El día de la partida llegó con mucha rapidez.
Una mañana sin previo aviso todos los prisioneros que habían sido condenados a la deportación recibieron la orden de recoger sus pertenencias y fueron conducidos al patio.
Mack poseía muy pocas cosas. Aparte de la ropa, sólo tenía su Robinson Crusoe, el collar roto de hierro que había llevado consigo desde Heugh y la capa de piel que Lizzie Hallim le había dado.
En el patio, un herrero los aherrojó de dos en dos con unos grilletes en los pies. Mack se sentía humillado por las cadenas. La sensación del frío hierro en sus tobillos le producía un profundo sentimiento de vergüenza. Había luchado por su libertad y había perdido la batalla, pues una vez más lo habían encadenado como si fuera un animal. Esperaba que el barco se hundiera y él se ahogara.
Los hombres y las mujeres no se podían encadenar juntos. A Mack lo emparejaron con un viejo y sucio borracho llamado «Barney el Loco». Cora le dirigió una insinuante mirada al herrero y consiguió que la emparejaran con Peg.
—Creo que Caspar no debe de saber que nos vamos hoy —dijo Mack con semblante preocupado—. A lo mejor, no tienen obligación de comunicárselo a nadie.
Miró arriba y abajo en la fila de condenados. Calculó que debía de haber más de cien; aproximadamente una cuarta parte de ellos estaba formada por mujeres y unos cuantos niños de nueve años para arriba. Entre los hombres se encontraba Sidney Lennox.
La caída de Lennox había sido motivo de gran regocijo. Nadie confiaba en él desde que declarara en contra de Peg. Los ladrones que vendían los objetos robados en el Sun se fueron a otro sitio. Y, a pesar de que la huelga de los mineros se había roto y casi todos los hombres habían regresado al trabajo, nadie quería trabajar para Lennox por mucho que les pagara. Lennox había tratado de convencer a una mujer llamada Gwen Sixpence de que robara para él, pero ella y dos amigos suyos lo habían denunciado como receptador de objetos robados y por esta causa había sido condenado. Los Jamisson habían intercedido por él y lo habían salvado de la horca, pero no habían podido impedir su deportación.
La gran puerta de madera de la prisión se abrió de par en par. Una patrulla de ocho guardias esperaba para escoltarles. Un carcelero propinó un violento empujón a la primera pareja de la fila y, poco a poco, los prisioneros fueron saliendo a la transitada calle.
—No estamos lejos de Fleet Street —dijo Mack—. Puede que Caspar se entere de lo que está ocurriendo.
—¿Y eso qué más da? —replicó Cora.
—Podría sobornar al capitán del barco para que nos diera un trato de favor.
Mack había adquirido ciertos conocimientos sobre la travesía del Atlántico gracias a las preguntas que había hecho a los prisioneros, los carceleros y los visitantes de Newgate. El único hecho cierto que había averiguado era que la travesía mataba a muchas personas. Tanto si los pasajeros eran esclavos como si eran prisioneros o sirvientes contratados, las condiciones en la bodega eran mortalmente insalubres. Los armadores actuaban movidos por el afán de ganar dinero y apretujaban en sus bodegas a toda la gente que podían, pero los capitanes también eran venales y cualquier prisionero que tuviera dinero para pagar sobornos podía dormir en un camarote.
Los londinenses interrumpieron sus actividades para contemplar el último y vergonzoso paseo de los condenados por el centro de la ciudad. Algunos les daban el pésame, otros se burlaban de ellos y unos cuantos les arrojaban piedras o basura. Mack le pidió a una mujer de apariencia servicial que le hiciera el favor de transmitirle un recado a Caspar Gordonson, pero la mujer se negó. Lo intentó con otras dos personas con el mismo resultado.
Las cadenas los obligaban a caminar tan despacio que tardaron más de una hora en llegar a la zona del puerto. En el río había muchos barcos, barcazas, transbordadores y balsas, pues las huelgas habían sido aplastadas por el Ejército. Era una cálida mañana primaveral en la que el sol se reflejaba en las cenagosas aguas del Támesis.
Una barca los estaba esperando para conducirlos al barco anclado en mitad de la corriente. Mack leyó su nombre: el Rosebud.
—¿Es un barco de los Jamisson? —le preguntó Cora.
—Casi todos los barcos de los deportados lo son.
Mientras abandonaba la cenagosa orilla para subir al barco, Mack comprendió que aquélla sería la última vez que pisara suelo británico en muchos años, tal vez para siempre. Estaba confuso. El temor y la inquietud se mezclaban con una temeraria emoción ante la perspectiva de un nuevo país y una nueva vida.
