El día del juicio los prisioneros fueron despertados a las cinco de la mañana.
Dermot Riley llegó a los pocos minutos con un traje para Mack. Era el mismo que él había utilizado el día de su boda y Mack se emocionó. Su amigo le había llevado también una navaja y una pastilla de jabón. Media hora después, Mack ofrecía un aspecto totalmente respetable y ya estaba preparado para presentarse ante el juez.
Lo ataron junto con Cora, Peg y otros quince o veinte prisioneros y los sacaron a la Newgate Street, desde donde bajaron por una travesía llamada Old Bailey y subieron por una callejuela para dirigirse al Palacio de Justicia.
Allí Caspar Gordonson se reunió con él y le explicó quién era quién. El patio del edificio ya estaba lleno de gente: fiscales, testigos, miembros de los jurados, abogados, parientes y amigos, mirones y un considerable número de putas y ladrones en busca de alguna ocasión de hacer negocio. Los prisioneros fueron conducidos a través del patio hasta una puerta que daba acceso a la Sala de Fianzas, la cual ya estaba casi llena de acusados procedentes de otras prisiones: la de Fleet Street y las de Bridweell y Ludgate. Desde allí, Mack podía ver el imponente edificio del Palacio de Justicia. Unos peldaños de piedra conducían a la planta baja, abierta en uno de sus lados, a excepción de una columnata. Dentro estaba el banco de los jueces sobre una tarima. Al otro lado estaban los espacios destinados a los jurados y las galerías reservadas a los funcionarios de justicia y los espectadores privilegiados.
A Mack le recordaba una pieza de teatro… en la que él era el malo de la obra.
Contempló con sombría fascinación el comienzo de la larga jornada de juicios. El primer caso fue el de una mujer acusada de robar en una tienda quince metros de un burdo tejido de lino y lana. El propietario de la tienda era el fiscal, el cual valoraba el tejido en quince chelines. El testigo, un empleado, juró que la mujer se había llevado el rollo de tela y se había dirigido a la puerta y, al ver que la estaban mirando, había soltado el rollo y había escapado corriendo.
La mujer, por su parte, decía que se había limitado a examinar el tejido y que en ningún momento había tenido la menor intención de robarlo.
Los miembros del jurado se reunieron para deliberar. Procedían de la clase social conocida con el nombre de «mediana» y eran pequeños comerciantes, prósperos artesanos y propietarios de tiendas. Aborrecían el desorden y el robo, pero desconfiaban del Gobierno y defendían celosamente la libertad… por lo menos la suya.
Declararon culpable a la mujer, pero fijaron el precio del tejido en cuatro chelines, un precio muy inferior al real. Gordonson le explicó a Mack que la mujer hubiera podido ser ahorcada por robar en una tienda productos valorados en más de cinco chelines. La decisión pretendía evitar que el juez condenara a muerte a la mujer.
Sin embargo, el veredicto no se dictó inmediatamente: todos serían leídos al término de la jornada.
El juicio había durado menos de un cuarto de hora. Los siguientes casos fueron juzgados con la misma rapidez y unos pocos duraron más de media hora. Cora y Peg fueron juzgadas juntas a media tarde. Mack sabía que la marcha del juicio había sido previamente acordada, pero aun así cruzó los dedos, confiando en que todo saliera según lo previsto.
Jay Jamisson declaró que Cora había trabado conversación con él en la calle mientras Peg le vaciaba los bolsillos. Llamó como testigo a Sidney Lennox, el cual había presenciado lo que estaba ocurriendo y lo había avisado. Ni Cora ni Peg negaron aquella versión de los hechos. Su recompensa fue la aparición de sir George, quien declaró que ambas habían colaborado en la detención de otro delincuente y solicitó al juez que las condenara a ser deportadas en lugar de ahorcadas.
El juez asintió comprensivamente, pero la sentencia no se dictaría hasta el final de la jornada.
Minutos después se inició el juicio de Mack.
Lizzie no podía quitarse de la cabeza el juicio.
Comió a las tres de la tarde. Sabiendo que Jay se pasaría todo el día en los juzgados, su madre acudió a la casa para almorzar con ella y hacerle compañía.
—Has engordado, querida —le dijo lady Hallim—. ¿Acaso comes más de la cuenta?
—Al contrario —contestó Lizzie—. A veces, la comida me marea. Supongo que debe de ser la emoción de ir a Virginia. Y ahora sólo nos faltaba ese horrible juicio.
