34

Lizzie se quedó en su dormitorio mientras los hombres y los perros registraban la plantación. Hablando en un susurro, Peg le contó la historia de su vida. Lizzie la escuchó horrorizada y conmovida. Peg era sólo una preciosa niña descarada. Su criatura muerta también era una niña.

Ambas se intercambiaron sus sueños y esperanzas. Lizzie le comentó a Peg su deseo de vivir al aire libre, vestir como un hombre y pasarse todo el día a caballo con un arma de fuego al hombro. Peg se sacó del interior de la camisa una doblada y gastada hoja de papel. Era un dibujo a colores de un padre, una madre y una niña, de pie delante de la fachada de una bonita casa de campo.

—Siempre quise ser la niña del dibujo —dijo—. Pero ahora quiero ser la madre algunas veces.

A la hora de costumbre, Sarah, la cocinera, subió a la habitación de Lizzie con la bandeja del desayuno. Al oír llamar a la puerta, Peg se ocultó debajo de la ropa de la cama, pero la mujer le dijo a Lizzie al entrar:

—Sé lo de Peggy, no se preocupe.

Peg volvió a salir y Lizzie le preguntó a la cocinera, mirándola con asombro:

—¿Quién no lo sabe?

—El señor Jamisson y el señor Lennox.

Lizzie compartió su desayuno con Peg. La niña se zampó el jamón y los huevos revueltos como si llevara un mes sin comer.

La patrulla de búsqueda se marchó cuando Peg ya estaba terminando de desayunar. Lizzie y Peg se acercaron a la ventana y vieron a los hombres cruzar el césped del jardín para bajar al río. Caminaban cabizbajos y con los hombros encorvados, seguidos por los obedientes y silenciosos perros.

Cuando los perdieron de vista, Lizzie lanzó un suspiro de alivio diciendo:

—Ya estás a salvo.

Ambas se abrazaron con emoción. Peg estaba muy delgada y Lizzie se compadeció maternalmente de ella.

—Siempre me he sentido a salvo con Mack —dijo Peg.

—Tendrás que quedarte en esta habitación hasta que estemos seguras de que Jay y Lennox no nos van a molestar.

—¿No teme que entre alguna vez el señor Jamisson? —preguntó Peg.

—No, él nunca viene aquí.

Peg la miró extrañada, pero no hizo más preguntas. En su lugar, dijo:

—Cuando sea mayor, me casaré con Mack.

Lizzie tuvo la extraña sensación de que era una advertencia.

Sentado en uno de los cuartos infantiles donde sabía que nadie le molestaría, Mack revisó su equipo de supervivencia: tenía un ovillo de hilo y seis anzuelos que le había hecho el herrero Cass para que pudiera pescar, una taza y un plato de hojalata como los que solían utilizar los esclavos, un yesquero para encender fuego y una sartén de hierro para cocinar la comida. Disponía también de un hacha y una navaja de gran tamaño que había robado mientras los esclavos talaban árboles y fabricaban toneles.

Al fondo de la bolsa, envuelta en un trozo de lienzo de lino, guardaba la llave de la sala de armas. Su último acto antes de marcharse sería robar un rifle y municiones.

En la bolsa de lona guardaba también un ejemplar del Robinson Crusoe y el collar de hierro que se había llevado de Escocia. Tomó el collar, recordando cómo lo había roto en la herrería la noche en que se había fugado de Heugh. Recordó que había bailado una giga de libertad a la luz de la luna. Había transcurrido más de un año desde entonces y todavía no era libre. Pero no perdía la esperanza.

El regreso de Peg había eliminado el último obstáculo que le impedía huir de Mockjack Hall. La niña se había instalado en el recinto de los esclavos y dormía en una cabaña de chicas solteras. Todas guardarían su secreto y la protegerían. No era la primera vez que ocultaban a un fugitivo; cualquier esclavo que se hubiera fugado podía contar con un cuenco de hominy y un catre para pasar la noche en todas las plantaciones de Virginia.

Durante el día, Peg vagaba por el bosque y permanecía oculta en la espesura hasta que caía la noche. Entonces regresaba al recinto de los esclavos para comer con ellos. Mack sabía que aquella situación no se podría prolongar demasiado. Muy pronto el aburrimiento induciría a Peg a ser menos precavida y entonces la atraparían. Pero ya faltaban pocos días para que todo cambiara.

