Tras el nacimiento de su niña muerta, Lizzie se hundió en un mundo de tonos grises, seres silenciosos, niebla y lluvia. Permitía que la servidumbre hiciera lo que quisiera hasta que, al cabo de algún tiempo, se dio cuenta de que Mack había asumido el mando de la situación. Ya no recorría diariamente la plantación y dejaba la administración de los campos en manos de Lennox. A veces, visitaba a la señora Thumson o a Suzy Delahaye, pues ambas la dejaban desahogarse y hablar de la niña todo lo que quisiera, pero no asistía a fiestas ni bailes. Todos los domingos acudía a la iglesia de Fredericksburg y, al salir, se pasaba una o dos horas en el cementerio, contemplando la pequeña lápida y pensando en lo que hubiera podido ser y no fue.
Estaba segura de que la culpa había sido suya. Había montado a caballo hasta los cuatro o cinco meses de embarazo, no había descansado tal como todo el mundo le aconsejaba y, la noche en que su niña nació muerta, había recorrido varios kilómetros en coche, instando a Mack a que se diera prisa.
Estaba enojada con Jay por no haber estado en casa aquella noche; con el doctor Finch por haberse negado a salir para atender a una negra; y con Mack por haber cumplido sus órdenes de ir más rápido. Pero, por encima de todo, estaba enojada consigo misma. Se aborrecía y despreciaba con toda su alma por haber sido una mala futura madre y por su carácter impulsivo, su impaciencia y su negativa a seguir los consejos que le habían dado. «De no haber sido por todo eso —pensaba—, si yo hubiera sido una persona normal, sensata, razonable y prudente, ahora tendría una niña».
No podía desahogarse con Jay. Al principio, éste se había puesto furioso. Había reprendido a Lizzie y había jurado pegarle un tiro al doctor Finch y azotar a Mack, pero toda su cólera se desvaneció al enterarse de que la criatura era una niña. Ahora trataba a Lizzie como si jamás hubiera estado embarazada.
Durante algún tiempo, se consoló hablando con Mack. El parto los había unido enormemente. Mack la había envuelto en la capa, le había sujetado las rodillas y había sostenido tiernamente a la pobre criatura en sus manos. Al principio, el hecho de hablar con Mack fue un gran alivio para ella, pero, a medida que pasaban las semanas, Lizzie intuyó que él se estaba empezando a impacientar. La niña no era su hija, pensó, y Mack no podía compartir realmente su dolor. Nadie lo podía compartir. Fue entonces cuando empezó a encerrarse en sí misma.
Un día, cuando ya habían transcurrido tres meses del parto, se fue a los recién pintados cuartos infantiles y se quedó un buen rato allí, meditando en silencio. Se imaginó a la niña en la cuna, gorgoteando de placer o llorando para que le dieran el pecho, con su vestidito blanco y sus botitas de punto, mamando o chapoteando en el agua del baño. La visión fue tan viva que las lágrimas asomaron a sus ojos y rodaron profusamente por sus mejillas.
De pronto, entró Mack para arreglar la chimenea, donde se habían desprendido unos cascotes durante una tormenta. Se arrodilló delante de la chimenea y empezó a retirar los cascotes sin hacer ningún comentario sobre el llanto de Lizzie.
—Me siento muy desgraciada —le dijo Lizzie.
—Eso no le va a hacer ningún bien —contestó Mack sin interrumpir su tarea.
—Esperaba un poco más de comprensión por tu parte —añadió tristemente Lizzie.
—No puede pasarse la vida llorando en los cuartos infantiles. Todo el mundo se muere más tarde o más temprano. Los demás tienen que seguir viviendo.
—Yo no lo deseo, pues no tengo nada por lo que vivir.
—No se ponga tan trágica, Lizzie… eso no es propio de usted.
Lizzie le miró, escandalizada. Nadie la había tratado con semejante dureza desde que sufriera la desgracia. ¿Qué derecho tenía Mack a hacerla todavía más desdichada?
—No me tendrías que decir estas cosas.
Mack se acercó inesperadamente a ella, soltó la escoba, la asió por ambos brazos y la levantó de su asiento.
—No me diga cuáles son mis obligaciones —le dijo.
Le vio tan furioso que temió que la pegara.
—¡Déjame en paz! —gritó.
—Demasiadas personas la están dejando en paz —dijo Mack, depositándola de nuevo en la silla.
—¿Qué tengo que hacer?
