26

Tendido en la bodega del Rosebud Mack temblaba a causa de la fiebre. Se sentía casi como un animal: sucio, medio desnudo, encadenado e impotente. Apenas podía tenerse en pie, pero su mente estaba completamente lúcida. Juró no volver a permitir jamás que nadie le pusiera grilletes. Lucharía, intentaría escapar y preferiría que lo mataran antes que sufrir de nuevo aquella humillación.

Un grito penetró en la bodega desde la cubierta:

—Sondeos a treinta y cinco brazas, capitán… ¡arena y carrizos!

La tripulación lanzó vítores de entusiasmo.

—¿Qué es una braza? —preguntó Peg.

Un metro y ochenta centímetros de agua —contestó Mack, lanzando un suspiro de alivio—. Eso significa que nos estamos acercando a tierra.

Varias veces había pensado que no conseguiría sobrevivir. Veinticinco prisioneros habían muerto en el barco. Nadie se había muerto de hambre. Al parecer, Lizzie, que no había vuelto a bajar a la bodega, había cumplido su promesa y se había encargado de que les dieran comida y bebida suficiente. Sin embargo, el agua potable ya se estaba empezando a estropear y la dieta de carne salada y pan resultaba muy monótona e insalubre y todos los condenados habían contraído una dolencia que a veces se llamaba fiebre de hospital y otras veces fiebre de la cárcel. Barney el Loco había sido el primero en sucumbir a ella, pues los viejos no la resistían.

Sin embargo, las enfermedades no habían sido la única causa de muerte. Cinco personas habían fallecido durante una terrible tormenta, en cuyo transcurso los prisioneros habían sido arrojados de acá para allá en la bodega, hiriéndose a sí mismos y a otros con las cadenas de hierro.

Peg siempre había sido una niña muy delgada, pero ahora parecía un palillo. Cora había envejecido. En la semipenumbra de la bodega, Mack vio que se le estaba cayendo el cabello y tenía las mejillas hundidas. Su cuerpo antaño voluptuoso estaba esquelético y desfigurado por las llagas. Pero él se alegraba de que los tres hubieran conseguido sobrevivir.

Poco después se oyó otra voz:

—Dieciocho brazas y arena blanca.

La siguiente vez fueron trece brazas y caparazones de moluscos; y, finalmente, el esperado grito:

—¡Tierra a la vista!

A pesar de su debilidad, Mack hubiera deseado poder salir a cubierta. «Esto es América —pensaba—. He llegado al otro extremo del mundo y todavía estoy vivo. Ojalá pudiera ver América».

Aquella noche el Rosebud ancló en aguas tranquilas. El marinero que les servía a los prisioneros las raciones de cecina y agua en mal estado era uno de los más amables de la tripulación. Se llamaba Ezekiel Bell. Estaba desfigurado —le faltaba una oreja, era completamente calvo y tenía en el cuello un bocio tan grande como un huevo de gallina— y le llamaban irónicamente «el Guapo». Les dijo que se encontraban en aguas del cabo Henry, cerca de la ciudad virginiana de Hampton.

Al día siguiente el barco permaneció anclado. Mack se preguntó enfurecido por qué razón se estaba prolongando la travesía. Alguien se habría acercado a la orilla por provisiones, pues aquella noche les llegó desde la cocina un delicioso aroma de carne asada que fue una tortura para los prisioneros. A Mack se le hizo la boca agua.

—Mack, ¿qué ocurrirá cuando lleguemos a Virginia? —le preguntó Peg.

—Nos venderán y tendremos que trabajar para el que nos haya comprado —contestó Mack.

—¿Nos venderán juntos?

Mack sabía que no era probable, pero no lo dijo.

—A lo mejor —contestó—. Esperemos que sí.

Peg se pasó un rato pensando.

—¿Quién nos comprará? —preguntó en tono atemorizado.

—Granjeros, plantadores, amas de casa… cualquier persona que necesite trabajadores y los quiera pagar baratos.

—Puede que alguien nos compre a los tres.

«¿A quién le podrían interesar un minero de carbón y dos ladronas?» se preguntó Mack.