La tarea de subir a bordo resultó un poco complicada, pues no era fácil subir emparejados por la escalerilla con los pies aherrojados. Peg y Cora lo consiguieron sin demasiada dificultad, pues eran jóvenes y ágiles, pero Mack tenía que llevar a rastras a Barney. Dos hombres cayeron al agua. Ni los guardias ni los marineros hicieron nada por ayudarlos, por lo que se hubieran ahogado sin remedio si los demás prisioneros no se hubieran inclinado para agarrarlos y subirlos de nuevo a la barca.
El barco debía de medir unos doce metros de eslora por unos cinco y medio de manga.
—Yo he robado en salones más grandes que eso —comentó Peg en tono despectivo.
En la cubierta había un corral de gallinas, una pequeña pocilga y una cabra atada con una cuerda. Al otro lado del barco, un soberbio caballo blanco estaba siendo izado a bordo con la ayuda de un penol utilizado a modo de grúa. Un esquelético gato le mostró los colmillos a Mack. Este vio unos cabos enrollados y unas velas recogidas, aspiró un penetrante olor a barniz y sintió bajo sus pies el balanceo del buque. Después los empujaron hasta el borde de una escotilla y los obligaron a bajar por una escalera.
Al parecer, había tres cubiertas inferiores. En la primera, cuatro marineros estaban almorzando sentados en el suelo con las piernas cruzadas, rodeados por sacos y cofres que debían de contener las provisiones para la travesía. En la tercera, al final de la escalera, dos hombres estaban amontonando toneles y colocando entre ellos unas cuñas para que no se movieran durante la travesía. En la cubierta de en medio, destinada a los prisioneros, un marinero ayudó con muy malos modos a Mack y a Barney a bajar por la escalera y los empujó sin contemplaciones hacia una puerta.
Se aspiraba en el aire un olor de alquitrán mezclado con vinagre. Mack miró a su alrededor en medio de la penumbra. El techo estaba a unos tres o cuatro centímetros por encima de su cabeza. Un hombre de elevada estatura hubiera tenido que agacharse. En el techo había dos rejillas a través de las cuales penetraba un poco de luz y de aire, no del exterior sino de la cerrada cubierta de arriba, iluminada a su vez por unas escotillas abiertas. A ambos lados de la bodega había una especie de estantes de madera de algo menos de dos metros de ancho, uno a la altura de la cintura y otro a escasos centímetros del suelo.
Mack comprendió horrorizado que estaban destinados a los prisioneros. Tendrían que pasarse toda la travesía tendidos en aquellos estantes desnudos.
Avanzaron por el estrecho pasillo que separaba los estantes. Las primeras literas ya estaban ocupadas por unos prisioneros todavía encadenados de dos en dos. Todos parecían aturdidos por lo que les estaba ocurriendo. Un marinero obligó a Cora y a Peg a tenderse al lado de Mack y Barney como cuchillos en un cajón. Los cuatro ocuparon sus posiciones y el marinero los empujó para juntarlos un poco más. Peg podía incorporarse, pero los adultos no podían hacerlo, pues no había suficiente espacio. Mack sólo podía incorporarse sobre el codo.
Al final de la hilera Mack vio una jarra de barro de unos sesenta centímetros de altura en forma de cono, con una ancha base plana y un borde de unos veinticuatro centímetros de diámetro. Había otras tres iguales en la bodega. Eran el único mobiliario visible y Mack comprendió que se utilizaban como orinales.
—¿Cuánto tardaremos en llegar a Virginia? —preguntó Peg.
—Siete semanas —contestó Mack—. Con un poco de suerte.
Lizzie observó cómo transportaban su baúl a un gran camarote situado en la parte de atrás del Rosebud. Ella y Jay disponían de sus propios aposentos, un dormitorio y una salita más espaciosos de lo que esperaba. Todo el mundo hablaba de los horrores de la travesía transatlántica, pero ella estaba decidida a sacarle el mejor partido posible y a intentar disfrutar al máximo de aquella nueva experiencia.
Procurar sacar el mejor partido de las cosas se había convertido en su filosofía de la vida. No podía olvidar la traición de Jay. Seguía apretando los puños y mordiéndose el labio cada vez que pensaba en la vacía promesa que él le había hecho el día de su boda, pero trataba de empujarlo al más oscuro rincón de su mente.
Apenas unas semanas atrás, la idea de la travesía la hubiera entusiasmado. Viajar a América era su gran ambición y era también uno de los motivos por los cuales se había casado con Jay. Se imaginaba su nueva vida en las colonias, una existencia al aire libre más despreocupada y tranquila, sin enaguas ni tarjetas de visita, en la que una mujer se pudiera ensuciar las uñas de tierra y manifestar sus opiniones como un hombre. Sin embargo, el sueño había perdido una parte de su encanto en cuanto descubrió el pacto que Jay había hecho a su espalda. La plantación se hubiera tenido que llamar «Veinte Sepulcros», pensó con tristeza.
