28

Mientras Jay estaba en Williamsburg, Lizzie recibió una carta de su madre. Lo primero que le llamó la atención fue la dirección del remitente:

Rectoría de John’s Church

Aberdeen

15 de agosto de 1768

¿Qué estaba haciendo su madre en una vicaría de Aberdeen?

¡Tengo muchas cosas que contarte, mi querida hija! Pero debo escribirlo paso a paso, tal como ocurrió.

Poco después de mi regreso a High Glen, tu cuñado Robert Jamisson se hizo cargo de la administración de la finca. Sir George paga ahora los intereses de las hipotecas y, por consiguiente, no estoy en condiciones de discutir. Robert me pidió que dejara la casa grande y me fuera a vivir al viejo pabellón de caza para ahorrar. Confieso que no me gustó, pero él insistió con unos modales que no fueron precisamente todo lo amables y afectuosos que hubiera cabido esperar de un miembro de la familia.

Una oleada de impotente cólera se apoderó de Lizzie. ¿Cómo se había atrevido Robert a sacar a su madre de su casa? Recordó sus palabras cuando ella le había rechazado para aceptar a Jay: «Aunque yo no pueda tenerla a usted, tendré High Glen». En aquel momento tal cosa le había parecido imposible, pero ahora se había hecho realidad.

Rechinando los dientes, prosiguió la lectura.

Más tarde el reverendo York anunció su partida. Ha sido quince años pastor de Heugh y es mi mejor amigo. Pero comprendí que, tras la trágica y prematura muerte de su esposa, sintiera la necesidad de irse a vivir a otro sitio. Ya puedes imaginarte lo mucho que lamenté su marcha justo en el momento en que más necesitaba a los amigos.

Después ocurrió algo muy curioso. ¡Me ruborizo al decirte que me pidió en matrimonio y yo acepté!

—¡Dios mío! —exclamó Lizzie en voz alta.

O sea que ahora estamos casados y nos hemos trasladado a vivir a Aberdeen, desde donde te escribo.

Muchos dirán que me he casado con alguien de clase inferior, pues soy la viuda de lord Hallim, pero yo sé la poca importancia que tiene un título y a John no le importa la opinión de la sociedad. Vivimos tranquilos, todo el mundo me conoce como la señora York y soy más feliz de lo que jamás he sido en mi vida.

Su madre le hablaba también de sus tres hijastros, de los criados de la rectoría, del primer sermón del señor York y de las señoras de la parroquia… pero Lizzie estaba demasiado aturdida como para poder asimilarlo.

Nunca hubiera podido imaginar que su madre volviera a casarse.

No había ninguna razón para que no lo hiciera, por supuesto, pues tenía apenas cuarenta años. Puede que incluso tuviera otros hijos.

Lo que la molestaba era el hecho de haber sido mantenida al margen. High Glen siempre había sido su casa. Y, aunque ahora su vida estaba en Virginia con su marido y su hijo, pensaba que High Glen House era el lugar al que siempre podría regresar en caso de que necesitara un refugio. Pero ahora la propiedad estaba en manos de Robert.

Ella siempre había sido el centro de la vida de su madre y nunca se le había ocurrido pensar que la situación pudiera cambiar. Sin embargo, ahora su madre era la esposa de un clérigo y vivía en Aberdeen con tres hijastros a los que amar y atender y puede que estuviera esperando un hijo.

Todo aquello significaba que ella no tenía más hogar que la plantación ni más familia que Jay.

Muy bien, pues, estaba firmemente decidida a llevar allí una existencia lo más placentera posible.

Disfrutaba de unos privilegios que muchas mujeres le hubieran envidiado: una gran mansión, una finca de quinientas hectáreas de superficie, un apuesto marido y numerosos esclavos a su servicio. Los esclavos de la casa le habían cobrado cariño. Sarah era la cocinera, la gorda Belle se encargaba de casi todas las tareas de la limpieza y Mildred era su doncella personal, aunque algunas veces también servía a la mesa. Belle tenía un hijo de doce años llamado Jimmy que trabajaba como mozo de cuadra. Su padre había sido vendido muchos años atrás. Lizzie aún no conocía a la mayoría de los peones del campo, aparte de Mack, pero apreciaba a Kobe, el supervisor, y al herrero Cass, cuyo taller se encontraba en la parte posterior de la casa.

La casa era muy grande y lujosa, pero estaba un poco deteriorada. Hubiera sido más apropiada para una familia con seis niños pequeños, varias tías y abuelos y un ejército de esclavos para encender chimeneas en todas las habitaciones y servir descomunales cenas. Para Lizzie y Jay era más bien un mausoleo. Pero la plantación era preciosa. Tenía tupidos bosques, laderas con vastos campos de labranza y cien riachuelos.

Sabía que Jay no era el hombre que ella había imaginado, el audaz espíritu libre que había aparentado ser cuando la había acompañado a la mina. Por si fuera poco, sus mentiras a propósito de la explotación minera de High Glen la habían trastornado. A partir de aquel momento, el concepto que tenía de él había cambiado por completo. Ya no retozaban en la cama por las mañanas y se pasaban buena parte de la jornada separados. Almorzaban y cenaban juntos pero nunca se sentaban delante de la chimenea encendida ni se tomaban de la mano ni hablaban de temas intrascendentes como al principio. Puede que Jay también hubiera sufrido una decepción con ella. A lo mejor, pensaba que no era tan perfecta como había imaginado. De nada servían las lamentaciones. Tenían que amarse el uno al otro tal como eran.

Aun así, muchas veces Lizzie experimentaba un poderoso impulso de echar a correr. Sin embargo, siempre que le ocurría, recordaba al hijo que llevaba en las entrañas. Ya no podía pensar sólo en sí misma. Su hijo necesitaría a su padre.