—Eso no es asunto tuyo —se apresuró a decir lady Hallim—. Cada año se ahorca a docenas de personas por delitos mucho más leves. No pueden suspender la ejecución por el simple hecho de que tú le conozcas desde la infancia.
—¿Y cómo sabes tú que cometió un delito?
—Si no lo cometió, se demostrará su inocencia. Estoy segura de que lo están tratando como a cualquier persona que haya sido lo bastante insensata como para participar en unos disturbios.
—Pero él no participó —protestó Lizzie—. Jay y sir George provocaron deliberadamente los disturbios para poder detener a Mack y acabar de este modo con la huelga de los descargadores de carbón…, me lo dijo Jay.
—Estoy segura de que tuvieron sus buenas razones.
—¿Tú no crees, madre, que eso está mal? —preguntó Lizzie con lágrimas en los ojos.
—Eso no es asunto mío ni tuyo, Lizzie —contestó lady Hallim con firmeza.
Para disimular su aflicción, Lizzie se tomó una cucharada de postre —puré de manzanas con azúcar—, pero se mareó y tuvo que posar la cuchara.
—Caspar Gordonson me dijo que yo podría salvar a Mack si hablara en su favor durante el juicio.
—¡Dios nos libre! —exclamó su madre, escandalizada—. Eso sería ir en contra de tu marido en un juicio público… ¡ni se te ocurra!
—¡Pero se trata de la vida de un hombre! Piensa en su pobre hermana… en lo mucho que sufrirá cuando se entere de que lo han ahorcado.
—Son mineros, querida, no son como nosotros. Su vida vale muy poco, no sufren como nosotros. Su hermana se emborrachará con ginebra y volverá a bajar al pozo.
—Tú no crees eso que dices, madre, lo sé muy bien.
—Puede que exagere un poco, pero estoy segura de que de nada sirve preocuparse por esas cosas.
—No puedo evitarlo. Es un joven valiente que sólo quería ser libre y no puedo soportar la idea de que cuelgue de una soga.
—Podrías rezar por él.
—Ya lo hago —dijo Lizzie—. Ya lo hago.
El fiscal era un abogado llamado Augustus Pym.
—Trabaja mucho por cuenta del Gobierno —le explicó Gordonson a Mack en voz baja—. Seguramente le pagan para este caso.
O sea que el Gobierno lo quería ahorcar, pensó Mack, sumiéndose en un profundo desánimo.
Gordonson se acercó al estrado y se dirigió al juez.
—Milord, puesto que la acusación correrá a cargo de un abogado profesional, ¿me permitirá usted hablar en defensa de McAsh?
—De ninguna manera —contestó el juez—. Si McAsh no puede convencer al jurado sin ayuda exterior, mal veo el asunto.
Mack se notó la garganta seca y sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. Tendría que luchar por su vida él solo. Pues muy bien, lucharía con todas sus fuerzas.
—El día en cuestión, unos carros de carbón se estaban dirigiendo al almacén del señor John Cooper llamado «el Negro Jack», en la High Street de Wapping —dijo el abogado.
—No era de día sino de noche —dijo Jay, interrumpiéndole.
—No haga comentarios estúpidos —le advirtió el juez.
—No es ninguna estupidez —replicó Mack—. ¿Cuándo se ha visto que se descargue el carbón a las once de la noche?
—Cállese. Prosiga, señor Pym.
—Los hombres de los carros fueron atacados por un grupo de descargadores de carbón en huelga y se dio aviso a los magistrados de Wapping.
—¿Quién les avisó? —preguntó el juez.
—El propietario de la taberna Frying Pan, el señor Harold Nipper.
—Un contratante —dijo Mack.
—Y un respetable comerciante, según tengo entendido —puntualizó el juez.
—El juez de paz señor Roland MacPherson —añadió Pym— se presentó en el lugar de los hechos y constató la existencia de unos disturbios. Entonces, los descargadores de carbón se negaron a dispersarse.
—¡Fuimos atacados! —dijo Mack.
No le hicieron caso.
—El señor MacPherson mandó llamar a las tropas, tal como era su obligación y su derecho. Un destacamento del Tercer Regimiento de la Guardia Real se presentó al mando del capitán Jamisson. El prisionero figuraba entre los detenidos y el primer testigo de la Corona es John Cooper.
