A la mañana del día siguiente, Jay Jamisson condujo su caballo por la pendiente de la colina hacia el río James y vio en la otra orilla el pueblo llamado Lynch’s Ferry.
Estaba agotado, dolorido y desanimado. Aborrecía con toda su alma a Binns, el rufián que Lennox había contratado en Williamsburg. Estaba harto de la mala comida, la ropa sucia, los largos recorridos diurnos a caballo y las cortas noches en el duro suelo. En el transcurso de los últimos días, sus esperanzas habían subido y bajado como los interminables senderos de montaña por los que cabalgaba sin descanso.
Se había animado mucho al llegar al vado del South River y enterarse de que Lizzie y sus compañeros de fechorías se habían visto obligados a retroceder. Pero no comprendía cómo era posible que no se hubiera cruzado con ellos por el camino.
—Se habrán desviado del camino en algún sitio —le había dicho Ojo Muerto Dobbs en la taberna de la orilla del río. La víspera Dobbs había visto a los tres fugitivos y había reconocido a Peg Knapp, la deportada que había matado a Burgo Marler.
—Pero ¿habrán ido hacia el norte o hacia el sur? —le preguntó Jay con semblante preocupado.
—Cuando uno huye de la ley, el sur es la mejor dirección… lejos de los sheriffs, los tribunales y los magistrados.
Jay no estaba tan seguro. Podía haber en las trece colonias muchos lugares en los que un grupo familiar aparentemente respetable, —marido, esposa y criada— pudiera establecerse tranquilamente y desaparecer con discreción. Sin embargo, le parecían más probables las conjeturas de Dobbs.
Le dijo a Dobbs, como les había dicho a muchos otros, que pagaría una recompensa de cincuenta libras inglesas a cualquier persona que localizara a los fugitivos. El dinero —suficiente para comprar una pequeña granja— se lo había dado su madre. Cuando se despidió de él, Dobbs cruzó el vado para dirigirse al oeste hacia Staunton, donde Jay esperaba que corriera la voz sobre la recompensa. Si él no lograra atrapar a los fugitivos, puede que otros lo consiguieran.
Jay regresó a Charlottesville, confiando en que Lizzie hubiera pasado por la ciudad en su camino hacia el sur. Sin embargo, allí nadie había vuelto a ver el carro. Entonces pensó que, a lo mejor, habían dado un rodeo y encontrado otro camino para llegar al sendero semínola que bajaba hacia el sur. Basándose en aquella suposición, se adentraron por el sendero, pero la campiña era cada vez más solitaria y no se tropezaron con nadie que recordara haber visto a un hombre, una mujer y una niña por el camino.
Pese a todo, esperaba conseguir alguna información en Lynch’s Ferry.
Llegaron a la orilla de la rápida corriente y empezaron a dar voces. Una figura emergió de un edificio de la otra orilla y saltó a una embarcación. Tendió una cuerda entre ambas orillas y la ató ingeniosamente al transbordador de tal manera que la presión de la corriente del río la empujara hacia la otra orilla. Jay y sus acompañantes subieron con sus cabalgaduras a la embarcación. El hombre ajustó las cuerdas y empezaron a cruzar el río.
El hombre vestía de negro y tenía los sobrios modales propios de un cuáquero. Jay le pagó el servicio y empezó a conversar con él mientras cruzaban el río.
—Estamos buscando a un grupo de tres personas: una joven, un escocés de aproximadamente la misma edad y una niña de unos catorce años. ¿Los ha visto usted por aquí?
El hombre sacudió la cabeza.
Jay se desanimó y se preguntó si no estaría siguiendo una pista equivocada.
—¿Cree usted que alguien podría haber pasado por aquí sin que nadie lo viera?
El hombre tardó un poco en contestar.
—Tendría que ser muy buen nadador.
—¿Y si hubieran cruzado el río por otro sitio?
Tras otra pausa, el hombre contestó:
—Por aquí no han pasado.
Binns soltó una risita y Lennox lo acalló con una severa mirada.
Jay contempló el río y soltó una maldición por lo bajo. Nadie había visto a Lizzie desde hacía seis días. La había perdido y podía estar en cualquier sitio. Podía estar en Pensilvania o podía haber regresado al este y encontrarse a bordo de un barco rumbo a Londres. Le había ganado la partida y le había dejado sin herencia. «Si alguna vez la vuelvo a ver, por Dios que le pego un tiro en la cabeza», pensó.
Pero, en realidad, no sabía lo que haría si la atrapara. No podía quitársela de la cabeza mientras recorría los pedregosos senderos. Sabía que ella no regresaría voluntariamente y que la tendría que llevar a casa atada de pies y manos. Cabía la posibilidad de que no quisiera acostarse con él y tuviera que violarla. La idea le producía una extraña excitación. Por el camino, los recuerdos lascivos turbaban constantemente sus pensamientos: ellos dos acariciándose en la buhardilla de la casa vacía de Chapel Street con el riesgo de que sus madres entraran inesperadamente en la estancia; Lizzie brincando desvergonzadamente desnuda en la cama; Lizzie tendida sobre su cuerpo entre gemidos de placer. Cuando la dejara embarazada, ¿qué haría para impedir que se escapara? ¿La tendría que mantener encerrada bajo llave hasta que diera a luz?
Todo sería mucho más sencillo si ella muriera. No era una posibilidad descabellada: ella y McAsh opondrían resistencia. Él no hubiera sido capaz de matar a su mujer a sangre fría, pero, a lo mejor, Lizzie moriría en la refriega. Entonces se podría casar con una saludable moza de taberna, dejarla embarazada y regresar en barco a Londres para reclamar su herencia.