Jay no hablaba demasiado del niño y no parecía tener demasiado interés por él. Pero cambiaría de actitud cuando naciera, sobre todo si fuera un varón.

Lizzie guardó la carta en un cajón.

Tras haber dado las correspondientes órdenes a los esclavos de la casa, se puso el abrigo y salió.

El aire era muy fresco. Estaban a mediados de octubre y ya llevaban dos meses allí. Cruzó el prado y bajó al río. Decidió ir a pie porque ya estaba de seis meses y podía sentir los puntapiés del niño… a veces muy dolorosos, por cierto. Temía causarle daño si montara a caballo.

Seguía recorriendo la finca casi a diario e invertía en ello varias horas. Por regla general, la acompañaban Roy y Rex, los dos galgos que Jay había comprado. Vigilaba detenidamente las tareas de la plantación, pues Jay se desentendía totalmente de ella; controlaba la elaboración del tabaco y llevaba la cuenta de las balas; contemplaba cómo los hombres talaban los árboles y fabricaban barriles; estudiaba las vacas y los caballos en los prados y las gallinas y los gansos en el patio. Aquel día era domingo, la jornada de descanso de los braceros, lo cual le ofrecía la ocasión de curiosear sin la presencia de Sowerby y Lennox. Roy la siguió, pero Rex se quedó perezosamente tendido en el porche.

La cosecha del tabaco ya estaba en marcha, pero quedaba todavía un largo proceso por delante: fermentar, despalillar y prensar las hojas antes de introducirlas en los grandes toneles para su envío a Glasgow o Londres. En el campo llamado Stream Quarter estaban sembrando trigo de invierno y en Lower Oak se estaba sembrando cebada, centeno y trébol. Sin embargo ya se encontraban al final del período de mayor actividad, la época del año en que los esclavos trabajaban en los campos desde el amanecer hasta el ocaso y después seguían trabajando a la luz de las velas en los cobertizos del tabaco hasta medianoche.

Los peones hubieran tenido que recibir alguna recompensa por ello. Hasta los esclavos y los deportados necesitaban un poco de estímulo. De repente, se le ocurrió la idea de ofrecer una fiesta en su honor.

Cuanto más lo pensaba, tanto más le gustaba. Puede que Jay no estuviera de acuerdo, pero tardaría varias semanas en volver a casa —Williamsburg se encontraba a tres días de viaje—, y, por consiguiente, todo habría terminado cuando él regresara.

Paseó por la orilla del Rappahannock, dándole vueltas a la idea en su cabeza. En aquel paraje, corriente arriba de Fredericksburg, el río era muy somero y rocoso y marcaba la línea del límite de navegación. Un hombre estaba lavándose con el agua hasta la cintura, de espaldas a ella. Era McAsh.

A Roy se le erizó el pelo hasta que lo reconoció.

Lizzie ya le había visto desnudo en un río en otra ocasión, casi un año atrás. Recordó que le había secado la piel con su enagua. En aquel momento, le había parecido lo más natural del mundo, pero ahora, mirando hacia atrás, la escena era casi como un sueño: la luz de la luna, el agua del río, aquel hombre tan fuerte y tan vulnerable al mismo tiempo, la forma en que ella lo había estrechado contra su cuerpo para darle calor.

Se detuvo y le observó mientras salía del río completamente desnudo como aquella noche.

Recordó otro momento del pasado como si fuera un cuadro. Una tarde en High Glen había sorprendido a un joven venado bebiendo en un arroyo. Al salir de entre los árboles, vio a pocos metros de distancia a un ciervo de dos o tres años. El animal levantó la cabeza y se la quedó mirando. La orilla era muy empinada corriente arriba, por lo que el venado no tuvo más remedio que acercarse a ella. En el momento en que salía del arroyo, el agua brilló en sus musculosos flancos. Ella sostenía en la mano el rifle cargado y cebado, pero no pudo disparar: el hecho de estar tan cerca le hizo experimentar una profunda intimidad con la bestia.

Mientras contemplaba la piel mojada de Mack, pensó que, a pesar de todas las penalidades que éste había sufrido, seguía conservando toda la poderosa gracia de un joven animal. Mientras se ponía los pantalones, Roy corrió hacia él. Mack levantó la vista y, al ver a Lizzie, se sobresaltó y se quedó paralizado.

—Podría usted volverse de espaldas.

—¡Eso también podrías hacerlo tú!

—Yo estaba aquí primero.

—¡Pero yo soy la dueña de este lugar! —replicó Lizzie.

Mack tenía una habilidad especial para sacarla de quicio. Estaba claro que se creía con tanto derecho como ella a hacer lo que quisiera. Ella era una dama y él un peón deportado, lo cual no era óbice para que él lo considerara una circunstancia dictada por una providencia arbitraria, de la cual ni ella podía enorgullecerse ni él avergonzarse. Su audacia era muy desagradable, pero, por lo menos, era honrada. McAsh nunca era marrullero, a diferencia de Jay, cuyo comportamiento tanto la desconcertaba algunas veces. Lizzie no sabía lo que pensaba Mack. Cuando ella le hacía alguna pregunta, éste se ponía a la defensiva como si lo acusara de algo.

Mientras se ataba la cuerda que le sostenía los pantalones, la miró con semblante risueño.

—También es la dueña de mi persona —le dijo.

Lizzie contempló su amplio tórax y vio que estaba recuperando los músculos.

—Te he visto desnudo en otra ocasión.

De repente, desapareció la tensión y ambos se echaron a reír como la vez en que se encontraban delante de la iglesia y Esther le había dicho a Mack que cerrara el pico.

—Voy a ofrecer una fiesta en honor de los peones —dijo Lizzie.

Mack se puso la camisa.

—¿Qué clase de fiesta?

