Alguien llamó a la puerta y Saul Whitehead entró en la estancia. Tenía la misma edad que Godwyn. ¿Sería él su rival? Era inteligente y tenía aptitudes, además de la gran ventaja de estar emparentado con el conde de Shiring, aunque fuera de lejos. Aun así, Godwyn dudaba que el joven deseara ir a Oxford. Era devoto y tímido, el tipo de hombre cuya humildad no hablaba de virtud, pues ya era natural en él. No obstante, todo era posible.

—Ha acudido al hospital un caballero herido de gravedad —les informó Saul.

—Interesante, pero tal vez no lo bastante fuera de lo común para justificar la interrupción de la comida de los priores —lo amonestó Anthony.

Saul parecía sobresaltado.

—Os ruego me perdonéis, padre prior, pero existe un desacuerdo en cuanto al tratamiento —balbució.

—Bueno, ya hemos acabado el ganso —dijo Anthony con un suspiro mientras se ponía en pie.

Cecilia lo acompañó, seguida por Godwyn y Saul. Entraron en la catedral por el crucero norte y salieron por el del sur, atravesaron los claustros y llegaron al hospital. El caballero herido estaba postrado en el camastro dispuesto junto al altar, acorde a su rango.

El prior Anthony lanzó un involuntario gruñido de sorpresa. Por un momento el asombro y el miedo lo traicionaron, pero recuperó rápidamente la compostura y mantuvo el rostro impávido.

Sin embargo, a Cecilia no se le había escapado nada.

—¿Conoces a este hombre? —le preguntó.

—Creo que sí. Es sir Thomas de Langley, uno de los hombres del conde de Monmouth.

Ante ellos descansaba un joven apuesto de anchos hombros y largas piernas. Estaba desnudo de cintura para arriba, lo que dejaba al descubierto un pecho musculoso surcado por cicatrices antiguas. Estaba pálido y exhausto.

—Lo asaltaron en el camino —les informó Saul—. Consiguió rechazar a sus asaltantes, pero ha tenido que arrastrarse más de dos kilómetros hasta la ciudad. Ha perdido mucha sangre.

El caballero tenía una herida abierta que iba del codo a la muñeca en uno de los brazos, un corte limpio con el sello de una espada afilada.

El médico más veterano del monasterio, el hermano Joseph, estaba de pie junto al paciente. Joseph tendría unos treinta años, un hombre bajito, de nariz prominente y pésima dentadura.

—Debemos dejar la herida abierta y tratarla con un ungüento para que supure. De ese modo expulsará los humores malignos y la herida sanará de dentro afuera.

Anthony asintió.

—¿Dónde está el desacuerdo?

—Matthew Barber es de otra opinión.

Matthew era uno de los cirujanos barbero de la ciudad. Se había mantenido apartado por deferencia, pero en ese momento dio un paso al frente con el estuche de cuero que contenía sus caros y afilados utensilios en una mano. Era un hombre bajo y delgado, de brillantes ojos azules y expresión solemne.

—¿Qué está haciendo él aquí? —preguntó Anthony a Joseph, sin prestar atención al cirujano.

—El caballero lo conoce y mandó a buscarlo.

—Si queréis que os hagan una carnicería, ¿por qué habéis acudido al hospital del priorato? —preguntó el prior a Thomas.

La sombra de una sonrisa afloró a los pálidos labios del caballero, pero parecía demasiado extenuado para contestar.

Matthew tomó la palabra con sorprendente aplomo, aparentemente inmune al desdén del prior.

—He visto muchas heridas como ésta en el campo de batalla, padre prior. El mejor tratamiento es el más sencillo: limpiar la herida con vino caliente, coserla y vendarla.

No era tan deferente como parecía.

—Me gustaría saber si nuestros dos jóvenes tienen alguna opinión al respecto —intervino la madre Cecilia.

Anthony dio muestras de impaciencia, pero Godwyn comprendió las intenciones de la mujer: se trataba de una prueba. Tal vez Saul era el otro aspirante a su dinero.

