l hogar de Caris era una lujosa casa de madera con suelos y una chimenea de piedra. Había tres estancias en la planta baja: la cámara principal, con una mesa de comedor de grandes dimensiones, la pequeña sala donde su padre discutía asuntos de negocios en privado y la cocina, en la parte de atrás. Cuando Caris y Gwenda entraron, la casa estaba inundada por el delicioso aroma del jamón cocido.
Caris guio a Gwenda a través de la cámara y subieron la escalera hacia el piso de arriba.
—¿Dónde están los cachorros? —preguntó Gwenda.
—Primero quiero ver a mi madre —contestó Caris—. Está enferma.
Entraron en la alcoba de la parte delantera, donde su madre descansaba en la cama de madera tallada. Era una mujer pequeña y frágil, más o menos de la misma altura que Caris; ese día parecía más pálida de lo habitual. Todavía no se había arreglado el pelo, que se le pegaba al rostro en mechones húmedos.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
—Hoy me siento un poco débil.
El esfuerzo de hablar la dejó sin aliento. Caris sintió la ya habitual y punzante mezcla de angustia e impotencia. Su madre llevaba un año enferma. Había empezado con dolores en las articulaciones y al poco aparecieron las úlceras en la boca y los moretones por todo el cuerpo. Estaba demasiado débil para moverse. La semana anterior se había resfriado y ahora tenía fiebre y le costaba respirar.
—¿Necesitas algo? —preguntó Caris.
—No, gracias.
La respuesta de siempre, la que hacía enloquecer de impotencia a Caris cada vez que la oía.
—¿Quieres que vaya a buscar a la madre Cecilia?
La priora de Kingsbridge era la única persona capaz de proporcionar solaz a su madre. Su extracto de amapola mezclado con miel y vino caliente conseguía calmarle el dolor durante un rato. Para Caris, Cecilia estaba por encima incluso de los ángeles.
—No necesito nada, cariño —aseguró su madre—. ¿Cómo ha ido la misa de Todos los Santos?
Caris se fijó en la palidez de sus labios.
—Ha sido espeluznante —contestó.
La mujer esperó unos segundos para reponerse antes de volver a preguntar.
—¿Qué has estado haciendo esta mañana?
—Mirando a los arqueros —contestó Caris, conteniendo la respiración ante el temor de que su madre adivinara su secreto, como solía hacer.
Sin embargo, la mujer miró a Gwenda.
—¿Y quién es esta amiguita?
—Gwenda. Ha venido para que le enseñe los cachorros.
—Muy bien.
De repente, pareció súbitamente agotada. Cerró los ojos y volvió la cara a un lado. Las niñas se sintieron invadidas por un silencioso terror. Gwenda estaba desconcertada.
—¿Qué tiene?
—Una enfermedad debilitante.
A Caris no le gustaba hablar de ello. La enfermedad de su madre le provocaba la angustiosa sensación de que no existían las certezas, de que podía ocurrir cualquier cosa, de que en ningún lugar se estaba a salvo. Esa convicción la acongojaba aún más que el enfrentamiento que había presenciado en el bosque. Sólo con pensar en lo que podía ocurrir y en la posibilidad de que su madre muriera, un pánico incontrolable se instalaba en su pecho y la impulsaba a gritar.
La estancia intermedia, que utilizaban en verano los italianos, compradores de lana de Florencia y Prato que los visitaban para hacer negocios con su padre, estaba vacía en esos momentos. Los cachorros ocupaban la habitación del fondo, la que Caris compartía con su hermana Alice. Tenían siete semanas y estaban a punto de destetarse, por lo que la madre ya no se mostraba tan solícita con ellos. Gwenda soltó un grito de júbilo e inmediatamente se lanzó a por ellos.
Caris cogió el más pequeño de la camada, una hembra muy juguetona a la que le gustaba aventurarse por su cuenta a explorar el mundo.
—Ésta es la mía —dijo—. Se llama Trizas.
