33

Mack no le perdonaba a Lizzie la bofetada. Cada vez que lo pensaba, se ponía furioso. Ella le daba falsas esperanzas y, cuando él respondía, lo castigaba. No era más que una despiadada bruja de la clase alta que se divertía jugando con sus sentimientos, pensó. Pero en el fondo sabía que no era cierto y, al cabo de algún tiempo, cambió de opinión y comprendió que Lizzie se debatía en un mar de dudas. Se sentía atraída por él, pero estaba casada con otro. Tenía un sentido del deber muy bien desarrollado, pero comprendía que sus convicciones se estaban empezando a tambalear. Para intentar acabar con el dilema, se peleaba con él.

Hubiera deseado decirle que su lealtad a Jay estaba fuera de lugar. Todos los esclavos sabían desde hacía muchos meses que el amo pasaba las noches en una casita con Felia, la hermosa y complaciente muchacha del Senegal. Pero estaba seguro de que Lizzie lo averiguaría por sí misma más tarde o más temprano, tal como efectivamente había ocurrido dos noches atrás. La reacción de Lizzie había sido tan exagerada como de costumbre: cerró bajo llave la puerta de su dormitorio y se armó con dos pistolas.

¿Cuánto tiempo aguantaría en aquella situación? ¿Cómo terminaría el conflicto? «Huya a la frontera con el primer inútil que se le cruce por delante», le había dicho él, pensando en sí mismo, pero ella no había seguido el consejo. Por supuesto que jamás se le hubiera ocurrido pasar la vida con Mack. No cabía duda de que él le gustaba. Había sido algo más que un criado: la había ayudado en el parto y a ella le había encantado que la abrazara. Pero no tenía la menor intención de dejar a su marido y fugarse con él.

Mack estaba removiéndose intranquilo en su cama poco antes del amanecer cuando, de pronto, oyó el suave relincho de un caballo en el exterior.

¿Quién podía ser a aquella hora? Frunciendo el ceño, se levantó del catre y se acercó a la puerta de la cabaña vestido con camisa y calzones.

El aire era muy frío y Mack se estremeció al abrir la puerta. Era una mañana brumosa y estaba lloviznando, pero, bajo la plateada luz del amanecer, vio a dos mujeres entrando en el recinto de las cabañas. Una de ellas conducía una jaca por la brida.

Tardó un momento en reconocer a Cora. ¿Por qué razón habría cabalgado a través de la noche para trasladarse allí? Le habría ocurrido algo grave.

Después reconoció a la otra.

—¡Peg! —la llamó alegremente.

La niña le vio y se acercó corriendo. Mack observó que había crecido; había aumentado de estatura y sus formas eran distintas. Pero su rostro era el mismo de siempre.

—¡Mack! —gritó Peg arrojándose en sus brazos—. ¡Oh, Mack, si supieras cuánto miedo he pasado!

—Pensé que jamás volvería a verte —dijo Mack emocionado—. ¿Qué ha ocurrido?

Cora contestó a la pregunta.

—Está en dificultades. La compró un granjero de la montaña llamado Burgo Marler. La quiso violar y ella lo apuñaló con un cuchillo de cocina.

—Pobre Peg —dijo Mack, abrazándola—. ¿El hombre ha muerto?

Peg asintió con la cabeza.

—El suceso se ha publicado en la Virginia Gazette y ahora todos los sheriffs de la colonia la están buscando —explicó Cora.

Mack la miró horrorizado. Si la atraparan, Peg sería ahorcada.

El rumor de la conversación despertó a los otros esclavos. Algunos de los deportados salieron y, al ver a Peg y a Cora, las saludaron efusivamente.

—¿Cómo llegaste a Fredericksburg? —le preguntó Mack a Peg.

—A pie —contestó la niña con un toque de su antigua personalidad desafiante—. Sabía que tenía que ir hacia el este y encontrar el río Rappahannock. Anduve en la oscuridad y pregunté el camino a personas que viven de noche… esclavos, fugitivos, desertores del Ejército e indios.