Lizzie pensó que ojalá hubiera tardado un poco más en ponérsela: le encantaba contemplar su cuerpo.

—¿Qué clase de fiesta te gustaría?

Mack la miró con aire pensativo.

—Podría hacer una fogata en el patio de atrás. Lo que más les gustaría a los peones sería una buena comida con mucha carne. Nunca se cansan de comer.

—¿Y qué comida les gusta?

Mack se humedeció los labios con la lengua.

—El aroma del jamón frito que sale de la cocina es tan bueno que se le hace a uno la boca agua. A todos les encantan los boniatos. Y el pan de trigo… los braceros sólo comen el tosco pan de maíz que llaman pone.

Lizzie se alegró de haberle comunicado a Mack su intención, pues las sugerencias le habían sido muy útiles.

—¿Y qué les gustaría beber?

—El ron les encanta. Pero algunos hombres se vuelven pendencieros cuando beben. Yo que usted les serviría sidra o cerveza.

—Buena idea.

—¿Qué tal un poco de música? A los negros les gusta mucho cantar y bailar.

Lizzie lo estaba pasando muy bien. Era divertido organizar la fiesta con Mack.

—De acuerdo… pero ¿quién tocaría?

—Hay un negro libre llamado Pimienta Jones que actúa en las fondas de Fredericksburg. Lo podría usted contratar. Toca el banjo.

Lizzie jamás había oído hablar de un banjo.

—¿Y eso qué es? —preguntó.

—Creo que es un instrumento africano. No tan dulce como el violín, pero con más ritmo.

—¿Y cómo has conocido a ese hombre? ¿Cuándo has estado en Fredericksburg?

Una sombra cruzó por el rostro de Mack.

—Estuve una vez un domingo.

—¿Para qué?

—Para buscar a Cora.

—¿Y la encontraste?

—No.

—Lo siento.

Mack se encogió de hombros.

—Todo el mundo ha perdido a alguien —dijo con tristeza.

Lizzie hubiera querido rodearlo con sus brazos para consolarlo, pero reprimió su deseo. A pesar de que estaba embarazada, no podía abrazar a nadie más que a su esposo.

—¿Crees que podremos convencer a Pimienta Jones para que venga a actuar aquí? —preguntó jovialmente.

—Estoy seguro de que sí. Le he visto tocar en el recinto de los esclavos de la plantación Thumson.

—¿Y tú qué estabas haciendo allí? —le preguntó Lizzie, intrigada.

—Estaba de visita.

—Nunca pensé que los esclavos se dedicaran a eso.

—Hay que tener algo en la vida, aparte del trabajo.

—¿Y qué haces tú?

—A los chicos les encantan las peleas de gallos… son capaces de recorrer más de quince kilómetros para ir a verlas. A los jóvenes les gustan las jóvenes. Los mayores sólo quieren ver a los hijos de sus compañeros y hablar de los hermanos y hermanas que han perdido. Y cantan tristes canciones africanas. Aunque no se entiendan las palabras, la música le eriza a uno los pelos.

—Los mineros del carbón también solían cantar.

—Sí, es cierto —dijo Mack, tras una pausa.

Lizzie comprendió que sus palabras lo habían entristecido.

—¿Crees que volverás alguna vez a High Glen?

—No. ¿Y usted cree que volverá?

Las lágrimas asomaron a los ojos de Lizzie.

—No —contestó la joven—, no creo que ni tú ni yo volvamos jamás allí.

El niño dio un puntapié en su vientre.

—¡Ay!

—¿Qué ocurre? —preguntó Mack.

Lizzie se apoyó una mano en el vientre.

—La criatura está dando puntapiés. No quiere que yo recuerde con nostalgia High Glen. Él será virginiano. ¡Uy! Lo ha vuelto a hacer.

—¿Y eso duele mucho?

—Pues sí… toca.

Lizzie tomó su mano y la apoyó sobre su vientre. Sus dedos eran duros y tenían la piel muy áspera, pero el roce era extremadamente suave. La criatura no se movió.

—¿Cuándo tiene que nacer? —preguntó Mack.

—Dentro de diez semanas.

—¿Y cómo lo llamará?

—Mi marido ha decidido llamarlo Jonathan si es niño y Alicia si es niña.

La criatura se movió.

—¡Menuda fuerza! —comentó Mack, riéndose—. No me extraña que haga usted una mueca —añadió, retirando la mano.

Lizzie pensó que ojalá la hubiera dejado sobre su vientre un poco más. Para disimular sus sentimientos, cambió de tema.

—Hablaré con Bill Sowerby sobre la fiesta.

—¿No se ha enterado?

—¿De qué?

—Pues de que Bill Sowerby se ha ido.

—¿Se ha ido? ¿Qué quieres decir?

—Que ha desaparecido.

—¿Cuándo?

—Hace un par de noches.

Lizzie recordó que llevaba dos días sin ver a Sowerby, pero no se había alarmado porque no le veía necesariamente a diario.

—¿Dijo si volvería?

—No sé si habló con alguien directamente. Pero yo creo que no volverá.

—¿Por qué?

—Le debe dinero a Sidney Lennox, un montón de dinero, y no puede pagárselo.

Lizzie se indignó.

—Y supongo que ahora Lennox actúa de capataz.

—Sólo ha transcurrido un día laborable… pero sí, él hace de capataz.

—¡Yo no quiero que esa bestia se haga cargo de la administración de la plantación! —exclamó, enfurecida.

—Estoy de acuerdo —dijo enérgicamente Mack—. Los braceros tampoco lo quieren.

Lizzie frunció recelosamente el ceño. A Sowerby le debían muchos sueldos atrasados. Jay le había dicho que le pagaría cuando se vendiera la primera cosecha de tabaco. ¿Por qué no había esperado? Hubiera podido pagar sus deudas más adelante. Debió de asustarse por algo. Seguro que Lennox lo habría amenazado. Cuanto más lo pensaba, más se enfurecía.

