Jay Jamisson recibió una nota de su padre a la hora del desayuno. Era muy breve, como todas las suyas.
Grosvenor Square
8 de la mañana
Reúnete en mi despacho al mediodía.
G. J.
Su primer pensamiento culpable fue el de que sir George había averiguado el trato que él había cerrado con Lennox.
Todo había salido a pedir de boca. Los armadores habían boicoteado las nuevas cuadrillas de descargadores de carbón tal como quería Lennox y éste le había devuelto los pagarés. Pero ahora los descargadores de carbón se habían declarado en huelga y Londres llevaba una semana sin recibir carbón. ¿Acaso su padre había descubierto que todo aquello no hubiera ocurrido de no haber sido por sus deudas de juego? Aquella posibilidad le parecía espantosa.
Se dirigió como de costumbre a su campamento de Hyde Park, le pidió permiso al coronel Cranbrough para ausentarse al mediodía y se pasó toda la mañana preocupado. Su malhumor desmoralizó a los hombres y puso nerviosos a los caballos.
Las campanas de la iglesia estaban dando las doce cuando Jay entró en el almacén Jamisson del puerto. En el aire se aspiraban toda suerte de deliciosos aromas… café y canela, ron y oporto, pimienta y naranjas. A Jay siempre le hacían recordar su infancia, cuando los barriles y las cajas de té le parecían mucho más grandes. Ahora sentía lo mismo que las veces en que había cometido alguna travesura y estaba a punto de recibir una reprimenda. Cruzó la planta baja, correspondió a los deferentes saludos de los empleados y subió por la escalera de madera que conducía al despacho. Atravesó un despacho ocupado por unos oficinistas y entró en el despacho de su padre, una estancia llena de mapas, facturas y cuadros de barcos.
—Buenos días, padre —dijo—. ¿Dónde está Robert?
Su hermano siempre estaba con su padre.
—Ha tenido que ir a Rochester, pero esto te concierne a ti más que a él. Sir Sidney Armstrong quiere verme.
Armstrong era el brazo derecho del secretario de Estado, vizconde de Weymouth. La inquietud de Jay fue en aumento. ¿Se habría metido en un lío con el Gobierno, aparte de los problemas que tenía con su padre?
—¿Qué es lo que quiere Armstrong?
—Quiere que la huelga del carbón termine cuanto antes y sabe que nosotros la hemos provocado.
Por lo visto, aquello no tenía nada que ver con las deudas de juego, pensó Jay sin tenerlas todas consigo.
—Está al llegar —dijo sir George.
—¿Y por qué viene?
Por regla general, un personaje tan importante solía convocar a la gente en su despacho de Whitehall.
—Es un asunto delicado, supongo.
Antes de que pudiera hacer más preguntas, se abrió la puerta y entró Armstrong. Jay y sir George se levantaron. Armstrong era un hombre de mediana edad ceremoniosamente vestido. Llevaba peluca y espada y miraba a todo el mundo con una cierta arrogancia como para dar a entender que no tenía por costumbre descender al lodazal de los tratos comerciales. Sir George no le tenía simpatía… Jay lo adivinó por la expresión del rostro de su padre en el momento de estrechar la mano de Armstrong e invitarle a sentarse.
Armstrong declinó una copa de vino.
—Esta huelga tiene que terminar —dijo—. Los descargadores de carbón han paralizado la mitad de la industria de Londres.
—Tratamos de conseguir que los marineros descargaran los barcos. Y la cosa funcionó durante uno o dos días.
—¿Qué falló?
—Los convencieron o los intimidaron o ambas cosas a la vez y ahora ellos también se han declarado en huelga.
—Al igual que los barqueros —dijo Armstrong, irritado—. Pero, antes de que empezara la disputa del carbón, ya teníamos problemas con los sastres, los tejedores de seda, los sombrereros, los aserradores… eso no puede seguir así.
—Pero ¿por qué ha venido usted a verme a mí, sir Sidney?
—Porque tengo entendido que usted tuvo una influencia decisiva en el comienzo del boicot de los armadores lo que provocó a los descargadores de carbón.
—Es cierto.
—¿Puedo preguntarle por qué?
