2

Merthin tenía once años, uno más que su hermano Ralph, pero, para su inmensa frustración, Ralph era más alto y fornido. Aquello era motivo de discusión entre sus progenitores. Sir Gerald, su padre, era soldado y no conseguía ocultar su decepción cuando Merthin se revelaba incapaz de levantar una lanza pesada, cuando lo abandonaban las fuerzas antes de que acabara de talar un árbol o cuando volvía a casa llorando tras perder una pelea. Su madre, lady Maud, tampoco servía de gran ayuda, pues no hacía más que avergonzarlo mostrándose demasiado protectora con él, cuando lo que Merthin necesitaba era que no le prestara tanta atención. Cuando el padre se henchía de orgullo ante la fuerza de Ralph, la madre intentaba compensarlo criticando la simpleza del menor de los hermanos. Ralph era un poco corto de entendederas, pero nada podía hacer al respecto, y que lo regañaran por su tosquedad sólo conseguía enojarlo, lo que a su vez lo llevaba a enzarzarse en peleas con otros chicos.

Ambos estaban irritables esa mañana de Todos los Santos. El padre no quería ir a Kingsbridge, pero se había visto obligado a ceder, pues le debía dinero al priorato y no tenía con qué resarcir sus cuentas. La madre le había advertido que le quitarían las tierras. Era señor de tres aldeas en los alrededores de Kingsbridge. El padre le recordó que era descendiente directo de aquel Thomas que acabó convertido en conde de Shiring el año que el rey Enrique II mandó asesinar al arzobispo Becket. El conde Thomas era hijo de Jack Builder, el maestro constructor de la catedral de Kingsbridge, y de lady Aliena de Shiring, una pareja prácticamente legendaria cuya historia se relataba en las largas tardes de invierno junto a las heroicas proezas de Carlomagno y Rolando. Con semejante árbol genealógico, los monjes no podían confiscarle las tierras, vociferó sir Gerald, y mucho menos esa vieja quisquillosa del prior Anthony. Cuando empezó a gritar, el rostro de Maud adoptó una expresión de cansada resignación y la mujer se dio media vuelta, aunque Merthin la oyó musitar: «Lady Aliena tenía un hermano, Richard, que sólo valía para la guerra».

Tal vez el prior Anthony fuera una vieja quisquillosa, pero al menos había sido lo bastante hombre para reclamar las deudas pendientes de sir Gerald. Había acudido al señor de Gerald, el actual conde de Shiring, quien resultaba ser también primo segundo de éste. El conde Roland había emplazado a Gerald a Kingsbridge ese día para reunirse con el prior y hallar una solución. De ahí el mal humor del padre.

Y encima le habían robado.

Había reparado en la ausencia de la bolsa después de la misa de Todos los Santos. Merthin había disfrutado de la escena: la oscuridad, los ruidos extraños, la música que al principio apenas se oía y que luego había inundado la descomunal iglesia y, finalmente, el lento y progresivo alumbramiento de las velas. A medida que el edificio se iluminaba, también se había ido percatando de que algunas personas habían aprovechado la oscuridad para cometer pecadillos por los que deberían confesarse; había visto a dos monjes que interrumpían sus besuqueos apresuradamente y a un avispado mercader que retiraba la mano del generoso pecho de una sonriente mujerona que no parecía ser su esposa. Merthin seguía entusiasmado cuando volvieron al hospital.

Mientras esperaban a que las monjas sirvieran el almuerzo, un mozo de cocina atravesó la estancia y subió la escalera con una bandeja en la que portaba una enorme jarra de cerveza y una fuente de ternera ahumada.

—Tu pariente, el conde, ya podría invitarnos a almorzar con él en sus estancias privadas —rezongó la madre—. Después de todo, tu abuela era hermana de su abuelo.

—Si no quieres gachas, podemos ir a la taberna —contestó el padre.

Merthin aguzó el oído. Le encantaban los almuerzos de las tabernas, con su pan fresco y su manteca salada, pero enseguida oyó replicar a su madre:

—No podemos permitírnoslo.

—Sí podemos —repuso su padre, llevándose la mano a la bolsa, momento en que descubrió su ausencia.

Lo primero que hizo fue mirar al suelo, por si se le había caído, pero entonces notó los extremos cortados de la correa de cuero y soltó un bramido de indignación. Todo el mundo lo miró salvo su esposa, quien se volvió hacia otro lado.

—Era todo el dinero que teníamos —la oyó murmurar Merthin.

Su padre fulminó a los restantes huéspedes del hospital con una mirada acusadora. La ira oscureció la larga cicatriz que le recorría un lado de la cara, desde una sien hasta el ojo. Se hizo un tenso silencio en la estancia; un caballero enojado era peligroso, sobre todo uno que, a todas luces, pasaba por una mala racha.

—Te han robado en la iglesia, seguro —dijo la madre.

Merthin estaba de acuerdo. En la oscuridad se habían robado algo más que besos.

—¡Y encima sacrilegio! —Se escandalizó el padre.

—Ya sabía yo que iba a suceder, en cuanto levantaste a esa niña… —insistió la madre, con una mueca de acritud, como si hubiera tragado algo amargo—. Seguramente el ladrón te asaltó por la espalda.

—¡Hay que encontrarlo! —rugió él.

—Lamento mucho lo ocurrido, sir Gerald —se disculpó el joven monje llamado Godwyn—. Iré a informar a John Constable[1] ahora mismo para que busque a algún aldeano pobre que se haya hecho rico de la noche a la mañana.

A Merthin se le antojó un plan muy poco prometedor. Había miles de aldeanos y cientos de feligreses que procedían de otros lugares. El alguacil no podía vigilarlos a todos.

