31

En la vieja ala de los cuartos infantiles, Mack encontró un mapa.

Había decorado dos de las tres habitaciones e iniciado la restauración del aula de clase. Ya estaba atardeciendo y pensaba ponerse a trabajar en serio a la mañana siguiente. Vio un arcón lleno de mohosos libros y tinteros vacíos. Empezó a examinar su contenido, preguntándose qué objetos merecería la pena conservar. El mapa estaba cuidadosamente doblado en el interior de un estuche de cuero. Lo abrió y lo estudió.

Era un mapa de Virginia.

Al principio, sintió el impulso de saltar de alegría, pero su júbilo se disipó en cuanto se dio cuenta de que no entendía nada. Los nombres lo dejaron perplejo hasta que se dio cuenta de que estaban escritos en un idioma extranjero… adivinó que era francés. Virginia se escribía «Virginie», el territorio situado al nordeste se llamaba «Partie de New Jersey» y todo lo que había al oeste de las montañas se llamaba «Louisiane», pero todo el resto de aquella parte del mapa estaba en blanco.

Poco a poco, empezó a comprenderlo mejor. Las líneas eran los ríos, las más anchas eran los confines entre las colonias y las muy gruesas correspondían a las cordilleras montañosas. Lo estudió todo con profunda emoción: aquél era su pasaporte a la libertad.

Descubrió que el Rappahannock era uno de los muchos ríos que atravesaban Virginia desde las montañas del oeste a la bahía de Chesapeake en el este y localizó Fredericksburg en la orilla sur del Rappahannock. No comprendía las distancias. Si el mapa no mentía, había la misma distancia hasta el otro lado de la cordillera. Pero no se indicaba ninguna ruta para cruzarla.

Experimentó una mezcla de júbilo y decepción. Al final, sabía dónde estaba, pero en el mapa no veía ninguna posible ruta de huida.

La cordillera montañosa se estrechaba hacia el sur. Mack estudió la zona, siguiendo el curso de los ríos hasta su fuente en busca de alguna salida. Vio hacia el sur una especie de paso cerca de la fuente del río Cumberland.

Recordó que Whitey le había hablado del Cumberland Gap. Debía de ser aquél: por allí se podría salir.

Era un viaje muy largo. Calculó que debía de ser de unos seiscientos kilómetros, tanto como de Edimburgo a Londres. Aquel viaje duraba dos semanas en coche y más tiempo a caballo. Y sería mucho más largo a través de los ásperos caminos y senderos de caza de Virginia.

Sin embargo, al otro lado de aquellas montañas, un hombre podía ser libre.

Dobló cuidadosamente el mapa, lo volvió a guardar en su estuche y reanudó su trabajo. Lo volvería a examinar en otra ocasión.

Si pudiera encontrar a Peg, pensó mientras barría la estancia. Antes de escapar, tenía que asegurarse de que estaba bien. Si la niña fuera feliz donde estaba, la dejaría, pero, si tuviera un amo cruel, no tendría más remedio que llevarla consigo.

Estaba oscureciendo y ya no podía trabajar.

Dejó los cuartos infantiles y bajó. Descolgó su vieja capa de pieles de un gancho que había junto a la puerta de atrás y se la echó sobre los hombros. Fuera hacía frío. Al salir, un grupo de esclavos se acercó a él. En medio de ellos estaba Kobe, llevando en brazos a una mujer. Tras una pausa de duda, Mack reconoció a Bess, la joven esclava que se había desmayado en los campos unas semanas atrás. Mantenía los ojos cerrados y su vestido estaba ensangrentado. La chica era muy propensa a sufrir accidentes.

Mack sostuvo la puerta para que entraran y siguió a Kobe al interior de la casa. Los Jamisson debían de estar en el comedor, terminando de cenar.

—Déjala en el salón mientras yo voy en busca de la señora Jamisson —dijo.

—¿En el salón? —preguntó Kobe en tono dubitativo.