—Lo que quiera. Tome un barco y váyase a vivir con su madre en Aberdeen. Hágase amante del coronel Thumson. Huya a la frontera con el primer inútil que se le cruce por delante —Mack la miró severamente—, o decida ser la esposa de Jay y tenga otro hijo con él.
Lizzie lo miró asombrada.
—Yo creía que…
—¿Qué es lo que creía?
—Nada. —Lizzie sabía desde hacía algún tiempo que Mack estaba medio enamorado de ella. Después del fracaso de la fiesta de los braceros, éste la había acariciado con una ternura que sólo podía ser fruto del amor. Había besado las ardientes lágrimas de sus mejillas y en su abrazo había habido algo más que simple compasión.
Y su propia reacción se había debido a algo más que una mera necesidad de comprensión. Se había apretado contra su vigoroso cuerpo y había saboreado el roce de sus labios sobre su piel por algo más que un simple sentimiento de desamparo.
Sin embargo, todo aquello se había desvanecido desde el nacimiento de la niña muerta. Se sentía el corazón vacío y no tenía pasiones sino tan sólo remordimientos.
Sus deseos la turbaban y avergonzaban. La esposa casquivana que trataba de seducir al joven y apuesto criado era un personaje típico de las novelas de humor.
Pero Mack no era simplemente un apuesto criado. Lizzie había comprendido poco a poco que era el hombre más extraordinario que jamás hubiera conocido. Sabía que también podía ser arrogante y testarudo y que se metía en problemas porque tenía una idea ridículamente exagerada de su propia importancia. Pero ella no podía por menos que admirar el valor con el cual se había enfrentado a la tiránica autoridad desde las minas de carbón escocesas a las plantaciones de Virginia. Por otra parte, muchas veces se metía en problemas por defender a los demás.
En cambio, Jay era un joven débil e insensato que, por si fuera poco, le había mentido, pero ella se había casado con él y tenía que serle fiel.
Mack la estaba mirando. Lizzie se preguntó qué estaría pensando. Dedujo que se había referido a sí mismo al decirle «Huya a la frontera con el primer inútil que se le cruce por delante».
Mack alargó tímidamente la mano y le acarició suavemente la mejilla. Lizzie cerró los ojos. Si su madre lo hubiera visto, habría sabido exactamente qué decirle. «Te casaste con Jay y prometiste serle fiel. ¿Eres una mujer o una niña? Una mujer cumple su palabra incluso cuando le cuesta y no solamente cuando es fácil. En eso consisten las promesas».
Pero ella estaba permitiendo que otro hombre le acariciara la mejilla. Abrió los ojos y miró fijamente a Mack. La expresión anhelante de sus ojos verdes le endureció el corazón. Un súbito impulso se apoderó de ella, induciéndola a propinarle un fuerte bofetón.
Fue como golpear una roca. Mack no se movió, pero su expresión experimentó un cambio. No le había lastimado el rostro sino el corazón. Estaba tan sorprendido y consternado que Lizzie sintió una apremiante necesidad de pedirle disculpas y estrecharlo en sus brazos. Trató de resistir y le dijo con trémula voz:
—¡No te atrevas a tocarme!
Mack la miró horrorizado y dolido. Lizzie no podía seguir contemplando la afligida expresión de sus ojos, por lo que se levantó y abandonó la estancia en silencio.
«Decida ser la esposa de Jay y tenga otro hijo con él», le había dicho Mack. Lo estuvo pensando un día entero. La idea de acostarse con Jay le resultaba desagradable, pero era su deber de esposa. Si se negara a cumplirlo, no merecería tener un marido.
Aquella tarde tomó un baño. Era un procedimiento muy complicado que consistía en la colocación de una bañera de estaño en el dormitorio y en el esfuerzo de cinco o seis chicas que subían y bajaban sin cesar desde la cocina con jarras de agua caliente. Cuando terminó, se puso ropa limpia y bajó para la cena.
Era una fría noche de enero y la chimenea estaba encendida. Bebió un poco de vino y trató de conversar animadamente con Jay tal como solía hacer antes de casarse. Él no le contestó, pero Lizzie no se extrañó demasiado, pues ya estaba acostumbrada.
Al terminar la cena, le dijo:
—Han transcurrido tres meses desde el parto. Ahora ya estoy bien.
—¿Qué quieres decir?