El Negro Jack declaró que bajó por el río hasta Rochester para comprar una partida de carbón que se había descargado en aquel lugar y que la transportó a Londres en unos carros.
—¿A quién pertenecía el barco? —preguntó Mack.
—No lo sé… yo hablé con el capitán.
—¿De dónde procedía el barco?
—De Edimburgo.
—¿Su propietario podría ser quizá sir George Jamisson?
—No lo sé.
—¿Quién te dijo que, a lo mejor, podrías comprar carbón en Rochester?
—Sidney Lennox.
—Un amigo de los Jamisson.
—De eso yo no sé nada.
El segundo testigo de Pym fue Roland MacPherson, el cual juró que había leído la Ley de Sedición a las once y cuarto de la noche y que la multitud se negó a dispersarse.
—Llegó usted al lugar de los hechos muy rápidamente —dijo Mack.
—Sí.
—¿Quién le avisó?
—Harold Nipper.
—El propietario de la taberna Frying Pan.
—Sí.
—¿Tuvo que ir muy lejos?
—No sé a qué se refiere.
—¿Dónde estaba usted cuando él lo avisó?
—En la sala interior de su taberna.
—¡Muy cerquita! ¿Estaba todo previsto?
—Sabía que se iba a descargar una partida de carbón y temía que hubiera algún alboroto.
—¿Quién le advirtió?
—Sidney Lennox.
—¡Vaya, hombre! —dijo uno de los miembros del jurado.
Mack le miró. Era un joven de aire escéptico y Mack lo catalogó como un aliado en potencia.
Finalmente, Pym llamó a declarar a Jay Jamisson. Jay habló con gran desparpajo mientras el juez le escuchaba con expresión ligeramente hastiada, como si ambos fueran unos amigos que estuvieran comentando una cuestión sin importancia. «No sea usted tan indiferente —hubiera querido gritarle Mack al juez—, ¡está en juego mi vida!».
Jay explicó que estaba al mando de un destacamento de guardias en la Torre de Londres.
El miembro escéptico del jurado lo interrumpió.
—¿Qué hacía usted allí?
Jay le miró como si la pregunta lo hubiera pillado por sorpresa y no contestó.
—Responda a la pregunta —dijo el miembro del jurado.
Jay miró al juez, el cual no parecía estar muy conforme con la actitud del miembro del jurado.
—Tiene usted que responder a las preguntas del jurado, capitán —dijo el juez con visible desgana.
—Nos encontrábamos en estado de alerta —contestó Jay.
—¿Por qué? —preguntó el miembro del jurado.
—Por si nuestra presencia fuera necesaria para mantener el orden en la zona oriental de la ciudad.
—¿Es ése su cuartel habitual? —preguntó el miembro del jurado.
—No.
—¿Pues cuál es?
—Hyde Park en estos momentos.
—En la otra punta de Londres.
—Sí.
—¿Cuántas noches han efectuado ustedes este viaje especial a la Torre?
—Sólo una.
—¿Y por qué motivo estaba usted allí aquella noche en particular?
—Supongo que mis superiores temían el estallido de disturbios.
—Les debió de avisar Sidney Lennox —dijo el miembro del jurado entre las risas de los presentes.
Pym prosiguió el interrogatorio y Jay explicó que, cuando él y sus hombres llegaron al almacén de carbón, ya se había producido un brote de violencia, lo cual era cierto. Describió, sin faltar a la verdad, de qué manera Mack lo había atacado y de qué forma éste había sido derribado al suelo por un soldado.
—¿Qué piensa usted de los descargadores de carbón que provocan disturbios? —le preguntó Mack.
—Quebrantan la ley y deberían ser castigados.
—¿Cree usted que la mayoría de la gente estaría de acuerdo con su afirmación?
—Sí.
—¿Cree usted que los disturbios provocan la irritación de la gente contra los descargadores de carbón?
—No me cabe la menor duda de que sí.
—¿Cree que los disturbios tendrán que inducir a las autoridades a emprender drásticas acciones para acabar con la huelga?
—Así lo espero.
Al lado de Mack, Caspar Gordonson dijo en voz baja:
—Brillante argumento, ha caído de cabeza en tu trampa.
—Y, cuando termine la huelga, los cargueros de la familia Jamisson se podrán descargar y ustedes podrán volver a vender su carbón.
Jay se dio cuenta de adónde lo estaban llevando, pero ya era demasiado tarde.
—Sí.