Tener a la perrita en brazos parecía sosegarla y la ayudaba a olvidar sus preocupaciones.
Los otros cuatro cachorros se encaramaron a Gwenda, olisqueándola y mordisqueándole el vestido. La niña cogió un feo perrito castaño de morro alargado y con los ojos demasiado juntos.
—Me gusta éste —dijo.
El cachorro se hizo un ovillo en su regazo.
—¿Lo quieres? —preguntó Caris.
—¿Puedo quedármelo? —Se sorprendió Gwenda, con lágrimas en los ojos.
—Nos han dicho que podemos darlos.
—¿De verdad?
—Mi padre no quiere más perros. Si te gusta, puedes quedártelo.
—Sí —contestó Gwenda en un susurro—. Sí, por favor.
—¿Cómo vas a llamarlo?
—Algo que me recuerde a Brinco. Igual lo llamo Tranco.
—Qué nombre tan bonito.
Caris vio que Tranco se había quedado dormido en los brazos de Gwenda.
Las dos niñas se sentaron en silencio con los perros. Caris pensó en los chicos que había conocido, en el pelirrojo de los ojos de color miel y en su alto y apuesto hermano pequeño. ¿Por qué los había llevado al bosque? No era la primera vez que se había dejado arrastrar por un impulso alocado. Solía ocurrirle cuando alguien con autoridad sobre ella le prohibía algo. Como dictadora, su tía Petranilla no tenía parangón. «No le des de comer al gato o no nos lo sacaremos nunca de encima», «Nada de jugar a la pelota en casa», «No quiero volver a verte con ese niño, es de una familia de campesinos». Las normas que constreñían su comportamiento la sacaban de sus casillas.
Con todo, nunca había llegado tan lejos. Se echó a temblar de sólo pensarlo. Habían muerto dos hombres, pero podría haber sido mucho peor, podrían haberlos asesinado a todos.
Se preguntó qué habría desencadenado la pelea y por qué los hombres de armas perseguían al caballero. Era obvio que no se trataba de un simple robo; habían mencionado una carta. Sin embargo, Merthin no había dicho nada al respecto. Seguramente porque tampoco se había enterado de más. Un misterio más de los muchos que rodeaban la vida de los adultos.
Merthin le había causado una grata impresión. En cambio, el aburrido de su hermano, Ralph, era como cualquier otro niño de Kingsbridge: un bruto, un memo y un fanfarrón. Merthin parecía diferente, por eso había llamado su atención desde el principio.
Mirando a Gwenda pensó que había hecho dos nuevos amigos en un solo día. La niña no era agraciada. Tenía los ojos de color castaño oscuro y muy juntos sobre una nariz aguileña. Divertida, Caris se dio cuenta de que había escogido un perro que se parecía un poco a ella. La niña vestía ropa vieja y muy usada; debían de haberla llevado muchos niños antes que ella. Gwenda parecía más tranquila. Ya no temía que se echara a llorar en cualquier momento. Los cachorros también le habían servido de consuelo.
En ese momento oyó unas familiares pisadas renqueantes en el salón de abajo, seguidas instantes después por un vozarrón:
—Traedme una jarra de cerveza, por amor de Dios, me bebería hasta el agua de los abrevaderos.
—Ése es mi padre —dijo Caris—. Ven, que te lo presento. —Al ver que Gwenda parecía cohibida, añadió—: No te preocupes, siempre grita así, pero es muy bueno.
Las niñas bajaron con sus cachorros.
—¿Qué les ha pasado a mis sirvientes? —rugió su padre—. ¿Han huido con los duendes? —Salió de la cocina dando fuertes pisotones, arrastrando la contrahecha pierna izquierda como siempre y con una enorme jarra de madera de la que se vertía cerveza—. Hola, mi rosita —saludó a Caris con voz suave. Tomó asiento en la imponente silla a la cabeza de la mesa y le dio un largo trago a la jarra—. Así está mejor —dijo, limpiándose la barba desgreñada con la manga. En ese momento reparó en Gwenda—. ¿Una margarita acompañando a mi rosita? ¿Cómo te llamas?