Mack experimentaba un hormigueo de emoción en la piel. Cora estaba casada, Peg se había salvado y el mapa le había mostrado hacia dónde tenía que dirigirse. La libertad era el mayor deseo de su corazón. El día que quisieran, él y Peg podrían abandonar sin más la plantación al término de la jornada laboral. Al amanecer ya estarían a casi cincuenta kilómetros de distancia. Se esconderían de día y caminarían de noche. Como todos los fugitivos, todas las mañanas y todas las noches pedirían comida en los recintos de los esclavos de la plantación que tuvieran más cerca.

A diferencia de la mayoría de fugitivos, Mack no intentaría buscarse un trabajo en cuanto estuviera a ciento cincuenta kilómetros de distancia. Así era cómo los atrapaban a todos. Él iría más lejos. Su destino era el desierto que se extendía al otro lado de las montañas. Allí sería libre. Pero Peg ya llevaba una semana allí y él se encontraba todavía en Mockjack Hall.

Estudió el mapa, los anzuelos y el yesquero. Se encontraba a un paso de la libertad, pero aún no podía darlo. Se había enamorado de Lizzie y no podía soportar la idea de dejarla.

Lizzie, completamente desnuda, se estaba mirando en un espejo de cuerpo entero de su dormitorio.

Le había dicho a Jay que ya se había restablecido del embarazo, pero la verdad era que jamás volvería a ser la misma. Sus pechos tenían el mismo tamaño de antes, pero no eran tan firmes y estaban ligeramente colgantes. Su vientre nunca sería completamente liso: el ligero abultamiento y la flojedad de la piel jamás desaparecerían y, por si fuera poco, tenía unas líneas plateadas en los puntos donde la piel se había tensado. Se habían atenuado un poco, pero ella sabía que nunca se borrarían del todo. Abajo, el lugar por donde había salido la niña también era distinto. Antes estaba tan apretado que apenas se podía introducir un dedo. Ahora era mucho más ancho.

Se preguntó si sería por eso por lo que Jay ya no la quería. Él no le había visto el cuerpo después del parto, pero, a lo mejor, ya sabía o adivinaba lo que había ocurrido y le parecía repulsivo. En cambio, la esclava Felia jamás había parido y tenía un cuerpo perfecto. Jay la dejaría embarazada más tarde o más temprano y entonces quizá la abandonaría tal como la había abandonado a ella y se buscaría a otra. ¿Así quería vivir Jay? ¿Así eran todos los hombres? Lizzie hubiera deseado poder preguntárselo a su madre.

Jay la trataba como si fuera un objeto usado que ya no servía para nada, como unos zapatos viejos o un plato desportillado. Y ella estaba furiosa. La criatura que había crecido en su interior y le había abultado el vientre y ensanchado la vagina era hija de Jay y él no tenía ningún derecho a rechazarla por eso. Lanzó un suspiro. Hubiera sido inútil enojarse con él. Había sido una insensata al elegirle.

Se preguntó si alguien volvería a sentirse atraído por su cuerpo alguna vez. Echaba de menos la sensación de las manos de un hombre acariciando ávidamente su piel. Quería que alguien la besara con ternura y le comprimiera los pechos y le introdujera los dedos. No podía soportar la idea de no poder volver a disfrutar jamás de todas aquellas sensaciones.

Respiró hondo, contrajo los músculos del estómago y echó el pecho hacia fuera. Así era casi como antes del embarazo. Se acarició los pechos, se rozó el vello del pubis y jugueteó con el botón del deseo.

De repente, se abrió la puerta.

Mack tenía que arreglar un azulejo roto de la chimenea del dormitorio de Lizzie.

—¿Ya se ha levantado la señora Jamisson? —le había preguntado a Mildred.

—Acaba de irse a las cuadras —le había contestado Mildred.

La doncella no le habría entendido bien y habría pensado que le preguntaba por el señor Jamisson. Todo eso Mack lo pensó en una décima de segundo. Después todos sus pensamientos se concentraron en Lizzie. Era una mujer muy hermosa. Mientras ella permanecía de pie delante del espejo, Mack pudo ver su cuerpo por delante y por detrás. Sus manos hubieran deseado acariciar la curva de sus caderas. Podía ver en el espejo el montículo de sus redondos pechos y los suaves y rosados pezones. El vello del pubis hacía juego con los oscuros bucles de su cabeza.

Se quedó sin habla, sabiendo que hubiera tenido que musitar unas palabras de disculpa y retirarse de inmediato, pero se notaba los pies clavados en el suelo.

Lizzie se volvió hacia él con expresión turbada y Mack se preguntó por qué. Desnuda, parecía más vulnerable y casi asustada.

Al final, Mack consiguió articular unas palabras.

—Oh, qué guapa es usted —musitó.

El rostro de Lizzie experimentó un cambio; como si alguien hubiera respondido a una pregunta.