—El final de la huelga vale mucho dinero para ustedes.
—Sí.
—Por consiguiente, los disturbios provocados por los descargadores les servirán para ganar dinero.
—Podrían evitar que mi familia siguiera perdiendo dinero.
—¿Es por eso por lo que usted colaboró con Sidney Lennox en la provocación de los disturbios? —preguntó Mack, volviéndose.
—¡Yo no hice tal cosa! —protestó Jay, pero Mack le estaba dando la espalda.
—Tendrías que ser abogado, Mack —dijo Gordonson—. ¿Dónde aprendiste a argumentar de esta manera?
—En el salón de la señora Wheighel —contestó Mack.
Gordonson estaba absolutamente perplejo.
Pym ya no tenía más testigos. El miembro escéptico del jurado preguntó:
—¿No vamos a oír a este tal Lennox?
—La Corona ya no tiene más testigos —repitió Pym.
—Pues yo creo que tendríamos que oírle. Da la impresión de que es el que está detrás de todo esto.
—Los miembros del jurado no pueden llamar a declarar a ningún testigo —dijo el juez.
Mack llamó a su primer testigo, un descargador irlandés llamado «Michael el Rojo» por el color de su cabello. El Rojo refirió que Mack ya estaba casi a punto de convencer a los descargadores de que se fueran a casa en el momento en que los atacaron.
Cuando terminó, el juez le preguntó:
—¿En qué trabaja usted, joven?
—Soy descargador de carbón, señor —contestó el Rojo.
—El jurado lo tendrá en cuenta al decidir si creerle o no —dijo el juez.
Mack se desanimó. El juez estaba haciendo todo lo posible por predisponer en contra suya al jurado. Llamó a su siguiente testigo, pero era otro descargador de carbón y corrió la misma suerte que con el primero. El tercero también era un descargador. Los había elegido porque habían participado directamente en los acontecimientos y habían presenciado exactamente los hechos.
Sus testigos habían sido machacados. Ahora sólo podía contar con su propia personalidad y elocuencia.
—La descarga del carbón es un trabajo muy duro, tremendamente duro —empezó diciendo—. Sólo hombres jóvenes y fuertes lo pueden hacer. Pero está muy bien pagado… en mi primera semana, yo gané seis libras. Las gané, pero no las cobré: una considerable parte de ellas me la robó un contratante.
El juez lo interrumpió.
—Eso no tiene nada que ver con el caso —dijo—. Aquí estamos juzgando unos disturbios.
—Yo no provoqué ningún disturbio —dijo Mack. Respiró hondo, procuró ordenar sus pensamientos y siguió adelante—. Simplemente me negué a que los contratantes me robaran mis salarios. Ese es mi delito. Los contratantes se hacen ricos robando a los descargadores de carbón. Pero, cuando los descargadores de carbón decidieron ser sus propios empresarios, ¿qué ocurrió? Pues que los armadores los boicotearon. ¿Y quiénes son los armadores, señores? La familia Jamisson que tan estrecha relación guarda con este juicio que aquí se está celebrando.
El juez le preguntó en tono irritado:
—¿Puede usted demostrar que no provocó los disturbios?
El miembro escéptico del jurado lo interrumpió.
—Aquí lo importante es que las peleas se produjeron por instigación de terceros.
Mack no se desconcertó ante las interrupciones y siguió adelante con lo que quería decir.
—Señores del jurado, háganse ustedes algunas preguntas. —Apartó los ojos del jurado y miró directamente a Jay—. ¿Quién ordenó que los carros de carbón bajaran por la High Street de Wapping a una hora en que las tabernas están llenas de descargadores de carbón? ¿Quién los envió precisamente al almacén de carbón donde yo vivo? ¿Quién pagó a los hombres que escoltaban los carros? —El juez trató de interrumpirle, pero Mack levantó la voz y siguió adelante—. ¿Quién les facilitó mosquetes y municiones? ¿Quién se encargó de que las tropas se encontraran en estado de alerta muy cerca de allí? ¿Quién organizó todos los disturbios? Usted conoce la respuesta, ¿verdad?
Sostuvo un buen rato la mirada de Jay y después apartó los ojos. Estaba temblando. Había hecho todo lo posible y ahora su vida estaba en manos de otras personas.
Gordonson se levantó.
—Estábamos esperando a un testigo que tenía que declarar en favor de la honorabilidad de McAsh, el reverendo York, pastor de la iglesia de la aldea donde nació —dijo—, pero todavía no ha llegado.
