35

Al día siguiente, Lizzie se pasó toda la mañana en la cama con un dolor de cabeza tan espantoso que apenas podía hablar. Sarah entró con el desayuno y, al verla, se llevó un susto. Lizzie tomó unos cuantos sorbos de té y volvió a cerrar los ojos.

Cuando regresó la cocinera para retirar la bandeja, Lizzie le preguntó:

—¿Se ha ido el señor Jamisson?

—Sí, señora. Se fue a Williamsburg al amanecer. El señor Lennox se ha ido con él.

Lizzie se sintió un poco mejor.

Minutos después Mack irrumpió en la estancia, se acercó a la cama y la miró, temblando de rabia. Alargó la mano y le acarició las mejillas con trémulos dedos. A pesar de que las magulladuras estaban en carne viva, su caricia fue tan suave que no le causó el menor daño y más bien fue un alivio. Lizzie tomó su mano y le besó la palma. Después ambos permanecieron sentados un buen rato en silencio. El dolor de Lizzie empezó a suavizarse y, al cabo de un rato, ésta se quedó dormida. Cuando se despertó, Mack ya no estaba.

Por la tarde entró Mildred y abrió las persianas. Lizzie se incorporó para que Mildred le cepillara el cabello y poco después entró Mack con el doctor Finch.

—Yo no le he mandado llamar —dijo Lizzie.

—Yo le he ido a buscar —explicó Mack.

Por una extraña razón, Lizzie se avergonzó de lo que le había ocurrido y pensó que ojalá Mack no hubiera ido a buscar al médico.

—¿Qué te induce a pensar que estoy enferma?

—Se ha pasado usted toda la mañana en la cama.

—A lo mejor es que soy perezosa.

—Y, a lo mejor, yo soy el gobernador de Virginia.

Lizzie se dio por vencida y esbozó una sonrisa. Se sentía halagada por el hecho de que Mack se preocupara por ella.

—Te lo agradezco —le dijo.

—Me han dicho que le duele la cabeza —dijo el médico.

—Pero no estoy enferma —contestó Lizzie. Qué demonios, pensó, ¿por qué no decir la verdad?—. Me duele la cabeza porque mi marido me propinó una tanda de puntapiés.

—Mmm… —Finch la miró con expresión turbada—. ¿Tiene visión… borrosa?

—No.

El médico apoyó las manos en sus sienes y tanteó suavemente con los dedos.

—¿Se siente confusa?

—El amor y el matrimonio me confunden, pero no es por eso por lo que me duele la cabeza. ¡Uy!

—¿Es ahí donde recibió el golpe?

—Sí.

—Menos mal que esta mata de cabello ha amortiguado el impacto. ¿Siente náuseas?

—Sólo cuando pienso en mi marido. —Lizzie se dio cuenta de que estaba hablando con un descaro excesivo—. Pero eso no es asunto suyo, doctor.

—Le recetaré un medicamento para aliviar el dolor. Pero no abuse de él porque produce hábito. Llámeme si tuviera alguna molestia en la vista.

Cuando el médico se retiró, Mack se sentó en el borde de la cama y tomó la mano de Lizzie. Al cabo de un rato, le dijo:

—Si no quieres que te propine puntapiés en la cabeza, será mejor que le dejes.

Lizzie trató de buscar alguna justificación para quedarse. Su marido no la amaba. No tenían hijos y probablemente jamás los tendrían. Su hogar estaba prácticamente deshecho. No había nada que la retuviera allí.

—No sabría adónde ir —dijo.

—Yo sí —dijo Mack, presa de una profunda emoción—. Pienso escaparme.

A Lizzie le dio un vuelco el corazón. No podía soportar la idea de perderle.

—Peg irá conmigo —añadió Mack.

Lizzie le miró sin decir nada.

—Ven con nosotros —dijo Mack.

Ya estaba… lo había dicho. Se lo había insinuado en otra ocasión —«Huya con el primer inútil que se le cruce por delante»—, pero ahora se lo había dicho con toda claridad.

«¡Sí, sí, hoy mismo, ahora!» hubiera querido contestar Lizzie. Pero no dijo nada. Tenía miedo.

—¿Adónde irás? —preguntó.

Mack se sacó del bolsillo un estuche de cuero y desdobló el mapa.

—A unos ciento cincuenta kilómetros de aquí hay una cadena montañosa. Empieza arriba en Pensilvania y baja hacia el sur; cualquiera sabe hasta dónde. Además, es muy alta, pero dicen que aquí abajo hay un paso llamado el Cumberland Gap, donde nace el río Cumberland. Al otro lado de las montañas hay un desierto. Dicen que ni siquiera hay indios, pues los sioux y los cherokees llevan muchas generaciones luchando por él y ningún bando ha conseguido imponerse al otro el tiempo suficiente como para establecerse en aquel lugar.

Lizzie empezó a entusiasmarse.

—¿Y cómo te trasladarías hasta allí?