—Creo que Lennox lo ha obligado a marcharse —dijo.

Mack asintió con la cabeza.

—Apenas sé nada, pero yo también lo creo. Me enfrenté con Lennox y mire lo que me ha ocurrido.

Lo dijo sin compadecerse de sí mismo, simplemente con amargura, pero Lizzie se conmovió.

—Tienes que estar orgulloso —dijo Lizzie, rozándole el brazo—. Eres valiente y honrado.

—En cambio, Lennox es cruel y corrupto y, ¿qué es lo que va a pasar? Pues que se convertirá en el capataz de aquí, les robará a ustedes todo lo que pueda de una forma o de otra, abrirá una taberna en Fredericksburg y no tardará en vivir como en Londres.

—Eso no ocurrirá a poco que yo pueda impedirlo —dijo Lizzie con determinación—. Hablaré ahora mismo con él. —Lennox ocupaba una casita de dos habitaciones junto a los cobertizos del tabaco, cerca de la casa de Sowerby—. Espero que esté en casa.

—Ahora no está. A esta hora del domingo suele estar en la Ferry House, una taberna que hay a unos cinco o seis kilómetros río arriba. Se quedará allí hasta última hora de la noche.

Lizzie no podía esperar hasta el día siguiente. Cuando se le metía algo en la cabeza, no tenía paciencia.

—Iré a la Ferry House. Como no puedo montar… tomaré el coche.

Mack frunció el ceño.

—¿No sería mejor discutir con él aquí, donde usted es la señora de la casa? Es un hombre muy duro.

Lizzie experimentó una punzada de dolor. Mack tenía razón. Lennox era peligroso. Sin embargo, no podía aplazar el enfrentamiento.

Mack la protegería.

—¿Querrías acompañarme? —le preguntó—. Me sentiría más segura contigo.

—Por supuesto que sí.

—Tú conducirás el coche.

—Tendrá que enseñarme.

—No es difícil.

Subieron desde el río a la casa. Jimmy, el mozo de cuadra, estaba dando de beber a los caballos. Mack y él sacaron el coche y engancharon la jaca mientras Lizzie entraba en la casa para ponerse el sombrero.

Salieron de la finca por el camino que bordeaba el río y lo siguieron corriente arriba hasta el paso del transbordador. La Ferry House era un edificio de madera no mucho más grande que las casas de dos habitaciones donde vivían Sowerby y Lennox. Mack ayudó a Lizzie a bajar del coche y le sostuvo la puerta de la taberna para que entrara.

Dentro estaba oscuro y lleno de humo. Diez o doce personas permanecían sentadas en bancos y sillas de madera, bebiendo en jarras y tazas de loza. Algunos jugaban a las cartas o los dados y otros fumaban en pipa. Desde una estancia interior se oía el sonido de las bolas de billar.

No había mujeres ni negros.

Mack la siguió, pero se quedó junto a la puerta, con el rostro envuelto en las sombras.

Un hombre salió de la trastienda secándose las manos con una toalla.

—¿Qué puedo servirle, señor?… ¡Ah! ¡Una dama!

—Nada, gracias —contestó Lizzie en voz alta mientras cesaban todas las conversaciones. Miró a su alrededor y vio a Lennox en un rincón, inclinado sobre un cubilete y un par de dados. En la mesita que tenía delante había varios montoncitos de monedas. La interrupción pareció contrariarle.

Lennox recogió pausadamente las monedas antes de levantarse y quitarse el sombrero.

—¿Qué está usted haciendo aquí, señora Jamisson?

—Es evidente que no he venido a jugar a los dados —contestó Lizzie en tono cortante—. ¿Dónde está el señor Sowerby?

Oyó unos murmullos de aprobación, como si algunos de los presentes también quisieran saber qué había sido de Sowerby. Un hombre de cabello canoso se volvió en su silla para mirarla.

—Por lo visto, se ha escapado —contestó Lennox.

—¿Y por qué no he sido informada?

Lennox se encogió de hombros.

—Porque no puede usted hacer nada.

—Aun así, lo quiero saber todo. No se le ocurra volver a hacerlo. ¿Está claro?

Lennox no contestó.

—¿Por qué se ha ido Sowerby?

—¿Cómo quiere que yo lo sepa?

—Debía dinero —terció el hombre del cabello gris.

Lizzie se volvió a mirarle.

—¿A quién?

El hombre señaló con el pulgar.

—A Lennox, ¿a quién si no?

Lizzie miró a Lennox.

—¿Es eso cierto?

—Sí.

—¿Por qué?

—No sé qué quiere usted decir.

—¿Por qué le pidió dinero?

—Bueno, en realidad, no me pidió dinero. Más bien lo perdió.

—En el juego.

—Sí.

—¿Y usted le amenazó?

El hombre del cabello gris soltó una sarcástica risotada.

—Vaya si lo hizo. Lo juro.

—Me limité a exigir mi dinero —dijo fríamente Lennox.

—Y por eso se fue.

—Le aseguro que no sé por qué se fue.

—Creo que le tenía miedo.

Una siniestra sonrisa se dibujó en el rostro de Lennox.

—Muchas personas me tienen miedo —dijo sin molestarse en disimular el tono de amenaza.

Lizzie estaba furiosa, pero también asustada.

—Vamos a aclarar una cosa —dijo. Le temblaba la voz y tragó saliva para poder controlarla—. Yo soy la dueña de la plantación y usted hará lo que yo diga. Yo asumo la administración de la finca hasta el regreso de mi marido. Entonces él decidirá cómo sustituir al señor Sowerby.

Lennox sacudió la cabeza.