—Cierra la puerta —dijo Lizzie.

Mack cerró la puerta a su espalda y cruzó la estancia en tres zancadas. Ella se arrojó inmediatamente en sus brazos y él estrechó su cuerpo contra el suyo, sintiendo la suavidad de sus senos contra su pecho. Le besó los labios y ella abrió la boca para que su lengua buscara la suya y disfrutara de la humedad y el ansia de su beso. Cuando notó su erección, Lizzie empezó a restregar las caderas contra él.

Mack se apartó entre jadeos, temiendo experimentar un orgasmo. Lizzie tiró de su chaleco y su camisa, tratando de acariciarle la piel.

Él arrojó el chaleco al suelo y se quitó la camisa por la cabeza. Inclinándose hacia delante, Lizzie acercó la boca a su tetilla, apretó los labios, se la lamió con la punta de la lengua y finalmente se la mordió suavemente con los dientes frontales. El dolor fue tan delicioso que Mack emitió un gemido de placer.

—Ahora házmelo tú a mí —le dijo Lizzie, arqueando la espalda y ofreciendo el pecho a su boca. Mack sostuvo uno de sus pechos con una mano y le besó el erecto pezón, saboreando intensamente el momento.

—No tan suave —dijo Lizzie en un susurro.

Mack empezó a succionar con fuerza y después le mordió el pezón tal como ella le había mordido a él. La oyó respirar afanosamente y temió haberla lastimado, pero ella le dijo:

—Más fuerte, quiero que me hagas daño.

Entonces él la mordió.

—Así —dijo Lizzie, estrechando su cabeza contra sus pechos.

Mack se detuvo, temiendo hacerle sangre. Cuando enderezó la espalda, Lizzie se inclinó hacia su cintura; tiró del cordel que le sujetaba los pantalones y se los bajó. El pene quedó en libertad. Ella lo sostuvo con las dos manos, lo restregó contra sus aterciopeladas mejillas y lo besó. El placer fue tan intenso que Mack se apartó una vez más por temor a terminar demasiado pronto.

Sus ojos se desviaron hacia la cama.

—Allí no —dijo Lizzie—. Aquí —añadió, tendiéndose boca arriba sobre la alfombra delante del espejo.

Mack se arrodilló entre sus piernas sin quitarle los ojos de encima.

—Ahora, date prisa —lo instó ella.

Mack se situó encima suyo, descansando el peso del cuerpo en los codos, y ella lo guió hacia su interior. Tenía las mejillas arreboladas y la boca entreabierta. Los húmedos labios mostraban unos dientes pequeños e inmaculadamente blancos. Mientras él se movía sobre su cuerpo, sus grandes ojos le miraron amorosamente.

—Mack —gimió—. Oh, Mack.

Su cuerpo se movía al compás del suyo y sus dedos se hundían con fuerza en los duros músculos de su espalda.

Mack la besó sin dejar de moverse, pero ella quería más. Le apresó el labio inferior con los dientes y se lo mordió. Mack percibió el sabor de la sangre.

—¡Date prisa! —le gritó ella. Su desesperación lo indujo a empujar casi con brutalidad—. ¡Así!

Cerró los ojos entregándose por entero a la sensación hasta que un grito se escapó de su garganta. Mack le cubrió la boca con la mano y ella le mordió el dedo mientras comprimía las caderas contra las suyas y se agitaba debajo de su cuerpo, subiendo y bajando una y otra vez hasta que, al final, se detuvo y se aflojó, totalmente exhausta.

Mack le besó los ojos, la nariz y la barbilla moviéndose todavía en su interior. Cuando su respiración se normalizó y sus ojos volvieron a abrirse, Lizzie le dijo:

—Mira el espejo.

Mack levantó la vista y vio a otro Mack encima de otra Lizzie con los cuerpos unidos a la altura de las caderas mientras el pene entraba y salía sin cesar.

—Es bonito —dijo ella en un susurro.

Mack contempló sus grandes ojos negros.

—¿Me quieres? —le preguntó.

—Oh, Mack, ¿cómo puedes preguntarlo? —Las lágrimas asomaron a los ojos de Lizzie—. Pues claro que te quiero. Te quiero, te quiero.

Fue entonces cuando finalmente Mack experimentó el orgasmo.

Cuando la primera cosecha de tabaco ya estuvo lista para la venta, Lennox transportó cuatro toneles a Fredericksburg en una barcaza. Jay esperó con impaciencia su regreso. Estaba deseando saber a qué precio vendería el tabaco.