—Quizá nos comprarán personas que viven muy cerca las unas de las otras.

—¿Y qué clase de trabajo haremos?

—Cualquier cosa que nos manden, supongo: faenas del campo, limpieza, trabajos de construcción…

—Seremos como esclavos.

—Pero sólo durante siete años.

—Siete años —dijo la niña, consternada—. ¡Ya seré mayor!

—Y yo tendré casi treinta y un años —dijo Mack, pensando que ya sería prácticamente un viejo.

—¿Nos pegarán?

Mack sabía que la respuesta era afirmativa, pero mintió.

—No lo harán si trabajamos duro y mantenemos la boca cerrada.

—¿Quién cobra el dinero que pagan los compradores?

—Sir George Jamisson. —Debilitado por la fiebre, Mack añadió con impaciencia—: Estoy seguro de que todas estas malditas preguntas ya me las has hecho otras veces.

Peg apartó el rostro, ofendida.

—Está preocupada, Mack —dijo Cora—… por eso no hace más que repetir las mismas preguntas.

«Yo también lo estoy», pensó tristemente Mack.

—Yo no quiero ir a Virginia —dijo Peg—. Quiero que el viaje no termine jamás.

Cora soltó una amarga carcajada.

—¿Te gusta vivir así?

—Es como tener un padre y una madre —contestó Peg.

Cora rodeó a la niña con sus brazos y la abrazó.

Levaron el ancla a la mañana siguiente y Mack sintió que el barco se movía con un fuerte viento favorable. Por la noche les dijeron que ya estaban muy cerca de la desembocadura del río Rappahannock. Después, unos vientos contrarios los obligaron a permanecer dos días anclados antes de poder adentrarse en el río.

A Mack le bajó la fiebre y le quedaron fuerzas para subir a cubierta y realizar uno de los periódicos ejercicios que les permitían hacer y, mientras el barco navegaba río arriba, pudo contemplar por primera vez América.

Densos bosques y campos cultivados bordeaban ambas orillas. De vez en cuando, se veía un embarcadero, una franja de orilla desbrozada y una cuesta cubierta de césped, al fondo de la cual se levantaba una soberbia mansión. Alrededor de algunos embarcaderos Mack vio los grandes toneles que se utilizaban para el transporte del tabaco.

Los había visto descargar en el puerto de Londres y ahora le pareció muy curioso que hubieran podido sobrevivir a la larga y peligrosa travesía transatlántica para llegar hasta allí. Observó que casi todas las personas que trabajaban en los campos eran negras. Los caballos y los perros eran como los que él conocía, pero los pájaros que se posaban en las bordas le eran desconocidos. Había otros muchos barcos en el río, unos cuantos buques mercantes como el Rosebud y muchas embarcaciones de menor tamaño.

Aquellos paisajes fueron lo único que vio Mack en el transcurso de los cuatro días siguientes, pero conservó la imagen en su mente como un preciado recuerdo mientras permanecía tendido en la bodega; la luz del sol, la gente que caminaba al aire libre en medio de una suave brisa, los bosques, los prados y las casas. Su deseo de desembarcar del Rosebud y pasear al aire libre era tan fuerte que casi le dolía.

Cuando al final volvieron a echar el ancla, supo que habían llegado a Fredericksburg, su destino. La travesía había durado ocho semanas.

Aquella noche los prisioneros comieron alimentos cocinados: un caldo de carne de cerdo con maíz y patatas, una rebanada de pan recién hecho y una jarra de cerveza. Mack, que ya no estaba acostumbrado a la fuerte cerveza y la sabrosa comida, se mareó y se pasó toda la noche indispuesto.

A la mañana siguiente los subieron a la cubierta de diez en diez y pudieron ver finalmente Fredericksburg.