Con todo, eso pareció apaciguar ligeramente a su padre.

—¡Ese golfo acabará en la horca! —exclamó, sin alzar la voz tanto como antes.

—Mientras tanto, tal vez nos haríais el honor de compartir la mesa dispuesta delante del altar con vuestra esposa e hijos —propuso Godwyn, zalamero.

El padre rezongó, aunque Merthin sabía que se sentía halagado por el hecho de que se le concediera un estatus superior al de los demás huéspedes, quienes no tendrían más remedio que sentarse en el mismo suelo donde habían dormido.

Merthin se tranquilizó en cuanto se cercioró de que la amenaza del estallido de violencia había pasado; no obstante, cuando la familia tomaba asiento, se preguntó con preocupación qué sería de ellos a partir de entonces. Su padre era un valiente soldado, o eso decía todo el mundo. Sir Gerald había luchado por el viejo rey en Boroughbridge, donde la espada de un rebelde de Lancashire le había obsequiado con aquella cicatriz en la frente. Pero la suerte no le sonreía. Algunos caballeros volvían a casa con un auténtico botín después de la batalla: joyas saqueadas, una carretada de dispendiosas telas flamencas y sedas italianas o el bienamado padre de una familia noble al que poder intercambiar por un rescate de un millar de libras. Sir Gerald nunca parecía participar de dichos botines y, sin embargo, debía costear las armas, la armadura y un carísimo caballo de batalla para poder cumplir con su obligación y servir al rey. Además, las rentas que le reportaban las tierras nunca eran suficientes. De modo que, en contra de los deseos de su esposa, el hombre había empezado a pedir préstamos.

Los mozos de cocina entraron con un caldero humeante. La familia de sir Gerald fue la primera en ser servida. Las gachas eran de cebada y estaban sazonadas con romero y sal. Ralph, que no entendía el porqué de las preocupaciones de la familia, empezó a charlar animadamente sobre la misa de Todos los Santos, pero el sombrío silencio con que eran recibidos sus comentarios lo hicieron callar.

Una vez dieron cuenta de las gachas, Merthin se dirigió al altar, detrás del cual había escondido el arco y las flechas. La gente se lo pensaría dos veces antes de robar algo de un altar. Puede que decidieran superar sus miedos si la recompensa era lo bastante tentadora, pero un arco casero tampoco era un gran reclamo, así que, por descontado, allí seguía.

Con todo, estaba orgulloso de su arco. Era pequeño, porque para doblar uno de los grandes, un arco de casi dos metros, se requería de toda la fuerza de un hombre adulto. El de Merthin no llegaba al metro y medio y era muy fino, pero por lo demás era idéntico al largo arco inglés que a tantos escoceses de las montañas, rebeldes galeses y caballeros franceses pertrechados de armadura había abatido.

Hasta el momento su padre no le había hecho ningún comentario respecto al arco y en ese instante lo miraba como si lo estuviera viendo por primera vez.

—¿De dónde has sacado la varilla? Son costosas.

—Ésta no, es demasiado corta. Me la dio un arquero.

Su padre asintió.

—Aparte de eso, es perfecta —comentó—. La sacan del interior del tejo, donde se juntan la albura y el duramen —dijo, señalando las distintas tonalidades de la madera.

—Lo sé —contestó Merthin entusiasmado; la oportunidad de impresionar a su padre no se le presentaba demasiado a menudo—. La albura es más dúctil, por eso es mejor para la parte frontal del arco, porque recupera su forma original, y el duramen, tan recio, es mejor para el interior de la curva, porque retrocede cuando se dobla el arco.

—Exacto —dijo su padre, devolviéndole la vara—. Pero recuerda que no es arma para un noble. Los hijos de los caballeros no se hacen arqueros. Dáselo a un campesino.

—¡Pero si ni siquiera lo he probado! —protestó Merthin, desmoralizado.

—Deja que jueguen —intervino la madre—. Son sólo niños.

—Tienes razón —convino su padre, interesándose en otras cosas—. ¿Crees que esos monjes nos traerían una jarra de cerveza?

—Pídesela —lo animó su esposa—. Merthin, cuida de tu hermano.

—Seguramente será al revés —rezongó sir Gerald.

Merthin se sintió herido. Su padre no tenía ni la menor idea de cómo eran sus hijos: Merthin podía cuidar de sí mismo, pero Ralph no hacía más que meterse en problemas. Con todo, el chico sabía muy bien que no le convenía empezar una discusión con su padre, sobre todo estando éste de tan mal humor, así que abandonó el hospital sin abrir la boca. Ralph lo siguió.

Cuando salieron del recinto de la catedral hacía un día frío y nítido, y el cielo estaba techado por nubes altas de un gris desvaído. Enfilaron la calle principal y dejaron atrás Fish Lane, Leather Yard y Cookshop Street. Al cruzar el puente de madera sobre el río al pie de la colina, abandonaron el casco antiguo y entraron en el barrio de las afueras llamado Newtown, donde las calles de casas de madera se distribuían entre pastos y jardines. Merthin guio el camino hacia un prado llamado Lovers’ Field, donde el alguacil de la ciudad y sus subordinados habían colocado los blancos, las dianas para los arqueros, ya que todos los hombres estaban obligados a realizar prácticas de tiro después de misa por orden del rey.

La gente no necesitaba que la animaran a cumplir el mandato, no era mucho pedir lanzar unas cuantas flechas una mañana de domingo, por lo que un centenar de jóvenes de la ciudad hacían cola a la espera de su turno, observados por las mujeres, los niños y otros hombres que se consideraban demasiado viejos o demasiado dignos para ser arqueros. Algunos contaban con sus propias armas. Para aquéllos que eran muy pobres para poder permitirse un arco, John Constable disponía de económicos arcos de prácticas de fresno o avellano.