La respuesta era fácil, así que Godwyn se apresuró a contestar el primero.

—El hermano Joseph ha estudiado a los antiguos maestros —dijo—. Él tiene razón. Mucho me temo que Matthew ni siquiera sabe leer.

—Sé leer, hermano Godwyn —se defendió Matthew—. Incluso tengo un libro.

Anthony rio. La idea de que un barbero poseyera un libro era tan absurda como la de un asno con cofia.

—¿Qué libro?

—El Canon de Avicena, el gran médico del islam, traducido del árabe al latín. Lo he leído entero, poco a poco.

—¿Y tu remedio procede de Avicena?

—No, pero…

—Entonces está todo dicho.

—Pero he aprendido mucho más sobre el arte de sanar viajando con ejércitos y tratando a hombres heridos de lo que jamás aprendí de ese libro.

—Saul, ¿tú qué piensas? —preguntó la madre Cecilia.

Godwyn esperaba que Saul respondiera lo mismo que él, por lo que la prueba no sería concluyente; sin embargo, a pesar de que parecía nervioso y cohibido, Saul contradijo a Godwyn.

—Puede que el barbero tenga razón —contestó. Godwyn estaba encantado. Saul siguió defendiendo la postura equivocada—. El tratamiento propuesto por el hermano Joseph estaría más indicado en heridas que se hubieran producido a causa de un aplastamiento, como las que vemos entre los albañiles, en que la piel y la carne alrededor del corte están magulladas y cerrar la herida antes de tiempo podría encerrar los humores malignos dentro del cuerpo. En cambio, lo que aquí tenemos es un corte limpio y cuanto antes lo cerremos antes sanará.

—Pamplinas —protestó el prior Anthony—. ¿Cómo va a saber más un barbero de ciudad que un monje instruido?

Godwyn esbozó una sonrisa triunfante.

La puerta se abrió de par en par y un joven vestido con hábito irrumpió en la estancia. Godwyn reconoció a Richard de Shiring, el menor de los dos hijos del conde Roland. El saludo deferente en dirección a los priores fue tan fugaz como para poder ser tachado de grosero. Se acercó directamente al camastro y se dirigió al caballero.

—¿Qué demonios ha ocurrido? —preguntó.

Thomas alzó una débil mano y le hizo un gesto para que se acercara.

El joven sacerdote se inclinó sobre el paciente y el caballero le susurró algo al oído.

El padre Richard se retiró, escandalizado.

—¡Imposible! —exclamó.

Thomas volvió a indicarle que se aproximara y se repitió la misma escena. Nuevos cuchicheos y consiguiente reacción desmesurada.

—Pero ¿por qué? —preguntó esta vez Richard. Thomas no contestó—. Estáis pidiéndome algo que no está en mis manos poder concederos.

Thomas asintió con energía, como queriendo decir que no le creía.

—No nos dejáis otra elección.

El caballero negó con la cabeza débilmente.

Richard se volvió hacia el prior Anthony.

Sir Thomas desea tomar los hábitos en este priorato.

Se hizo un breve y elocuente silencio, que Cecilia se encargó de romper.

—¡Pero si es un hombre que vive de la violencia!

—Por favor, no es la primera vez que un hombre de armas decide abandonar su vida militar y busca el perdón de sus pecados —repuso Richard.

—Puede que cuando se acerca a la vejez, pero este hombre no ha cumplido ni siquiera los veinticinco. Está huyendo de algún peligro. —Miró a Richard con dureza—. ¿Quién amenaza su vida?

—Ponedle freno a vuestra curiosidad —contestó Richard con brusquedad—. Desea entrar en el monasterio, no en el convento, por lo que vuestras preguntas están de más. —No era corriente que se dirigieran a una priora en aquellos términos, pero los hijos de los condes podían permitirse ciertas insolencias. Se volvió hacia Anthony—. Debéis admitirlo.

—El priorato es demasiado pobre y no puede dar acogida a más monjes… Salvo que algún donativo sufragara el dispendio…

—No habrá problema.