—Gwenda, de Wigleigh, mi señor —contestó ella, cohibida.
—Le he dado un cachorro —dijo Caris.
—¡Buena idea! —La felicitó su padre—. Los cachorros necesitan cariño y las niñitas saben cómo cuidarlos.
Caris vio una capa de tela de color escarlata en el taburete que había al lado de la mesa. Tenía que ser importada, porque los tintoreros ingleses no sabían cómo conseguir un tinte rojo tan subido.
—Es para tu madre —se explicó su padre, reparando en lo que había llamado la atención de su hija—. Siempre ha querido una capa de rojo italiano. Espero que eso la anime a restablecerse para que pueda ponérsela.
Caris la tocó. La lana era suave y muy tupida, como sólo los italianos sabían hacerlo.
—Es muy bonita —comentó.
Tía Petranilla entró de la calle. Se daba un ligero aire a su padre, pero todo lo que el hombre tenía de campechano lo tenía ella de arisca. Se parecía más a su otro hermano, Anthony, el prior de Kingsbridge. Ambos eran altos, de presencia imponente, mientras que su padre era bajo, fornido y cojo.
A Caris no le gustaba Petranilla. La mujer era inteligente a la vez que mezquina, una funesta combinación en un adulto, pues Caris jamás podía burlarla. Gwenda percibió la incomodidad de su amiga y miró con aprensión a la recién llegada. El único que se alegró de verla fue el hombre.
—Entra, hermana. ¿Dónde están mis sirvientes?
—No sé por qué crees que iba yo a saberlo, viniendo como vengo de mi casa, al otro extremo de la calle, pero si me pides conjeturas, Edmund, diría que tu cocinera está en el gallinero buscando un huevo con que hacerte un pudín y que tu doncella está arriba ayudando a tu mujer a sentarse en la tabla del retrete, el cual suele visitar hacia el mediodía. En cuanto a tus aprendices, espero que ambos estén de guardia en el almacén del río procurando que a ningún borracho ocioso se le meta en su embotada cabeza encender una hoguera a dos pasos de tu almacén de lana.
Ésa era su forma de hablar, soltaba un pequeño sermón como respuesta a una pregunta sencilla. Sus modales eran altaneros, como siempre, pero al hombre no le importó, o fingió que no le importaba.
—Mi valiosísima hermana —dijo—. Está claro quién heredó la sabiduría de padre.
Petranilla se volvió hacia las niñas.
—Nuestro padre era descendiente de Tom Builder, padrastro y mentor de Jack Builder, maestro constructor de la catedral de Kingsbridge —explicó—. Padre juró entregar su primogénito a Dios pero, por desgracia, su primogénito fue una niña, yo. Me puso Petranilla por la santa, que como ya sabréis era hija de San Pedro, y rezó para que el siguiente fuera un varón. Pero el primer varón nació con deformaciones y no quiso entregar a Dios una ofrenda imperfecta, así que educó a Edmund para que se encargara del negocio de la lana. Por fortuna, su tercer hijo fue nuestro hermano Anthony, un joven obediente y temeroso de Dios, que siendo niño entró en el monasterio del que hoy nos enorgullece decir que es el prior.
De haber sido varón, Petranilla habría tomado los hábitos, pero no siendo así, había intentado compensarlo educando a su hijo, Godwyn, para que entrara como monje en el priorato. Igual que el abuelo Wooler, había entregado un hijo a Dios. Caris siempre había sentido lástima de Godwyn, su primo mayor, por tener a Petranilla de madre.
La tía reparó en la capa roja.
—¿De quién es? —preguntó—. ¡Pero si es de carísima tela italiana!
—La he comprado para Rose —contestó Edmund.
Petranilla lo fulminó con la mirada. Caris sabía que estaba pensando que era un loco por comprar una capa así para una mujer que hacía un año que no salía de casa. Sin embargo, el único comentario de su tía fue:
—Eres muy bueno con ella.