Era como un día festivo. Dick Brewer ofrecía picheles de cerveza de barril subido a un carro y las cuatro hijas adolescentes de Betty Baxter se paseaban con bandejas de panecillos especiados. Las gentes pudientes de la ciudad iban envueltas en capas de piel y calzaban zapatos nuevos; incluso las mujeres más pobres se habían arreglado el cabello y habían adornado sus vestidos.

Merthin era el único niño con arco, por lo que de inmediato atrajo la atención de los demás, que enseguida lo rodearon. Los niños le preguntaban con curiosa envidia mientras las niñas lo miraban con admiración o desdén, dependiendo del carácter.

—¿Dónde has aprendido a hacer arcos? —preguntó una.

Merthin la reconoció, la tenía al lado en la catedral. Calculó que tendría un año menos que él. La muchachita llevaba un vestido y una capa de cara lana tupida. Merthin solía encontrar fastidiosas a las niñas de su edad, que no hacían más que reírse tontamente y se negaban a tomarse nada en serio. No obstante, aquélla lo miraba a él y su arco con sincera curiosidad, y eso le gustó.

—Lo hice yo solo. Por intuición —contestó.

—Qué listo. ¿Y funciona bien?

—Todavía no lo he probado. ¿Cómo te llamas?

—Caris, de los Wooler. ¿Y tú?

—Merthin. Mi padre es sir Gerald.

Merthin retiró la capucha de su capa, rebuscó algo y sacó una cuerda de arco enrollada.

—¿Por qué llevas la cuerda en la capucha?

—Para que no se moje cuando llueva. Es lo que hacen los arqueros de verdad.

Pasó el cordel por las muescas de cada extremo de la varilla y dobló el arco ligeramente para que la tensión mantuviera la cuerda en su sitio.

—¿Vas a disparar a los blancos?

—Sí.

—No te dejarán —observó un niño.

Merthin lo miró. Tendría unos doce años y era alto y delgado, con manos y pies grandes. Lo había visto la noche anterior en el hospital del priorato con su familia. Se llamaba Philemon. Merthin se había fijado en que Philemon no había dejado de revolotear entre los monjes, haciéndoles preguntas y ayudándoles a servir la cena.

—Claro que me dejarán —contestó Merthin—. ¿Por qué no iban a hacerlo?

—Porque eres muy pequeño.

—Eso es una estupidez.

Merthin se arrepintió de lo que acababa de decir antes incluso de terminar la frase; los adultos solían ser estúpidos. Sin embargo, le había irritado que Philemon diera por hecho saber más que él, sobre todo después de haber mostrado tanta seguridad delante de Caris.

Se alejó de los niños y se acercó al grupo de adultos que esperaba su turno para disparar a las dianas. Conocía a uno de ellos, un hombre muy alto y corpulento llamado Mark Webber. Mark se fijó en el arco y se dirigió a Merthin:

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó con voz afable.

—Lo he hecho yo —contestó Merthin, ufano.

—Mira esto, Elfric —le dijo Mark a su vecino—. Buen trabajo.

El tal Elfric, un hombre fornido y de mirada astuta, estudió el arco de forma somera.

—Es demasiado pequeño —sentenció, desdeñoso—. Con eso es imposible disparar una flecha que traspase una armadura francesa.

—Puede que no —contestó Mark con suavidad—, pero espero que al muchacho le queden un par de años antes de tener que luchar contra los franceses.

—Estamos listos, empecemos —anunció John Constable—. Mark Webber, eres el primero.

El gigantón se acercó a la línea, escogió un arco de aspecto macizo y lo probó. Dobló la gruesa madera sin esfuerzo.

En ese momento el alguacil reparó en Merthin.

—Niños no —advirtió.

—¿Por qué no? —preguntó Merthin.

—Porque no. Sal de en medio.

Merthin oyó las risitas de los otros niños.

—¡Eso no es una razón! —repuso, indignado.

—No tengo por qué dar explicaciones a un niño —contestó John—. Muy bien, Mark, adelante.

Merthin se sintió enrojecer. Aquel sabelotodo de Philemon había demostrado ante los demás que se había equivocado. Se alejó de las dianas.

—Te lo advertí —dijo Philemon.

—Cierra la boca y vete de aquí.

—¿Quién me va a echar? ¿Tú? —se burló Philemon, quien le sacaba una cabeza a Merthin.

—No, yo —intervino Ralph.

Merthin suspiró. La lealtad de Ralph era inquebrantable, pero no se daba cuenta de que defendiéndolo de Philemon sólo conseguía hacer que pareciese un alfeñique además de un idiota.

—De todas maneras ya me iba —dijo Philemon—. Voy a ayudar al hermano Godwyn.

Y se marchó.

Los demás niños empezaron a dispersarse en busca de otros entretenimientos.

—Puedes ir a cualquier otro sitio a probar el arco —aconsejó Caris.

Era evidente que estaba ansiosa por saber si funcionaba. Merthin miró a su alrededor.

—¿Adónde?

Si lo sorprendían disparando sin la supervisión de un adulto, podían quitarle el arco.

—Podríamos ir al bosque.

Merthin no dio crédito. Los niños tenían prohibido ir al bosque, el lugar donde se ocultaban los proscritos, hombres y mujeres que vivían de las malas artes. Podían arrancarles las ropas o convertirlos en esclavos, y existían otros peligros que los padres sólo se atrevían a dejar entrever. Aunque consiguieran sortear todos esos peligros, los niños probablemente no escaparían a la buena reprimenda que sus padres les propinarían por desobedecer.