—Tendría que adecuarse a la necesidad…

—¡No habrá problema!

—Muy bien.

Cecilia no las tenía todas consigo.

—¿Sabes alguna cosa sobre este hombre que no me estés diciendo? —le preguntó a Anthony.

—No veo ninguna razón para darle la espalda.

—¿Qué te hace pensar que su arrepentimiento es sincero?

Todo el mundo miró a Thomas. Tenía los ojos cerrados.

—Tendrá que demostrar su sinceridad durante el noviciado, como todo el mundo —contestó Anthony.

La respuesta no satisfizo a Cecilia, pero al menos por una vez en la vida Anthony no le estaba pidiendo dinero, así que tampoco podía hacer nada al respecto.

—Será mejor que nos ocupemos de esa herida —dijo la priora.

—Se negó a someterse al tratamiento del hermano Joseph —intervino Saul—. Por eso tuvimos que ir a buscar al padre prior.

Anthony se inclinó sobre el paciente.

—Debéis aceptar el tratamiento prescrito por el hermano Joseph, quien sabe lo que se hace —dijo alzando la voz, como si le hablara a un sordo. Thomas parecía inconsciente—. Ya no se niega —decidió, volviéndose hacia Joseph.

—¡Podría perder el brazo! —protestó Matthew Barber.

—Será mejor que te vayas —le avisó Anthony. Matthew abandonó la estancia, enojado. El prior se volvió hacia Richard—. ¿Os apetecería tomar un vaso de sidra en la casa del prior?

—Gracias.

—Quédate aquí y ayuda a la madre priora —le dijo a Godwyn mientras salían—. Ven a verme antes de vísperas e infórmame de la evolución del caballero.

Por lo general, el prior Anthony no solía preocuparse por la recuperación de los pacientes, con lo que desvelaba un interés especial en éste.

Godwyn observó mientras el hermano Joseph aplicaba el ungüento en el brazo del caballero inconsciente. Creyó que con toda probabilidad se había granjeado el apoyo financiero de Cecilia al contestar correctamente a la pregunta, pero ansiaba obtener su beneplácito explícito.

—Espero que hayáis estimado favorablemente mi petición —le dijo, una vez que el hermano Joseph hubo acabado.

Cecilia estaba limpiando la frente de Thomas con agua de rosas. Lo miró a los ojos.

—Más vale que lo sepas cuanto antes: he decidido concederle el dinero a Saul.

Godwyn se quedó desconcertado.

—¡Pero si fui yo quien contestó correctamente!

—¿De verdad?

—¿No estaréis de acuerdo con el barbero?

Cecilia enarcó las cejas.

—No pienso someterme a un interrogatorio, hermano Godwyn.

—Disculpadme —se apresuró a decir—. Es que no lo entiendo.

—Lo sé.

Si la mujer deseaba continuar mostrándose tan enigmática, no tenía sentido seguir hablando con ella. Godwyn salió de la estancia, contrariado, temblando de frustración. ¡Le iba a dar el dinero a Saul! ¿Era porque estaba emparentado con el conde? Godwyn lo dudaba, pues Cecilia no se dejaba influenciar por ese tipo de cosas. Concluyó que la beatería de Saul era el factor que había hecho inclinar la balanza. No obstante, Saul jamás despuntaría en nada. Qué desperdicio… Godwyn se preguntó cómo iba a darle la noticia a su madre. Se pondría hecha una furia. Además, ¿a quién le echaría las culpas? ¿A Anthony? ¿A él? Lo invadió una aprensión muy familiar al imaginar la ira de su madre.

En éstas estaba cuando la vio entrando en el hospital por la puerta del fondo, una mujer alta de busto generoso. Su madre se fijó en él y se quedó junto a la puerta, esperando a que se acercara. Godwyn se aproximó despacio, tratando de encontrar el modo de explicárselo.

—Tu tía Rose se está muriendo —dijo Petranilla en cuanto lo tuvo a su lado.