Lo que tanto podría ser un cumplido como una crítica velada, aunque al hombre no pareció importarle.
—Sube a verla —la animó—, se alegrará de verte.
Caris lo dudaba; no así Petranilla, que desapareció escalera arriba.
En ese momento entró Alice por la puerta, la hermana de Caris, y se quedó mirando a Gwenda. Tenía once años, uno más que ella.
—¿Quién es? —preguntó.
—Mi nueva amiga, Gwenda —contestó Caris—. Se va a quedar un cachorro.
—¡Pero si ha cogido el que quería yo! —protestó Alice.
Hasta ese momento no se había pronunciado al respecto.
—¡No lo habías elegido! —repuso Caris, indignada—. Sólo lo dices porque eres mala.
—¿Por qué tiene que llevarse uno de nuestros cachorros?
—Vamos, vamos —intervino su padre—, hay cachorros de sobra.
—¡Caris tenía que haberme preguntado primero cuál quería!
—Sí, debería haberlo hecho —convino su padre, a pesar de saber fehacientemente que Alice sólo quería llamar la atención—. No vuelvas a hacerlo, Caris.
—Sí, papá.
La cocinera salió de la cocina con jarras y vasos. Cuando Caris estaba aprendiendo a hablar la llamaba Tutty, nadie sabía por qué, y Tutty se le había quedado.
—Gracias, Tutty —dijo el padre—. Sentaos a la mesa, niñas.
Gwenda vaciló sin saber si la invitación la incluía a ella, pero Caris le hizo un gesto de asentimiento, consciente de que ésa había sido la intención de su padre. El hombre solía invitar a comer a todo el que tuviera delante.
Tutty llenó la jarra de cerveza del padre y luego sirvió a las niñas, aunque rebajada con agua. Gwenda se bebió la suya de una sentada, con deleite, por lo que Caris adivinó que no debía de probarla a menudo. Los pobres bebían sidra obtenida de las manzanas silvestres.
A continuación, la cocinera puso delante de ellos una gruesa hogaza de pan de centeno. Caris se dio cuenta de que la niña nunca se había sentado a comer a una mesa cuando Gwenda cogió la suya para hincarle el diente.
—Espera —le dijo en voz baja.
Gwenda soltó el pan. Tutty entró el jamón en una tabla y un plato de col. El padre cogió el cuchillo grande y cortó lonchas de jamón, que fue apilando en las rebanadas de pan. Gwenda miraba de hito en hito la cantidad de comida que le estaban sirviendo. Caris se sirvió una cucharada de col encima del jamón.
La doncella, Elaine, bajó apresurada la escalera.
—La señora parece que está peor —anunció—. La señora Petranilla dice que debería mandar a buscar a la madre Cecilia.
—Entonces corre al priorato y suplícale que venga —dispuso el padre. La sirvienta salió corriendo—. Comed, niñas —dijo, y pinchó una loncha de jamón caliente con el cuchillo, aunque por la mirada perdida, Caris adivinó que la comida había dejado de procurarle placer.
—Es maná del cielo —comentó Gwenda en un susurro, saboreando la col.
Caris la probó. Estaba cocinada con jengibre. Seguramente la niña no había probado nunca el jengibre, que sólo podían permitirse los ricos.
Petranilla bajó, se sirvió un poco de jamón en un plato de madera y se lo subió a su madre, pero al cabo de unos minutos regresó con la comida intacta. Se sentó a la mesa y la cocinera le sirvió una hogaza de pan.
—Cuando era niña, éramos la única familia de Kingsbridge que podía permitirse comer carne a diario —comentó—. Salvo los días de ayuno, claro, porque mi padre era muy devoto. Fue el primer mercader de lana de la ciudad que comerció directamente con los italianos. Hoy en día lo hace todo el mundo, aunque mi hermano Edmund sigue siendo el más importante.