—Oh, no —dijo—. Yo soy el ayudante de Sowerby, señora. El señor Jamisson me dijo bien claro que yo me encargaría de la plantación en caso de que Sowerby se pusiera enfermo o le ocurriera cualquier otra cosa. Además, ¿qué sabe usted sobre el tabaco?

—Casi tanto como un tabernero de Londres por lo menos.

—Bueno, pues, no es eso lo que piensa el señor Jamisson y yo sólo recibo órdenes suyas.

Lizzie experimentó el deseo de echarse a gritar de rabia. ¡No podía permitir que aquel hombre mandara en su plantación!

—¡Se lo advierto, Lennox, será mejor que me obedezca!

—¿Y si no lo hago? —Lennox se adelantó sonriendo hacia ella mientras de su cuerpo se escapaba el característico olor a fruta madura. Lizzie se vio obligada a retroceder. Los otros parroquianos de la taberna se quedaron petrificados en sus asientos—. ¿Qué va usted a hacer, señora Jamisson? —preguntó, acercándose—. ¿Derribarme al suelo de un puñetazo?

Inesperadamente, Lennox levantó la mano por encima de su cabeza en un gesto que hubiera podido ser una ilustración de lo que estaba diciendo, pero que igual hubiera podido ser una amenaza.

Lizzie emitió un grito de terror y saltó hacia atrás. Golpeó una silla con las piernas y cayó ruidosamente en el asiento.

De pronto, apareció Mack y se interpuso entre ambos.

—Le has levantado la mano a una mujer, Lennox —dijo—. Ahora vamos a ver cómo se la levantas a un hombre.

—¿Tú? —dijo Lennox—. No sabía que eras tú el que estaba sentado allí en aquel rincón como un negro de mierda.

—Pues, ahora que ya lo sabes, ¿qué vas a hacer?

—Eres un insensato, McAsh. Siempre te pones del lado de los perdedores.

—Has insultado a la esposa del hombre que es tu propietario… no me parece una actitud muy inteligente.

—No he venido aquí para discutir sino para jugar a los dados —dijo Lennox, dando media vuelta para regresar a su mesa.

Lizzie estaba tan furiosa y disgustada como al llegar.

Mack abrió la puerta y le cedió el paso al salir.

Cuando consiguió calmarse un poco, Lizzie decidió aprender algo más acerca del cultivo del tabaco. Lennox intentaría asumir el mando de la situación y ella sólo podría derrotarle convenciendo a Jay de que era capaz de cumplir la tarea mejor que él. Ya sabía muchas cosas acerca de la administración de una plantación, pero no conocía realmente la planta propiamente dicha.

Al día siguiente, sacó el coche con la jaca y fue a ver de nuevo al coronel Thumson, llevando a Jimmy de cochero.

Durante las semanas transcurridas desde la fiesta, los vecinos se habían mostrado muy fríos con sus anfitriones y especialmente con Jay. Les habían invitado a los grandes acontecimientos sociales como, por ejemplo, un baile o una fastuosa boda, pero nadie les había pedido que asistieran a una pequeña fiesta o una cena íntima. Sin embargo, cuando Jay se fue a Williamsburg, cambiaron de actitud. La señora Thumson visitó a Lizzie y Suzy Delahaye la invitó a tomar el té. Lizzie lamentó que la prefirieran a ella, pero comprendía que Jay los había ofendido a todos con sus opiniones.

Mientras se dirigía a la plantación Thumson, le llamó la atención el próspero aspecto que ésta ofrecía. Había hileras de grandes toneles en el embarcadero, los esclavos se encontraban en muy buena forma y trabajaban con energía; los cobertizos estaban perfectamente pintados y los campos aparecían muy bien cuidados. Vio al coronel al otro lado de un prado, hablando con un pequeño grupo de braceros y señalándoles algo con el dedo. Jay nunca iba a los campos para dar instrucciones.

La señora Thumson era una gruesa y afable mujer de cincuenta y tantos años. Los hijos de los Thumson ya eran mayores y vivían en otro sitio. La esposa del coronel le sirvió el té y se interesó por su embarazo. Lizzie le confesó que a veces le dolía la cabeza y que tenía constantes ardores de estómago, pero lanzó un suspiro de alivio al averiguar que a la señora Thumson le había ocurrido exactamente lo mismo en sus embarazos. Añadió que a veces sufría unas pequeñas hemorragias. Al oírlo, la señora Thumson le dijo que eso a ella no le había ocurrido jamás. Aunque no era nada insólito, le aconsejó que intentara descansar un poco más.

Sin embargo, Lizzie no había acudido allí para hablar de su embarazo y se alegró cuando entró el coronel para tomar el té con ellas. El coronel era un hombre de cincuenta y tantos años, de elevada estatura y cabello canoso, muy fuerte para su edad. Le estrechó la mano, mirándola con la cara muy seria, pero ella lo ablandó con una sonrisa y un cumplido.

—¿Cómo es posible que su plantación sea la más bonita de por aquí?

—Vaya, le agradezco mucho que me lo diga —replicó el coronel—. Yo diría que el principal factor es mi presencia. Mire, Bill Delahaye se pasa la vida en las carreras de caballos y las peleas de gallos. John Armstead prefiere la bebida al trabajo y su hermano se pasa todas las tardes jugando al billar y a los dados en la Ferry House.

El coronel no hizo ningún comentario sobre Mockjack Hall.

—¿Por qué están tan fuertes sus esclavos?

—Bueno, eso depende de lo que les das de comer. —Estaba claro que al coronel le encantaba comunicar sus conocimientos a una joven atractiva—. Pueden vivir con hominy y pan de maíz, pero trabajan mejor si les das pescado salado todos los días y carne una vez a la semana. Sale un poco caro, pero más barato que comprar esclavos nuevos cada pocos años.