Era la única estancia de la casa donde la chimenea estaba encendida, aparte del comedor.

—Confía en mí… es lo que preferiría la señora Jamisson dijo Mack.

Kobe asintió con la cabeza.

Mack llamó con los nudillos a la puerta del comedor antes de entrar.

Lizzie y Jay estaban sentados alrededor de una mesita redonda, con los rostros iluminados por un candelabro colocado en el centro.

Lizzie lucía un escotado vestido que revelaba la curva de sus pechos y se extendía como una tienda de campaña sobre su abultado vientre. Estaba comiendo unos granos de uva mientras Jay cascaba unas nueces y Mildred, una esbelta doncella de piel color tabaco, llenaba la copa de vino de Jay. El fuego ardía en la chimenea y la serena escena doméstica le hizo olvidar a Mack por un instante que ambos eran marido y mujer.

Volvió a mirar y observó que Jay mantenía el rostro apartado, contemplando a través de la ventana las sombras del anochecer sobre el río. Por su parte, Lizzie miraba hacia el otro lado mientras Mildred llenaba las copas. Ninguno de los dos sonreía. Hubieran podido ser unos desconocidos en una taberna, obligados a compartir una mesa, pero sin el menor interés el uno por el otro.

—¿Qué demonios quieres? —preguntó Jay al ver a Mack.

Mack se dirigió a Lizzie.

—Bess ha sufrido un accidente… Kobe la ha llevado al salón.

—Voy enseguida —dijo Lizzie, empujando su silla hacia atrás.

—¡Que no vaya a manchar de sangre la tapicería de seda amarilla! —gritó Jay.

Mack sostuvo la puerta y siguió a Lizzie.

Kobe había encendido unas velas. Lizzie se inclinó sobre la joven accidentada. La oscura piel de la muchacha estaba muy pálida y sus labios aparecían exangües. Mantenía los ojos cerrados y su respiración era muy superficial.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Lizzie.

—Se ha cortado —contestó Kobe, jadeando todavía a causa del esfuerzo de haberla llevado en brazos—. Estaba cortando una cuerda con un machete, la hoja ha resbalado y le ha producido una herida en el vientre.

Mack hizo una mueca. Observó cómo Lizzie abría el desgarrón de la falda de la joven y examinaba la herida, la cual ofrecía muy mal aspecto, pues sangraba profusamente y parecía muy profunda.

—Que uno de vosotros vaya a la cocina por unos lienzos limpios y un cuenco de agua caliente.

Mack admiró su decisión.

—Voy yo —dijo.

Corrió a la dependencia exterior donde estaba la cocina. Sarah y Mildred estaban fregando los platos de la cena.

—¿Cómo está? —preguntó la siempre sudorosa Sarah.

—No lo sé. La señora Jamisson ha pedido lienzos limpios y agua caliente.

Sarah le entregó un cuenco.

—Toma, saca un poco de agua del fuego. Ahora te doy unos lienzos.

Mack regresó inmediatamente al salón.

Lizzie había cortado la falda de Bess alrededor de la herida. Sumergió un lienzo en el agua caliente y lavó la piel. Una vez limpia, la herida parecía mucho más grave. Mack temió que hubiera dañado a los órganos internos.

Lizzie compartía sus temores.

—Yo no puedo hacer nada más —dijo—. Necesita un médico.

Jay entró en la estancia, echó un vistazo y se puso muy pálido.

—Tendré que mandar llamar al doctor Finch —le dijo Lizzie.

—Haz lo que quieras —le contestó él—. Yo me voy al Ferry House… hay una pelea de gallos —añadió, abandonando el salón.

«Vete con viento fresco», pensó despectivamente Mack.

Lizzie miró a Kobe y a Mack.

—Uno de vosotros tendrá que ir a caballo a Fredericksburg en medio de la oscuridad.

—Mack no es muy buen jinete. Yo iré —dijo Kobe.

—Tiene razón —reconoció Mack—. Yo podría ir con el coche, pero es más lento.