Caris había perdido el apetito y tenía que masticar mucho la comida antes de poder tragarla. Por fin llegó la madre Cecilia, una mujercilla vivaracha de maneras autoritarias, que inspiraba confianza. La acompañaba la hermana Juliana, una persona sencilla y de buen corazón. Caris se sintió mejor al verlas subir la escalera, un alegre gorrión seguido de una gallina con andares de pato. Lavarían a su madre con agua de rosas para bajarle la fiebre y la fragancia le levantaría el ánimo.
Tutty llevó manzanas y queso. El padre mondó una de las piezas distraídamente con su cuchillo. Caris recordó que cuando ella era más pequeña, él solía pelarle la manzana y dársela en trocitos y que luego él se comía la piel.
La hermana Juliana bajó la escalera con una expresión preocupada en su rechoncho rostro.
—La priora quiere que el hermano Joseph vea a la señora Rose —anunció. Joseph era el médico más antiguo del monasterio; se había educado con los maestros de Oxford—. Voy a buscarlo —dijo, y salió corriendo por la puerta principal.
El padre dejó la manzana pelada en la mesa.
—¿Qué va a pasar? —preguntó Caris.
—No lo sé, rosita mía. ¿Va a llover? ¿Cuántos sacos de lana necesitan los florentinos? ¿Contraerán las ovejas la morriña? ¿Nacerá una niña o un niño con una pierna inútil? Son cosas que nunca se saben, ¿verdad? Eso es… —Desvió la mirada—. Por eso la vida es tan dura.
Le dio la manzana. Caris se la pasó a Gwenda, quien se la comió entera, corazón y pepitas incluidos.
El hermano Joseph llegó pocos minutos después, acompañado de un joven ayudante que Caris conocía. Era Saul Whitehead y se llamaba así porque tenía el cabello muy claro, el poco que le quedaba después de cortárselo según las normas monásticas, de color rubio ceniza.
Cecilia y Juliana bajaron al salón para no estorbar a los dos hombres en la pequeña alcoba. Cecilia se sentó a la mesa, pero no probó bocado. Tenía una carita pequeña de rasgos angulosos: una naricilla afilada, ojos llenos de vida y una barbilla que parecía la proa de una barca. Miró a Gwenda con curiosidad.
—Bien, veamos, ¿quién es esta chiquilla? ¿Y ama a Jesús y a su Santa Madre? —preguntó con voz alegre.
—Me llamo Gwenda, soy amiga de Caris.
La niña miró angustiada a su amiga, como si temiera haber sido demasiado presuntuosa al suponer una amistad entre ellas.
—¿La Virgen María hará que mi madre se ponga mejor? —preguntó Caris.
—A eso le llamo yo no andarse por las ramas. —Cecilia enarcó una ceja—. Qué fácil habría sido adivinar que eres hija de Edmund.
—Todo el mundo le reza, pero no todos sanan —insistió Caris.
—¿Y sabes por qué es así?
—Tal vez no ayuda a nadie y lo que pasa es que los fuertes se restablecen y los débiles no.
—Vamos, vamos, no digas tonterías —intervino su padre—. Todo el mundo sabe que la Santa Madre nos asiste.
—No pasa nada —aseguró Cecilia—. Es normal que los niños hagan preguntas, en especial los más avispados. Caris, los santos son todopoderosos, pero algunas oraciones tienen más efecto que otras. ¿Lo entiendes?
Caris asintió de mala gana, sintiéndose más engañada que convencida.
—Debe asistir a nuestra escuela —dijo Cecilia.
Las hermanas dirigían una escuela para las hijas de la nobleza y los ciudadanos más prósperos. Los monjes tenían una aparte para los chicos.
El padre no parecía demasiado dispuesto a acceder.
—Rose les ha enseñado a leer —repuso—. Y Caris sabe contar igual que yo, de hecho me ayuda en el negocio.
—Debería aprender mucho más. Estoy segura de que no deseas que pase su vida a tu merced.