—¿Por qué han ido tantas plantaciones a la bancarrota últimamente?

—Tiene usted que comprender lo que es la planta del tabaco. Agota la tierra y, al cabo de cuatro o cinco años, la calidad se deteriora. Entonces hay que cultivar trigo o bien maíz en aquel campo y buscar otras tierras para el tabaco.

—Eso significa que se pasa usted la vida desbrozando el terreno.

—En efecto. Cada invierno talo una parte de bosque y creo nuevos campos de cultivo.

—Es usted muy afortunado… tiene muchas tierras.

—En su propiedad hay mucho bosque. Cuando éste se acaba, hay que comprar o arrendar más tierras. Para cultivar tabaco, hay que moverse constantemente.

—¿Y eso lo hace todo el mundo?

—No. Algunos les piden crédito a los mercaderes en la esperanza de que suba el precio del tabaco y los salve. Dick Richards, el anterior propietario de su hacienda, siguió este camino y así fue como su suegro adquirió la propiedad.

Lizzie prefirió no comentar que Jay se había ido a Williamsburg para pedir dinero.

—Podríamos desbrozar Stafford Park a tiempo para la próxima primavera.

Stafford Park eran unas tierras que se encontraban a unos quince kilómetros río arriba de la propiedad principal. Estaban abandonadas a causa de la distancia y, aunque Jay había tratado de venderlas o arrendarlas, no había encontrado a ningún aspirante.

—¿Por qué no empezar por Pond Copse? —preguntó el coronel—. Está cerca de los cobertizos de curación y es un terreno muy apropiado. Lo cual me recuerda que tengo que ir a echar un vistazo a mis cobertizos antes de que oscurezca.

Lizzie se levantó.

—Tengo que volver para hablar con mi capataz.

—No se canse demasiado, señora Jamisson —le aconsejó la señora Thumson—… recuerde al bebé.

—Procuraré descansar todo lo que pueda, se lo prometo —contestó Lizzie con una sonrisa.

El coronel Thumson le dio un beso a su mujer y salió con Lizzie, la ayudó a subir al asiento del coche y la acompañó hasta los cobertizos.

—Si me está permitido hacer un comentario personal, le diré que es usted una joven extraordinaria, señora Jamisson.

—Muchas gracias.

—Espero que tendremos el placer de volver a verla —dijo Thumson, mirándola con una sonrisa en los labios. Después tomó su mano y, mientras se la acercaba a los labios para besarla, le rozó el pecho con el brazo como sin querer—. Por favor, no dude en llamarme siempre que yo pueda ayudarla en cualquier cosa que usted necesite.

Mientras se alejaba, Lizzie pensó: «Creo que acabo de recibir mi primera proposición adúltera. Y yo, que estoy de seis meses. ¡Viejo verde!». Hubiera tenido que sentirse indignada, pero, en realidad, se alegraba. Por supuesto que jamás aceptaría su ofrecimiento. Es más, en adelante haría todo lo posible por evitar al coronel. No obstante, a ella le parecía muy halagador que alguien la encontrara todavía deseable.

—Vamos un poco más rápido, Jimmy —dijo—. Quiero cenar.

A la mañana siguiente mandó llamar a Lennox a su salón. No había vuelto a hablar con él desde el incidente de la Ferry House. Le tenía mucho miedo y, por un instante, pensó en la posibilidad de llamar a Mack para que la protegiera, pero no quiso dar la impresión de que necesitaba un guardaespaldas en su propia casa.

Tomó asiento en un gran sillón labrado que debía de haber sido llevado desde Gran Bretaña a la colonia un siglo atrás y esperó. Lennox se presentó dos horas más tarde con las botas sucias de barro.

Lizzie comprendió que el retraso era su manera de demostrarle que no se apresuraba a obedecer cuando ella soltaba un silbido. En caso de que lo hubiera reprendido, estaba segura de que él se hubiera sacado de la manga una excusa. Por consiguiente, decidió comportarse como si él hubiera respondido a su llamada de inmediato.

—Vamos a desbrozar Pond Copse para poder plantar tabaco la próxima primavera —le dijo—. Quiero que se empiece a hacer hoy mismo.

Por una vez, consiguió pillar a Lennox por sorpresa.

—¿Por qué? —preguntó éste.

—Los plantadores de tabaco tienen que desbrozar nuevas tierras todos los inviernos. Es la única manera de obtener buenas cosechas. He estado echando un vistazo por ahí y Pond Copse me parece el lugar más idóneo. El coronel Thumson está de acuerdo conmigo.

—Bill Sowerby nunca lo ha hecho.

—Pero Bill Sowerby nunca ha ganado dinero.

—Los viejos campos no tienen nada de malo.

—El cultivo del tabaco agota la tierra.

—Ya lo sé —dijo Lennox—. Por eso la abonamos.

Lizzie frunció el ceño. Thumson no le había hablado para nada de los abonos.

—No sé…

Su vacilación tuvo fatales consecuencias.

—Esas cosas es mejor dejárselas a los hombres —dijo Lennox.

—No me venga con sermones —replicó Lizzie—. Hábleme de los abonos.

—Por la noche, soltamos al ganado en los campos de tabaco para que dejen el abono. Eso refresca la tierra para la siguiente estación.

—Pero nunca rinde tanto como la nueva —dijo Lizzie sin estar demasiado segura de que fuera cierto.

—Es lo mismo —insistió Lennox—. Pero, si quiere hacerlo, tendrá que hablar con el señor Jamisson.

No soportaba dejarse ganar por Lennox aunque sólo fuera con carácter temporal, pero no tendría más remedio que esperar a que regresara Jay.

—Puede retirarse —dijo sin apenas poder disimular su irritación.

Lennox esbozó una sonrisa de triunfo y salió sin decir nada.