Mack no estaba muy decepcionado por la ausencia de York, pues no esperaba que su declaración tuviera demasiada influencia. Gordonson tampoco esperaba gran cosa de ella.
—Si llega —dijo el juez—, podrá hablar antes de que se dicte sentencia. —Al ver que Gordonson enarcaba una ceja, añadió—: Siempre y cuando el jurado emita un veredicto de inocencia, en cuyo caso huelga decir que cualquier otra declaración sería innecesaria. Caballeros, les ruego que consideren su veredicto.
Mack estudió temerosamente a los miembros del jurado mientras éstos deliberaban. Para su consternación, le pareció que no le miraban con demasiada simpatía. A lo mejor, se había mostrado excesivamente agresivo.
—¿Qué le parece? —le preguntó a Gordonson.
El abogado sacudió la cabeza.
—Tendrán dificultades para creer que la familia Jamisson urdió una miserable conspiración con Sidney Lennox. Quizá hubiera sido mejor presentar a los descargadores de carbón como unos hombres bienintencionados, pero mal aconsejados.
—He dicho la verdad. No he podido evitarlo.
—Si no fueras lo que eres, quizá no te encontrarías en este apurado trance —dijo Gordonson, esbozando una triste sonrisa.
Los miembros del jurado estaban deliberando.
—¿Qué demonios estarán diciendo? —dijo Mack—. Si pudiera oírles.
Vio que el escéptico estaba exponiendo enérgicamente un punto de vista al tiempo que agitaba un dedo. ¿Los demás le escuchaban con atención o bien se estaban aliando contra él?
—Puedes estar contento —dijo Gordonson—. Cuanto más hablen, tanto mejor para ti.
—¿Por qué?
—Si discuten, significa que tienen dudas; y, si tienen dudas, significa que no te pueden declarar culpable.
Mack les miró con inquietud. El escéptico se encogió de hombros y apartó el rostro. Mack temió que hubiera salido derrotado en la discusión. El presidente le dijo algo y el joven asintió con la cabeza.
El presidente se acercó al estrado.
—¿Han emitido ustedes un veredicto? —le preguntó el juez.
—Sí.
Mack contuvo la respiración.
—¿Quiere usted anunciar el veredicto?
—Declaramos al prisionero culpable del delito de que se le acusa.
—Los sentimientos que te inspira este minero son muy extraños, querida —dijo lady Hallim—. Un marido podría poner reparos.
—Vamos, madre, no seas ridícula.
Llamaron a la puerta del comedor y entró un criado.
—El reverendo York, señora —anunció.
—¡Qué agradable sorpresa! —exclamó lady Hallim, la cual apreciaba sinceramente al pastor. En voz baja, añadió—: ¿Te dije que su mujer había muerto, dejándole con tres hijos, Lizzie?
—Pero ¿qué está haciendo aquí? —preguntó Lizzie, angustiada—. Tendría que estar en el Old Bailey. Hazle pasar enseguida.
El pastor entró con un aspecto un tanto desaliñado, como si se hubiera vestido a toda prisa. Antes de que Lizzie pudiera preguntarle por qué no estaba en el juicio, dijo algo que le hizo olvidar momentáneamente a Mack.
—Lady Hallim, señora Jamisson, he llegado a Londres hace unas horas y he venido a verlas cuanto antes para presentarles mis condolencias. Qué terrible…
—No… —dijo la madre de Lizzie, apretando los labios.
—… terrible golpe para ustedes.
Mirando perpleja a su madre, Lizzie preguntó:
—¿De qué está usted hablando, señor York?
—Del desastre del pozo, por supuesto.
—Yo no sé nada de eso… aunque me parece que mi madre…
—Dios mío, siento muchísimo haberla trastornado. Se desplomó un techo en su pozo y veinte personas han resultado muertas.
Lizzie emitió un entrecortado jadeo.
—Qué desgracia tan terrible —dijo, imaginándose veinte nuevos sepulcros en el pequeño cementerio junto al puente. El dolor sería espantoso. Todo el mundo lloraría a alguien. Pero otra cosa la preocupaba—. ¿A qué se refiere al decir su pozo?
—A High Glen.
Lizzie se quedó petrificada.
—En High Glen no hay ningún pozo.
—Sólo el nuevo, claro… el que se empezó a construir cuando usted se casó con el señor Jamisson.