—Asunto resuelto —dijo Lizzie—. No cometas imprudencias, Kobe, pero date prisa… esta chica puede morir.

Fredericksburg se encontraba a quince kilómetros de distancia, pero Kobe conocía el camino y regresó dos horas más tarde.

Entró en el salón con expresión enfurecida. Mack jamás le había visto tan enojado.

—¿Dónde está el doctor? —le preguntó Lizzie.

—El doctor Finch no quiere venir a esta hora de la noche por una negra —contestó Kobe con trémula voz.

—Maldita sea su estampa —exclamó Lizzie.

Todos contemplaron a Bess. Su piel estaba empapada en sudor y su respiración era muy irregular. De vez en cuando gemía muy quedo, pero no abría los ojos. La seda amarilla del sofá estaba completamente empapada de sangre.

—No podemos quedarnos aquí cruzados de brazos sin hacer nada —dijo Lizzie—. ¡Se podría salvar!

—No creo que le quede mucha vida —dijo Kobe.

—Si el médico no viene, se la tendremos que llevar nosotros —decretó Lizzie—. La colocaremos en el coche.

—No conviene que la movamos —terció Mack.

—¡Si no lo hacemos, morirá de todos modos! —gritó Lizzie.

—Bueno, bueno. Voy a sacar el coche.

—Kobe, toma el colchón de mi cama y colócalo en la parte de atrás para que podamos tenderla. Y trae también unas mantas.

Mack tornó a las cuadras. Los mozos se habían ido todos a las cabañas de los esclavos, pero Mack colocó rápidamente a la jaca Stripe en los tirantes. Utilizando una tea encendida con el fuego de la cocina, encendió las linternas del coche. Cuando se detuvo delante de la entrada de la casa, Kobe ya estaba esperando.

Mientras éste colocaba el colchón en el vehículo, Mack entró en la casa y vio a Lizzie, poniéndose la chaqueta.

—¿Va usted a venir? —le preguntó.

—Sí.

—¿Lo considera prudente en su estado?

—Me temo que el maldito médico se negará a atenderla si no voy yo con ella.

Mack se abstuvo de discutir con Lizzie. Tomó cuidadosamente a Bess en sus brazos, la sacó al exterior y la depositó sobre el colchón. Kobe la cubrió con las mantas mientras Lizzie subía y se sentaba al lado de la chica, acunando su cabeza entre sus brazos.

Mack se sentó delante y tomó las riendas. Tres personas eran demasiado para la jaca, por lo que Kobe tuvo que dar un empujón al coche para ponerlo en marcha. Mack bajó por el camino y giró hacia Fredericksburg.

No había luna, pero la luz de las estrellas le permitía ver por dónde iba. El camino era pedregoso y estaba lleno de baches. Mack temía que los brincos del vehículo perjudicaran a Bess, pero Lizzie no cesaba de decirle:

—¡Date prisa! ¡Date prisa!

El camino seguía el curso del río, atravesando el bosque y bordeando varias plantaciones semejantes a la de los Jamisson. No se cruzaron con nadie, pues la gente evitaba viajar de noche siempre que podía.

Siguiendo las órdenes de Lizzie, Mack cubrió la distancia a gran velocidad y llegaron a Fredericksburg hacia la hora de la cena. Había gente en la calle y las ventanas de las casas estaban iluminadas.

Mack detuvo el vehículo delante de la casa del doctor Finch. Lizzie se acercó a la puerta mientras Mack envolvía a Bess con las mantas y la tomaba cuidadosamente en brazos. La chica había perdido el conocimiento, pero estaba viva.

Abrió la puerta la señora Finch, una tímida mujer de cuarenta y tantos años, la cual acompañó a Lizzie al salón. Mack las siguió llevando a Bess en brazos. El médico, un hombre de complexión robusta y modales altaneros, se turbó visiblemente al darse cuenta de que había obligado a una mujer embarazada a recorrer los caminos en mitad de la noche para llevarle a una paciente. Disimuló la vergüenza que sentía, yendo de acá para allá y dándole a su mujer unas bruscas instrucciones.