Sir George miró a Jay, el cual tragó saliva antes de explicar:
—Los contratantes que organizan las cuadrillas de los descargadores de carbón se pusieron en contacto conmigo. Mi padre y yo no queríamos que se alterara el orden establecido del puerto.
—Claro, lo comprendo —dijo Armstrong mientras Jay pensaba: «A ver si vas al grano de una vez»—. ¿Sabe usted quiénes son los cabecillas?
—Por supuesto que sí —contestó Jay—. El más importante es un hombre llamado Malachi McAsh. Casualmente, trabajaba como picador de carbón en las minas de mi padre.
—Me gustaría que McAsh fuera detenido y acusado de un delito grave de alteración del orden, pero tendría que ser una acusación verosímil. No quisiera que hubiera falsas acusaciones o testigos sobornados. Tendrían que ser unos disturbios auténticos, inequívocamente provocados por los trabajadores en huelga, con utilización de armas de fuego contra los oficiales de la Corona y numerosos muertos y heridos.
Jay le miró perplejo. ¿Les estaba Armstrong insinuando que organizaran ellos los disturbios?
Su padre no dio la menor muestra de perplejidad.
—Puede usted hablar con toda claridad, sir Sidney —dijo sir George. Miró a Jay y le preguntó—: ¿Sabes dónde se puede encontrar a McAsh?
—No —contestó Jay. Al ver la mirada de desprecio de su padre, se apresuró a añadir—: Pero estoy seguro de que lo podré averiguar.
Al rayar el alba, Mack despertó a Cora e hizo el amor con ella. La joven se había acostado a altas horas de la madrugada oliendo a humo de tabaco y él le había dado un beso y se había vuelto a quedar dormido. Ahora Mack estaba completamente despierto y ella estaba medio adormilada. Su cuerpo estaba tibio y relajado, su piel era suave como la seda y su pelirrojo cabello estaba graciosamente alborotado. Le rodeó con sus brazos, gimió suavemente y, al final, emitió un grito de placer. Después se durmió.
Mack la contempló un buen rato. Su delicado rostro era perfecto, sonrosado y de rasgos regulares. Pero él estaba cada vez más preocupado por la vida que llevaba. El hecho de que utilizara a una niña como cómplice le parecía una barbaridad. Cuando le hacía algún comentario al respecto, ella se enojaba y le decía que él también era culpable, pues vivía de balde en su casa y comía los alimentos que ella compraba con sus mal adquiridas ganancias.
Lanzó un suspiro y se levantó.
La vivienda de Cora se encontraba en el piso de arriba de un destartalado edificio de un almacén de carbón. El propietario del almacén había vivido allí en otros tiempos, pero, al mejorar su situación económica, se había mudado a otro sitio. Ahora utilizaba la planta baja como despacho y le había alquilado el piso de arriba a Cora.
La vivienda tenía dos habitaciones, con una cama de matrimonio en una de ellas y una mesa y unas sillas en la otra. El dormitorio estaba lleno de ropa, pues Cora se gastaba todo lo que ganaba en vestidos. Tanto Esther como Annie sólo tenían dos vestidos, uno para el trabajo y otro para los domingos. En cambio, Cora tenía ocho o diez, todos de colores muy llamativos: amarillo, rojo, verde y marrón. Tenía zapatos a juego con cada uno de ellos y tantas medias y pañuelos como una refinada dama.
Se lavó la cara, se vistió rápidamente y se fue. A los cinco minutos, ya estaba en casa de Dermot. La familia estaba desayunando gachas. Mack miró con una sonrisa a los niños. Cada vez que utilizaba el «condón» de Cora, se preguntaba si algún día llegaría a tener hijos. A veces pensaba que le hubiera gustado tener un hijo con Cora. Después recordaba la vida que ésta llevaba y cambiaba de idea.
Mack declinó un cuenco de gachas, pues sabía que lo necesitaban para ellos. Como él, Dermot vivía también de una mujer: su esposa fregaba platos en la cocina de una taberna todas las noches mientras él se quedaba en casa al cuidado de los niños.
—Mack, tienes una carta —le dijo Dermot, entregándole una nota sellada.
Mack, reconoció la letra. Era casi idéntica a la suya. La enviaba Esther. Sintió una punzada de remordimiento. Hubiera tenido que estar ahorrando dinero para ella y, sin embargo, se encontraba en huelga y no tenía ni un céntimo.