Lizzie trató de dedicar el resto de la jornada al descanso, pero a la mañana siguiente, efectuó su habitual recorrido por la plantación.

En los cobertizos, los haces de plantas de tabaco se sacaban de los ganchos, donde habían sido puestos a secar para separar las hojas de los tallos y se arrancaban las gruesas fibras. Al día siguiente, se volverían a atar y se cubrirían con un lienzo para que «sudaran».

Algunos braceros se encontraban en el bosque talando árboles para hacer toneles mientras que otros estaban sembrando trigo invernal en Stream Quarter. Lizzie vio a Mack, trabajando al lado de una joven negra. Cruzaban en fila el campo arado esparciendo las semillas que llevaban en unos pesados cestos. Lennox los seguía, espoleando a los más lentos con un puntapié o un latigazo. El látigo era de madera flexible, tenía el mango rígido y medía unos ochenta o noventa centímetros de longitud. Al ver que Lizzie le estaba observando, Lennox empezó a utilizarlo con más liberalidad, como si la desafiara a que intentara impedírselo.

La chica que trabajaba al lado de Mack se acababa de desplomar al suelo. Era Bess, una alta y delgada adolescente de unos quince años de edad. La madre de Lizzie hubiera dicho que su estatura había crecido más que su fuerza.

Lizzie corrió a socorrerla, pero Mack estaba más cerca. El joven dejó el cesto en el suelo, se arrodilló al lado de la muchacha y le tocó la frente y las manos diciendo:

—Creo que simplemente se ha desmayado.

Lennox se acercó y le propinó a la joven un puntapié en las costillas con una de sus pesadas botas.

El cuerpo se estremeció por efecto del impacto, pero los ojos no se abrieron.

—¡Ya basta, no le pegue patadas! —gritó Lizzie.

—Puta negra holgazana, ya le enseñaré yo una lección —dijo Lennox, echando hacia atrás el brazo en el que sostenía el látigo.

—¡No se atreva a hacerlo! —le gritó Lizzie.

Lennox descargó el látigo sobre la espalda de la esclava inconsciente.

Mack se levantó de un salto.

—¡Basta! —gritó Lizzie.

Lennox volvió a levantar el látigo.

Mack se interpuso entre Lennox y Bess.

—Tu ama te ha dicho que basta —le dijo a Lennox.

Lennox se pasó el látigo a la otra mano y azotó el rostro de Mack.

Mack se tambaleó y se acercó una mano al rostro. Una roncha morada apareció inmediatamente en su mejilla y la sangre empezó a bajarle por los labios.

Lennox volvió a levantar el látigo, pero no pudo descargar el latigazo.

Lizzie apenas se dio cuenta de lo que ocurrió, pero, de repente, vio a Lennox tendido boca arriba en el suelo entre gemidos y a Mack con el látigo en la mano. Éste lo sostuvo con ambas manos y lo quebró sobre su rodilla antes de arrojárselo despectivamente a Lennox.

Lizzie experimentó una oleada de triunfo. El matón estaba vencido.

Los esclavos se congregaron a su alrededor, contemplándolo en silencio.

—¡Todos al trabajo! —dijo Lizzie.

Los peones dieron media vuelta y reanudaron la tarea de la siembra. Lennox se levantó y miró enfurecido a Mack.

—¿Puedes llevar a Bess a la casa? —preguntó Lizzie a Mack.

—Pues claro —contestó Mack, tomando a la chica en brazos.

Cruzaron los campos hasta la casa y la llevaron a la cocina situada en un edificio anexo de la parte de atrás. Cuando Mack la acomodó en una silla, la chica ya había recuperado el conocimiento.

La cocinera Sarah era una sudorosa negra de mediana edad. Lizzie le ordenó ir en busca del brandy de Jay. Bess tomó un sorbo y aseguró que ya se encontraba mejor y sólo notaba las costillas magulladas. No comprendía por qué razón se había desmayado. Lizzie le dijo que comiera un poco y descansara hasta el día siguiente.

Al salir de la cocina, Lizzie vio a Mack mirándola con la cara muy seria.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó.

—Me debo de haber vuelto loco —contestó Mack.

—¿Cómo puedes decir eso? —replicó ella en tono de reproche—. ¡Lennox ha desobedecido una orden mía directa!

—Es un hombre vengativo. ¡No hubiera tenido que humillarle!

—¿Cómo puede vengarse de ti?

—Muy fácilmente. Es el capataz.

—No lo consentiré —dijo Lizzie con determinación.

—Usted no me puede vigilar todo el día.

—Por supuesto que sí.

Lizzie no toleraría que Mack sufriera las consecuencias de lo que había hecho.

—Me fugaría si supiera adónde ir. ¿Ha visto usted alguna vez un mapa de Virginia?

—No te fugues. —Lizzie frunció el ceño con expresión pensativa y, de repente, se le ocurrió una idea—. Ya sé lo que vamos a hacer… trabajarás en la casa.

Mack la miró sonriendo.

—Me encantaría, pero puede que no sea un buen mayordomo.

—No, no… no como criado. Podrías ser el encargado de las reparaciones. Me tienen que pintar y arreglar los cuartos de los niños.

Mack la miró con recelo.

—¿Lo dice en serio?

—¡Por supuesto que sí!

—Sería… maravilloso poder alejarme de Lennox.

—Entonces te alejarás.

—No sabe usted lo que eso significa para mí.

—Para mí también… me siento más segura teniéndote cerca. Yo también le tengo miedo a Lennox.

—Y con razón.

—Necesitarás una camisa nueva, un chaleco y calzado de casa.

Disfrutaría vistiéndolo con prendas de calidad.

—Qué lujos —dijo Mack con una sonrisa.

—Ya está todo arreglado —dijo Lizzie con determinación—. Puedes empezar inmediatamente.