El barco estaba anclado en un cenagoso río con islas en el centro de la corriente. Había una estrecha y arenosa playa, una franja de orilla boscosa y una corta y breve cuesta que conducía a una ciudad construida alrededor del peñasco. No era mucho más grande que Heugh, la aldea natal de Mack, y no debía de albergar más de doscientos habitantes, pero parecía un lugar alegre y próspero, con casas de madera pintada de verde y blanco. En la otra orilla, un poco más arriba, había otra ciudad llamada Falmouth, según le dijeron a Mack. En el río había otros dos barcos tan grandes como el Rosebud y varios barcos de cabotaje, algunas barcazas y un transbordador que unía ambas ciudades. Los hombres se afanaban en la orilla descargando barcos, haciendo rodar toneles e introduciendo y sacando cajas de los almacenes.

A los prisioneros les facilitaron jabón para lavarse y después subió a bordo un barbero para cortar el cabello y afeitar a los hombres.

A los que vestían ropa desgarrada hasta el extremo de resultar indecente les facilitaron otras prendas, pero su gratitud se convirtió en consternación al comprender que eran las de los prisioneros fallecidos durante la travesía. A Mack le entregaron la sucia e infestada chaqueta de Barney el Loco. Antes de ponérsela, la extendió sobre una borda y la sacudió con fuerza con un palo hasta que ya no cayeron más piojos.

El capitán elaboró una lista de los prisioneros supervivientes y preguntó a cada uno de ellos a qué actividad se había dedicado hasta su detención. Algunos habían trabajado en distintos oficios y otros como Cora y Peg jamás se habían ganado honradamente la vida.

A estos últimos se les animó a exagerar o a inventarse algo. Peg pasó a convertirse en aprendiza de modista y Cora en moza de taberna.

Mack comprendió que se trataba de un tardío esfuerzo por hacerlos atractivos a los posibles compradores.

Después los devolvieron a la bodega y por la tarde bajaron dos hombres a inspeccionarlos. Formaban una extraña pareja: uno llevaba una casaca militar inglesa de color rojo y unos sencillos calzones y el otro lucía un anticuado chaleco amarillo y unos pantalones de ante toscamente cosidos. A pesar de sus extraños atuendos, se les veía muy bien alimentados y tenían las narices coloradas propias de los hombres que podían permitirse el lujo de tomar todas las bebidas alcohólicas que quisieran. El Guapo Bell le dijo en voz baja a Mack que eran «conductores de almas», y le explicó el significado de la expresión: compraban grupos de esclavos, deportados y criados contratados y los conducían hacia el interior del país, donde los vendían a granjeros de remotos lugares y abruptas regiones montañosas.

A Mack no le gustó su aspecto. Ambos hombres se fueron sin comprar nada. Al día siguiente, les dijo Bell, se celebraría la Jornada de las Carreras, en la que los hacendados acudían de todas partes a la ciudad para asistir a las carreras de caballos. La mayoría de los condenados sería vendida al término de la jornada. Entonces los conductores de almas ofrecerían un precio más bajo por los que quedaran. Mack confiaba en que Cora y Peg no acabaran en sus manos.

Aquella noche también les sirvieron una excelente cena. Mack comió muy despacio y durmió como un tronco. Por la mañana, todo el mundo se encontraba un poco mejor: les brillaban los ojos y podían sonreír. Durante toda la travesía, su única comida había sido la cena, pero aquel día les ofrecieron un desayuno de gachas de avena con melaza y un poco de ron aguado.

Por consiguiente, a pesar de su incierto futuro, el grupo abandonó alegremente la bodega y subió a cubierta todavía con los pies aherrojados. Aquel día en la zona portuaria se registraba una gran actividad. Varias pequeñas embarcaciones se estaban acercando a las orillas, la calle principal estaba llena de carros y numerosos grupos de personas elegantemente vestidas paseaban tranquilamente como si tuvieran el día libre. Un hombre barrigudo tocado con un sombrero de paja subió a bordo en compañía de un negro de elevada estatura y cabello canoso. Ambos echaron un vistazo a los deportados, eligieron a algunos y rechazaron a otros. Mack comprendió que estaban eligiendo a los más jóvenes y fuertes e inevitablemente entró a formar parte de los catorce o quince elegidos. No seleccionaron ni a mujeres ni a niños.

—¿Adónde vamos? —les preguntó Mack. No se dignaron responderle.

Peg se echó a llorar.