—¿Hoy dónde nos vamos a reunir? —preguntó Dermot.
Cada día, Mack se reunía con todos sus lugartenientes en un sitio distinto.
—En la barra de la parte de atrás de la taberna Queen’s Head —contestó Mack.
—Correré la voz. —Dermot se puso el sombrero y salió.
Mack abrió la carta y empezó a leer.
Había muchas noticias. Annie estaba embarazada y, en caso de que fuera niño, lo pensaban bautizar con el nombre de Mack. Por una extraña razón, Mack sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos. Los Jamisson estaban perforando un nuevo pozo en High Glen, en la finca Hallim: habían excavado muy rápido y Esther empezaría a trabajar allí como cargadora en cuestión de unos días. La noticia lo sorprendió, pues le había oído decir a Lizzie que jamás permitiría que se explotaran los yacimientos de carbón de High Glen. La mujer del reverendo York había enfermado de unas fiebres y había muerto. Mack no se sorprendió demasiado, pues siempre había sido una mujer enfermiza. Por su parte, Esther seguía empeñada en abandonar Heugh en cuanto Mack consiguiera reunir el dinero necesario.
Mack dobló la carta y se la guardó en el bolsillo. No podía permitir que nada socavara su determinación. Ganaría la huelga y entonces podría ahorrar.
Se despidió con un beso de los hijos de Dermot y se dirigió a la Queen’s Head.
Los hombres ya estaban llegando y él fue directamente al grano.
«El Tuerto» Wilson, un descargador de carbón que había recibido el encargo de comprobar cuántos barcos nuevos habían anclado en el río, informó de que aquella mañana habían llegado dos.
—Los dos de Sunderland —dijo—. He hablado con un marinero que ha bajado a tierra por pan.
Mack se volvió hacia Charlie Smith.
—Sube a bordo de los barcos y habla con los capitanes, Charlie. Explícales por qué estamos en huelga y pídeles que tengan paciencia. Diles que esperamos que los armadores no tarden en darse por vencidos y permitan a las nuevas cuadrillas descargar los barcos.
—¿Y por qué envías a un negro? A lo mejor, le prestarían más atención a un inglés.
—Yo soy inglés —replicó Charlie indignado.
—Casi todos los capitanes proceden de la zona minera del nordeste y Charlie habla con su acento. Lo ha hecho otras veces y ha demostrado ser un buen embajador.
—No te ofendas, Charlie —dijo el Tuerto Wilson.
Charlie se encogió de hombros y se fue a cumplir la misión que le habían encomendado. Una mujer entró corriendo, le dio un empujón al pasar y se acercó a la mesa de Mack casi sin resuello y con el rostro arrebolado por el esfuerzo. Mack reconoció a Sairey, la mujer de un pendenciero descargador de carbón llamado Buster McBride.
—Mack, han pillado a un marinero que trasladaba un saco de carbón a la orilla y tengo miedo de que Buster lo mate.
—¿Dónde están?
—Lo han encerrado en un retrete del Swan, pero Buster está bebiendo más de la cuenta y quiere colgarlo boca abajo de la torre del reloj y otros lo están aguijoneando para que lo haga.
Era algo que ocurría constantemente. Los descargadores de carbón actuaban siempre al borde de la violencia, pero, hasta aquel momento, Mack había conseguido refrenarlos.
—Acércate allí y calma a los chicos —le dijo a un forzudo y amable muchacho llamado «Cerdito» Pollard—. Sólo nos faltaría un asesino nato.
—Voy enseguida —dijo Cerdito.
Caspar Gordonson se presentó con la camisa manchada de yema de huevo y una nota en la mano.
—Unas barcazas están transportando carbón a Londres por el río Lea. Seguramente llegarán esta tarde a la esclusa de Enfield.
—Enfield —dijo Mack—. ¿Queda muy lejos?
—A unos dieciocho kilómetros —contestó Gordonson—. Podríamos estar allí al mediodía, aunque fuéramos a pie.
—Muy bien. Tenemos que controlar la esclusa e impedir el paso de las barcazas. Quisiera ir yo mismo. Me llevaré a doce hombres de confianza.
