El antiguo sendero de caza de búfalos llamado Three Notch Trail se dirigía hacia el oeste kilómetro tras kilómetro, atravesando el ondulado paisaje de Virginia. Por lo que Lizzie podía ver en el mapa de Mack, discurría paralelo al río James. El camino cruzaba una interminable serie de lomas y valles formados por centenares de arroyos que desembocaban en el James. Al principio, pasaron por fincas tan grandes como las que había en los alrededores de Fredericksburg, pero, a medida que se alejaban hacia el oeste, las casas y los campos eran cada vez más pequeños y los parajes boscosos eran cada vez más vastos.
Lizzie estaba contenta. Tenía miedo y se sentía culpable, pero no podía evitar una sonrisa. Cabalgaba al aire libre al lado del hombre al que amaba y estaba iniciando una emocionante aventura. Temía en su fuero interno lo que pudiera ocurrir, pero el corazón le brincaba de alegría en el pecho.
Estaban forzando mucho a los caballos porque temían que los siguieran, pues Alicia Jamisson no se quedaría tranquilamente sentada en casa, aguardando el regreso de Jay. Enviaría mensajes a Fredericksburg o se trasladaría allí personalmente para comunicarle a su hijo lo ocurrido. De no haber sido por la noticia de Alicia acerca del testamento de sir George, tal vez Jay se hubiera encogido de hombros y hubiera permitido que se fueran. Pero ahora él necesitaba una esposa para que le diera el necesario hijo. Y seguramente saldría de inmediato en su persecución.
Le llevaban varios días de adelanto, pero él viajaría más rápido porque no necesitaba una carretada de provisiones y suministros. ¿Cómo les pisaría los talones a los fugitivos? Tendría que preguntar en las casas y las tabernas del camino, confiando en que la gente recordara quién había pasado por allí. El camino no era muy transitado y un carro podía llamar la atención.
Al tercer día, la campiña empezó a ceder el lugar al terreno montañoso. Los campos cultivados fueron sustituidos por los pastizales y una azulada cordillera montañosa apareció en el lejano horizonte. Los caballos estaban tremendamente cansados, tropezaban por el camino e iban cada vez más despacio. En las cuestas, Mack, Lizzie y Peg bajaban del carro y caminaban a pie para aligerar la carga, pero no era suficiente. Las bestias inclinaban las cabezas, avanzaban lentamente y no reaccionaban al látigo.
—¿Qué les pasa? —preguntó Mack con inquietud.
—Les tenemos que alimentar mejor —contestó Lizzie—. Sólo viven de lo que rozan de noche. Para un esfuerzo como éste en el que tienen que tirar de un carro todo el día, los caballos necesitan avena.
—Hubiera tenido que llevar un poco —dijo tristemente Mack—. No se me ocurrió… porque yo no entiendo mucho de caballos.
Aquella tarde llegaron a Charlottesville, un nuevo caserío situado en el punto donde el Three Notch Trail se cruzaba con el antiguo sendero de los indios semínolas que discurría de norte a sur. La localidad tenía unas calles paralelas que ascendían por la cuesta de la colina desde el camino, pero la mayoría de los campos no estaban cultivados y sólo había una docena de casas. Lizzie vio el edificio del juzgado con un poste de flagelación en el exterior y una taberna identificada por un rótulo en el que figuraba el tosco dibujo de un cisne.
—Podríamos comprar avena aquí —sugirió Lizzie.
—Será mejor que no nos detengamos —dijo Mack—. No quiero que la gente se fije en nosotros y nos recuerde.
Lizzie lo comprendía. Las encrucijadas supondrían un problema para Jay. Tendría que averiguar si los fugitivos habían girado al sur o habían proseguido su camino hacia el oeste. Si ellos llamaran la atención de la gente deteniéndose en la taberna para adquirir provisiones, le facilitarían la tarea. Los caballos no tendrían más remedio que aguantar un poco más.
Unos kilómetros más allá de Charlottesville se detuvieron en un punto donde una senda casi invisible se cruzaba con el camino. Mack encendió una fogata y Peg preparó hominy. Debía de haber peces en los arroyos y en los bosques debían de abundar los venados, pero los fugitivos no podían entretenerse en cazar y pescar y se conformaban con comer gachas de maíz. Lizzie descubrió que eran totalmente insípidas y que la pegajosa textura resultaba repulsiva. Trató de comer unas cuantas cucharadas, pero sintió náuseas y tiró el resto. Se avergonzaba de que los esclavos hubieran comido diariamente aquella porquería.