Tras haber examinado la herida, le pidió a Lizzie que se pusiera cómoda en la estancia de al lado. Mack acompañó a Lizzie y la señora Finch se quedó para ayudar a su marido.

En la mesa estaban todavía los restos de la cena. Lizzie se sentó cuidadosamente en una silla.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Mack.

—El viaje me ha provocado un dolor de espalda espantoso. ¿Crees que Bess se salvará?

—No lo sé. No es una chica muy fuerte.

Entró una sirvienta y le ofreció a Lizzie una taza de té y un trozo de pastel. Lizzie aceptó gustosamente el ofrecimiento. La sirvienta miró a Mack de arriba abajo, le identificó como un criado y le dijo:

—Si te apetece un poco de té, puedes venir a la cocina.

—Primero tengo que atender a la jaca —dijo Mack.

Salió y acompañó a la jaca al establo del doctor Finch, donde le dio agua y un poco de forraje. Después esperó en la cocina. La casa era pequeña y se podían oír con toda claridad los comentarios del médico y su mujer mientras trabajaban. La criada, una negra de mediana edad, quitó la mesa y le sirvió el té a Lizzie. A Mack le pareció una estupidez que él estuviera sentado en la cocina y Lizzie en el comedor, por lo que se reunió con ella a pesar de la mirada de reproche de la criada. Vio que Lizzie estaba muy pálida y decidió llevarla a casa cuanto antes. Al final, entró el doctor Finch, secándose las manos.

—Es una herida muy fea, pero creo que he hecho todo lo que se podía hacer —dijo—. He detenido la hemorragia, he cosido el corte y le he dado de beber. Es joven y se restablecerá.

—Gracias a Dios —dijo Lizzie.

El médico asintió con la cabeza.

—Debe de ser una esclava muy valiosa. No conviene que viaje hasta muy lejos esta noche. Puede quedarse a dormir aquí en el cuarto de mi criada y usted puede enviar por ella mañana o pasado. Cuando se cierre la herida, le quitaré los puntos… no deberá hacer trabajos pesados hasta entonces.

—Por supuesto que no.

—¿Ya ha cenado usted, señora Jamisson? ¿Puedo ofrecerle algo?

—No, gracias. Sólo quiero regresar a casa e irme a dormir.

—Voy a acercar el coche a la puerta —dijo Mack.

Poco después, emprendieron el camino de regreso. Lizzie se sentó delante mientras cruzaban la ciudad, pero, en cuanto dejaron atrás la última casa, se tendió en el colchón.

Mack conducía despacio, pero esta vez no oyó ningún comentario de impaciencia a su espalda.

—¿Está usted dormida? —preguntó cuando ya llevaban aproximadamente media hora de camino. No hubo respuesta y dedujo que sí.

De vez en cuando, volvía la cabeza. Lizzie no paraba de moverse y de murmurar en sueños.

Estaban recorriendo un tramo desierto situado a unos tres o cuatro kilómetros de la plantación cuando un grito desgarró el silencio de la noche.

Era Lizzie.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Mack, tirando frenéticamente de las riendas. Antes de que la jaca se detuviera, pasó a la parte de atrás del coche.

—¡Oh, Mack, me duele muchísimo! —gritó Lizzie.

Mack le rodeó los hombros con su brazo y le levantó un poco la cabeza.

—¿Qué es? ¿Dónde le duele?

—Dios mío, creo que el niño está a punto de nacer.

—Pero si faltan todavía…

—Dos meses.

Mack apenas sabía nada de todo aquello, pero deducía que el parto se había precipitado a causa de la tensión de la urgencia médica o quizá de los brincos del vehículo sobre los baches del camino… o de ambas cosas a la vez.

—¿Cuánto tiempo nos queda?

Lizzie lanzó un gemido antes de contestar.

—No mucho.

—Yo creía que eso duraba varias horas.