—La he ocultado unos días en mi casa… mi marido está en Williamsburg por asuntos de negocios. Después me enteré de que el sheriff estaba a punto de interrogar a todos los que estaban en el Rosebud —dijo Cora.

—¡Pero eso significa que va a venir aquí! —Dijo Mack.

—Sí… ya no puede estar muy lejos.

—¿Cómo?

—Estoy casi segura de que ya se ha puesto en camino… estaba reuniendo a una patrulla de búsqueda cuando dejé la ciudad.

—¿Pues por qué la has traído aquí? —preguntó Mack.

Cora le miró con dureza.

—Porque es tu problema. ¡Yo tengo un marido rico y mi propio banco en la iglesia y no quiero que el sheriff descubra a una asesina en el maldito henil de mis cuadras!

Los otros deportados emitieron unos murmullos de reproche.

Mack miró a Cora consternado. En otros tiempos había soñado con compartir su vida con aquella mujer.

—Tienes un corazón de piedra —le dijo.

—La he salvado, ¿no? —protestó Cora en tono indignado—. ¡Ahora me tengo que salvar yo!

Kobe había estado escuchando la conversación en silencio. Mack se volvió automáticamente hacia él para discutir la cuestión.

—La podríamos esconder en la propiedad de Thumson —dijo.

—Estaría muy bien, siempre y cuando al sheriff no se le ocurra buscar también allí —dijo Kobe.

—Maldita sea, no lo había pensado —exclamó Mack, preguntándose dónde la podría ocultar—. Buscarán en las cabañas de los esclavos, las cuadras, los cobertizos del tabaco…

—¿Ya te has tirado a Lizzie Jamisson? —le preguntó Cora.

Mack se sorprendió de que le hiciera semejante pregunta.

—¿Qué quieres decir con eso de «ya»? Por supuesto que no.

—No te hagas el tonto. Apuesto a que le gustas.

A Mack le molestaba la prosaica actitud de Cora, pero no podía hacerse el ingenuo.

—¿Y qué si le gustara?

—¿Crees que escondería a Peg… por ti?

Mack tenía sus dudas. ¿Cómo podría tan siquiera preguntárselo?, pensó. No podría amar a una mujer que se negara a proteger a una niña en semejante situación. Y, sin embargo, no sabía si Lizzie accedería a hacerlo y, por una extraña razón, estaba furioso.

—Quizá lo haría por simple bondad —contestó con intención.

—Tal vez. Pero el egoísmo del placer es más de fiar.

Mack oyó ladrar unos perros. Le pareció que eran los perros de caza de la casa grande. ¿Qué los habría inquietado? Después, se oyó un ladrido de respuesta desde algún lugar situado río abajo.

—Hay perros desconocidos en las cercanías —dijo Kobe—. Por eso se han alterado Roy y Rex.

—¿Será la patrulla de búsqueda? —dijo Mack, presa de un creciente temor.

—Yo creo que sí —contestó Kobe.

—¡Necesitaríamos un poco de tiempo para elaborar un plan!

Cora dio media vuelta y montó en su jaca.

—Me voy de aquí antes de que me vean —dijo, alejándose—. Buena suerte —añadió en un susurro, desapareciendo entre la bruma del bosque como un mensajero espectral.

Mack se volvió hacia Peg.

—Se nos está acabando el tiempo. Ven conmigo a la casa. Es nuestra mejor oportunidad.

La niña le miró con semblante asustado.

—Haré lo que tú digas.

—Iré a ver quiénes son los visitantes —dijo Kobe—. Si son los de la patrulla de búsqueda, procuraré entretenerlos.

Mack tomó a Peg de la mano y cruzó corriendo los húmedos campos en medio de la grisácea luz del amanecer. Los perros bajaron saltando los peldaños del porche para salirles al encuentro. Roy lamió la mano de Mack y Rex olfateó con curiosidad a Peg, pero ninguno de los dos ladró. En la casa nunca se cerraban las puertas, por lo que Mack entró con Peg por la puerta de atrás y ambos subieron sigilosamente al piso de arriba. Mack miró por la ventana del descansillo y vio, bajo los colores blanquinegros del amanecer, a unos cinco o seis hombres que, acompañados por unos perros, estaban subiendo desde el río. El grupo se dividió: dos hombres se encaminaron hacia la casa y los demás se dirigieron hacia las cabañas de los esclavos con los perros.