No le pagarían en efectivo, pues el mercado operaba de otra manera. Lennox llevaría el tabaco a un almacén público donde un inspector oficial emitiría un certificado de «comercializable». Dichos certificados, conocidos como pagarés de tabaco, se utilizaban en toda Virginia como dinero. A su debido tiempo, el último propietario del pagaré lo compensaría, entregándoselo al capitán de un barco a cambio de dinero o, más probablemente, de mercancías importadas de Gran Bretaña. Entonces el capitán se dirigiría con el pagaré a un almacén público y lo cambiaría por tabaco.

Entre tanto, Jay utilizaría los pagarés para saldar sus deudas más urgentes. Los herreros llevaban un mes sin hacer nada porque no tenían hierro para fabricar herramientas ni herraduras de caballo.

Por suerte, Lizzie no se había dado cuenta de que estaban en la ruina. Después del parto, se había pasado tres meses viviendo entre nubes. Tras haber sorprendido a Jay con Felia, se había sumido en un furibundo silencio. Pero ahora había vuelto a cambiar. Se la veía más contenta y estaba casi amable.

—¿Qué noticias tenemos? —le preguntó a Jay a la hora de cenar.

—Hay dificultades en Massachusetts —contestó Jay—. Ha surgido un grupo de exaltados que se hacen llamar los Hijos de la Libertad… han tenido incluso la osadía de enviar dinero para el muy sinvergüenza de John Wilkes en Londres.

—Me sorprende que sepan quién es.

—Creen que es el símbolo de la libertad. Entre tanto, los comisarios de Aduanas tienen miedo de poner los pies en Boston. Se han refugiado a bordo del Romney.

—Parece que los habitantes de las colonias se quieren rebelar.

Jay sacudió la cabeza.

—Necesitan simplemente una dosis de la medicina que nosotros les administramos a los descargadores de carbón… saborear los disparos de los rifles y unos cuantos ahorcamientos.

Lizzie se estremeció de angustia y no hizo más preguntas.

Terminaron la cena en silencio y, mientras Jay encendía la pipa, entró Lennox. Jay se dio cuenta de que, aparte de los negocios, el capataz había estado bebiendo en Fredericksburg.

—¿Todo bien, Lennox?

—No exactamente —contestó Lennox con su habitual insolencia.

Lizzie se impacientó.

—¿Qué ha ocurrido?

—Han quemado nuestro tabaco, eso es lo que ha ocurrido.

—¿Que lo han quemado? —dijo Jay.

—¿Cómo? —preguntó Lizzie.

—Por orden del inspector. Lo han quemado como si fuera basura. No lo han considerado comercializable.

Jay experimentó una sensación de mareo en la boca del estómago y tragó saliva diciendo:

—No sabía que tuvieran derecho a hacer eso.

—¿Qué tenía de malo? —preguntó Lizzie.

Lennox pareció turbarse y, por un instante, no dijo nada.

—Vamos, suéltelo de una vez —le dijo Lizzie, enojada.

—Dicen que es mierda de vaca —contestó Lennox al final.

—¡Lo sabía! —exclamó Lizzie.

Jay no tenía ni idea de lo que estaban diciendo.

—¿Qué quiere decir «mierda de vaca»? ¿Qué significa?

—Significa —contestó fríamente Lizzie— que se ha soltado ganado en las tierras donde crecían las plantas. Cuando la tierra se abona en exceso, el tabaco adquiere un fuerte y desagradable aroma.

—¿Quiénes son esos inspectores que tienen derecho a quemar mi cosecha?

—Los nombra la Cámara de Representantes —le contestó Lizzie.

—¡Es indignante!

—Tienen que mantener la calidad del tabaco de Virginia.

—Presentaré una querella.

—Jay —dijo Lizzie—, en lugar de presentar una querella, ¿por qué no administras debidamente tu plantación? Aquí se puede cultivar un tabaco excelente si te tomas la molestia de hacerlo.

—¡No necesito que una mujer me diga cómo tengo que llevar mis asuntos! —gritó Jay.

—Tampoco necesitas que lo haga un insensato —replicó Lizzie, mirando a Lennox.

A Jay se le acababa de ocurrir una posibilidad tremenda.

—¿Qué parte de nuestra cosecha se cultivó de esta manera?

Lennox no contestó.

—¿Y bien? —insistió Jay.

—Toda —contestó Lizzie.

Entonces Jay comprendió que se había arruinado. La plantación estaba hipotecada, él se encontraba hundido hasta el cuello en las deudas y su cosecha de tabaco no valía nada.