Mientras Mack lavaba los cuencos en el agua de un arroyo, Lizzie ató los caballos con unas cuerdas muy largas para que pudieran rozar por la noche y no se escaparan y después, los tres se envolvieron en unas mantas y se tendieron debajo del carro el uno al lado del otro. Lizzie hizo una mueca.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Mack.
—Me duele la espalda —contestó ella.
—Estás acostumbrada a una cama de plumas.
—Prefiero acostarme contigo en el frío suelo que dormir sola en una cama de plumas.
No hicieron el amor porque Peg estaba con ellos, pero, cuando pensaban que la niña ya se había dormido, conversaban en voz baja acerca de todas las penalidades que habían pasado juntos.
—Cuando te saqué de aquel río y te sequé con mi enagua —dijo Lizzie—. ¿Te acuerdas?
—Pues claro. ¿Cómo podría olvidarlo?
—Te sequé la espalda y, cuando te diste la vuelta… —Lizzie hizo una pausa, repentinamente avergonzada—. Te habías… excitado.
—Es cierto. Estaba tan agotado que apenas podía tenerme en pie, pero, a pesar de todo, deseaba hacer el amor contigo.
—Yo jamás había visto a un hombre de aquella manera. Me pareció tan emocionante que después lo soñé. Me avergüenza recordar lo mucho que me gustó.
—Has cambiado mucho. Antes eras muy arrogante.
Lizzie se rió por lo bajo.
—¡Yo opino lo mismo de ti!
—¿Yo era arrogante?
—¡Pues claro! ¡Mira que levantarte en la iglesia y leerle aquella carta al amo!
—Creo que fui un poco descarado.
—Quizá hemos cambiado los dos.
—Y yo me alegro. —Mack acarició la mejilla de Lizzie—. Ocurrió cuando me enamoré de ti… la vez que me pegaste una bronca… delante de la iglesia.
—Te amaba desde hacía mucho tiempo sin saberlo. Recuerdo el combate de boxeo. Cada golpe que recibías me hacía daño. No soportaba que lastimaran tu precioso cuerpo. Después, cuando estabas todavía inconsciente, te acaricié y te toqué el pecho. Creo que ya te deseaba antes de casarme, pero no quería reconocerlo.
—Te voy a confesar cuándo me enamoré yo de ti. Abajo en el pozo, cuando caíste en mis brazos y yo te rocé accidentalmente el busto y me di cuenta de quién eras.
Lizzie se rió por lo bajo.
—¿Me sostuviste un poco más de lo estrictamente necesario?
—No —contestó Mack, contemplando tímidamente la fogata—. Pero después me arrepentí de no haberlo hecho.
—Ahora puedes hacerlo todo lo que quieras.
—Sí.
Mack la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí.
Ambos permanecieron abrazados un buen rato en silencio y, al final, se quedaron dormidos en aquella posición.
Al día siguiente cruzaron la cordillera montañosa a través de un paso y bajaron a la llanura del otro lado. Lizzie y Peg bajaron en el carro mientras Mack se adelantaba montado en uno de los caballos de reserva. Lizzie estaba empezando a echar en falta una buena comida y tenía todo el cuerpo dolorido de tanto dormir en el suelo. Pero tendría que acostumbrarse, pues les faltaba todavía mucho camino por recorrer. Apretó los dientes y pensó en el futuro.
Sabía que a Peg le rondaba algo por la cabeza. Apreciaba mucho a la niña y, siempre que la miraba, se acordaba de su criatura muerta. Peg también había sido una criaturita amada por su madre. En nombre de aquella madre, Lizzie la amaría y la cuidaría.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Lizzie a la niña.
—Estas granjas de la montaña me recuerdan la de Burgo Marler.
Debía de ser horrible haber matado a una persona, pero Lizzie adivinó que tenía que haber algo más. Peg no tardó en soltarlo.
—¿Por qué decidiste huir con nosotros? —le preguntó.
Era difícil responder con una sencilla respuesta a aquella pregunta. Lizzie lo pensó un poco y, al final, contestó.
—Principalmente porque mi marido ya no me quiere, supongo. —Algo en la expresión de Peg la indujo a añadir—: Me parece que preferirías que me hubiera quedado en casa.