Mack se acercó a la puerta del dormitorio de Lizzie. «No me dejes en la estacada», le suplicó en silencio. Probó a abrir la puerta. Estaba cerrada bajo llave. Llamó suavemente con los nudillos, temiendo despertar a Jay, que dormía en la habitación de al lado.

Nada.

Llamó un poco más fuerte. Oyó unas ligeras pisadas y después la voz de Lizzie atravesó claramente la puerta:

—¿Quién es?

—¡Ssss! ¡Soy Mack! —contestó él en voz baja.

—¿Qué demonios quieres?

—No es lo que usted piensa… ¡abra la puerta!

La llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. En la semipenumbra, Mack apenas podía ver nada. Lizzie se volvió hacia el interior de la estancia y Mack entró arrastrando a Peg. La habitación estaba a oscuras.

Lizzie cruzó la habitación y levantó una persiana. Bajo la pálida luz de la aurora, Mack la vio envuelta en una especie de camisón con el cabello deliciosamente alborotado.

—Explícate rápidamente —dijo Lizzie—. Y procura tener una buena razón. —Al ver a Peg, cambió repentinamente de actitud—. No vienes sólo —dijo.

—Peg Knapp —dijo Mack.

—La recuerdo —dijo Lizzie—. ¿Cómo estás, Peggy?

—Estoy otra vez en dificultades —contestó Peg.

—La vendieron a un granjero de la montaña que ha intentado violarla —explicó Mack.

—Oh, Dios mío.

—Lo ha matado.

—Pobre niña —dijo Lizzie, rodeando con sus brazos a Peg—. Pobrecita niña.

—El sheriff la está buscando. Ahora ya está aquí afuera, registrando las cabañas de los esclavos. —Mack contempló el enjuto rostro de Peg y se imaginó la horca de Fredericksburg—. ¡Tenemos que esconderla! —añadió.

—Tú deja al sheriff de mi cuenta —dijo Lizzie.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Mack. Se ponía nervioso cada vez que ella intentaba hacerse cargo de alguna situación.

—Yo le explicaré que Peg actuó en defensa propia porque la iban a violar.

Cuando Lizzie estaba segura de algo, creía que nadie podía discrepar de ella. Era un rasgo muy molesto de su personalidad. Mack sacudió impacientemente la cabeza.

—Eso no servirá de nada, Lizzie. El sheriff dirá que no es usted sino un tribunal quien tiene que decidir si es culpable o no.

—Pues entonces Peg se quedará aquí en la casa hasta que se celebre el juicio.

Sus ideas eran tan exasperantemente absurdas que Mack tuvo que hacer un esfuerzo para conservar la calma y la serenidad.

—Usted no puede impedir que un sheriff detenga a una persona acusada de asesinato, independientemente de cuáles sean sus opiniones al respecto.

—A lo mejor, convendría que se sometiera al juicio. Si es inocente, no la podrán condenar…

—¡Lizzie, sea realista, se lo ruego! —dijo Mack, desesperado—. ¿Qué tribunal virginiano absolvería a un deportado que mata a su amo? Todos viven aterrorizados por la posibilidad de que los ataquen sus esclavos. Aunque se crean lo que ella diga, la ahorcarán para que sirva de ejemplo a los demás.

Lizzie se puso furiosa y estaba a punto de replicar cuando Peg rompió a llorar. Lizzie vaciló y se mordió el labio diciendo:

—¿Qué crees tú que deberíamos hacer?

Uno de los perros empezó a gemir y Mack oyó la voz de un hombre tratando de tranquilizarlo.

—Quiero que esconda a Peg mientras ellos registran la casa —contestó—. Si dice usted que no, significa que me he enamorado de la mujer que no debía.

—Por supuesto que lo haré —dijo Lizzie—. ¿Por quién me tomas?

Mack esbozó una sonrisa y lanzó un suspiro de alivio. La amaba tanto que tuvo que reprimir las lágrimas que pugnaban por asomar a sus ojos. Tragando saliva, le dijo en un susurro:

—Creo que es usted maravillosa.