Lizzie le miró con furia mal contenida y clavó los ojos en su madre.
—Tú lo sabías, ¿verdad?
Lady Hallim tuvo la delicadeza de avergonzarse.
—Querida, era lo único que se podía hacer. Por eso sir George os cedió la propiedad de Virginia…
—¡Me has traicionado! —gritó Lizzie—. Todos me habéis engañado. Incluso mi marido. ¿Cómo habéis podido hacer esto? ¿Cómo me habéis podido mentir?
Lady Hallim se echó a llorar.
—Pensamos que tú nunca te enterarías porque te ibas a América…
Las lágrimas de su madre no sirvieron para suavizar la indignación de Lizzie.
—¿Pensabais que nunca me enteraría? ¡No puedo creerlo!
—No cometas ninguna locura, te lo suplico.
Un terrible pensamiento cruzó por la mente de Lizzie.
—La hermana gemela de Mack… —dijo, mirando al pastor.
—Lamento decirle que Esther McAsh figura entre los muertos —contestó el señor York.
—Oh no.
Mack y Esther eran los primeros gemelos que ella había visto y siempre habían despertado en ella una enorme fascinación. De niños eran tan parecidos que no se les podía distinguir a menos que uno los conociera muy bien. Más adelante, Esther adquirió el aspecto de un Mack al femenino, con los mismos ojos verdes que su hermano y la recia musculatura de un minero. Lizzie los recordó unos meses atrás el uno al lado del otro delante de la iglesia. Esther le había dicho a Mack que cerrara el pico y aquella expresión había provocado sus risas. Ahora Esther había muerto y Mack estaba a punto de ser condenado a muerte…
Recordando a Mack, exclamó:
—¡Hoy es el día del juicio!
—Oh, Dios mío, no sabía que fuera tan pronto —dijo York—. ¿Llego demasiado tarde?
—Tal vez no, si va usted allí ahora mismo.
—Lo haré. ¿Queda muy lejos?
—Quince minutos a pie y cinco minutos en silla de manos. Voy con usted.
—No, por lo que más quieras —dijo lady Hallim.
—No intentes impedírmelo, madre —replicó Lizzie con dureza—. Yo misma voy a interceder por la vida de Mack. Hemos matado a la hermana… tal vez podamos salvar al hermano.
—Te acompaño —dijo lady Hallim.
El Palacio de Justicia estaba lleno a rebosar de gente. Lizzie se sentía confusa y perdida y ni su madre ni el pastor York podían ayudarla. Se abrió paso entre la muchedumbre, buscando a Gordonson o a Mack. Llegó a un murete que cercaba un patio interior y vio finalmente a Mack y a Caspar Gordonson a través de los barrotes de la barandilla. Llamó a Gordonson y éste se acercó a ella y cruzó una puerta.
Simultáneamente llegaron sir George y Jay.
—¿Qué estás haciendo aquí, Lizzie? —le preguntó Jay en tono de reproche.
Ella no le hizo caso y se dirigió a Gordonson:
—Le presento al reverendo York, de nuestra aldea de Escocia. Ha venido para interceder por la vida de Mack.
Sir George agitó un dedo en dirección al clérigo.
—Si usted tiene una pizca de sentido común, dará media vuelta y regresará inmediatamente a Escocia.
—Yo también voy a interceder por su vida —dijo Lizzie.
—Le doy las gracias —dijo Gordonson emocionado—. Es lo mejor que puede hacer por él.
—He intentado impedírselo, sir George —dijo lady Hallim.
Jay enrojeció de rabia y asió a Lizzie por el brazo, apretando con fuerza.
—¿Cómo te atreves a humillarme de esta manera? —le escupió—. ¡Te prohíbo terminantemente que hables!
—¿Está usted intimidando a la testigo? —preguntó Gordonson.
Jay se acobardó y la soltó. Un abogado con un fajo de papeles se abrió paso a través del pequeño grupo.
—¿Es necesario que discutamos aquí, delante de todo el mundo? —dijo Jay.
—Sí —contestó Gordonson—. En este momento no podemos abandonar la sala.
Sir George le preguntó a su nuera:
—¿Qué te propones con todo esto, muchacha?
El arrogante tono de su voz enfureció aún más si cabe a Lizzie.