—Peg y yo iríamos a pie. Desde aquí me dirigiría al oeste hacia las estribaciones de las montañas. Pimienta Jones dice que hay un sendero que discurre por el suroeste, más o menos paralelo a la cadena montañosa. Lo seguiría hasta el río Holston, éste que se indica aquí en el mapa. Después, empezaría a subir a las montañas.

—¿Y… si no viajaras solo?

—Si tú me acompañaras, podríamos tomar un carro y llenarlo de provisiones, herramientas, semillas y comida. En tal caso, yo no sería un fugitivo sino un criado que viajaba con su ama y la doncella. Entonces bajaría al sur hasta Richmond y después me dirigiría al oeste hacia Staunton. El camino es más largo, pero Pimienta dice que es mejor. Puede que Pimienta esté equivocado, pero es la única información que tengo.

Lizzie experimentaba una mezcla de emoción y temor.

—¿Y una vez llegáramos a la montaña?

Mack la miró sonriendo.

—Buscaríamos un valle con un río lleno de peces y grandes bosques con venados y quizá un par de águilas anidando en los árboles más altos, y allí construiríamos una casa.

Lizzie empezó a reunir mantas, calcetines de lana, tijeras, hilo y agujas, pasando del júbilo al temor. Se alegraba de huir con Mack y ya se imaginaba recorriendo los bosques con él y durmiendo a su lado sobre una manta bajo los árboles. Pero pensaba también en los peligros. Tendrían que cazar cada día para comer, construir una casa, cultivar maíz, cuidar de sus caballos. Y puede que los indios les fueran hostiles. A lo mejor, se tropezarían con malhechores por los caminos. ¿Y si tuvieran que detenerse a causa de una nevada? ¡Se podrían morir de hambre!

Mirando por la ventana de su dormitorio, vio el coche de la taberna MacLaine de Fredericksburg. En la parte de atrás había unos baúles de equipaje y el asiento del pasajero lo ocupaba una sola persona.

Estaba claro que el cochero, un viejo borracho llamado Simmins, se había equivocado de plantación. Bajó para decírselo.

Al salir al porche, reconoció al pasajero.

Era Alicia, la madre de Jay.

Vestía de luto.

—¡Lady Jamisson! —exclamó horrorizada—. ¡Tendría usted que estar en Londres!

—Hola, Lizzie —le dijo su suegra—. Sir George ha muerto.

—Un ataque al corazón —explicó unos minutos más tarde, sentada en el salón con una taza de té—. Se desplomó al suelo sin sentido en el almacén. Lo llevaron a Grosvenor Square, pero murió por el camino.

No se le quebró la voz y las lágrimas no asomaron a sus ojos mientras comentaba la muerte de su marido.

Lizzie recordaba a Alicia como una mujer agraciada más que hermosa, pero ahora vio que había perdido casi por entero su juvenil donaire. Era sólo una mujer de mediana edad que había llegado al final de un matrimonio insatisfactorio. Lizzie la compadeció. «Yo nunca seré como ella», se juró a sí misma.

—¿Le echa de menos? —le preguntó en tono vacilante.

Alicia la miró con la cara muy seria.

—Me casé con la riqueza y la buena posición —contestó— y eso es lo que tuve. Olive fue la única mujer de su vida y él jamás permitió que yo lo olvidara. ¡No pido comprensión! La culpa fue sólo mía y lo he aguantado durante veinticuatro años. Pero no me pidas que lo llore. Sólo experimento una sensación de liberación.

—Es terrible —murmuró Lizzie.

Era el mismo destino que le esperaba a ella, pensó con un estremecimiento de inquietud. No pensaba aceptarlo. Se escaparía con Mack, pero tendría que cuidar de Alicia.

—¿Dónde está Jay? —preguntó lady Jamisson.

—Se ha ido a pedir un préstamo a Williamsburg.

—Eso quiere decir que la plantación no marcha muy bien.

—Nuestra cosecha de tabaco se ha perdido.

Una sombra de tristeza empañó el semblante de Alicia. Lizzie comprendió que Jay había decepcionado a su madre, tal como la había decepcionado a ella… pero Alicia jamás lo reconocería.

—Te estarás preguntando qué dice el testamento de sir George —dijo Alicia.

Lizzie ni siquiera había pensado en el testamento.

—¿Tenía muchas cosas que legar? Pensé que sus negocios estaban pasando por un mal momento.

—Se salvaron gracias al carbón de High Glen. Ha muerto muy rico.

Lizzie se preguntó si le habría dejado algo a Alicia. En caso de que no, quizá ésta esperara vivir con su hijo y su nuera.

—¿Le ha hecho sir George una buena parte?

—Sí, debo decir que mi parte se estipuló antes de nuestra boda.

—¿Y Robert ha heredado todo lo demás?

—Eso es lo que todos suponíamos. Pero mi marido ha dejado una cuarta parte de sus bienes para que se reparta un año después de su muerte entre sus nietos legítimos vivos. Por consiguiente, vuestro hijo es muy rico. ¿Cuándo lo veré? ¿O acaso es una niña?

Estaba claro que Alicia había salido de Londres antes de recibir la carta de Jay.

—Una niña —dijo Lizzie.