Aunque hablaban en voz baja, de pronto se oyó un sonido procedente del dormitorio de Jay. Mack tenía mucho que hacer antes de que Peg estuviera a salvo.

—Tengo que salir de aquí —dijo con la voz ronca a causa de la emoción—. ¡Buena suerte! —añadió antes de retirarse.

Cruzó el descansillo y bajó corriendo la escalera. Al llegar al vestíbulo, creyó oír abrirse la puerta del dormitorio de Jay, pero no volvió la cabeza.

Se detuvo y respiró hondo. «Soy un criado de la casa no tengo ni idea de lo que quiere el sheriff», se dijo. Con una cortés sonrisa en los labios, abrió inocentemente la puerta.

Había dos hombres en el porche. Vestían el atuendo típico de los virginianos acomodados: botas de montar, largos chalecos y sombreros de tres picos. Ambos olían a ron y llevaban pistolas en fundas de cuero y correas en los hombros. Se habían preparado a conciencia para resistir el frío aire nocturno.

Mack se plantó en la puerta para disuadirles de entrar en la casa.

—Buenos días, caballeros —les dijo, percibiendo los fuertes latidos de su corazón. Trató de hablar en tono sereno y reposado—. Esto parece una patrulla de búsqueda.

El más alto de los dos hombres dijo:

—Soy el sheriff del condado de Spotsylvania y estoy buscando a una chica llamada Peggy Knapp.

—Ya he visto a los perros. ¿Los ha enviado usted a las cabañas de los esclavos?

—Sí.

—Ha hecho muy bien, sheriff. De esta manera, sorprenderá a los negros dormidos y ellos no podrán esconder a la fugitiva.

—Me alegro de que lo apruebes —dijo el sheriff con una punta de sarcasmo—. Vamos a entrar en la casa.

Un deportado no tenía más remedio que obedecer cuando un hombre libre le daba una orden. Mack se apartó a un lado y les franqueó la entrada. Confiaba en que no consideraran necesario registrar la casa.

—¿Por qué estás levantado? —le preguntó el sheriff con cierto recelo—. Pensábamos que todo el mundo estaría durmiendo.

—Yo me levanto siempre muy temprano.

El hombre soltó un gruñido.

—¿Está tu amo en casa?

—Sí.

—Acompáñanos hasta él.

Mack no quería que subieran al piso de arriba y se acercaran peligrosamente a Peg.

—Creo que ya he oído al señor Jamisson levantado —dijo—. ¿Quieren que le diga que baje?

—No… no quiero que se tome la molestia de vestirse.

Mack soltó una maldición por lo bajo. Estaba claro que el sheriff quería pillar a todo el mundo por sorpresa y él no podía poner reparos a su decisión.

—Por aquí, si son tan amables —dijo acompañándoles al piso de arriba.

Llamó a la puerta del dormitorio de Jay. Un momento después Jay la abrió. Iba en camisa de dormir y se había echado una bata sobre la camisa.

—Pero ¿qué demonios es esto? —preguntó en tono irritado.

—Soy el sheriff Abraham Barton, señor Jamisson. Le pido disculpas por molestarle, pero estamos buscando a la asesina de Burgo Marler. ¿Significa algo para usted el nombre de Peggy Knapp?

Jay miró severamente a Mack.

—Por supuesto que sí. La chica fue siempre una ladrona y no me sorprende que se haya convertido en asesina. ¿Le ha preguntado usted a McAsh aquí presente si él sabe dónde está?

Barton miró a Mack asombrado.

—¡O sea que tú eres McAsh! No me lo habías dicho.

—Porque usted no me lo ha preguntado —replicó Mack.

Barton no se dio por satisfecho.

—¿Sabías que yo iba a venir aquí esta mañana?

—No.

—Pues entonces, ¿por qué estabas levantado tan temprano? —preguntó recelosamente Jay.

—Cuando trabajaba en la mina de carbón de su padre solía levantarme a las dos de la madrugada. Por eso ahora siempre me despierto muy pronto.