—Bueno, es que tú no puedes comer nuestra comida y no te gusta dormir en el suelo. Si tú no hubieras venido, no tendríamos el carro y podríamos viajar más rápido.
—Ya me acostumbraré a la situación. Los suministros que llevamos en el carro nos ayudarán a establecernos en estos yermos.
Peggy la miró con el ceño fruncido y Lizzie comprendió que aún no había terminado. Tras una pausa, Peg le preguntó:
—Tú estás enamorada de Mack, ¿verdad?
—¡Pues claro!
—Pero si acabas de librarte de tu marido… ¿no te parece un poco pronto?
Lizzie hizo una mueca. En momentos de duda, ella pensaba lo mismo, pero le molestaba que una niña la criticara.
—Mi marido lleva seis meses sin tocarme… ¿cuánto tiempo crees tú que debería esperar?
—Mack me quiere.
La cosa se estaba complicando.
—Creo que nos quiere a las dos —dijo Lizzie—, pero de manera distinta.
Peg sacudió la cabeza.
—Me quiere, lo sé.
—Ha sido como un padre para ti. Y yo intentaré ser una madre si tú me lo permites.
—¡No! —replicó Peg enfurecida—. ¡Eso no puede ser!
Lizzie no sabía qué decirle. Vio un río a lo lejos y un achaparrado edificio de madera junto a la orilla. Estaba claro que el camino cruzaba el río por un vado y el edificio era una taberna frecuentada por los viajeros. Mack estaba atando su caballo a un árbol al lado del edificio.
Lizzie se acercó con el carro. Un corpulento sujeto sin camisa y con calzones de ante y un viejo sombrero de tres picos salió a recibirles.
—Necesitamos comprar avena para nuestros caballos —le dijo Mack.
El hombre contestó con una pregunta.
—¿Van a dejar descansar a los caballos y a tomar un trago?
De repente, Lizzie pensó que una jarra de cerveza era lo más deseable del mundo. Se había llevado un poco de dinero de Mockjack Hall… no mucho, pero lo suficiente para las compras esenciales del viaje.
—Sí —contestó con determinación, bajando del carro.
—Soy Barney Tobold, pero me llaman Baz —dijo el tabernero, mirando inquisitivamente a Lizzie.
Iba vestida de hombre, pero no había completado el disfraz y su rostro era claramente femenino. El hombre no hizo ningún comentario y los acompañó al interior.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, Lizzie observó que la taberna no era más que una estancia con suelo de tierra, dos bancos, un mostrador y unas cuantas jarras de madera en un estante. Baz alargó la mano hacia un barril de ron, pero Lizzie se lo impidió diciendo:
—Ron no… sólo cerveza, por favor.
—Yo tomaré un poco de ron —dijo ansiosamente Peg.
—Pago yo y no lo vas a tomar —replicó Lizzie—. Cerveza también para ella, Baz.
El hombre llenó dos jarras de madera con cerveza de un barril.
Mack entró con el mapa en la mano y le preguntó:
—¿Qué río es ése?
—Lo llamamos el South River.
—¿Y adónde conduce el camino al otro lado?
—A una ciudad llamada Staunton, situada a unos treinta kilómetros de distancia. Más allá, apenas hay nada: unos cuantos senderos, algunos fuertes fronterizos y unas montañas muy altas que nadie ha cruzado jamás. ¿Adónde se dirigen ustedes?
Mack vaciló un instante y Lizzie contestó:
—Voy a visitar a un primo mío.
—¿En Staunton?
—Mmm… cerca de allí.
—Ah, ¿sí? ¿Cómo se llama?
Lizzie dijo el primer nombre que se le ocurrió.
—Angus… Angus James.
Baz frunció el ceño.
—Qué curioso. Creía conocer a todos los habitantes de Staunton, pero no recuerdo este nombre.
Lizzie improvisó sobre la marcha.
—A lo mejor, su granja está un poco apartada de la ciudad… yo nunca he estado allí.
Se oyó el rumor de los cascos de unos caballos. Lizzie pensó en Jay. ¿Sería capaz de haberles dado alcance tan pronto?
—Si queremos llegar a Staunton al anochecer… —dijo, poniéndose repentinamente nerviosa.
—Pero si apenas se han mojado el gaznate —dijo Baz—. Tomen otra jarra.