Sin embargo, Caris no parecía asustada y Merthin no estaba dispuesto a parecer menos decidido que ella. Además, el brusco desaire del alguacil lo animaba a la rebeldía.

—Muy bien —accedió—, pero será mejor que no nos vean.

La niña tenía la respuesta para eso.

—Conozco un camino.

Caris se dirigió hacia el río y Merthin y Ralph la siguieron. Un pequeño perro de tres patas renqueó tras ellos.

—¿Cómo se llama tu perro? —preguntó Merthin.

—No es mío, pero le he dado un trozo de beicon mohoso y ahora no hay manera de quitármelo de encima —contestó ella.

Avanzaron por la lodosa orilla del río y dejaron atrás varios almacenes, embarcaderos y gabarras. Merthin estudió con disimulo a la chica que con tanta desenvoltura se había convertido en la cabecilla del grupo. Tenía un rostro cuadrado de expresión decidida, ni hermoso ni feo, y había picardía en su mirada de ojos verdes moteados de castaño. Llevaba el cabello, de color castaño claro, recogido en dos trenzas, a la moda de las mujeres acaudaladas. Vestía ropas caras, pero calzaba unos prácticos borceguíes de cuero en vez de los zapatos bordados que solían preferir las damas de la nobleza.

Caris dejó el río a un lado, los condujo a través de un almacén de maderas y segundos después se encontraban en un bosque plagado de maleza. A Merthin lo embargó cierta desazón. Llegados al bosque, donde un proscrito podía estar acechándolos detrás de cualquier roble, empezó a arrepentirse de su bravuconería, aunque su amor propio le impidió echarse atrás.

Continuaron caminando en busca de un calvero lo bastante grande para practicar con el arco.

—¿Veis ese enorme acebo? —preguntó Caris con complicidad.

—Sí.

—En cuanto lo pasemos, agachaos igual que yo y no hagáis ruido.

—¿Por qué?

—Ya lo veréis.

Instantes después, Merthin, Ralph y Caris se escondieron en cuclillas detrás del arbusto. El perro de tres patas se sentó con ellos mirando esperanzado a Caris. Ralph iba a hacer una pregunta, pero Caris lo hizo callar.

Un minuto después apareció una niña. Caris salió de un salto de detrás del arbusto y se abalanzó sobre ella. La niña gritó.

—¡Cállate! —le advirtió Caris—. El camino no está muy lejos y no queremos que nos oigan. ¿Por qué nos sigues?

—¡Te has llevado a mi perro y no quiere volver! —gimoteó la niña.

—Te conozco, esta mañana te he visto en la iglesia —dijo Caris con voz suavizada—. Está bien, no llores, no vamos a hacerte daño. ¿Cómo te llamas?

—Gwenda.

—¿Y el perro?

—Brinco.

Gwenda levantó al perro y éste empezó a secarle las lágrimas a lametazos.

—Bueno, ya lo tienes, pero será mejor que vengas con nosotros, no sea que vuelva a escaparse. Además, tú sola podrías perderte de vuelta a casa.

Siguieron andando.

—¿Qué tiene ocho brazos y once piernas? —preguntó Merthin.

—Me rindo —contestó Ralph al instante. Siempre se rendía.

—Yo lo sé —dijo Caris, con una sonrisa—. Nosotros. Cuatro niños y el perro. —Se rio—. Ha estado bien.

Merthin se sintió halagado. La gente no siempre entendía sus bromas y las chicas en concreto, casi nunca. Instantes después oyó que Gwenda se lo explicaba a Ralph.

—Dos brazos más dos brazos más dos brazos más dos brazos son ocho —sumó—. Dos piernas…

No se encontraron con nadie; todo estaba saliendo bien. Las pocas personas con quehaceres reconocidos en el bosque —leñadores, carboneros y fundidores de hierro— libraban ese día y sería muy extraño encontrarse con una partida de caza en domingo. Si se topaban con alguien, con toda probabilidad se trataría de un proscrito. No obstante, había pocas posibilidades. El bosque era enorme, se extendía durante varios kilómetros. Merthin jamás se había adentrado lo bastante para saber hasta dónde llegaba.

Alcanzaron un amplio claro.

—Aquí está bien —opinó Merthin.

En el otro extremo, a unos quince metros, se alzaba un roble de ancho tronco. Merthin se puso de perfil, como había visto hacer a los hombres. Sacó una de sus tres flechas y encajó la muesca en la cuerda del arco. La fabricación de las flechas le había supuesto tanta dificultad como el arco. El astil era de madera de fresno y estaban adornadas con plumas de ganso. No había conseguido hierro para las puntas, así que se había limitado a afilar los extremos y luego había quemado la madera para endurecerla. Miró al árbol y tensó la cuerda, tirando de ella hacia atrás, para lo que necesitó de todas sus fuerzas. Luego soltó la flecha.

El proyectil cayó al suelo a pocos centímetros del objetivo. Brinco trotó por el claro para recuperarla.

Merthin estaba desconcertado. Esperaba que la flecha atravesara el aire y se incrustara en el árbol. Comprendió que no había tensado el arco lo suficiente.

Probó con la otra mano. Ésa era una de sus rarezas, que no era ni diestro ni zurdo, sino ambas cosas. Al segundo intento tiró de la cuerda todo lo que pudo y empujó el arco con todas sus fuerzas. Esta vez consiguió doblarlo más que antes. La flecha casi alcanzó el árbol.

Al tercer disparo apuntó el arco hacia arriba con la esperanza de que la flecha atravesara el aire dibujando una parábola y alcanzara el tronco. Sin embargo, quiso compensarlo en exceso, por lo que la flecha se perdió entre las ramas y cayó al suelo en medio de un susurro de hojas secas.

