Tres días después de la huida de Peg, Mack y Lizzie cruzaron una inmensa llanura y llegaron al caudaloso río Holston.
Mack se llenó de emoción. Habían cruzado numerosos arroyos y corrientes, pero estaba seguro de que aquél era el que ellos andaban buscando. Era considerablemente más ancho que los demás y tenía una isla en mitad de la corriente.
—Es éste —le dijo a Lizzie—. Este es el límite de la civilización.
Durante varios días se habían sentido casi completamente aislados en el mundo. La víspera sólo habían visto a un trampero blanco y a tres indios en una lejana colina; aquel día no habían visto a ningún blanco, pero se habían cruzado con varios grupos de indios que guardaban las distancias y no se mostraban ni hostiles ni amistosos.
Mack y Lizzie llevaban mucho tiempo sin ver campos de labranza, pero, a medida que disminuían las granjas, aumentaba la caza: bisontes, venados, conejos y millones de aves comestibles… pavos, patos, gallinetas y codornices. Lizzie los abatía en mayor número del que podían comer.
El tiempo había sido muy amable con ellos. Llovió una vez y se pasaron todo el día caminando entre el barro. Al llegar la noche, estaban empapados de agua y temblando de frío, pero, a la mañana siguiente, el sol los secó. Les habían salido llagas de tanto cabalgar y estaban muertos de cansancio, pero los caballos seguían resistiendo gracias a la lujuriante hierba que había por todas partes y a la avena que Mack les había comprado en Charlottesville.
No habían descubierto ni rastro de Jay, pero no podían confiarse. Tenían que dar por sentado que los estaba siguiendo.
Abrevaron a los caballos en el Holston y se sentaron a descansar en la rocosa orilla. El sendero se había borrado en la llanura y, al otro lado del río, no había el menor indicio de camino. Hacia el norte, el terreno se elevaba progresivamente y, a lo lejos, a unos quince kilómetros de distancia, se levantaba la impresionante mole de una montaña. Allí era a donde se dirigían.
—Tiene que haber un paso —dijo Mack.
—Yo no lo veo —dijo Lizzie.
—Yo tampoco.
—Y si no lo hubiera…
—Buscaremos otro —contestó Mack sin vacilar.
Hablaba muy seguro de sí mismo, pero, en su fuero interno, tenía miedo. Se dirigían a un territorio que ni siquiera figuraba en los mapas. Podían ser víctima de los ataques de los pumas o los jabalíes. Los indios podían volverse agresivos y, aunque de momento había alimento suficiente para cualquiera que tuviera un rifle, ¿qué ocurriría en invierno?
Sacó el mapa a pesar de constarle que no era muy de fiar.
—Ojalá hubiéramos encontrado a alguien que conociera el camino —dijo Lizzie, preocupada.
—Encontramos a varios que lo conocían.
—Y cada uno de ellos nos dijo una cosa distinta.
—Pero todos nos pintaron una imagen parecida —dijo Mack—. Los valles del río discurren del nordeste al suroeste, tal como se indica en el mapa, y nosotros tenemos que ir hacia el noroeste en ángulos rectos con respecto a los ríos, cruzando toda una serie de altas montañas.
—Lo difícil será encontrar los pasos que cruzan las cordilleras montañosas.
—Tendremos que avanzar en zigzag. Dondequiera que veamos un paso que nos pueda conducir al norte, lo seguiremos. Cuando lleguemos a una montaña que nos parezca infranqueable, giraremos al oeste y seguiremos el valle, buscando la siguiente oportunidad de girar al norte. Es posible que los pasos no estén en los lugares que se indican en el mapa, pero en algún sitio tienen que estar.
—Bueno, pues ahora lo que tenemos que hacer es ir probando —dijo Lizzie.
—Si tropezamos con alguna dificultad, desandaremos el camino y seguiremos otro.
—Prefiero hacer eso que visitar a las amistades en Berkeley Square —dijo Lizzie sonriendo.