—No lo sé. Creo que las molestias en la espalda ya eran los dolores del parto. A lo mejor, el niño está a punto de nacer.

—¿Sigo adelante? Tardaremos un cuarto de hora.

—Demasiado. Quédate donde estás y sujétame fuerte.

Mack observó que el colchón estaba húmedo y pegajoso.

—¿Por qué está mojado el colchón?

—Creo que he roto aguas. Ojalá mi madre estuviera aquí.

A Mack le pareció que aquello era sangre, pero no dijo nada. No quería asustarla.

Lizzie lanzó otro gemido. Cuando pasó el dolor, se puso a temblar. Mack la cubrió con la capa de piel.

—Puede quedarse de nuevo con su capa —le dijo.

Ella esbozó una leve sonrisa antes de experimentar un nuevo espasmo.

Cuando consiguió hablar, le dijo:

—Tienes que tomar al niño en cuanto salga.

—De acuerdo —dijo Mack sin comprender muy bien lo que Lizzie le estaba diciendo.

—Arrodíllate entre mis piernas —le ordenó Lizzie.

Mack se arrodilló a sus pies y le levantó la falda. Los calzones estaban empapados. Mack sólo había desnudado a dos mujeres, Annie y Cora, y ninguna de las dos usaba calzones, por lo que no estaba muy seguro de cómo se ajustaban, pero, aun así, consiguió quitárselos. Lizzie levantó las piernas y apoyó los pies en sus hombros para hacer fuerza.

Mack contempló el espeso vello negro de su entrepierna y se asustó. ¿Cómo era posible que un niño saliera por allí? No tenía ni idea de todo aquello. Trató de tranquilizarse, pensando que era algo que ocurría mil veces al día en todo el mundo. No tenía ninguna necesidad de comprenderlo. El niño saldría sin su ayuda.

—Tengo miedo —dijo Lizzie durante una breve tregua.

—Yo la cuidaré —contestó Mack, acariciándole las piernas, la única parte de su cuerpo que podía alcanzar.

El niño salió con gran rapidez.

Mack apenas podía ver nada a la luz de las estrellas, pero, mientras Lizzie emitía un poderoso gemido, algo empezó a emerger de su interior. Mack extendió las trémulas manos y sintió que un cálido y resbaladizo objeto se abría camino hacia fuera. Poco después, sostuvo en sus manos la cabeza de la criatura. Lizzie descansó un momento antes de volver a empujar. Mack sostuvo la cabeza de la criatura con una mano y colocó la otra debajo de los diminutos hombros mientras éstos hacían su entrada en el mundo. El resto del cuerpo se deslizó hacia fuera sin dificultad.

Mack sostuvo la criatura con sus manos y contempló los ojos cerrados, el oscuro cabello de la cabeza y las diminutas extremidades.

—Es una niña —dijo.

—¡Tiene que llorar! —le dijo Lizzie en tono apremiante.

Mack había oído decir que era necesario propinar un cachete a los recién nacidos para que respiraran. Le parecía una crueldad, pero no tenía más remedio que hacerlo. Dio la vuelta a la niña entre sus manos y le propinó un golpe seco en las nalgas.

No ocurrió nada.

Mientras el pequeño tórax descansaba sobre la palma de su manaza, se dio cuenta de que algo horrible había ocurrido. No percibía los latidos del corazón.

Lizzie trató de incorporarse.

—¡Dámela! —le dijo.

Mack le entregó a la niña.

Lizzie contempló su rostro. Después, acercó los labios a los suyos como si la besara y le insufló aire al interior de la boca.

Mack deseó con toda su alma que el aire penetrara en los pulmones de la criatura y ésta rompiera a llorar, pero no ocurrió nada.

—Está muerta —dijo Lizzie, estrechando a la niña contra su pecho mientras la envolvía con la capa—. Mi niña está muerta —añadió entre sollozos.

Mack las rodeó a las dos con su brazo mientras Lizzie lloraba con desconsuelo.