—Usted sabe muy bien lo que me propongo, maldita sea —contestó. Los hombres se sorprendieron al oírla soltar una maldición y dos o tres personas se volvieron a mirarla. Ella no les prestó la menor atención—. Ustedes organizaron los disturbios para atrapar a McAsh. Y yo no permaneceré cruzada de brazos, permitiendo que lo ahorquen.
Sir George enrojeció de cólera.
—Recuerda que eres mi nuera y…
—Cállese, George —dijo Lizzie, interrumpiéndole—. No me dejaré avasallar.
Jay decidió intervenir.
—No puedes ponerte en contra de tu propio marido —dijo—. ¡Es una deslealtad!
—¿Una deslealtad? —repitió Lizzie en tono despectivo—. ¿Quién demonios eres tú para hablar de lealtad? Me juraste que no explotarías el carbón de mis tierras… y es eso justamente lo que has hecho. ¡Me traicionaste el día de nuestra boda!
Todos se quedaron sin habla. Por un instante, Lizzie oyó la declaración de un testigo desde el otro lado de la pared.
—Entonces te has enterado del accidente —dijo Jay.
Lizzie respiró hondo.
—Más vale que le diga ahora mismo que pienso vivir separada de Jay a partir de este día. Estaremos casados sólo de nombre. Yo regresaré a mi casa de Escocia y ningún miembro de la familia Jamisson será recibido allí. En cuanto a mi intención de interceder en favor de McAsh, no pienso ayudarles a que ahorquen a mi amigo y ustedes dos, los dos, he dicho bien, pueden irse al infierno.
Sir George se había quedado tan estupefacto que no dijo nada. Llevaba muchos años sin tolerar que nadie le hablara en semejante tono. Se puso colorado como una remolacha y los ojos parecieron querer saltársele de las órbitas mientras balbucía unas palabras inconexas.
—¿Puedo hacerle una sugerencia? —preguntó Caspar Gordonson, dirigiéndose a Jay.
Jay le miró con hostilidad, pero contestó:
—Diga, diga.
—Podrían ustedes convencer a la señora Jamisson de que no declarara… con una condición.
—¿Cuál?
—La de que usted mismo intercediera por la vida de Mack.
—Me niego rotundamente a hacerlo —dijo Jay.
—La eficacia sería la misma —añadió Gordonson— y salvaría a la familia de la vergüenza de una esposa que declara contra su marido ante un tribunal. Y usted ofrecería una imagen de hombre magnánimo —añadió astutamente el abogado—. Podría decir que Mack trabajó como minero en los pozos Jamisson y que por esta razón la familia desea mostrarse clemente.
En el corazón de Lizzie se encendió un rayo de esperanza. Una súplica de clemencia por parte del oficial que había sofocado los disturbios sería mucho más eficaz que la suya. Vio la duda reflejada en el rostro de Jay mientras éste sopesaba las consecuencias. Después le oyó decir en tono malhumorado:
—Supongo que no me queda más remedio que aceptarlo.
Antes de que Lizzie tuviera tiempo de alegrarse, intervino sir George.
—Hay una condición en la cual yo sé que Jay insistirá.
Lizzie tuvo el mal presentimiento de que ya sabía lo que iba a decir su suegro.
Sir George la miró.
—Debes olvidar todas esas tonterías de las vidas separadas. Tú eres la verdadera esposa de Jay en todos los sentidos.
—¡No! —gritó Lizzie—. Él me ha traicionado… ¿cómo puedo confiar en él? Me niego.
—Pues entonces Jay no intercederá en favor de McAsh —dijo sir George.
—Debo decirle, Lizzie, que la intercesión de su esposo será mucho más eficaz que la suya porque él es el fiscal —dijo Gordonson.
Lizzie no sabía qué hacer. No era justo… la estaban obligando a elegir entre la vida de Mack y la suya propia. ¿Cómo podía tomar una decisión? Se sentía atraída en ambas direcciones y le dolía.
Todos la estaban mirando: Jay, sir George, Gordonson, su madre y York. Sabía que hubiera tenido que ceder, pero algo en su interior no se lo permitía.
—No —dijo en tono desafiante—. No cambiaré mi propia vida por la de Mack.
—Piénselo bien —le dijo Gordonson.
—Tienes que hacerlo —dijo su madre.
Lizzie la miró. Era lógico que su madre la instara a hacer lo más convencional. Lady Hallim estaba casi al borde de las lágrimas.
—¿Qué ocurre?
—Tienes que ser una esposa como Dios manda para Jay —contestó lady Hallim, rompiendo a llorar.