Mack le devolvió la sonrisa. Siempre estaba dispuesta a todo. Era uno de los rasgos que más le gustaban de ella.
—Es mejor que trabajar de minero.
Lizzie volvió a ponerse muy seria.
—Ojalá Peg estuviera con nosotros.
Mack también lo pensaba. No habían encontrado ni rastro de ella después de la fuga. Habían abrigado la esperanza de darle alcance aquel mismo día, pero no fue así.
Lizzie se había pasado toda la noche llorando. Era como si hubiera perdido dos hijas: la criatura nacida muerta y Peg. No sabían dónde podía estar y ni siquiera si estaba viva. La habían buscado por todas partes y habían hecho todo lo posible por encontrarla, pero eso no era un consuelo. Después de todas las penalidades que habían pasado juntos, no podían soportar la idea de haberla perdido y Mack no podía reprimir las lágrimas cada vez que pensaba en ella.
Pero ahora él y Lizzie podían hacer el amor todas las noches bajo las estrellas. Estaban en primavera, la temperatura era muy agradable y, por suerte, no había llovido. Muy pronto construirían su casa y harían el amor dentro. Tendrían que almacenar carne salada y pescado ahumado para el invierno. Entre tanto, Mack desbrozaría el terreno y plantaría semillas…
De repente, Mack se levantó.
—Ha sido un descanso muy corto —dijo Lizzie, levantándose.
—Estaré más tranquilo cuando dejemos atrás este río —dijo Mack—. Puede que Jay haya adivinado el camino que hemos seguido hasta ahora… pero aquí es donde nos lo sacudiremos de encima definitivamente.
Ambos volvieron la cabeza con expresión pensativa. No se veía a nadie. Pero Mack estaba seguro de que Jay habría seguido aquel camino. De pronto se dio cuenta de que los estaban observando. Le había parecido ver un movimiento por el rabillo del ojo. Contrajo los músculos y volvió lentamente la cabeza.
Dos indios se habían acercado y ahora estaban a escasos metros de ellos.
Se encontraban en la frontera norte del territorio cherokee y ya llevaban tres días viendo a los indios desde lejos, aunque ninguno se había acercado a ellos.
Eran dos muchachos de unos diecisiete años con el lacio cabello negro y la rojiza tez típica de los nativos americanos. Ambos vestían la túnica y los pantalones de piel de venado que posteriormente habían copiado los colonos. El más alto de los dos sostenía en sus manos un pez de gran tamaño parecido al salmón.
—Quiero un cuchillo —dijo.
Mack adivinó que habrían estado pescando en el río.
—¿Quieres hacer un intercambio? —le preguntó Mack.
—Quiero un cuchillo —contestó el chico sonriendo.
—No necesitamos un pescado, pero nos vendría bien un guía —dijo Lizzie—. Apuesto a que él sabe dónde está el paso.
Era una buena idea. Sería un alivio saber adónde iban.
—¿Querrás hacernos de guía? —le preguntó ansiosamente Mack.
El muchacho sonrió sin comprender. Su compañero contemplaba la escena sin decir nada.
Mack lo intentó de nuevo.
—¿Quieres ser nuestro guía?
El muchacho empezó a ponerse nervioso.
—Hoy no intercambio —dijo en tono vacilante.
Mack lanzó un suspiro de exasperación y le dijo a Lizzie:
—Es un chico muy listo que ha aprendido unas cuantas frases en inglés, pero no sabe hablar el idioma.
Sería una pena que se perdieran en aquellos parajes por el simple hecho de no poder comunicarse con los habitantes de la región.
—Déjame probar a mí —dijo Lizzie.
Se acercó a una de las acémilas, abrió un estuche de cuero y sacó un cuchillo de larga hoja. Lo habían fabricado en la fragua de la plantación y llevaba la letra «J» de Jamisson marcada a fuego en el mango de madera. El cuchillo era muy tosco y no se hubiera podido comparar con los que se vendían en Londres, pero debía de ser muy superior a cualquier cosa que pudieran hacer los cherokees. Se lo mostró al muchacho y éste sonrió de oreja a oreja y alargó la mano diciendo:
—Lo compro.