Se esforzaba en creer que Jay la seguía atrayendo tanto como al principio, pero su cuerpo le decía la verdad. Cuando él la tocaba por la noche, ya no reaccionaba como antes. Lo besaba y acariciaba, pero sus dedos no le quemaban la piel y su lengua ya no le llegaba hasta el fondo del alma. Al principio, el solo hecho de mirarle le producía una sensación de humedad entre las piernas. Ahora en cambio tenía que untarse en secreto con crema de la cara antes de irse a la cama, pues de otro modo el acto sexual le hubiera resultado doloroso. Él siempre terminaba gimiendo y jadeando de placer mientras derramaba su semilla en el interior de su cuerpo, pero ella ya no alcanzaba aquella culminación y se quedaba con una especie de anhelo insatisfecho. Después, cuando le oía roncar a su lado, se consolaba con los dedos y entonces se le llenaba la cabeza de extrañas imágenes de hombres luchando y de prostitutas con los pechos al aire.
Pero su vida estaba dominada por los pensamientos en torno a su hijo. Su embarazo hacía que las decepciones no le parecieran tan importantes. Lo amaría sin reservas. El fruto de sus entrañas se convertiría en la obra de su vida. Y, cuando creciera, sería un virginiano o una virginiana.
Mientras se quitaba el sombrero, llamaron con los nudillos a la puerta del camarote. Un hombre delgado y nervudo con casaca azul y sombrero de tres picos entró en la estancia e inclinó la cabeza.
—Silas Bone, segundo oficial, a su servicio, señora Jamisson, señor Jamisson —dijo.
—Buenos días, Bone —dijo Jay muy estirado, asumiendo plenamente el papel de hijo del propietario.
—El capitán les envía sus mejores saludos —añadió Bone. Ya habían conocido al capitán Partidge, un ceñudo y altivo personaje natural de Rochester, en el condado de Kent—. Zarparemos cuando suba la marea. —El oficial miró con expresión condescendiente a Lizzie—. No obstante, permaneceremos uno o dos días en el estuario del Támesis. Por consiguiente, señora, no se preocupe por el mal tiempo de momento.
—¿Mis caballos ya están a bordo? —preguntó Jay.
—Sí, señor.
—Vamos a ver cómo están.
—Ciertamente, pero quizá la señora Jamisson querrá quedarse aquí y sacar sus efectos personales de los baúles.
—Iré con ustedes —dijo Lizzie—. Me gustaría echar un vistazo por aquí afuera.
—Será mejor que permanezca usted en su camarote el mayor tiempo posible durante la travesía señora Jamisson —dijo Bone—. Los marineros son gentes muy rudas y el tiempo lo es todavía más.
Lizzie se erizó.
—No tengo la menor intención de pasarme las próximas siete semanas encerrada en este cuartito —replicó—. Acompáñenos, señor Bone.
—Sí, señora Jamisson.
Salieron del camarote y cruzaron la cubierta hasta llegar a una escotilla abierta. El oficial bajó por una escalera con la agilidad de un simio. Jay bajó detrás de él y Lizzie le siguió. Bajaron hasta la segunda de las cubiertas inferiores. La luz diurna se filtraba a través de una escotilla abierta y se complementaba ligeramente con la de una lámpara colgada de un gancho.
Los caballos preferidos de Jay, los dos tordos y Blizzard, su regalo de cumpleaños, se encontraban en unas pequeñas casillas. Cada uno de ellos llevaba bajo el vientre un cabestrillo atado a una viga del techo para que, si resbalaran a causa de la mala mar, no pudieran caer. Había heno en los pesebres y el suelo estaba cubierto de arena para proteger los cascos. Eran unos animales muy valiosos y su sustitución hubiera sido muy difícil en América. Jay se pasó un buen rato acariciándolos y hablándoles en voz baja para tranquilizarlos.
Lizzie se impacientó y se acercó a una pesada puerta abierta. Bone la siguió.
—Yo que usted no pasearía demasiado, señora Jamisson —le dijo—. Se podría tropezar con ciertas cosas desagradables.
Lizzie no le hizo caso. No era muy remilgada.
—Eso conduce a la bodega de los condenados —le explicó el oficial—. No es lugar apropiado para una dama.
Acababa de pronunciar las palabras mágicas capaces de inducir a Lizzie a persistir en su empeño. Ésta se volvió y le miró a los ojos.
—Señor Bone, este barco pertenece a mi suegro y yo iré donde me apetezca. ¿Está claro?
—Sí, señora.
—Hará usted el favor de llamarme señora Jamisson.
—Sí, señora Jamisson.