—No —dijo enérgicamente Lizzie, sacando el dinero—. Cobre, por favor.
De pronto, entraron dos hombres y parpadearon en la semioscuridad. Al parecer, eran unos lugareños. Ambos llevaban pantalones de ante y botas de fabricación casera. Lizzie vio por el rabillo del ojo que Peg se sobresaltaba y se volvía de espaldas a los recién llegados, como si no quisiera que le vieran la cara.
—¡Salud, forasteros! —dijo alegremente uno de ellos. Era un sujeto muy feo con la nariz rota y un ojo cerrado—. Soy Chris Dobbs, llamado «Ojo Muerto» Dobbs. Encantado de conocerles. ¿Qué nuevas traen del este? ¿Los representantes siguen gastando el dinero de nuestros impuestos en nuevos palacios y banquetes de gala? Permítanme que les invite a un trago. Ron para todos, Baz.
—Ya nos íbamos —dijo Lizzie—, pero gracias de todos modos.
Dobbs la estudió con más detenimiento y exclamó:
—¡Una mujer con calzones de ante!
—Adiós, Baz —dijo Lizzie sin prestar atención al comentario—, y gracias por la información.
Mack salió de la taberna, adelantándose a Lizzie y Peg. Dobbs miró a Peg con asombro.
—Yo a ti te conozco —le dijo—. Te he visto con Burgo Marler, que en paz descanse.
—Jamás he oído hablar de él —contestó descaradamente Peg, pasando por su lado sin detenerse.
En cuestión de un segundo, el hombre llegó a la conclusión más lógica.
—¡Dios misericordioso, tú tienes que ser la pequeñaja que lo mató!
—Un momento —dijo Lizzie, pensando que ojalá Mack no hubiera abandonado la taberna con tanta rapidez—. No sé qué extraña idea se le ha metido en la cabeza, señor Dobbs, pero Jenny es una criada de mi familia desde que tenía diez años y nunca ha conocido a nadie llamado Burgo Marler y tanto menos lo ha matado.
El hombre no se dio por vencido.
—Su nombre no es Jenny, pero se parece un poco: Betty, Milly o Peggy. Eso es… se llama Peggy Knapp.
Lizzie se moría de miedo.
Dobbs se volvió hacia su compañero en demanda de confirmación.
—Es ella, ¿a que sí?
El otro se encogió de hombros.
—Yo sólo vi a la deportada de Burgo una o dos veces y las niñas son todas iguales —dijo en tono dubitativo.
—De todos modos —terció Baz—, encaja con la descripción que dio la Virginia Gazette.
Se inclinó bajo el mostrador y sacó un mosquete.
El temor de Lizzie dio paso a la furia.
—Supongo que no estará usted pensando en amenazarme, Barney Tobold —le dijo, sorprendiéndose ella misma de su audacia.
—Será mejor que se queden aquí un ratito mientras le enviamos un recado al sheriff de Staunton. Está muy molesto por no haber conseguido atrapar a la asesina de Burgo y sé que querrá efectuar algunas comprobaciones.
—No tengo la menor intención de esperar a que usted descubra su error.
El tabernero la apuntó con su arma.
—Creo que no tendrá más remedio que hacerlo.
—Permítame decirle una cosa. Voy a salir de aquí con esta niña y sólo hay una cosa que debe usted saber: si dispara contra la esposa de un acaudalado caballero virginiano, ninguna excusa del mundo lo salvará de la horca.
Después apoyó las manos sobre los hombros de Peg, se interpuso entre la niña y el mosquete y la empujó hacia delante.
Baz amartilló el pedernal con un clic ensordecedor. Peg se estremeció bajo las manos de Lizzie y ésta le comprimió los hombros, intuyendo que estaba a punto de echar a correr.
Sólo tres metros las separaban de la puerta, pero les pareció que tardaban una hora en alcanzarla.
No sonó ningún disparo.
Lizzie sintió el calor de los rayos del sol en su rostro y ya no pudo contenerse por más tiempo. Empujó a Peg hacia delante y corrió hacia el carro.
Mack ya había montado en su caballo. Peg saltó al asiento del carro y Lizzie la siguió.
—¿Qué os pasa? —les preguntó Mack—. Cualquiera diría que habéis visto un fantasma.