Pero todo aquello no era más que un sueño irrealizable. La realidad era que, cuando finalmente la encontrara, tendría que tomar una decisión. O se la llevaba a casa viva con el riesgo de que ella diera al traste con sus planes o la mataba.
¿Cómo la liquidaría? Jamás había matado a nadie y sólo una vez había utilizado la espada contra sus semejantes… durante los disturbios del almacén de carbón, en cuyo transcurso había detenido a McAsh. Por mucho que odiara a Lizzie, no hubiera sido capaz de hundir la espada en aquel cuerpo que tanto había amado. En cierta ocasión, había apuntado contra su hermano con un rifle y había apretado el gatillo. En caso de que tuviera que matar a Lizzie, lo mejor sería dispararle desde lejos como si fuera un venado. Pero tampoco estaba muy seguro de que tuviera el valor de hacerlo.
El transbordador llegó a la otra orilla. Delante del embarcadero se levantaba un sólido edificio de madera de planta, primer piso y buhardilla. Otras casas muy bien construidas se alineaban en la empinada cuesta que subía desde la orilla del río. El pueblo parecía una próspera comunidad dedicada al comercio.
Mientras desembarcaban, el hombre les dijo como el que no quiere la cosa:
—En la taberna hay alguien esperándoles.
—¿Esperándonos? —preguntó Jay con asombro—. ¿Y cómo se ha enterado de que íbamos a venir?
El hombre contestó a otra pregunta.
—Un individuo de muy mala catadura con un ojo cerrado:
—¡Dobbs! ¿Cómo ha conseguido adelantarnos?
—¿Y por qué? —preguntó Lennox.
—Pregúntenselo a él —contestó el hombre.
Jay se animó de repente y decidió resolver el enigma sin dilación.
—Vosotros quedaos aquí con los caballos —les ordenó a sus hombres—. Yo voy a ver a Dobbs.
La taberna era el edificio de planta y primer piso que había delante del embarcadero del transbordador. Al entrar, Jay vio a Dobbs sentado a una mesa, comiendo estofado.
—Dobbs, ¿qué demonios haces aquí?
Dobbs levantó el ojo sano y habló con la boca llena.
—He venido para cobrar la recompensa, capitán Jamisson.
—¿De qué estás hablando?
—Mire —dijo Dobbs, señalando con la cabeza hacia un rincón.
Atada a una silla estaba Peg Knapp.
¡Qué suerte tan inesperada! pensó Jay al ver a la niña.
—¿De dónde demonios venía?
—La encontré en el camino que hay al sur de Staunton.
Jay frunció el ceño.
—¿Y adónde iba?
—Se dirigía al norte, hacia la ciudad. Yo bajaba hacia Miller’s Mill.
—No sé cómo se las arregló para llegar hasta allí.
—Se lo he preguntado, pero no quiere hablar.
Jay miró de nuevo a la niña y vio unas magulladuras en su rostro. Dobbs no había sido muy amable con ella.
—Le voy a decir lo que pienso —dijo Dobbs—. Debieron llegar casi hasta aquí, pero no cruzaron el río. Se desviaron hacia el oeste y debieron de dejar el carro abandonado en alguna parte. Después debieron de subir a caballo el valle del río hasta llegar al camino de Staunton.
—Pero Peg estaba sola cuando tú la encontraste.
—Sí.
—Y entonces la recogiste.
—No fue tan fácil —protestó Dobbs—. Corría como el viento y, cada vez que yo la atrapaba, se me escapaba de los dedos. Pero yo iba a caballo y ella no y, al final, se cansó.
Salió una cuáquera y le preguntó a Jay si deseaba comer algo. Jay la despidió con un impaciente gesto de la mano. Estaba deseando interrogar a Dobbs.
—Pero ¿cómo has conseguido adelantarnos hasta aquí? —le preguntó.
—Bajé por el río en una balsa —contestó Dobbs sonriendo.
—Eso significa que se habrán peleado —dijo Jay, presa de una gran excitación—. Esta pequeña bruja asesina ha dejado a los demás y ha girado hacia el norte. Lo cual quiere decir que los otros se dirigen al sur. ¿Adónde piensan ir? —preguntó, frunciendo el ceño.
—El camino conduce a Fort Chiswell. Más allá apenas hay asentamientos. Más al sur hay un lugar llamado Wolf Hills y después se extiende el territorio cherokee. Como no creo que tengan intención de convertirse en cherokees, supongo que girarán hacia el oeste al llegar a Wolf Hills y desde allí se dirigirán a las colinas. Los cazadores hablan de un paso llamado Cumberland Gap que atraviesa las montañas, pero yo nunca he estado allí.
—¿Qué hay al otro lado?
—El desierto, dicen. Buena caza. Una especie de tierra de nadie entre los cherokees y los sioux. Lo llaman el país de la hierba azul.
De pronto, Jay lo comprendió todo. Lizzie quería iniciar una nueva vida en un país desconocido. Pero no lo conseguiría, pensó. Él la atraparía y la llevaría de nuevo a casa… viva o muerta.
—La niña no vale gran cosa en sí misma —le dijo a Dobbs—. Tienes que ayudarnos a atrapar a los otros dos, si quieres cobrar las cincuenta libras.
—¿Quiere que sea su guía?
—Sí.
—Ahora ya nos llevan dos días de adelanto y pueden viajar muy rápidamente sin el carro. Tardará usted una semana o más en darles alcance.
—Cobrarás las cincuenta libras si lo conseguimos.
—Espero que podamos recuperar el tiempo perdido antes de que ellos dejen el sendero y se adentren en el desierto.
—Amén —dijo Jay.