Matthew Murchman no estaba en la ciudad cuando Jay y Lennox llegaron a Williamsburg. Puede que regresara al día siguiente, les dijo el criado. Jay le dejó una nota, diciendo que necesitaba más dinero y quería verle a la mayor brevedad posible. Después abandonó la casa hecho una furia. Sus asuntos estaban atravesando por un momento muy grave y él necesitaba resolver cuanto antes la situación.
Al día siguiente, obligado a pasar el rato, se dirigió al edificio de ladrillos rojos y grises del Parlamento. La Asamblea, disuelta el año anterior por el gobernador, se había vuelto a reunir después de las elecciones. La Cámara de Representantes era una modesta y oscura sala con hileras de bancos a ambos lados y una especie de garita de centinela en el centro para el presidente. Junto con un puñado de otros espectadores, Jay se situó al fondo, detrás de una barandilla.
Inmediatamente se dio cuenta de que la política de la colonia estaba muy agitada. Virginia, la colonia inglesa más antigua del continente, parecía dispuesta a desafiar a su legítimo soberano.
Los representantes estaban discutiendo la más reciente amenaza de Westminster: el Parlamento británico afirmaba que cualquier persona acusada de traición podía ser obligada a regresar a Londres y ser juzgada según un decreto que se remontaba a Enrique VIII.
Los ánimos en la sala estaban muy encrespados. Jay observó con profunda repugnancia cómo los respetables terratenientes se iban levantando uno detrás de otro para atacar al rey. Al final, aprobaron una resolución, según la cual el decreto de traición era contrario al derecho que tenían todos los súbditos británicos a ser sometidos a juicio por un jurado integrado por conciudadanos.
Después se enzarzaron en otras discusiones a propósito del pago de impuestos a pesar de que ellos no tenían voz ni voto en el Parlamento de Westminster. «Ningún tributo sin representación», coreaban como loros. Esta vez, sin embargo, llegaron más lejos que de costumbre al reivindicar su derecho a colaborar con otras asambleas coloniales en oposición a las exigencias de la Corona.
Jay estaba seguro de que el gobernador no lo consentiría y no se equivocó. Poco antes de la cena, cuando los representantes estaban analizando una cuestión local sin importancia, un oficial de orden interrumpió las deliberaciones diciendo:
—Señor presidente, un mensaje del gobernador.
Le entregó la hoja de papel al escribano, el cual lo leyó y anunció en voz alta:
—Señor presidente, el gobernador ordena la inmediata presencia de esta Asamblea en la Cámara del Consejo.
«Ahora les van a arreglar las cuentas», pensó Jay con mal disimulada satisfacción.
Siguió a los representantes mientras éstos subían los peldaños de la escalera y bajaban por un pasillo. Los espectadores se quedaron en la antesala de la Cámara del Consejo, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. El gobernador Botetourt, viva imagen de un puño de hierro en guante de terciopelo, se encontraba sentado en la cabecera de una mesa ovalada.
—He sido informado de sus resoluciones —dijo con voz pausada—. Me veo en la obligación de disolver la asamblea.
Todos le escucharon en sobrecogido silencio.
—Eso es todo —añadió impacientemente el gobernador.
Jay disimuló su regocijo mientras los representantes abandonaban cabizbajos la Cámara. Una vez en la planta baja del edificio, los representantes recogieron sus documentos y salieron al patio.
Jay se dirigió a la taberna Raleigh y se sentó junto a la barra. Pidió que le sirvieran el almuerzo y galanteó a una moza que se estaba enamorando de él. Mientras esperaba, se sorprendió de ver que muchos representantes se dirigían a una de las salas que había en la parte de atrás del local. Se preguntó si estarían tramando otra traición.
Al terminar de comer, fue a investigar.
Tal como había imaginado, los representantes estaban celebrando un debate sin disimular su rebelión. Estaban ciegamente convencidos de la justicia de su causa y ello les infundía una imprudente sensación de seguridad. ¿Acaso no comprenden, se preguntó Jay, que están incurriendo en la cólera de una de las más grandes monarquías del mundo? ¿No se dan cuenta de que el poderío del Ejército británico acabará con ellos más tarde o más temprano?
Era evidente que no. Su arrogancia era tan inmensa que ninguno de ellos protestó cuando Jay tomó asiento al fondo de la sala, a pesar de constarles su inquebrantable lealtad a la Corona.