—Que Dios la bendiga. Me lo ha dicho la madre Cecilia.

—Pareces conmocionado, pero ya sabías lo enferma que estaba.

—No es por tía Rose. Tengo más malas noticias. —Tragó saliva—. No puedo ir a Oxford. Tío Anthony no va a sufragarlo y la madre Cecilia también se ha negado.

Para alivio de Godwyn, su madre no estalló. Sin embargo, sus labios apretados dibujaron una fina línea.

—Pero ¿por qué? —preguntó.

—Él no tiene dinero y ella va a enviar a Saul.

—¿A Saul Whitehead? Pero si ese hombre nunca llegará a nada…

—Bueno, al menos será médico.

Petranilla lo fulminó con la mirada y Godwyn se estremeció.

—Creo que no has sabido manejar el asunto —concluyó su madre—. Tendrías que haberlo consultado primero conmigo.

Godwyn temía que tomara ese camino.

—¿Cómo puedes decir que no he sabido manejarlo? —protestó.

—Tendrías que haberme dejado hablar con Anthony a mí primero. Yo lo hubiera ablandado.

—De todos modos te habría dicho que no.

—Y tendrías que haber averiguado si alguien más se lo había pedido antes de dirigirte a Cecilia, así podrías haber desautorizado a Saul antes de hablar con ella.

—¿Cómo?

—Debe de tener sus puntos débiles. Podrías haber descubierto cuáles son y haber procurado que ella los conociera. Luego, cuando se sintiera desilusionada con él, te habrías erigido en su nuevo candidato.

Godwyn empezó a comprender la estrategia.

—Nunca se me habría ocurrido —admitió, bajando la cabeza.

—Tienes que anticiparte a esa clase de cosas —le reprendió con rabia contenida—, así es como los condes planifican las contiendas.

—Ahora lo veo claro —dijo Godwyn, sin atreverse a mirarla a los ojos—. No volveré a cometer el mismo error.

—Eso espero.

La miró.

—¿Y ahora qué hago?

—No pienso darme por vencida. —En su rostro se dibujó una expresión familiar de determinación—. Yo pondré el dinero —decidió.

Godwyn vio un rayo de esperanza, pero no alcanzaba a imaginar cómo iba su madre a cumplir la promesa.

—¿De dónde lo sacarás? —preguntó.

—Venderé la casa y me mudaré con mi hermano Edmund.

—¿Y a él le parecerá bien?

Edmund era un hombre generoso, pero a veces chocaba con su hermana.

—Creo que sí. Pronto se quedará viudo y alguien tendrá que llevar la casa. Aunque a Rose tampoco es que se le diera demasiado bien.

Godwyn sacudió la cabeza.

—Seguirás necesitando dinero.

—¿Para qué? Edmund me proporcionará techo y comida, y sufragará lo poco que pueda necesitar. A cambio, gobernaré a sus sirvientes y cuidaré de sus hijas. Y tú tendrás el dinero que heredé de tu padre.

Petranilla hablaba con determinación, pero Godwyn adivinó su cuita en el rictus de amargura que se dibujaba en sus labios. El joven sabía muy bien el sacrificio que eso supondría para su madre. Petranilla estaba muy orgullosa de su independencia; era una de las mujeres más prominentes de la ciudad, hija de un hombre acaudalado y hermana del mercader de lana más importante de Kingsbridge. Valoraba su posición social. Disfrutaba invitando a los hombres y mujeres poderosos de la ciudad a comer y beber el mejor vino en su casa. Esa mujer era la que ahora estaba pensando en mudarse a casa de su hermano para vivir como un pariente pobre, trabajar como una especie de sirvienta y ser dependiente de él para todo. Sería una terrible humillación.

—Es un sacrificio demasiado grande —protestó Godwyn—. No puedes hacerlo.

Su madre endureció la expresión y sacudió los hombros, como si se preparara para aguantar el peso de una terrible carga.

—Ya lo creo que sí —contestó.