—Que mi cuerpo ha recuperado la normalidad. —No quería entrar en detalles. Sus pechos habían dejado de rezumar leche unos cuantos días después del parto y las pequeñas hemorragias le habían durado un poco más, pero ahora también habían terminado—. Quiero decir que mi vientre nunca volverá a ser tan liso como antes, pero… por lo demás, ya estoy restablecida.
Jay la miró sin comprender.
—¿Por qué me lo dices?
Procurando reprimir su irritación, Lizzie le contestó:
—Te estoy diciendo que podemos volver a hacer el amor.
Jay soltó un gruñido y encendió la pipa. No era la reacción que una mujer hubiera podido esperar.
—¿Irás esta noche a mi habitación? —le preguntó Lizzie.
Jay la miró con hastío.
—Es el hombre el que hace estas sugerencias —le dijo en tono irritado.
—Quería simplemente que supieras que ya estoy preparada —dijo Lizzie, levantándose para regresar a su dormitorio.
Mildred subió para ayudarla a desnudarse. Mientras se quitaba las enaguas, preguntó con la mayor indiferencia que pudo:
—¿Ya se ha ido a la cama el señor Jamisson?
—No, no creo.
—¿Está todavía abajo?
—Me parece que ha salido.
Lizzie contempló el bello rostro de la joven y observó que su expresión era un poco enigmática.
—¿Me ocultas algo, Mildred?
La muchacha tenía sólo dieciocho años y no sabía disimular.
—No, señora Jamisson —contestó, apartando los ojos.
Lizzie comprendió que mentía, pero ¿por qué?
Mildred se puso a cepillarle el cabello. Lizzie se preguntó adónde habría ido Jay. Salía a menudo después de cenar. A veces decía que iba a jugar a las cartas o a ver una pelea de gallos, pero otras veces no decía nada. Lizzie dedujo que debía de ir a tomar unas copas de ron a alguna taberna en compañía de otros hombres. Pero, en tal caso, Mildred se lo hubiera dicho. De repente, se le ocurrió otra posibilidad.
¿Tendría su marido otra mujer?
Transcurrió más de una semana sin que Jay acudiera a su habitación.
Lizzie empezó a obsesionarse con la idea de que Jay tuviera una aventura. La única persona que se le ocurría era Suzy Delahaye. Era joven y bonita y su marido la dejaba sola muy a menudo, pues, como todos los virginianos, era aficionado a las carreras de caballos y a veces emprendía viajes de hasta dos días para ver alguna. ¿Saldría Jay después de la cena para irse a casa de los Delahaye y meterse en la cama con Suzy?
Pensó que todo eran figuraciones suyas, pero no podía quitarse la idea de la cabeza.
A la séptima noche, miró por la ventana del dormitorio y vio el parpadeo de la llama de una linterna cruzando el césped del jardín.
Decidió seguirlo.
Hacía frío y estaba oscuro, pero no perdió el tiempo en vestirse. Se cubrió los hombros con un chal y bajó corriendo la escalera.
Salió sigilosamente de la casa. Los dos perros de caza que dormían en el porche la miraron con curiosidad.
—¡Vamos, Roy, vamos, Rex! —les dijo.
Cruzó corriendo el jardín en pos de la linterna, seguida de cerca por los perros. Muy pronto la luz se perdió en la espesura del bosque, pero, para entonces, ella ya estaba lo bastante cerca como para ver que Jay era el que había tomado el camino de los cobertizos del tabaco y la casa del capataz.
A lo mejor, Lennox tenía un caballo ensillado para que Jay pudiera trasladarse a casa de los Delahaye. Lizzie intuía que Lennox estaba metido en el asunto. Aquel hombre siempre tenía algo que ver con las fechorías de Jay.
No volvió a ver la luz de la linterna, pero localizó enseguida las dos casas. Una la ocupaba Lennox y la otra la había ocupado Sowerby, pero ahora estaba vacía.
Sin embargo, dentro había alguien.
Las ventanas estaban cerradas porque hacía mucho frío, pero la luz se filtraba a través de las rendijas.
Lizzie se detuvo para que se le calmaran un poco los latidos del corazón, pero era el temor y no el esfuerzo el que le había acelerado las pulsaciones. Tenía miedo de lo que estaba a punto de descubrir.
La idea de que Jay tomara a Suzy en sus brazos tal como la había tomado a ella y la besara en los labios como a ella la volvía loca de furia. Pensó incluso en la posibilidad de dar media vuelta. Pero la ignorancia hubiera sido mucho peor.