Uno de los más exaltados era un tal George Washington, un antiguo oficial del Ejército que había ganado un montón de dinero especulando con la venta de tierras. No era un gran orador, pero la acerada determinación de sus palabras llamó poderosamente la atención de Jay.
Washington había forjado un plan. En las colonias del norte, dijo, se habían formado unas asociaciones cuyos miembros se habían comprometido a no importar mercancías británicas. Si los virginianos querían presionar realmente al Gobierno de Londres, tenían que hacer lo mismo.
Era el discurso más traidor que Jay hubiera oído en su vida.
Las empresas de su padre se verían gravemente perjudicadas en caso de que Washington se saliera con la suya. Aparte de los deportados, sir George transportaba cargamentos de té, muebles, cuerdas, maquinaria y toda una serie de lujos y productos que los habitantes de las colonias no estaban en condiciones de fabricar por sí mismos. Sus relaciones comerciales con el norte se habían reducido a la mínima expresión… y ése era precisamente el motivo de que sus negocios hubieran pasado por una grave crisis el año anterior.
Pero no todo el mundo estaba de acuerdo con Washington. Algunos representantes señalaron que las colonias del norte tenían más industrias que ellos y se podían fabricar los productos esenciales, mientras que el sur dependía más de las importaciones. ¿Qué vamos a hacer, se preguntaban, sin hilo de coser ni tejidos?
Washington contestó que se podrían hacer algunas excepciones y entonces los reunidos empezaron a discutir los detalles. Alguien propuso prohibir el sacrificio de corderos para incrementar la producción de lana. Washington sugirió la creación de un pequeño comité para el estudio de las cuestiones de carácter técnico. Se aprobó la proposición y se eligieron los miembros del comité.
Jay abandonó la sala asqueado. Al salir, Lennox se le acercó y le entregó un mensaje. Era de Murchman. Había regresado a la ciudad, había leído la nota del señor Jamisson y tendría el honor de recibirle a las nueve de la mañana del día siguiente.
La crisis política había distraído momentáneamente a Jay de su apurada situación, pero ahora sus problemas personales volvieron a acosarle con toda su fuerza y lo mantuvieron despierto toda la noche. Le echaba la culpa a su padre por haberle entregado una plantación que no reportaba beneficios y maldecía a Lennox por haber abonado en exceso los campos en lugar de desbrozar otras tierras. Se preguntó si su cosecha de tabaco habría sido quemada por los inspectores, no por su mala calidad sino simplemente para castigarle por su lealtad al rey inglés. Mientras daba incesantes vueltas en la cama, llegó a pensar que Lizzie habría dado a luz a propósito a una niña muerta para fastidiarle.
Se presentó muy temprano en la casa de Murchman. Era la única oportunidad que le quedaba. Cualquiera que fuera el motivo, no había logrado mejorar la rentabilidad de la plantación. Si no consiguiera otro préstamo, los acreedores ejecutarían la hipoteca y él se quedaría sin casa y sin un céntimo.
Murchman parecía muy nervioso.
—He conseguido que su acreedor venga a reunirse aquí con usted —le dijo.
—¿Mi acreedor? Usted me dijo que eran varios.
—Sí, en efecto… fue un pequeño engaño y le pido perdón. El hombre quería conservar el anonimato.
—¿Y ahora por qué ha decidido salir a la luz?
—Eso… no lo sé.
—Bueno, supongo que debe de estar dispuesto a prestarme el dinero que necesito… de lo contrario, ¿por qué molestarse en hablar conmigo?
—Creo que tiene usted razón… aunque él no me ha dicho nada.
Llamaron a la puerta principal de la casa y Jay oyó unos ahogados murmullos.
—Por cierto, ¿quién es?
—Será mejor que él mismo se presente.
Se abrió la puerta de la estancia y entró Robert, el hermanastro de Jay.
Jay se levantó de un salto.
—¡Tú! —exclamó—. ¿Cuándo has llegado?
—Hace unos días —contestó Robert.
Jay le tendió la mano y Robert se la estrechó brevemente. Llevaban casi un año sin verse y Robert se parecía cada vez más a su padre: había engordado y sus modales eran tan bruscos y despectivos como los de su padre.
—¿O sea que eres tú quien me prestó el dinero?
—Fue nuestro padre —contestó Robert.
—¡Menos mal! Temía no poder pedirle otro préstamo a un desconocido.