Mack la abrazó. Sabía lo que iba a ocurrir y se le partía el corazón de pena. Todos los adultos en quienes Peg confiaba le habían sido arrebatados: su madre, muerta a causa de la enfermedad, su padre, ahorcado y ahora él, vendido y arrancado de su lado. La estrechó con fuerza y ella se aferró con ansia a su cintura.

—¡Llévame contigo! —le dijo entre sollozos.

Mack se apartó de ella.

—Procura que no te separen de Cora, si puedes —le dijo.

Cora lo besó en la boca con desesperada pasión. No podía creer que jamás pudiera volver a verle, acostarse con él, acariciar su cuerpo y gemir de placer. Unas ardientes lágrimas rodaron por sus mejillas y le resbalaron hasta la boca mientras lo besaba.

—Haz todo lo posible por encontrarnos, Mack, por lo que más quieras —le suplicó.

—Lo intentaré…

—¡Prométemelo! —insistió ella.

—Te prometo que te encontraré.

—Vamos, cariñoso —dijo el barrigudo, apartando a Mack de Cora.

Mack miró hacia atrás mientras lo empujaban por la escalerilla hasta el muelle. Abrazadas la una a la otra, Cora y Peg le miraron con lágrimas en los ojos. Mack recordó el momento de su despedida de Esther. «No quiero fallarles a Cora y a Peg como le fallé a Esther», se juró a sí mismo. Después las perdió de vista.

Le parecía extraño pisar de nuevo tierra firme, después de haberse pasado ocho semanas con el incesante movimiento del mar bajo sus pies. Mientras bajaba encadenado por la calle principal sin adoquinar, miró a su alrededor, echando un vistazo a América. En el centro de la ciudad había una iglesia, un mercado, una picota y una horca. A ambos lados de la calle había casas de ladrillo y madera muy separadas las unas de las otras. Las ovejas y las gallinas ocupaban la cenagosa calzada. Algunos edificios parecían viejos, pero muchos eran de reciente construcción.

La ciudad estaba abarrotada de gente, caballos, carros y carruajes, procedentes sin duda de los alrededores. Las mujeres lucían lazos y sombreritos y los hombres calzaban relucientes botas y llevaban guantes impecablemente limpios. Casi todas las prendas parecían de confección casera, aunque las telas eran muy caras.

Mack oyó a varias personas haciendo comentarios sobre las carreras y cruzando apuestas. Por lo visto, los virginianos eran muy aficionados al juego.

Los ciudadanos miraban a los deportados con el mismo interés con que hubieran podido contemplar un caballo que bajara por la calle.

La ciudad terminaba a cosa de un kilómetro más allá. Cruzaron el río al llegar a un vado y echaron a andar por un pedregoso camino a través del bosque. Mack se situó al lado del negro de mediana edad.

—Me llamo Malachi McAsh —le dijo—, pero todos me llaman Mack.

El negro mantuvo la mirada fija hacia delante, pero contestó con amabilidad.

—Yo soy Kobe. —Pronunció la palabra como si rimara con Toby—. Kobe Tambala.

—¿El hombre del sombrero de paja es nuestro amo?

—No. Bill Sowerby no es más que el capataz. A él y a mí nos ordenaron subir a bordo del Rosebud y elegir a los mejores braceros.

—¿Quién nos ha comprado?

—En realidad, no os han comprado.

—Pues entonces, ¿qué?

—El señor Jamisson ha decidido quedarse con vosotros para que trabajéis en su propiedad de Mockjack Hall.

—¿Jamisson?

—Exactamente.

Mack volvía a ser propiedad de la familia Jamisson. La idea lo enfureció. «Maldita sea, volveré a escapar —se juró a sí mismo—. Volveré a ser un hombre libre».

—¿En qué trabajabas antes? —le preguntó Kobe.

—Era minero de carbón.

—¿De carbón? He oído hablar de eso. Una roca que arde como la leña, pero da más calor, ¿verdad?

—Sí. Lo malo es que tienes que descender mucho bajo tierra para encontrarla. ¿Y tú?

—Mi familia tenía una granja en el campo en África. Mi padre tenía unas grandes extensiones de tierra, mucho más grandes que la del señor Jamisson.