Probó a abrir la puerta. No estaba cerrada con llave. La empujó con determinación y entró.
La casa tenía dos estancias. En la cocina de la parte anterior no había nadie, pero se oía una voz procedente del dormitorio del fondo. ¿Ya estarían en la cama? Se acercó de puntillas a la puerta, asió el tirador, respiró hondo y la abrió de golpe. Suzy Delahaye no se encontraba en la estancia.
Pero Jay sí, tendido en la cama descalzo y en mangas de camisa.
Una esclava permanecía de pie junto a la cama.
Lizzie no conocía su nombre: era una de las cuatro que Jay había comprado en Williamsburg, una hermosa y esbelta joven de aproximadamente su misma edad, con unos suaves ojos castaños. Estaba completamente desnuda y Lizzie pudo ver sus orgullosos pechos oscuros y el rizado vello negro de su ingle.
Mientras la miraba, la muchacha la estudió con una expresión que ella jamás en su vida podría olvidar: arrogante, despectiva y triunfal. Tú serás la dueña de la casa, decía la mirada, pero él viene a mi cama todas las noches, no a la tuya.
La voz de Jay le llegó como desde muy lejos:
—¡Lizzie, oh, Dios mío!
Ella se volvió a mirarle y vio una mueca de horror en su rostro. Su desconcierto no le produjo la menor satisfacción, pues sabía desde hacía mucho tiempo que era un cobarde.
—¡Vete al infierno, Jay! —le dijo con voz pausada antes de dar media vuelta y abandonar la estancia.
Regresó a su dormitorio, sacó unas llaves de un cajón y bajó a la sala de armas.
Sus rifles Griffin estaban al lado de las armas de Jay, pero ella eligió dos pistolas con su correspondiente estuche de cuero. Examinó el contenido del estuche y encontró un cuerno lleno de pólvora, unos tacos de lino y algunos pedernales de repuesto, pero ninguna bala.
Buscó en toda la sala, pero no había nada, sólo un montoncito de lingotes de plomo. Tomó un lingote y, un molde de bala (un pequeño instrumento semejante a unas pinzas), salió de la estancia y cerró la puerta.
En la cocina, Sarah y Mildred la miraron con grandes ojos asustados al verla con una funda de pistola bajo el brazo. Sin decir nada, Lizzie se acercó a una alacena y sacó un cuchillo de gran tamaño y una pequeña y pesada cacerola de hierro con pico. Después subió a su dormitorio y cerró la puerta.
Atizó el fuego de la chimenea hasta que no pudo acercarse a él más que durante unos segundos y puso el lingote en la cazuela y la cazuela sobre el fuego.
Recordó a Jay regresando a casa de Williamsburg con cuatro jóvenes esclavas. Ella le preguntó por qué no había comprado hombres y él le contestó que las chicas eran más baratas y más obedientes. En aquel momento no le dio demasiada importancia y se preocupó más bien por la extravagante compra del nuevo coche. Ahora lo comprendía todo amargamente.
Llamaron a la puerta y se oyó la voz de Jay:
—¿Lizzie? —Jay giró el tirador y, al comprobar que la puerta estaba cerrada, repitió—: Lizzie… ¿me dejas entrar?
Ella no le contestó. Jay estaba acobardado y se sentía culpable. Más tarde encontraría la manera de convencerse a sí mismo de que no había hecho nada malo y entonces se enfurecería. Pero, de momento, era inofensivo.
Se pasó más de un minuto llamando hasta que, al final, se dio por vencido y se retiró.
Cuando el plomo se fundió, Lizzie sacó la cazuela del fuego. Actuando con rapidez, vertió un poco de plomo en el molde a través del pico del recipiente. En el interior de la cabeza del instrumento había una cavidad esférica que se llenó de plomo fundido. Inmediatamente introdujo el molde en un cuenco de agua de su lavamanos para que el plomo se enfriara y endureciera. Cuando juntó los extremos de la pinza, la cabeza se abrió y cayó una bala impecablemente redonda. Lizzie la tomó. Era perfecta, exceptuando una minúscula cola formada por el plomo que había quedado en la boquilla. Cortó la cola con el cuchillo de cocina.
Siguió fabricando balas hasta agotar todo el plomo. Después cargó las dos pistolas, las depositó al lado de la cama y comprobó que la puerta estuviera bien cerrada.
Después se fue a dormir.