—Pero nuestro padre ya no es tu acreedor —dijo Robert—. Ha muerto.
—¿Muerto? —Jay volvió a sentarse, profundamente consternado por la noticia—. Nuestro padre aún no había cumplido los sesenta. ¿Cómo…?
—Un ataque al corazón.
Jay comprendió que acababa de perder un respaldo. Su padre le había tratado muy mal, pero él siempre había creído que podría recurrir a él y confiar en su fortaleza y su aparente indestructibilidad. De pronto, el mundo se había convertido para él en un lugar más inhóspito. Aunque ya estaba sentado, Jay sintió el deseo de apoyarse en algo.
Miró de nuevo a su hermano y vio en su rostro una expresión de vengativo triunfo. ¿Por qué estaba tan contento?
—Tiene que haber otra cosa —dijo Jay—. ¿Por qué estás tan cochinamente satisfecho?
—Ahora soy tu acreedor —contestó Robert.
Jay comprendió lo que se le venía encima y tuvo la sensación de haber recibido un puñetazo en el estómago.
—Eres un cerdo —dijo en un susurro.
Robert asintió con la cabeza.
—Voy a ejecutar tu hipoteca. La plantación de tabaco es mía. Lo mismo he hecho con High Glen: he comprado las hipotecas y las he ejecutado. Ahora eso también me pertenece.
Jay apenas podía hablar.
—Lo debisteis de tener todo planeado —dijo, haciendo un gran esfuerzo.
Robert asintió con la cabeza.
Jay trató de reprimir las lágrimas.
—Tú y nuestro padre…
—Sí.
—Mi propia familia me ha arruinado.
—Te has arruinado tú mismo porque eres indolente, débil e insensato.
Jay no prestó atención a los insultos. Sólo sabía que su propio padre había planeado su ruina. Recordó haber recibido una carta de Murchman pocos días después de su llegada a Virginia. Su padre debió de escribir por adelantado, ordenándole al abogado que le ofreciera una hipoteca. Había previsto que la plantación tropezaría con dificultades y lo había organizado todo de tal manera que pudiera volver a arrebatársela. Su padre había muerto, pero le había enviado un mensaje de desprecio desde el más allá.
Jay se levantó haciendo un doloroso esfuerzo como si fuera un anciano. Robert permaneció en silencio, mirándole con altivo desdén. Murchman tuvo la delicadeza de mostrarse avergonzado. Con expresión cohibida, corrió a la puerta y la abrió. Jay salió al vestíbulo y a la cenagosa calle.
A la hora de cenar, Jay ya estaba borracho.
Lo estaba tanto que hasta la moza Mandy, la que se había enamorado de él, dejó de interesarse por su persona. Pasó la noche en la taberna Raleigh y Lennox le debió de acompañar a la cama, pues, a la mañana siguiente, se despertó en su habitación.
Sentía deseos de matarse. No tenía nada por lo que vivir: ni hogar, ni futuro, ni hijos. Jamás conseguiría hacer nada de provecho en Virginia ahora que estaba arruinado, y no soportaba la idea de regresar a Gran Bretaña. Su mujer lo odiaba y hasta Felia pertenecía a su hermano. La única pregunta era si descerrajarse un tiro en la cabeza o emborracharse hasta caer muerto.
Estaba tomando una copa de brandy a las once de la mañana cuando su madre entró en la taberna.
Al verla, creyó haberse vuelto loco y se levantó de su asiento sin poder dar crédito a sus ojos.
Leyendo como de costumbre sus pensamientos, ella le dijo:
—No, no soy un fantasma.
Después le dio un beso y se sentó a su lado.
—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Jay, tras recuperarse de la sorpresa.
—Fui a Fredericksburg y me dijeron dónde estabas. Prepárate para una mala noticia. Tu padre ha muerto.
—Ya lo sé.
Alicia se sorprendió.
—¿Cómo?
Jay le contó la historia y le explicó que Robert era el propietario de la plantación y de High Glen.
—Temía que entre los dos planearan algo por el estilo —dijo amargamente Alicia.
—Estoy arruinado —añadió Jay—. Quería matarme.
Alicia abrió enormemente los ojos.
—Entonces Robert no te ha dicho lo que ha dispuesto tu padre en el testamento.
De repente, Jay vio un destello de esperanza.
—¿Me ha dejado algo?
—A ti, no. A tu hijo.