—¡Vámonos enseguida de aquí! —dijo Lizzie, dando un tirón a las riendas—. ¡El tuerto ha reconocido a Peg! —añadió, girando hacia el este. Si se hubieran dirigido a Staunton, hubieran tenido que cruzar primero el río, lo cual les hubiera hecho perder demasiado tiempo y los hubiera llevado directamente al sheriff. Tenían que desandar el camino.
Volvió la cabeza y vio a los tres hombres en la puerta de la taberna. Baz sostenía todavía el mosquete en la mano. Lizzie lanzó los caballos al trote. Baz no disparó. En pocos segundos se situaron fuera del alcance de los disparos.
—Dios mío —exclamó Lizzie con alivio—. Qué peligro hemos pasado.
El camino se adentraba en el bosque y enseguida perdieron de vista la taberna. Al cabo de un rato, Lizzie aminoró el paso de los caballos. Mack se acercó con su montura.
—Nos hemos olvidado de comprar la avena —dijo.
Mack se alegraba de haber escapado, pero lamentaba que Lizzie hubiera decidido regresar. Hubieran tenido que vadear el río y seguir adelante. La granja de Burgo Marler debía de estar en Staunton, pero hubieran podido encontrar un sendero secundario que rodeara la localidad o pasar por allí de noche. Sin embargo, no podía hacerle a Lizzie ningún reproche, pues sabía que no había tenido más remedio que tomar una decisión precipitada.
Se detuvieron en el mismo lugar donde habían acampado la víspera, justo en el punto en el que un sendero secundario cruzaba el Three Notch Trail. Apartaron el carro del camino principal y lo ocultaron en el bosque: ahora eran unos prófugos de la justicia.
Mack estudió el mapa y llegó a la conclusión de que tendrían que regresar a Charlottesville y tomar el sendero semínola que se dirigía al sur. Uno o dos días después, podrían girar de nuevo hacia el oeste sin acercarse a menos de ochenta kilómetros de Staunton.
A la mañana siguiente, sin embargo, Mack pensó que, a lo mejor, Dobbs se dirigiría a Charlottesville. Podía haber pasado durante la noche cerca de su campamento y haber llegado a la ciudad antes que ellos. Le comentó su preocupación a Lizzie y decidió trasladarse él solo a Charlottesville para comprobar que todo estuviera tranquilo. Lizzie se mostró de acuerdo.
Cabalgó a toda velocidad y llegó a la ciudad antes del amanecer. Aminoró el paso de su caballo al acercarse a la primera casa. Todo estaba en silencio: el único movimiento era el de un viejo perro, rascándose en medio de la calle. La puerta de la taberna Swan estaba abierta y salía humo de la chimenea. Mack desmontó, ató su caballo a un arbusto y se acercó cautelosamente a la taberna.
Dentro no había nadie.
A lo mejor, Dobbs y su compinche habían tomado la dirección contraria hacia Staunton.
Unos deliciosos aromas se escapaban de alguna parte. Se dirigió a la parte de atrás de la taberna y vio a una mujer de mediana edad, friendo tocino.
—Necesito comprar avena —le dijo.
Sin levantar la vista de su tarea, la mujer le contestó:
—Hay una tienda delante del juzgado.
—Gracias. ¿Ha visto usted por casualidad a Ojo Muerto Dobbs?
—¿Quién demonios es ése?
—No importa.
—¿Desea desayunar antes de irse?
—No, gracias… no tengo tiempo.
Dejando el caballo, subió por la cuesta de la colina hasta el edificio de madera del juzgado. Al otro lado de la plaza había otro edificio más pequeño con un tosco rótulo escrito a mano que decía «Venta de semillas». Estaba cerrado, pero en un cobertizo de la parte de atrás Mack encontró a un hombre semidesnudo, afeitándose.
—Necesito avena —le dijo.
—Y yo necesito afeitarme.
—No pienso esperar. Véndame ahora mismo dos sacos de avena o los compro en el vado del South River.
Rezongando, el hombre se secó la cara y acompañó a Mack a la tienda.
—¿Algún forastero en la ciudad? —preguntó Mack.
—Usted —contestó el hombre.
Al parecer, Dobbs no había pasado por allí la víspera.
Mack pagó con el dinero de Lizzie y se echó los dos pesados sacos a la espalda. Al salir, oyó los cascos de unos caballos y vio a tres jinetes, acercándose a toda prisa por el este.
El corazón le dio un vuelco en el pecho.