Al principio, los esclavos de la casa estaban un poco molestos con la fiesta, pues siempre habían mirado por encima del hombro a los braceros de los campos. Sarah, en particular, no soportaba tener que cocinar para esa basura que come hominy y pan de maíz. Sin embargo, Lizzie se burló de su esnobismo, les gastó bromas y, al final, consiguió que todos captaran la idea y asimilaran el espíritu que la había inspirado.

El sábado al ponerse el sol el personal de la cocina ya estaba preparando el banquete. Pimienta Jones, el intérprete de banjo, se había presentado borracho como una cuba al mediodía. McAsh lo obligó a beber litros de té, lo puso a dormir en un retrete y consiguió que se serenara. Su instrumento tenía cuatro cuerdas de catgut tensadas sobre una calabaza y el sonido era una mezcla de piano y tambor.

Mientras recorría el patio supervisando los preparativos, Lizzie se emocionó. Estaba deseando celebrar aquella fiesta, a pesar de que ella no participaría en el jolgorio: tenía que interpretar el papel de la Señora Generosa, serena y altiva. Pero disfrutaría viendo desmelenarse a otras personas.

Cuando cayó la noche, todo estaba preparado. Se había espitado un nuevo barril de sidra y varios jamones con abundancia de grasa se estaban asando sobre el fuego; cientos de boniatos se estaban cociendo en grandes calderas de agua hirviendo y unas largas barras de pan blanco de dos kilos de peso, aguardaban el momento de ser cortadas en rebanadas.

Lizzie aguardaba con impaciencia la llegada de los esclavos desde los campos y esperaba que cantaran las rítmicas y nostálgicas melodías que solían entonar en el trabajo, pero que siempre interrumpían cuando se acercaba el amo.

Cuando salió la luna, las viejas, con los niños agarrados a sus faldas, abandonaron el recinto de los esclavos, sosteniendo a los bebés sobre sus caderas. No sabían dónde estaban los braceros: les daban la comida por la mañana y ya no los volvían a ver hasta que terminaba la jornada.

Los braceros sabían que aquella noche tenían que subir a la casa.

Lizzie le había dicho a Kobe que se encargara de decírselo a todo el mundo y Kobe era muy de fiar. Ella había estado muy ocupada y no había podido salir a los campos, pero los hombres habrían estado trabajando en los confines más alejados de la plantación y seguramente tardarían un buen rato en regresar. Confiaba en que los boniatos no se ablandaran demasiado y se convirtieran en papilla.

Pasó el tiempo y no apareció nadie. Cuando ya había transcurrido más de una hora desde el anochecer, Lizzie comprendió que algo había sucedido. Reprimiendo a duras penas su cólera, mandó llamar a McAsh y le dijo:

—Busca a Lennox y dile que suba.

Pasó casi una hora, pero al final McAsh regresó con Lennox, el cual ya había empezado la noche bebiendo. Lizzie estaba furiosa.

—¿Dónde están los braceros de los campos? —le preguntó—. ¡Ya tendrían que estar aquí!

—Ah, sí —dijo Lennox, hablando con deliberada lentitud—. Hoy no ha sido posible.

Su insolencia le hizo comprender a Lizzie que habría buscado algún medio infalible de dar al traste con sus planes.

—Han estado talando árboles para construir barriles en Stafford Park. —Stafford Park se encontraba a unos quince kilómetros de distancia río arriba—. Como tendrán que trabajar allí unos cuantos días, hemos montado un campamento. Los braceros se quedarán allí con Kobe hasta que terminemos.

—Hoy no hubieran tenido que talar árboles.

—No podemos perder el tiempo.

Lo había hecho para desafiarla. Lizzie sintió el impulso de echarse a gritar, pero, hasta que Jay regresara a casa, no podría hacer nada.

Lennox contempló la comida dispuesta en las mesas de tijera.

—Es una pena y créame que lo siento —dijo sin apenas poder reprimir su regocijo.

Alargó una sucia mano y arrancó un trozo de jamón.

Sin pensar, Lizzie tomó un largo tenedor de trinchar y le pinchó el dorso de la mano diciendo:

—¡Suelte eso inmediatamente!

Lennox lanzó un aullido de dolor y soltó el trozo de carne.

Lizzie extrajo las púas del tenedor.

—¡Vaca enloquecida! —rugió Lennox.

—Largo de aquí y quítese de mi vista hasta que vuelva mi marido —le dijo Lizzie.

Lennox se pasó un buen rato mirándola enfurecido como si estuviera a punto de atacarla. Después se comprimió la mano ensangrentada bajo la axila del otro brazo y se retiró a toda prisa.

Lizzie sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos. Como no quería que la servidumbre la viera llorar, dio media vuelta y entró corriendo en la casa. En cuanto se quedó sola en el salón, rompió en sollozos de rabia. Se sentía profundamente sola y desdichada.

Al cabo de un minuto, oyó abrirse la puerta.

—Lo siento —dijo la voz de Mack.

Su comprensión hizo que las lágrimas asomaran a sus ojos. Poco después, sintió que sus brazos la rodeaban amorosamente. Entonces apoyó la cabeza sobre su hombro y dio rienda suelta a sus lágrimas.

Mack le acarició el cabello y le besó las lágrimas. Poco a poco, sus sollozos se fueron suavizando y su dolor se calmó. Pensó que ojalá él la estrechara en sus brazos toda la noche.

De repente, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se apartó horrorizada. ¡Era una mujer casada y embarazada de seis meses, y había permitido que un criado la besara!

—Pero ¿en qué estoy pensando? —dijo en tono de incredulidad.

—No está pensando —dijo Mack.

—Ahora sí —dijo Lizzie—. ¡Vete!

Mack dio media vuelta y abandonó la estancia con la cara muy triste.