—¿Qué clase de granja?

—Mixta… un poco de trigo, ganado… pero no tabaco. Allí tenemos una raíz que se llama ñame. Nunca la he visto por aquí.

—Hablas muy bien el inglés.

—Llevo casi cuarenta años aquí. —Una expresión de amargura se dibujó en su rostro—. Era apenas un niño cuando me robaron.

Mack se acordó de Cora y Peg.

—En el barco viajaba con dos personas, una mujer y una niña —dijo—. ¿Podré averiguar quién las ha comprado?

—Todos quieren a alguien de quien han sido separados —se rió Kobe con tristeza—. La gente pregunta constantemente. Cuando los esclavos se reúnen por los caminos o en el bosque, no hablan de otra cosa.

—La niña se llama Peg —insistió Mack—. Tiene apenas trece años y es huérfana de padre y madre.

—Cuando a uno lo compran, deja de tener padre y madre.

Mack comprendió que Kobe se había dado por vencido. Se había acostumbrado a la esclavitud y la soportaba sumisamente. Estaba amargado, pero había abandonado cualquier esperanza de recuperar la libertad. «Juro que yo jamás lo haré», pensó Mack.

Recorrieron unos quince kilómetros, caminando muy despacio a causa de las cadenas. Algunos iban todavía encadenados de dos en dos. Aquellos cuyos compañeros habían muerto durante la travesía llevaban los tobillos aherrojados para que pudieran caminar, pero no correr. Después de haberse pasado ocho semanas tendidos, estaban tan débiles que, de haberlo intentado, hubieran podido desplomarse al suelo. El capataz Sowerby iba a caballo, pero no parecía tener demasiada prisa, pues cabalgaba muy despacio, tomando de vez en cuando un trago de licor de un botellín de bolsillo.

La campiña se parecía más a la inglesa que a la escocesa y no era tan distinta como Mack había imaginado. El camino seguía el curso del rocoso río, el cual serpeaba a través de un lujuriante bosque.

Mack hubiera deseado poder tenderse a descansar un rato a la sombra de los gigantescos árboles.

Se preguntó cuánto tardaría en ver a la sorprendente Lizzie. Lamentaba haber pasado nuevamente a manos de un Jamisson, pero la presencia de Lizzie sería para él un consuelo. A diferencia de su suegro, la joven no era cruel, aunque podía ser desconsiderada. Su heterodoxa conducta y su poderosa personalidad atraían enormemente a Mack. Su sentido de la justicia le había salvado la vida en el pasado y puede que volviera a hacerlo en el futuro.

Llegaron a la plantación Jamisson al mediodía. Un camino a través de un prado donde pastaba el ganado conducía a un recinto lleno de barro en el que se levantaban unas doce cabañas. Dos ancianas negras estaban guisando sobre unas fogatas y cuatro o cinco niños desnudos jugaban en el suelo. Las cabañas estaban construidas de cualquier manera con unas toscas tablas de madera. Las ventanas con postigos carecían de cristales.

Sowerby intercambió unas palabras con Kobe y se retiró.

—Esas serán vuestras viviendas —les dijo Kobe a los deportados.

—¿Tendremos que vivir con los negritos? —preguntó alguien.

Mack soltó una carcajada. Después de haberse pasado ocho semanas en el infierno de la bodega del Rosebud, era un milagro que pudieran quejarse del alojamiento.

—Los blancos y los negros viven en cabañas separadas —dijo Kobe—. No hay ninguna ley al respecto, pero siempre se ha hecho así. En cada cabaña caben seis personas. Antes de poder descansar, tenemos otra cosa que hacer. Seguidme.

Recorrieron un camino que serpeaba entre los verdes trigales, los altos maizales de las lomas y las aromáticas plantas del tabaco. En todos los campos había hombres y mujeres arrancando las malas hierbas que crecían entre las hileras y eliminando los gorgojos de las hojas de tabaco.