Lizzie lo retiró.
El chico le ofreció el pez y Lizzie lo rechazó. El muchacho volvió a ponerse nervioso.
—Mira —le dijo Lizzie, inclinándose sobre una piedra plana de gran tamaño. Utilizando la punta del cuchillo, empezó a dibujar una línea quebrada. Señaló las altas montañas y después señaló la línea—. Eso es una cordillera —explicó.
Mack no estuvo muy seguro de que el chico lo hubiera comprendido.
Al pie de la cordillera Lizzie dibujó dos figuras esquemáticas y se señaló a sí misma y a Mack.
—Esos somos nosotros —dijo—. Ahora fíjate bien. —Dibujó una segunda cordillera y una V, muy profunda entre las dos—. Esto es el paso. —Finalmente, dibujó una figurita en la V—. Tenemos que encontrar el paso —añadió, mirando con rostro expectante al muchacho.
Mack contuvo la respiración.
—Lo compro —dijo el chico, ofreciéndole el pez a Lizzie.
Mack soltó un gruñido.
—No pierdas la esperanza —le dijo Lizzie. Volvió a dirigirse al indio—. Eso es una cordillera. Y esos somos nosotros. Aquí está el paso. Tenemos que encontrar el paso. —Apuntándole con el dedo, le dijo—: Tú nos acompañas al paso… y yo te doy el cuchillo.
El indio contempló las montañas, estudió el dibujo y miró a Lizzie.
—El paso —dijo.
Lizzie le señaló las montañas.
El chico trazó una V en el aire y la atravesó con el dedo.
—El paso —repitió.
—Lo compro —dijo Lizzie.
El chico esbozó una ancha sonrisa y asintió enérgicamente con la cabeza.
—¿Crees que ha comprendido el mensaje? —le preguntó Mack a Lizzie.
—No lo sé —contestó Lizzie en tono dubitativo. Después tomó al caballo por la brida y echó a andar—. ¿Vamos? —le preguntó al chico, haciendo un gesto de invitación con la mano.
El joven se situó a su lado.
—¡Aleluya! —gritó Mack.
El otro indio se acercó a ellos.
Caminaban por la orilla del río y los caballos avanzaban con el mismo ritmo regular con el que habían recorrido ochocientos kilómetros en veintidós días. Poco a poco el lejano monte se fue acercando, pero Mack no veía ningún paso.
El terreno se elevaba sin piedad, pero era menos accidentado y los caballos caminaban más rápido. Mack comprendió que los chicos estaban siguiendo un camino que sólo ellos podían ver. Dejándose guiar por los indios, siguieron avanzando en línea recta hacia el monte.
Al llegar al pie de la montaña, los chicos giraron bruscamente al este y entonces Mack vio finalmente el paso y lanzó un suspiro de alivio.
—¡Bien hecho, Chico del Pez! —dijo alegremente.
Vadearon un río, rodearon la montaña y salieron al otro lado. Cuando el sol ya se estaba poniendo, llegaron a un angosto valle por el que discurría una rápida corriente de unos siete metros de anchura en dirección nordeste. Delante de ellos se levantaba otro monte.
—Vamos a acampar aquí —dijo Mack—. Mañana subiremos por el valle y buscaremos otro paso.
Mack estaba contento. No habían recorrido el camino más lógico y el paso no se veía desde la orilla del río. Jay no los podría seguir hasta allí. Por primera vez estaba empezando a creer que habían conseguido escapar.
Lizzie le entregó el cuchillo al más alto de los indios.
—Gracias, Chico del Pez —le dijo.
Mack confiaba en que los indios se quedaran con ellos. Les hubieran regalado todos los cuchillos que hubieran querido a cambio de que los guiaran a través de las montañas. Pero los muchachos dieron media vuelta y regresaron por el mismo camino, el más alto de ellos todavía con el pez en la mano.
Momentos después, los jóvenes desaparecieron en medio de la oscuridad del crepúsculo.