—¿Amigos suyos? —preguntó el comerciante.
—No.
Bajó rápidamente la pendiente de la colina. Los jinetes se detuvieron delante del Swan. Mack aminoró el paso y se caló el sombrero sobre los ojos. Mientras los jinetes desmontaban, estudió sus rostros.
Uno de ellos era Jay Jamisson.
Soltó una maldición por lo bajo. Jay les había dado alcance por culpa del contratiempo que ellos habían tenido la víspera en el South River. Por suerte, Mack había sido precavido y ya estaba preparado. Ahora lo único que tenía que hacer era montar en su caballo y alejarse sin que le vieran. De repente, se dio cuenta de que «su» caballo se lo había robado a Jay y lo había dejado atado a un arbusto a menos de tres metros del lugar donde Jay se encontraba en aquellos momentos.
Jay quería mucho a sus caballos. Si le echara un vistazo al animal, lo reconocería y comprendería inmediatamente que los fugitivos no estaban lejos.
Mack saltó por encima de una valla rota y miró desde detrás de una pantalla de arbustos. Jay iba acompañado por Lennox y otro hombre a quien Mack no conocía. Lennox ató su cabalgadura al lado de la de Mack, ocultando parcialmente de la vista de Jay el caballo robado. Lennox no apreciaba a los animales y no reconocería a la bestia. Jay ató su montura al lado de la de Lennox. «¡A ver si entráis de una puñetera vez en la taberna!» les gritó mentalmente Mack, pero Jay se volvió para decirle algo a Lennox mientras el tercer hombre soltaba una risotada. Una gota de sudor bajó por la frente de Mack hasta uno de sus ojos. Mack parpadeó para eliminarla. Cuando se le aclaró la vista, vio que los tres estaban entrando en el Swan. Lanzó un suspiro de alivio, pero el peligro no había pasado.
Salió de detrás de los arbustos, todavía encorvado bajo el peso de los dos sacos de avena, y cruzó a toda prisa el camino que conducía a la taberna. Mientras cargaba los sacos sobre el caballo, oyó a alguien a su espalda.
No se atrevió a volver la cabeza. Cuando acababa de colocar el pie en el estribo, una voz le gritó:
—¡Oye, tú!
Lentamente, Mack se volvió. Era el desconocido. Respiró hondo y contestó:
—¿Qué hay?
—Queremos desayunar.
—Díselo a la mujer de la parte de atrás —contestó Mack, montando en su cabalgadura.
—Oye…
—¿Qué quieres ahora?
—¿Has visto pasar por aquí un carro de cuatro caballos con un hombre, una mujer y una niña?
Mack simuló pensar.
—No últimamente —contestó.
Después espoleó su caballo y se alejó. No se atrevió a mirar hacia atrás. Al cabo de un minuto, ya había dejado la ciudad a su espalda.
Estaba deseando reunirse con Lizzie y Peg, pero tenía que ir muy despacio por culpa de los sacos de avena. Cuando llegó al cruce, el sol ya empezaba a calentar. Se apartó del camino y bajó por el sendero secundario hasta llegar al campamento secreto.
—Jay está en Charlottesville —le dijo a Lizzie.
—¿Tan cerca? —preguntó Lizzie, palideciendo.
—Probablemente más tarde seguirá el Three Notch Trail y cruzará las montañas. Pero, cuando llegue al vado del South River, descubrirá que hemos dado media vuelta. ¡Tendremos que abandonar el carro!
—¿Con todos los suministros y provisiones?
—Con casi todos. Tenemos tres caballos de repuesto. Podemos llevarnos todo lo que puedan transportar. —Mack contempló el angosto sendero que conducía al sur—. En lugar de ir a Charlottesville, podríamos dirigirnos al sur, siguiendo este sendero. Probablemente hace un ángulo y corta el sendero semínola a unos cuantos kilómetros de la ciudad. Creo que es accesible a los caballos.
Lizzie no era aficionada a las lamentaciones.
—Muy bien —dijo, apretando con firmeza los labios—. Vamos a empezar a descargar.
Tuvieron que dejar la reja del arado, un baúl lleno de ropa interior de abrigo de Lizzie y un poco de harina de maíz, pero consiguieron conservar las armas de fuego, las herramientas y las semillas. Ataron juntas a las acémilas y montaron.
A media mañana ya se habían puesto en camino.