Merthin se sintió avergonzado. El tiro con arco era más difícil de lo que había imaginado. Supuso que al arco no le pasaba nada y que el problema radicaba en su destreza, o en su falta de ésta.

Una vez más, Caris no dio muestras de haber reparado en su turbación.

—Déjame probar —le pidió.

—Las niñas no saben disparar —dijo Ralph, y le quitó el arco a Merthin.

Se colocó de perfil, como Merthin, pero no disparó de inmediato, sino que estuvo doblando el arco varias veces, acostumbrándose a él. Igual que a su hermano, al principio le resultó más complicado de lo que esperaba, pero enseguida pareció habituarse a él.

Brinco había depositado las tres flechas a los pies de Gwenda. La niña las recogió y se las entregó a Ralph, quien apuntó hacia el tronco del árbol sin tensar el arco ni los músculos de los brazos. Merthin comprendió que debería haber hecho lo mismo. ¿Por qué se le ocurrían ese tipo de cosas a Ralph sin más? A él, que jamás era capaz de adivinar un acertijo. Ralph tensó el arco, no sin esfuerzo, en un movimiento acompasado, al parecer concentrando casi toda la fuerza en las piernas. Soltó la flecha, que alcanzó el tronco del roble y se hundió más de tres centímetros en la corteza. Ralph sonrió triunfante.

Brinco salió trotando detrás del proyectil, pero al llegar junto al árbol se detuvo desconcertado.

Merthin comprendió qué iba a hacer cuando vio que Ralph volvía a tensar el arco.

—No…

Demasiado tarde. Ralph le había disparado al perro y lo había alcanzado en la nuca. Brinco cayó al suelo y empezó a estremecerse.

Gwenda gritó.

—¡Oh, no! —exclamó Caris.

Ambas corrieron hacia el animal mientras Ralph sonreía satisfecho de sí mismo.

—¿Qué te parece eso? —preguntó, ufano.

—¡Le has disparado a su perro! —exclamó Merthin, enfadado.

—No es para tanto… Sólo tenía tres patas.

—A la niña le gustaba, cernícalo. Está llorando.

—Lo que pasa es que estás celoso porque no sabes disparar.

Ralph atisbó algo por el rabillo del ojo. Preparó una nueva flecha con un suave movimiento, dibujó un semicírculo con el arco preparado y abrió la mano. Merthin no vio a qué le disparaba hasta que la saeta alcanzó su objetivo y una rolliza liebre saltó en el aire con el asta hundida en las patas traseras.

El chico no pudo ocultar su admiración. Aun con práctica, no todo el mundo era capaz de alcanzar a una liebre en movimiento. Ralph tenía un don natural y Merthin estaba celoso, aunque jamás lo admitiría. Deseaba ser caballero, un hombre fuerte y audaz, y luchar por el rey como lo había hecho su padre, pero se desanimaba cuando comprendía lo inútil que era en cosas como el tiro con arco.

Ralph encontró una piedra con la que le aplastó el cráneo a la liebre para acabar con su agonía.

Merthin se arrodilló junto a las dos niñas y Brinco. El perro no respiraba.

Caris le extrajo la flecha del cuello con suavidad y se la tendió a Merthin. La sangre no manó a chorros; Brinco estaba muerto.

Todos se quedaron callados. El grito de un hombre rompió el silencio que se había instalado entre ellos.

Merthin se puso en pie de un salto, con el corazón a punto de salírsele del pecho. Oyó un nuevo grito, una voz diferente; eran más de uno. Y por el tono, beligerante y airado, parecían en medio de una trifulca. Estaba aterrado, igual que los demás. Paralizados, alerta, oyeron algo más: un hombre que se abría camino entre la maleza a la carrera, partiendo ramas caídas, arrollando arbolillos y pisando hojas muertas a su paso.

Se dirigía hacia ellos.

Caris fue la primera en hablar.

—A los matorrales —dijo, señalando un macizo de arbustos.

Merthin imaginó que se trataba de la madriguera de la liebre que Ralph había matado. Segundos después se encontraba boca abajo, arrastrándose bajo el tupido ramaje. Le siguió Gwenda, acunando el cuerpo de Brinco. Ralph recogió la liebre muerta y los imitó. Merthin estaba en cuclillas cuando recordó que habían olvidado una flecha delatora clavada en el tronco del árbol. Atravesó el calvero sin perder tiempo, la extrajo de un tirón, regresó corriendo y se lanzó bajo los matorrales.

La respiración jadeante del hombre precedió a su aparición. Resollaba al correr, inhalando bocanadas irregulares de aire con tanto esfuerzo que parecía que estuvieran a punto de estallarle los pulmones. Sus perseguidores eran los que gritaban, intercambiándose indicaciones. Merthin recordó que Caris había dicho que el camino no estaba muy lejos de allí. ¿El hombre a la fuga sería un viajero huyendo de posibles salteadores?

Instantes después el hombre irrumpió en el claro.

Se trataba de un caballero de veintipocos años con espada y daga larga colgadas al cinto. Iba bien vestido, con una túnica de viaje de cuero y botas altas con vuelta. El joven trastabilló y cayó al suelo, rodó sobre sí mismo, se puso en pie y apoyó la espalda contra el tronco del roble, resoplando mientras desenfundaba.

Merthin echó un vistazo a sus compañeros. Caris estaba pálida de miedo y se mordía el labio. Gwenda abrazaba el cadáver de su perro como si eso la hiciera sentirse más segura. Ralph también parecía asustado, pero no tanto como para no sacar la flecha de las ancas de la liebre y colar el animal muerto por la parte delantera de la túnica.