Salieron a un inmenso prado y subieron por una cuesta hasta una destartalada casa de madera con la pintura desprendida y los postigos cerrados. Debía de ser Mockjack Hall. Bordeando la casa, llegaron a un grupo de edificios anexos situados en la parte de atrás. Uno de los edificios era una herrería, en la cual estaba trabajando un negro a quien Kobe se dirigió, llamándole Cass. El herrero empezó a quitarles los grilletes a los deportados.

Mack observó cómo les quitaban las cadenas uno a uno. Experimentó una sensación de liberación, pero enseguida comprendió que su júbilo era falso. Aquellas cadenas se las habían colocado en la prisión de Newgate, en la otra punta del mundo y él las había odiado a lo largo de las humillantes ocho semanas en que las había llevado.

Desde la loma en la que se levantaba la casa podía ver el brillo del río Rappahannock a cosa de un kilómetro de distancia, serpeando a través del bosque. «Cuando me quiten las cadenas, podría huir río abajo —pensó—, podría arrojarme al agua y nadar en busca de la libertad».

Tendría que procurar contenerse. Estaba todavía tan débil que probablemente no podría correr ni un kilómetro. Además, había prometido buscar a Peg y a Cora y tendría que encontrarlas antes de escapar, pues quizá más tarde le fuera imposible. Y tenía que planearlo todo con sumo cuidado. No conocía la geografía de aquel país. Tendría que establecer primero adónde quería ir y cómo hacerlo.

Aun así, cuando le cayeron las cadenas de las piernas, tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr.

Mientras reprimía el impulso, Kobe les dijo:

—Ahora que os han quitado las cadenas, algunos de vosotros ya estaréis pensando hasta dónde podríais llegar al anochecer. Antes de que intentéis huir, hay algo muy importante que debéis saber. Por consiguiente, escuchadme y prestad atención. —Kobe hizo una pausa para que sus palabras surtieran el debido efecto antes de seguir adelante—. Las gentes que se escapan suelen ser atrapadas y castigadas. Primero se las azota, pero eso es lo más fácil. Después tienen que ponerse un collar de hierro que a algunos les parece vergonzoso. Pero lo peor es que el tiempo de privación de libertad se prolonga. Si estáis fuera una semana, tendréis que servir dos semanas de más.

»Aquí tenemos gente que ha intentado escapar tantas veces que no será libre hasta los cien años. —Kobe miró a su alrededor y sus ojos se cruzaron con los de Mack—. Si estáis dispuestos a correr este riesgo —terminó diciendo—, lo único que os puedo decir es que os deseo mucha suerte.

A la mañana siguiente, las ancianas prepararon un plato de maíz hervido llamado hominy que los deportados y los esclavos comieron con los dedos en unas escudillas de madera.

Los peones eran en total unos cuarenta. Aparte de la nueva remesa de deportados, casi todos eran esclavos negros. Había también cuatro criados contratados que habían vendido cuatro años de trabajo por adelantado para pagarse el pasaje. Se mantenían apartados de los demás y se consideraban superiores a ellos. Sólo había tres empleados asalariados, dos negros libres y una mujer blanca, los tres de cincuenta y tantos años. Algunos negros hablaban un excelente inglés, pero la mayoría de ellos utilizaba sus propias lenguas africanas y se comunicaba con los blancos con una especie de jerigonza infantil. Al principio, Mack los trataba como si fueran niños, pero después comprendió que eran superiores a él, pues hablaban un idioma y medio mientras que él sólo hablaba uno.

Recorrieron unos dos o tres kilómetros entre campos de tabaco a punto de ser recolectados. Las plantas del tabaco, que formaban unas pulcras hileras de unos cuatrocientos metros de longitud, estaban separadas entre sí por algo menos de un metro, eran casi tan altas como Mack y tenían unas doce hojas muy anchas de un precioso color verde.

Los braceros recibieron órdenes de Bill Sowerby y de Kobe. Estos los dividieron en tres grupos. A los del primer grupo les proporcionaron unos afilados cuchillos y los pusieron a cortar las plantas maduras. El segundo grupo fue enviado a un campo que había sido segado la víspera. Las plantas estaban en el suelo con sus grandes hojas resecas tras haber permanecido un día secándose al sol. A los recién llegados les enseñaron a secar los tallos de las plantas cortadas y a traspasarlos con unos largos clavos de madera. Mack formaba parte del tercer grupo, encargado de transportar los clavos cargados a través de los campos hasta la casa del tabaco, donde se colgaban del alto techo para que los tallos se secaran al aire.