Lizzie estaba deseando ver la bodega de los condenados, sabiendo que McAsh podía estar allí. Aquél era el primer barco de deportados que zarpaba después del juicio. Se adelantó dos pasos, agachó la cabeza bajo una viga, empujó una puerta y salió a la bodega principal.
Hacía calor y se percibía un fuerte olor de gente hacinada. Todo estaba tan oscuro que, al principio, no pudo ver nada, aunque oyó el murmullo de muchas voces. El espacio lo ocupaba una especie de estantes para almacenar toneles. Se sobresaltó al oír un rumor de cadenas en el estante que tenía más cerca. Entonces observó horrorizada que lo que se había movido era un pie aherrojado. Vio que alguien estaba tendido en el estante; no, eran dos personas, encadenadas juntas por los tobillos. Mientras sus ojos se iban adaptando poco a poco a la oscuridad, vio otra pareja de seres humanos tendida hombro con hombro al lado de la primera y otra y otra. Había varias docenas apretujadas como arenques en la batea de un pescador.
Debía de ser una medida provisional, pensó. Después les proporcionarían por lo menos unas literas normales para la travesía. Inmediatamente comprendió que tal cosa no sería posible. ¿Dónde podrían estar las literas? Aquélla era la bodega principal y ocupaba casi todo el espacio que había bajo la cubierta. No había ningún otro sitio donde colocar a todos aquellos desventurados. Se pasarían por lo menos siete semanas tendidos en medio de aquella opresiva y pestilente oscuridad.
—¡Lizzie Jamisson! —gritó una voz.
Lizzie experimentó un repentino sobresalto al reconocer el acento escocés: era Mack. Esperaba verle allí, pues casi todos los deportados cruzaban el océano en barcos de los Jamisson, pero no había imaginado las horribles condiciones en las cuales lo había encontrado.
—Mack… ¿dónde estás?
—Aquí.
Lizzie avanzó por el estrecho pasillo que separaba las dos hileras de estantes. Un brazo espectral se extendió hacia ella en medio de la oscuridad. Estrechó la dura mano de Mack.
—Esto es terrible —dijo—. ¿Qué puedo hacer?
—Ahora nada —contestó Mack.
Lizzie vio a Cora tendida a su lado con la niña Peg. Por lo menos, estaban los tres juntos. Algo en la expresión del rostro de Cora indujo a Lizzie a soltar la mano de Mack.
—A lo mejor, podré conseguir que recibáis suficiente agua y comida —dijo.
—Sería muy amable de su parte.
A Lizzie ya no se le ocurría nada más que decir. Permaneció allí en silencio un instante.
—Si puedo, bajaré aquí cada día —dijo al final.
—Gracias.
Dio media vuelta y se alejó a toda prisa.
Volvió sobre sus pasos con una indignada protesta en los labios, pero, al ver la mirada de desprecio de Bone, se tragó las palabras. Los condenados se encontraban a bordo, el barco estaba a punto de zarpar y nada de lo que ella dijera podría modificar la situación. Una protesta sólo serviría para confirmar la advertencia de Bone en el sentido de que las mujeres no tenían que bajar a las bodegas.
—Los caballos están muy bien estabulados —dijo Jay satisfecho.
—¡Están mucho mejor que los seres humanos! —comentó Lizzie sin poder contenerse.
—Ah, eso me recuerda una cosa —dijo Jay—. Bone, hay en la bodega un condenado llamado Sidney Lennox. Sáquele los grilletes e instálelo en un camarote, por favor.
—Sí, señor.
—¿Por qué está Lennox con nosotros? —preguntó Lizzie, estupefacta.
—Lo condenaron por la compra de objetos robados, pero ha prestado un buen servicio a mi familia en el pasado y no podemos abandonarlo.
—¡Oh, Jay! —exclamó Lizzie, consternada—. ¡Es un hombre muy malo!
—Al contrario, es muy útil.
Lizzie apartó el rostro. Se había alegrado de poder dejar a Lennox a su espalda en Inglaterra y ahora lamentaba que a él también lo hubieran condenado a la deportación. ¿Acaso Jay no podría escapar jamás de su perversa influencia?
—La marea está a punto de subir, señor Jamisson —dijo Bone—. El capitán estará impaciente por levar anclas.
—Felicite al capitán y dígale que se dé prisa.
Todos subieron por la escalera.
Minutos después, mientras Lizzie y Jay permanecían de pie en la proa, el barco empezó a deslizarse río abajo. Una fresca brisa del anochecer azotaba las mejillas de Lizzie. Mientras la cúpula de San Pablo desaparecía bajo la línea del horizonte de los almacenes portuarios, ésta le dijo a su marido:
—No sé si alguna vez volveremos a ver Londres.