De repente; notó que le faltaba la respiración y sintió que se le encogía la garganta. Abrió la boca como un pez, pero no pudo respirar. Al final, aspiró una bocanada de aire como un hombre que se estuviera ahogando y emergiera a la superficie por última vez.

—Que Dios se apiade de mí —dijo, cubriéndose el rostro con las manos.

Aquella noche llamó a la puerta del dormitorio de Lizzie. Ella se encontraba sentada junto al fuego en camisón, pensando en Mack. Se sentía rebosante de felicidad. Lo amaba y él la amaba a ella. Pero ¿qué iban a hacer? Contempló las llamas de la chimenea. Trató de ser práctica, pero no podía dejar de pensar en lo que ambos habían hecho sobre la alfombra, delante del espejo. Estaba deseando volverlo a hacer. La llamada a la puerta la sobresaltó. Se levantó de un salto y contempló la puerta cerrada.

El tirador chirrió, pero ella cerraba la puerta con llave todas las noches desde que sorprendiera a Jay con Felia.

—Lizzie… ¡abre la puerta! —dijo la voz de Jay.

Ella no contestó.

—Me voy a Williamsburg mañana a primera hora para intentar conseguir otro préstamo —añadió Jay—. Quiero verte antes de irme.

Lizzie permaneció en silencio.

—Sé que estás ahí dentro, ¡abre!

Parecía ligeramente bebido.

Poco después se oyó un sordo rumor, como si Jay hubiera golpeado la puerta con el hombro. Lizzie sabía que no conseguiría derribar la puerta: los goznes eran de latón y la cerradura era muy resistente.

Lizzie oyó alejarse unas pisadas, pero pensó que Jay no se había dado por vencido y no se equivocó. Tres o cuatro minutos después su marido regresó diciendo:

—Si no abres la puerta, la echaré abajo.

Se oyó un fuerte golpe como si algo se hubiera estrellado contra la puerta. Lizzie adivinó que había ido a buscar un hacha. Otro golpe atravesó la madera y Lizzie vio la hoja asomando por el otro lado.

La joven se asustó. Pensó que ojalá Mack estuviera a su lado, pero éste se encontraba en el recinto de los esclavos, durmiendo en un duro catre. Tendría que enfrentarse ella sola con la situación. Temblando de miedo, se acercó a la mesita de noche y tomó las pistolas.

Jay seguía golpeando la puerta con el hacha, la madera se empezó a astillar y las paredes de la casa se estremecieron por efecto de los golpes. Lizzie comprobó la carga de las pistolas. Con trémula mano, echó un poco de pólvora en la cazoleta de cada una de ellas, soltó los seguros y las amartilló.

«Ahora ya todo me da igual —pensó, dominada por el fatalismo—. Que sea lo que Dios quiera».

Se abrió la puerta y entró Jay jadeando y con el rostro desencajado. Sosteniendo el hacha en la mano, se acercó a ella. Lizzie extendió el brazo y efectuó un disparo por encima de su cabeza.

En el confinado espacio de la estancia, la detonación sonó como un cañonazo. Jay se quedó paralizado y, presa del pánico, levantó las manos en gesto defensivo.

—Tú ya sabes la puntería que tengo —le dijo Lizzie—, lo malo es que sólo me queda una bala, lo cual significa que la siguiente tendrá que ir directamente a tu corazón.

Mientras hablaba, le pareció increíble que pudiera dirigir unas palabras tan violentas al hombre cuyo cuerpo había amado. Hubiera querido echarse a llorar, pero apretó los dientes y le miró sin parpadear.

—Perra cruel y asquerosa —dijo Jay.

El comentario dio en el clavo. Ella misma se acababa de acusar de ser cruel. Lentamente, bajó la pistola. Por supuesto que no dispararía contra él.

—¿Qué quieres? —le preguntó.

Jay soltó el hacha.

—Acostarme contigo antes de irme —contestó.

Lizzie experimentó una invencible repulsión. Evocó la imagen de Mack. Sólo él podía hacerle ahora el amor. La idea de hacerlo con Jay la horrorizaba. Jay tomó las pistolas por las culatas y ella se lo permitió. Después, Jay desmontó la que ella no había disparado y arrojó ambas pistolas al suelo.

Lizzie le miró, horrorizada. No podía creer lo que estaba a punto de ocurrir.

Jay se acercó y le propinó un puñetazo en el estómago. Lizzie emitió un grito de dolor y se dobló por la cintura.

—¡A mí no vuelvas a apuntarme nunca más con un arma! —le gritó Jay.

Después descargó un puñetazo contra su rostro y la derribó al suelo, donde empezó a darle puntapiés en la cabeza hasta que ella se desmayó.