—Cuánto me alegro. Será una mujer acaudalada.

—Nació muerta.

Alicia no mostró la menor compasión.

—Maldita sea —exclamó—. Tenéis que tener otro enseguida.

Mack había cargado el carro con semillas, herramientas, cuerdas, clavos, harina de maíz y sal. Había abierto la sala de armas utilizando la llave de Lizzie y había tomado todos los rifles y municiones. Y había cargado también una reja de arado. Cuando llegaran a su destino, convertiría el carro en arado.

Decidió poner cuatro yeguas en los tirantes y tomar, además, dos sementales para destinarlos a la cría. Jay Jamisson se enfurecería por el robo de sus preciosos caballos y Mack estaba seguro de que lo lamentaría mucho más que la pérdida de Lizzie.

Mientras ataba el equipaje, Lizzie salió de la casa.

—¿Quién es la visita? —le preguntó.

—Alicia, la madre de Jay.

—¡Santo cielo! No sabía que iba a venir.

—Ni yo.

Mack frunció el ceño. Alicia no constituía ninguna amenaza para sus planes, pero su esposo puede que sí.

—¿Vendrá también sir George?

—Ha muerto.

Mack lanzó un suspiro de alivio.

—Menos mal. El mundo se ha librado de él.

—¿Crees que podremos marcharnos?

—No veo por qué no. Alicia no nos lo puede impedir.

—¿Y si acude al sheriff y dice que hemos robado todo esto y nos hemos escapado? —dijo Lizzie, señalando el carro.

—Recuerda lo que tenemos que decir. Vas a visitar a un primo que acaba de instalarse como granjero en Carolina del Norte. Y le llevas unos regalos.

—A pesar de que estamos en la ruina.

—Los virginianos son famosos por su generosidad incluso cuando están sin un céntimo.

Lizzie asintió con la cabeza.

—Me encargaré de que el coronel Thumson y Suzy Delahaye se enteren de mis planes.

—Diles que tu suegra no lo aprueba y que intentará ponerte trabas.

—Buena idea. El sheriff no querrá entrometerse en una disputa familiar. —Lizzie dudó un instante y Mack temió que se echara atrás—. ¿Cuándo… cuándo nos iremos? —preguntó con trémula voz.

—Antes de que amanezca —contestó Mack, sonriendo—. Esta noche llevaré el carro al recinto de los esclavos para que no hagamos mucho ruido al salir. Cuando Alicia se despierte, ya estaremos lejos.

Lizzie comprimió con fuerza su brazo y regresó a toda prisa a la casa.

Aquella noche Mack visitó la cama de Lizzie.

Cuando entró en silencio en el dormitorio, la encontró despierta, pensando en la emocionante aventura que emprenderían a la mañana siguiente. Mack le dio un beso en la boca, se desnudó y se acostó a su lado.

Hicieron el amor, hablaron en susurros de sus proyectos y volvieron a hacer el amor. Poco antes del amanecer, Mack se adormiló ligeramente. Lizzie, en cambio, permaneció despierta, contemplando las facciones de su rostro a la luz del fuego de la chimenea mientras pensaba en el viaje de espacio y tiempo que los había conducido desde High Glen hasta aquella cama.

Mack no tardó en despertarse. Volvieron a besarse apasionadamente y se levantaron.

Mack se dirigió a las cuadras mientras Lizzie se vestía con pantalones, botas de montar, camisa y chaleco, se recogía el cabello hacia arriba y tomaba un vestido para poder ponérselo rápidamente en caso de que tuviera que interpretar el papel de una acaudalada dama. Estaba preocupada por el viaje, pero no abrigaba la menor duda con respecto a Mack. Se sentía tan unida a él que le confiaría su vida sin ningún temor.

Cuando él acudió a recogerla, estaba sentada junto a la ventana con una casaca y un sombrero de tres picos. Mack sonrió al verla con su atuendo preferido. La tomó de la mano y ambos bajaron de puntillas la escalera y salieron de la casa.

El carro aguardaba al final del camino, lejos de la vista. Peg ya estaba acomodada en el asiento, envuelta en una manta. Jimmy, el mozo de cuadra, había enganchado cuatro caballos y había atado otros dos con unas cuerdas a la parte de atrás. Todos los esclavos habían salido de sus cabañas para despedirles. Lizzie besó a Mildred y a Sarah y Mack estrechó la mano de Kobe y Cass. Bess, la chica que había resultado herida la noche en que Lizzie perdió a su hija, le arrojó a su ama los brazos al cuello entre sollozos. Todos permanecieron en silencio bajo la luz de las estrellas mientras Mack y Lizzie subían al carro.

Mack tiró de las riendas diciendo:

—¡Arre! ¡En marcha!

Los caballos obedecieron la orden y el carro empezó a moverse.

Una vez fuera de la plantación, Mack tomó el camino de Fredericksburg. Lizzie volvió la vista hacia atrás y vio a los braceros saludándolos en silencio con la mano.

Poco después, se perdieron de vista.

Lizzie miró firmemente hacia delante. En la distancia, ya estaba amaneciendo.