—No me había dado cuenta.

—Porque usted nunca se levanta a esta hora.

—Cuidado con tu maldita insolencia.

—¿Cuándo viste por última vez a Peggy Knapp? —le preguntó Barton a Mack.

—Cuando desembarqué del Rosebud hace seis meses.

—Los negros podrían tenerla escondida —dijo el sheriff volviéndose hacia Jay—. Hemos traído a los perros.

Jay hizo un generoso gesto con la mano.

—Adelante, haga lo que considere necesario.

—También tendríamos que registrar la casa.

Mack contuvo la respiración. Confiaba en que no lo consideraran necesario. Jay frunció el ceño.

—No es probable que la niña esté aquí dentro.

—Aun así, para hacer bien las cosas…

Al ver dudar a Jay, Mack confió en que éste perdiera la paciencia y le dijera al sheriff que se fuera al infierno. Pero, tras una pausa, Jay se encogió de hombros diciendo:

—Faltaría más.

Mack se desanimó.

—En la casa sólo estamos mi mujer y yo. Todo lo demás está vacío. Pero registre si quiere. Lo dejo todo en sus manos —añadió, cerrando la puerta.

—¿Dónde está la habitación de la señora Jamisson? —le preguntó Barton a Mack.

Mack tragó saliva.

—Aquí al lado. —Se adelantó unos pasos, llamó suavemente a la puerta y dijo con el corazón en un puño—. ¿Señora Jamisson? ¿Está usted despierta?

Tras una pausa, Lizzie abrió la puerta. Fingiendo estar medio dormida, preguntó:

—¿Qué demonios quieres a esta hora?

—El sheriff está buscando a una fugitiva.

Lizzie abrió la puerta de par en par.

—Bueno, pues yo aquí no tengo ninguna.

Mack echó un vistazo a la estancia y se preguntó dónde estaría escondida Peg.

—¿Puedo entrar un momento? —dijo Barton.

En los ojos de Lizzie se encendió un destello casi imperceptible de temor. Mack temió que Barton se hubiera dado cuenta. Lizzie se encogió de hombros con fingida indiferencia.

—Como quiera —dijo.

Ambos hombres entraron en la habitación un poco cohibidos.

Lizzie dejó que se le abriera un poco la bata como por casualidad y Mack no pudo por menos que observar cómo el camisón le moldeaba los redondos pechos. Los dos hombres reaccionaron de la misma manera. Lizzie clavó los ojos en los del sheriff y éste apartó la mirada, turbado. Lizzie les estaba haciendo sentirse deliberadamente incómodos para que se dieran prisa.

El sheriff se agachó al suelo para mirar debajo de la cama mientras su ayudante abría un armario. Lizzie se sentó en la cama. Con un apresurado gesto de la mano, tomó una esquina de la colcha y tiró de ella. Durante una décima de segundo, Mack vio un sucio y pequeño pie antes de que la colcha volviera a cubrirlo.

Peg estaba en la cama.

Estaba tan delgada que apenas se veía el bulto bajo las revueltas sábanas.

El sheriff abrió un arcón y el otro hombre miró detrás de un biombo. No había muchos lugares donde registrar. ¿Apartarían la ropa de la cama?

La misma pregunta se le debió de ocurrir a Lizzie, pues ésta le dijo al sheriff mientras se acostaba de nuevo en la cama:

—Bueno, pues, si ya han terminado, yo me vuelvo a dormir.

Barton estudió a Lizzie con el ceño fruncido. ¿Tendría la osadía de pedirle a Lizzie que se volviera a levantar? En realidad, no creía que el señor y la señora de la casa ocultaran a una asesina… estaba efectuando el registro simplemente para asegurarse. Tras vacilar un instante, el sheriff dijo:

—Muchas gracias, señora Jamisson. Siento haber turbado su descanso. Ahora iremos a registrar las cabañas de los esclavos.

Mack experimentó una flojera de alivio y les abrió la puerta, procurando disimular su emoción.

—Buena suerte —les dijo Lizzie—. Ah, sheriff… cuando hayan terminado su trabajo, ¡traiga a sus hombres aquí a la casa para desayunar!