—¿Por qué?
—Porque vas a tener un hijo.
Lizzie la miró fijamente.
—¿Cómo? Pero ¿qué estás diciendo?
—Estás embarazada —le dijo su madre.
—¿Y tú cómo lo sabes?
Lady Hallim habló entre sollozos.
—Se te han hinchado los pechos y la comida te marea. Llevas dos meses casada, no tiene nada de extraño.
—Oh, Dios mío —dijo Lizzie, estupefacta.
Todo le estaba saliendo al revés. ¡Un hijo! ¿Cómo era posible? Trató de recordar y se dio cuenta de que no había vuelto a tener el período desde el día de la boda. O sea que era cierto. Estaba atrapada en su propio cuerpo. Jay era el padre de su hijo. Y su madre sabía que aquello era lo único que podía hacerla cambiar de parecer.
Miró a su marido y vio en su rostro una mezcla de cólera y súplica.
—¿Por qué me has mentido? —le preguntó.
—No quería hacerlo, pero no tuve más remedio —contestó Jay.
Lizzie se sentía un poco más tranquila. Sabía que su amor hacia él jamás volvería a ser el mismo, pero Jay seguía siendo su marido.
—Muy bien —dijo—. Lo acepto.
—En tal caso, todos estamos de acuerdo —dijo Caspar Gordonson.
A Lizzie le pareció una condena a cadena perpetua.
—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio! —gritó el ujier de la sala—. Sus señorías los jueces reales ordenan a todo el mundo guardar silencio bajo pena de cárcel mientras se comunican las sentencias de muerte a los prisioneros.
Mack se estremeció de odio. Aquel día se habían juzgado diecinueve casos y doce personas habían sido declaradas culpables. El joven se sintió invadido por una oleada de terror. Lizzie había obligado a Jay a suplicar clemencia, lo cual significaba que su condena a la pena de muerte sería suspendida, pero ¿y si el juez rechazara la petición de Jay o simplemente cometiera un error?
Lizzie se encontraba al fondo de la sala. La mirada de Mack se cruzó con la suya. Estaba pálida y trastornada. No había tenido ocasión de hablar con ella. Trató de dirigirle una sonrisa de aliento, pero le salió una mueca de temor.
El juez miró a los doce prisioneros puestos en fila y, tras una breve pausa, tomó la palabra.
—¡La ley os condena a regresar desde aquí al lugar de donde vinisteis y a dirigiros desde allí al lugar de la ejecución, donde seréis colgados del cuello hasta que el cuerpo esté muerto y el Señor se apiade de vuestras almas!
Se produjo un horrible silencio. Presa de su misma angustia, Cora tomó a Mack del brazo y éste sintió que sus dedos se hundían en su carne. Los demás prisioneros tenían muy pocas posibilidades de ser indultados. Al oír el veredicto de condena a muerte, algunos empezaron a lanzar improperios, otros se echaron a llorar y otros rezaron en voz alta.
—Peg Knapp es indultada y se recomienda su deportación —dijo solemnemente el juez—. Cora Higgins es indultada y se recomienda su deportación. Malachi McAsh es indultado y se recomienda su deportación. Los demás serán ahorcados.
Mack rodeó con sus brazos a Cora y a Peg, los tres permanecieron de pie, fundidos en un abrazo. Les habían perdonado la vida.
Caspar Gordonson se unió al abrazo. Después asió del brazo a Mack y le dijo con el rostro muy serio:
—Tengo que comunicarte una terrible noticia.
El pánico volvió a apoderarse de Mack. ¿Acaso se habían anulado los indultos?
—Se ha derrumbado un techo en uno de los pozos de los Jamisson —añadió Gordonson. A Mack le dio un vuelco el corazón—. Veinte personas han resultado muertas.
—¿Esther…?
—Lo siento muchísimo, Mack. Tu hermana figura entre los muertos.
¿Muerta? No podía creerlo. Aquel día la vida y la muerte se habían repartido como cartas. ¿Esther muerta? ¿Cómo era posible que ya no tuviera una hermana gemela? La había tenido siempre, desde el día en que nació.
—Hubiera tenido que permitir que se fuera conmigo —dijo sin poder contener las lágrimas—. ¿Por qué la dejé?
Peg le miró con los ojos enormemente abiertos. Cora le tomó de la mano diciendo:
—Una vida salvada y otra perdida.