Fue un largo y caluroso día estival. Los hombres del Rosebud no pudieron trabajar tan duro como los demás. A Mack se le adelantaban constantemente las mujeres y los niños. La enfermedad, la desnutrición y la falta de actividad lo habían debilitado. Bill Sowerby llevaba un látigo, pero Mack no le vio utilizarlo en ningún momento.

Al mediodía les sirvieron una comida de rústico pan de maíz que los esclavos llamaban pone.

Mientras comían, Mack se desanimó, pero no se sorprendió demasiado al ver la conocida figura de Sidney Lennox, vestido con prendas nuevas, recorriendo la plantación en compañía de Sowerby.

Seguramente Jay pensaba que Lennox le había sido útil en el pasado y quizá lo volvería a ser en el futuro.

Al anochecer, abandonaron los campos, muertos de cansancio, pero, en lugar de regresar a sus cabañas, los condujeron a la casa del tabaco, iluminada ahora por varias docenas de velas. Tras una cena muy rápida, los pusieron a trabajar en la tarea de arrancar las hojas de las plantas curadas, quitar la gruesa espina central y formar con las hojas unos apretados manojos. A lo largo de la noche, los niños y los más viejos empezaron a quedarse dormidos e inmediatamente se puso en marcha un complicado sistema de avisos, en el cual los más fuertes sustituían a los más débiles y los despertaban cuando Sowerby se acercaba.

Debía de ser bien pasada la medianoche, calculó Mack, cuando finalmente se apagaron las velas y los peones fueron autorizados a regresar a las cabañas y acostarse en sus literas de madera. Mack se quedó inmediatamente dormido.

Le pareció que sólo habían transcurrido unos segundos cuando lo despertaron sacudiéndolo por los hombros para que volviera al trabajo. Se levantó con gesto cansado y salió al exterior tambaleándose.

Se comió su cuenco de hominy apoyado en la pared de la cabaña y, en cuanto se hubo introducido en la boca el último puñado, los obligaron a ponerse nuevamente en marcha.

En el momento en que entraban en el campo bajo la luz del amanecer, Mack vio a Lizzie.

No la había vuelto a ver desde el día en que subiera a bordo del Rosebud. Iba montada en un caballo blanco y estaba cruzando el campo al paso. Llevaba un holgado vestido de lino y se tocaba con un gran sombrero. El sol acababa de salir y la atmósfera era clara y diáfana. Lizzie estaba preciosa: descansada y a sus anchas, la señora de la mansión estaba recorriendo a caballo su finca. Mack observó que había engordado un poco mientras él se moría de hambre a bordo del barco. Pero no le guardaba rencor, pues había defendido la justicia y le había salvado la vida más de una vez. Recordó la vez que la había abrazado en el cuarto de tejer de Dermot Riley en Spitalfields. Había estrechado su suave cuerpo contra el suyo y aspirado la fragancia del jabón y del sudor femenino y, durante un breve instante de locura, pensó que Lizzie y no Cora podría ser la mujer más adecuada para él. Pero enseguida recuperó la cordura.

Contemplando su redondeado cuerpo, comprendió que no había engordado sino que estaba embarazada. Tendría un hijo que sería un Jamisson cruel, codicioso y despiadado. Sería propietario de una plantación, compraría seres humanos, los trataría como si fueran cabezas de ganado y sería muy rico.

Lizzie captó su mirada y Mack se avergonzó de haber pensado aquellas cosas de un niño no nacido. Al principio, ella le miró como si no supiera muy bien quién era; después pareció reconocerle de golpe. A lo mejor, se había sorprendido de lo mucho que había cambiado a causa de las duras condiciones de la travesía.

Mack le sostuvo la mirada un buen rato, confiando en que se acercara a él; pero ella dio media vuelta sin decir nada, lanzó su caballo al trote y, poco después, se perdió en el bosque.