Merthin vio que el caballero miraba fijamente los arbustos un instante y, aterrorizado, creyó que los había descubierto. O tal vez le habían llamado la atención las ramas rotas y la hojarasca pisoteada a través de la que se habían abierto camino. Por el rabillo del ojo comprobó que su hermano colocaba una flecha en el arco.

En ese momento aparecieron los perseguidores. Eran dos hombres de armas, fornidos y de aspecto rudo, empuñando sendas espadas. Vestían una inconfundible túnica bicolor, mitad amarilla, mitad verde. Uno llevaba una sobrevesta de modesta lana marrón y el otro una mugrienta capa negra. Los tres hombres hicieron una pausa para recuperar el aliento. Merthin estaba convencido de que iba a presenciar el fin del caballero y sintió el mortificante y vergonzante impulso de romper a llorar, pero entonces, sin más, el caballero le dio la vuelta a la espada y la presentó a los hombres por la empuñadura en señal de rendición.

El mayor de ellos, el de la capa negra, dio un paso al frente y alargó una mano. Incómodo, aceptó la espada que le ofrecían, se la tendió a su compañero y a continuación tomó la daga del caballero.

—No son vuestras armas lo que queremos, Thomas de Langley —dijo entonces.

—Vosotros conocéis mi identidad, pero yo desconozco la vuestra —contestó Thomas. Si albergaba algún miedo, sabía disimularlo a la perfección—. Por vuestras ropas, debéis de ser hombres de la reina.

El de la capa descansó la punta de su espada en el cuello de Thomas y lo empujó contra el tronco.

—Tenéis una carta.

—Instrucciones del conde para el sheriff sobre cuestiones de impuestos. Podéis leerla si así lo deseáis.

El caballero se burlaba de ellos. Difícilmente los hombres de armas sabrían leer. Merthin pensó que Thomas debía de tener un gran temple para mofarse de unos hombres que parecían dispuestos a ajusticiarlo.

El segundo hombre de armas se agachó bajo la espada del primero y se hizo con el bolso que colgaba del cinturón de Thomas. Impaciente, cortó la correa con su propia espada y la lanzó a un lado para abrir el bolso, del que extrajo una bolsa más pequeña hecha con lo que parecía lana aceitada. A continuación sacó de ésta un pergamino enrollado y sellado con lacre.

Merthin se preguntó si aquella discusión podía deberse a una simple carta. Y si era así, ¿qué habría escrito en el rollo? Dudaba que se tratara de vulgares disposiciones sobre impuestos. El pergamino debía de guardar un terrible secreto.

—Si acabáis con mi vida, quienquiera que se oculta detrás de ese arbusto será testigo del asesinato —dijo el caballero.

El cuadro vivo restó paralizado una décima de segundo. El hombre de la capa negra mantuvo la punta de la espada presionada sobre el cuello de Thomas y resistió la tentación de volver la mirada. El de verde vaciló, pero acabó volviéndose hacia los arbustos.

En ese momento, Gwenda gritó.

El hombre de la sobrevesta verde alzó la espada y cruzó el claro de dos zancadas. Gwenda se levantó y echó a correr, saliendo repentinamente de entre los matorrales. El hombre de armas saltó detrás de ella, adelantando una mano para atraparla.

Ralph se alzó de improviso, levantó el arco, apuntó al hombre en un solo y acompasado movimiento y le disparó una flecha que le entró por un ojo y quedó hundida varios centímetros en su cabeza. El hombre se llevó una mano a la cara como si quisiera agarrar la flecha y sacársela, pero se tambaleó y cayó como un saco de grano, con un ruido sordo que hizo temblar el suelo bajo los pies de Merthin.

Ralph salió a la carrera detrás de Gwenda. Merthin vio por el rabillo del ojo que Caris los seguía. Merthin también quiso huir, pero tenía los pies clavados al suelo.

En ese momento oyó un grito al otro lado del claro y vio que Thomas había apartado la espada que lo amenazaba y que de algún lugar oculto había sacado un pequeño cuchillo con una hoja tan larga como la mano de un hombre. Aun así, el hombre de armas de la capa negra estaba atento y, tras dar un salto atrás para ponerse a salvo, levantó la espada y la descargó sobre la cabeza del caballero.

Thomas esquivó el golpe, pero no lo bastante rápido: el filo de la hoja lo alcanzó en un brazo, atravesó el jubón de cuero y se hundió en la carne.

Lanzó un alarido de dolor, pero aguantó en pie. Con un rápido movimiento extraordinariamente grácil, levantó la mano con la que empuñaba el cuchillo y la descargó sobre el cuello de su oponente. A continuación, dibujó un arco, giró la hoja y le cercenó el cuello.

La sangre manó de la garganta del hombre como si de una fuente se tratara. Thomas retrocedió tambaleante tratando de esquivar las salpicaduras. El hombre de negro cayó al suelo con la cabeza colgándole del cuerpo por una tira de piel.

Thomas arrojó el cuchillo y se llevó la mano al brazo herido; acto seguido, se desplomó en el suelo. De repente parecía muy débil.

Merthin estaba solo con el caballero herido y los cadáveres de dos hombres de armas y el del perro de tres patas. Sabía que debía salir corriendo detrás de sus compañeros, pero la curiosidad le impidió moverse del sitio. Se dijo que en ese momento Thomas parecía inofensivo.

El caballero tenía una vista de lince.

—Ya puedes salir —dijo—. En este estado no represento ningún peligro para ti.

Vacilante, Merthin se puso en pie y se abrió paso entre los matorrales. Atravesó el claro y se detuvo a cierta distancia del caballero postrado.

—Si descubren que habéis estado jugando en el bosque os castigarán —dijo Thomas. Merthin asintió con un gesto—. Guardaré el secreto si tú guardas el mío.