Jay volvió a hundirse en el desánimo.
—La niña nació muerta.
—Una cuarta parte de la herencia irá a parar a cualquier nieto de tu padre que esté vivo antes de que se cumpla un año de su muerte. Si no hay ningún nieto antes de un año, Robert lo heredará todo.
—¿Una cuarta parte de la herencia? ¡Eso es una fortuna!
—Lo único que tienes que hacer es dejar nuevamente embarazada a Lizzie.
—Bueno, por lo menos, eso sí sabré hacerlo —dijo Jay sonriendo.
—No estés tan seguro. Se ha fugado con aquel minero.
—¿Cómo?
—Se ha ido con McAsh.
—¡Dios mío! ¿Me ha dejado y se ha ido con un deportado? —La humillación era demasiado grande. Jay apartó la mirada—. Eso no lo voy a resistir.
—Se han llevado un carro, seis de tus caballos y suministros suficientes para poner en marcha seis granjas.
—¡Malditos ladrones! —gritó Jay con indignada impotencia—. ¿Y tú no lo has podido impedir?
—Acudí a ver al sheriff… pero Lizzie ha sido muy lista. Divulgó una historia según la cual le llevaba unos regalos a un primo de Carolina del Norte. Los vecinos le dijeron al sheriff que yo no era más que una suegra regañona que quería armar alboroto.
—Todos me odian por mi lealtad al rey. —El paso de la esperanza a la desesperación fue demasiado duro y Jay cayó en una especie de letargo—. Ya todo me da igual —dijo—. El destino está en mi contra.
—¡No te des todavía por vencido!
Mandy, la moza de la taberna, interrumpió su conversación para preguntarle a Alicia qué iba a tomar. Alicia pidió un té. Mandy miró con una seductora sonrisa a Jay.
—Podría tener un hijo con otra mujer —dijo Jay cuando Mandy se retiró.
Alicia miró con desprecio el contoneo del trasero de la moza.
—No vale —dijo—. El nieto tiene que ser legítimo.
—¿Me podría divorciar de Lizzie?
—No. Hace falta un decreto del Parlamento y se necesita una fortuna y, además, no tenemos tiempo. Mientras viva Lizzie, tiene que ser con ella.
—No sé adónde ha ido.
—Yo sí.
Jay miró fijamente a su madre. Su inteligencia no cesaba de asombrarle.
—¿Cómo lo sabes?
—Los he seguido.
Jay sacudió la cabeza con incrédula admiración.
—¿Cómo lo hiciste?
—No fue difícil. Pregunté por ahí si habían visto un carro de cuatro caballos con un hombre, una mujer y una niña. No hay tanto tráfico como para que la gente se olvide.
—¿Y adónde han ido?
—Se dirigieron al sur hacia Richmond. Allí siguieron un sendero llamado Three Notch Trail y se dirigieron hacia las montañas del oeste. Entonces, giré hacia el este y vine aquí. Si sales esta misma mañana, sólo estarás a tres días de viaje de ellos.
Jay lo pensó. Aborrecía la idea de perseguir a una esposa fugitiva porque le hacía sentirse ridículo. Pero era su única posibilidad de heredar. Una cuarta parte de la herencia de su padre era una fortuna inmensa.
¿Qué haría cuando le diera alcance?
—¿Y si Lizzie no quiere regresar? —dijo.
Su madre le miró con expresión decidida.
—Hay otra posibilidad, por supuesto. —Alicia estudió fríamente a Mandy y volvió a mirar a su hijo—. Podrías dejar embarazada a otra mujer, casarte con ella y heredar… si Lizzie muriera de repente.
Jay miró a su madre en silencio.
—Se dirigen hacia el desierto —prosiguió diciendo Alicia—, un lugar sin ley donde puede ocurrir cualquier cosa, pues no hay sheriffs ni forenses. Las muertes repentinas son normales y nadie hace preguntas.
Jay tragó saliva y alargó la mano hacia la copa. Su madre le cubrió la mano para impedir que siguiera bebiendo.
—Ya basta —le dijo—. Tienes que ponerte en camino.
Jay retiró la mano a regañadientes.
—Llévate a Lennox —le aconsejó Alicia—. Si ocurriera lo peor y tú no lograras convencer a Lizzie de que regresara contigo… él sabrá cómo resolver la situación.
—Muy bien —dijo Jay, asintiendo con la cabeza—. Lo haré.