—Los libros no tienen nada que enseñarle —intervino Petranilla—. Es un gran partido. A ambas les sobrarán pretendientes. Los hijos de mercaderes, incluso de reyes, harán cola a la puerta de casa para emparentarse con esta familia. Aunque Caris es muy terca; debemos velar por que no se eche a perder en los brazos de un menesteroso juglar.
Caris comprendió que Petranilla no preveía que la obediente Alice le diera ningún problema; seguramente se casaría con quien le eligieran.
—Puede que Dios llame a Caris a su servicio —comentó Cecilia.
—Dios ya ha reclamado a dos miembros de esta familia: mi hermano y mi sobrino —repuso el padre de mal humor—. Yo diría que por ahora está satisfecho.
—¿Tú qué dices? —preguntó Cecilia a Caris—. ¿Quieres ser comerciante de lana, la esposa de un caballero o monja?
La idea de ser monja la horrorizaba. Tendría que acatar las órdenes de los demás a todas horas. Sería como seguir siendo niña el resto de su vida y tener a Petranilla de madre. Igual de malo le parecía ser la esposa de un caballero, o de cualquier otro hombre, dado que las mujeres debían obedecer a sus maridos. De las tres poco apetecibles opciones, ayudar a su padre y luego tal vez sustituirlo al frente del negocio, cuando se hiciera mayor, era la que menos le repelía, aunque, por otro lado, no era con lo que soñaba.
—Ninguna de las tres —contestó.
—Entonces, ¿hay algo que desees ser? —preguntó Cecilia.
Lo había, aunque Caris no se lo había dicho a nadie. De hecho, hasta ese momento ni siquiera ella se había dado cuenta, pero la ambición había tomado forma y de repente supo sin lugar a duda cuál era su destino.
—Seré médico —anunció.
Se hizo un breve silencio, tras el cual todos se echaron a reír.
Caris se sonrojó, ignorando qué les hacía tanta gracia. Su padre se apiadó de ella.
—Sólo los hombres pueden ser médicos. ¿No lo sabías, rosita mía?
Caris estaba desconcertada. Se volvió hacia Cecilia.
—¿Y vos?
—No soy médico —contestó Cecilia—. Las monjas cuidamos de los enfermos, pero seguimos las instrucciones de hombres instruidos. Los monjes que han estudiado con los grandes sabios conocen el funcionamiento de los humores del cuerpo, cómo se desequilibran en los enfermos y cómo se devuelven a sus proporciones correctas para que sanen. Saben qué vena conviene sangrar para curar las migrañas, la lepra o la dificultad para respirar; o dónde aplicar ventosas y cauterizar; o si utilizar cataplasmas o baños.
—¿Y una mujer no puede aprender esas cosas?
—Tal vez, pero ésos no son los designios del Señor.
A Caris le sacaba de quicio el modo en que los adultos echaban mano de ese tópico cada vez que se encontraban en un atolladero. Antes de que pudiera responder, el hermano Saul bajó la escalera con un cuenco lleno de sangre y atravesó la cocina para tirarla en el patio trasero. Las lágrimas acudieron a los ojos de Caris ante esa visión. Todos los médicos utilizaban la sangría como remedio, por lo que debía de ser efectiva, pero de todas formas no soportaba ver la fuerza vital de su madre arrojada como un desecho.
Saul regresó a la habitación de la enferma y, al poco, Joseph y él bajaron al comedor.
—He hecho todo lo que he podido por ella —le dijo Joseph solemnemente a Edmund—. Se ha confesado.
«¡Se ha confesado!». Caris sabía lo que eso significaba. Se echó a llorar.
Su padre sacó seis peniques de plata de un saquito y se los entregó al monje.
—Gracias, hermano —dijo, con voz ronca.
Al tiempo que los hermanos salían por la puerta, las monjas subieron al piso de arriba.
Alice se sentó en el regazo de su padre y hundió la cara en su cuello. Caris lloraba y se abrazaba a Trizas. Petranilla ordenó a Tutty que despejara la mesa. Gwenda observaba todo con los ojos abiertos como platos. Permanecieron sentados a la mesa, en silencio, a la espera.