Merthin asintió de nuevo. Era una aceptación sin concesiones. Ni él ni ninguno de los otros contaría lo que habían visto. No quería saber lo que les ocurriría si lo hacían. ¿Qué pasaría con Ralph, quien había matado a uno de los hombres de la reina?

—¿Serías tan amable de ayudarme a vendar esta herida? —preguntó Thomas.

A pesar de todo lo que había ocurrido, Merthin reparó en los corteses modales del hombre. El aplomo del caballero era digno de admiración y el niño decidió que así era como deseaba ser de mayor.

—Sí —acertó a contestar Merthin al fin, con un hilo de voz.

—Coge ese cinturón roto y hazme un torniquete en el brazo, si no te importa.

Merthin obedeció. Thomas llevaba la camisa empapada de sangre y la herida del brazo parecía un pedazo de carne marcado con un tajo inmenso sobre una tabla de carnicero. Merthin sintió náuseas, pero se obligó a retorcer el cinturón alrededor del brazo del hombre para cerrar la herida y detener la sangre. Hizo un nudo y Thomas utilizó la otra mano para tensarlo.

El caballero se puso en pie trabajosamente y miró los cadáveres.

—No podemos enterrarlos. Me desangraría antes de terminar de cavar los hoyos —aseguró—. Ni siquiera con tu ayuda —añadió, echando un vistazo a Merthin. Meditó unos instantes—. Por otro lado, no quisiera que los descubriera una pareja en pleno cortejo buscando un lugar donde… estar solos. Los arrastraremos hasta los matorrales donde os escondíais. Primero el de la capa verde.

Se acercaron al cuerpo.

—Una pierna cada uno —apuntó Thomas, agarrando el tobillo del hombre muerto con una mano. Merthin asió el otro pie sin vida con ambas manos y tiró de él. Juntos arrastraron el cadáver hasta los arbustos, junto a Brinco—. Así está bien —decidió Thomas. Estaba pálido de dolor. Al cabo de un momento, se agachó y sacó la flecha del ojo del cadáver—. ¿Es tuya? —preguntó, enarcando una ceja.

Merthin recuperó su flecha y la restregó contra el suelo para limpiar la sangre y los sesos adheridos al astil.

Del mismo modo remolcaron por el claro el segundo cuerpo, que arrastraba tras de sí la cabeza suelta, y lo dejaron junto al primero.

Thomas recogió las espadas de los hombres y las arrojó a los arbustos, al lado de los cadáveres. Luego recuperó sus armas.

—Ahora tendría que pedirte un gran favor —dijo Thomas, sacando su daga—. ¿Te importaría cavar un pequeño agujero?

—De acuerdo.

Merthin cogió la daga.

—Aquí mismo, delante del roble.

—¿Cómo de grande?

Thomas recogió el bolso de piel que llevaba colgado al cinturón.

—Lo bastante para que le sirva de escondite durante cincuenta años.

—¿Por qué? —preguntó Merthin, haciendo acopio de todo su coraje.

—Cava y te contaré lo que pueda.

Merthin dibujó un cuadrado en el suelo y empezó a remover la fría tierra con la daga y a retirarla con las manos.

Thomas recogió el rollo de pergamino y lo metió en la bolsa de lana, que luego introdujo en el bolso.

—Me confiaron esta carta para que se la entregara al conde de Shiring —dijo—, pero contiene un secreto tan delicado que enseguida comprendí que, a la entrega, el portador sería hombre muerto para asegurarse su silencio eterno. Así que tenía que desaparecer. Decidí acogerme a sagrado en un monasterio y tomar los hábitos. Estoy cansado de luchar y he cometido muchos pecados de los que arrepentirme. En cuanto repararon en mi ausencia, la gente que me entregó la carta empezó a buscarme… y la suerte no me asistió. Me descubrieron en una taberna de Bristol.

—¿Por qué os perseguían los hombres de la reina?

—Ella también desearía que el secreto no saliera a la luz.

Thomas le dijo que se detuviera cuando ya había cavado unos cincuenta centímetros y arrojó el bolso dentro.

Merthin empezó a echarle tierra por encima y Thomas lo camufló con hojas y ramitas hasta que quedó invisible a simple vista, imposible de distinguir de cuanto lo rodeaba.

—Si oyes que he muerto, quiero que desentierres la carta y se la entregues a un sacerdote. ¿Me harías ese favor? —preguntó Thomas.

—Sí.

—Hasta ese momento, no debes decírselo a nadie. Mientras sepan que tengo la carta, pero ignoren dónde, no se atreverán a hacer nada. No obstante, si desvelas el secreto, ocurrirán dos cosas: primero, que me matarán; y segundo, que luego irán a por ti.

Merthin se quedó sin respiración. Creía que era injusto hallarse en semejante peligro sólo por haber ayudado a un hombre a cavar un hoyo.

—Siento asustarte —se disculpó Thomas—, pero no tengo la culpa. Después de todo, yo no te he pedido que vinieras aquí.

—No —admitió Merthin, deseando con todas sus fuerzas haber obedecido las órdenes de su madre y haberse mantenido alejado del bosque.

—Voy a regresar al camino, y tú también deberías volver por donde has venido. Estoy seguro de que tus amigos te estarán esperando no lejos de aquí.

Merthin iba a ponerse en marcha cuando lo llamó el caballero.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Merthin, soy hijo de sir Gerald.

—¡No me digas! —dijo Thomas, como si conociera a su padre—. En fin, ni una palabra; ni siquiera a él.

Merthin asintió con un gesto y se fue.

Al cabo de unos metros vomitó, tras lo que se sintió algo mejor.

Como Thomas había supuesto, los demás estaban esperándolo en el linde del bosque, cerca del almacén de madera. Se agolparon a su alrededor y lo tocaron como si quisieran asegurarse de que estaba bien. Parecían aliviados aunque avergonzados, como si se sintieran culpables por haberlo dejado atrás. Todos temblaban, incluso Ralph.

—El hombre al que le disparé, ¿está herido de gravedad? —preguntó.

—Está muerto —contestó Merthin.

Le enseñó la flecha, que todavía estaba manchada de sangre.

—¿Se la sacaste del ojo?

A Merthin le habría gustado que así hubiera sido, pero optó por decir la verdad.

—La sacó el caballero.

—¿Qué le ocurrió al otro hombre de armas?

—El caballero le cortó el cuello y luego escondimos los cuerpos entre los arbustos.

—¿Y te ha dejado marchar?

—Sí.

Merthin no mencionó la carta enterrada.

—Tenemos que guardar esto en secreto —recalcó Caris—. Si lo descubren, nos habremos metido en un buen lío.

—Yo no pienso contarlo —aseguró Ralph.

—Deberíamos hacer un juramento —propuso Caris.

Formaron un pequeño corro. Caris estiró el brazo y su mano quedó en el centro del círculo. Merthin colocó la suya encima. Tenía la piel suave y cálida. Ralph añadió la suya, luego Gwenda imitó a los demás e hicieron un juramento por la sangre de Cristo.

Cuando volvieron a la ciudad las prácticas de tiro habían acabado y ya era hora de comer.

—Cuando sea mayor quiero ser como ese caballero —le confesó Merthin a Ralph cuando cruzaban el puente—. Cortés, valiente y mortífero en el combate.

—Yo también —convino Ralph—. Mortífero.

Al entrar en el casco antiguo de la ciudad, Merthin se vio asaltado por una sensación irracional de sorpresa al ver que la vida normal seguía su curso con toda naturalidad: el llanto de los niños, el olor a carne asada, los hombres bebiendo cerveza a la puerta de las tabernas…

Caris se detuvo delante de una casa enorme de la calle principal, enfrente de la entrada del priorato.

—Mi perro ha tenido cachorros —le dijo a Gwenda, pasándole un brazo por el hombro—. ¿Quieres verlos?

Gwenda todavía parecía asustada y llorosa, pero asintió entusiasmada.

—Sí, por favor.

Merthin pensó que era un gesto muy amable a la par que sutil. Los cachorros serían un consuelo para la niña… y una distracción. Cuando Gwenda regresara junto a su familia, les hablaría de los cachorros y olvidaría la tentación de comentar la escapada al bosque.

Se despidieron y las chicas entraron en la casa. Merthin se sorprendió preguntándose cuándo volvería a ver a Caris.

En ese momento sus otros problemas acudieron a su encuentro. ¿Qué iba a hacer su padre con las deudas? Merthin y Ralph volvieron al recinto de la catedral. Ralph seguía llevando el arco y la liebre muerta. Todo estaba en silencio.

El pabellón de los huéspedes se hallaba vacío salvo por unos cuantos enfermos.

—Vuestro padre está en la iglesia con el conde de Shiring —les informó una monja.

Entraron en la gran catedral. Sus padres estaban en el vestíbulo; la madre permanecía sentada al pie de un pilar, en la esquina sobresaliente donde la columna redonda se unía a la base cuadrada. Tenía una expresión calmada y serena bajo la fría luz que se colaba por los ventanales, casi como si estuviera tallada en la misma piedra gris del pilar contra el que apoyaba la cabeza. Su padre estaba al lado, alicaído, en actitud resignada, delante del conde Roland. El noble era mayor que su padre, pero el cabello oscuro y sus vigorosos ademanes le daban una apariencia más joven. El prior Anthony se encontraba junto al conde.

Los chicos esperaron junto a la puerta, pero su madre les hizo una señal para que se acercaran.

—Venid aquí —los llamó—. El conde Roland nos ha ayudado a llegar a un acuerdo con el prior Anthony que resuelve todos nuestros problemas.

—Y el priorato se queda con todas mis tierras —rezongó su padre, como si no agradeciera tanto como ella las gestiones del conde—. No os quedará nada que heredar.

—Vamos a vivir aquí, en Kingsbridge —anunció su madre, animada—. Seremos pensionistas del priorato.

—¿Qué es un pensionista? —preguntó Merthin.

—Quiere decir que los monjes nos darán techo y dos comidas al día durante el resto de nuestra vida. ¿No es maravilloso?

Merthin adivinó que en realidad no estaba tan encantada con la idea, que sólo lo fingía, y su padre se sentía claramente ultrajado por haber perdido sus tierras. Merthin comprendió que la desgracia hacía algo más que insinuarse por debajo de todo aquello.

—¿Qué será de mis hijos? —preguntó el padre, dirigiéndose al conde.

El conde Roland los miró.

—El mayor promete —dijo—. ¿Has matado tú esa liebre, muchacho?

—Sí, señor —contestó Ralph, orgulloso—. Le disparé una flecha.

—Que se presente ante mí de aquí a un par de años como escudero —se apresuró a decir el conde—. Haremos de él un caballero.

Su padre parecía encantado.

En cambio, Merthin se sentía desconcertado. Se estaban tomando decisiones importantes con demasiada rapidez y le indignaba que su hermano pequeño resultara tan favorecido cuando a él todavía ni siquiera lo habían mencionado.

—¡No es justo! —protestó con vehemencia—. ¡Yo también quiero ser caballero!

—¡No! —Se negó su madre.

—¡Pero el arco lo hice yo!

Su padre suspiró con exasperación, como si estuviera fastidiado.

—Así que tú hiciste el arco, ¿eh, pequeño? —dijo el conde con expresión desdeñosa—. En ese caso serás aprendiz de carpintero.