—Sam Barrows «el Gordo», el propietario del Green Man está intentando reunir una cuadrilla para descargar el Spirit of Jarrow —dijo otro minero.
—Pues tendrá suerte si lo consigue —comentó Mack—. Nadie le tiene simpatía al Gordo: jamás en su vida ha pagado un salario justo. De todos modos, será mejor que vigilemos su taberna por si acaso. Will Trimble, acércate por allí y echa un vistazo. Hazme saber si hay algún peligro de que Sam consiga reunir dieciséis hombres.
—Se ha escondido —dijo Sidney Lennox—. Ha dejado el lugar donde vivía y nadie sabe adónde ha ido.
Jay se desanimó. Le había dicho a su padre, en presencia de sir Philip Armstrong, que conseguiría localizar a McAsh. Ojalá no hubiera dicho nada. Si no cumpliera su promesa, no podría soportar el desprecio de sir George.
Contaba con Lennox para descubrir el paradero de McAsh.
—Pero, si está escondido, ¿cómo dirige la huelga? —preguntó.
—Aparece cada mañana en un café distinto. Sus seguidores averiguan no sé cómo adónde tienen que ir. Da órdenes y desaparece hasta el día siguiente.
—Alguien tiene que saber dónde duerme —dijo Jay en tono quejumbroso—. Si logramos localizarlo, romperemos la huelga.
Lennox asintió con la cabeza. Él más que nadie deseaba ver derrotados a los descargadores de carbón.
—Caspar Gordonson tiene que saberlo.
Jay sacudió la cabeza.
—Ése no nos sirve a nosotros. ¿Tiene McAsh alguna mujer?
—Sí… Cora. Pero es muy dura de pelar. No dirá nada.
—Tiene que haber alguien más.
—Peg la Rápida. Anda por ahí robando a los clientes de Cora. No sé si ella…
A medianoche, el café Lord Archer’s estaba lleno de oficiales, caballeros y prostitutas. Se aspiraba en el aire el olor del humo de tabaco y de vino derramado. Un violinista tocaba en un rincón, pero apenas se le oía en medio del estruendo de cientos de conversaciones a voz en grito.
Varios hombres jugaban a las cartas, pero Jay no participaba en las partidas. Bebía para simular que estaba borracho y, aunque al principio, se había derramado casi todo el brandy por la pechera del chaleco, a medida que avanzaba la velada, había ido bebiendo cada vez más y ahora no tenía que hacer ningún esfuerzo para tambalearse. Chip Marlborough se había pasado el rato bebiendo desde el comienzo de la velada, pero nunca se emborrachaba.
Jay estaba demasiado preocupado como para poder disfrutar. Su padre no aceptaría ninguna excusa. Tenía que encontrar la dirección de McAsh. Había acariciado la idea de inventársela y decir después que McAsh se había vuelto a mudar a otro sitio, pero temió que su padre intuyera la mentira.
Por eso estaba bebiendo en el Archer’s en la esperanza de ver a Cora. A lo largo de la noche varias chicas se le habían acercado, pero ninguna de ellas encajaba con la descripción de Cora: rostro agraciado, cabellera pelirroja, diecinueve o veinte años de edad. Él y Chip se pasaban un rato bromeando con las chicas hasta que éstas se daban cuenta de que no iban en serio y se iban en busca de otro cliente.
Sidney Lennox vigilaba la escena desde el otro extremo del local, fumando en pipa y jugando una partida de faraón con apuestas muy bajas.
Jay estaba empezando a pensar que aquella noche no iban a tener suerte. Había cientos de chicas como Cora en el Covent Garden. A lo mejor, tendría que repetir su actuación al día siguiente e incluso al otro para poder tropezarse con ella. Y encima tenía una esposa en casa que no comprendía por qué razón se pasaba la noche en un lugar al que las damas respetables no podían ir.
Mientras soñaba con acostarse en una tibia cama con Lizzie, entró Cora.
No tenía la menor duda de que era ella. Era la chica más guapa del local y tenía una mata de cabello del mismo color que las llamas de la chimenea. Lucía un vestido de seda roja muy escotado, calzaba unos zapatos rojos con lacitos y miraba a su alrededor con expresión profesional.
Jay miró a Lennox y le vio asentir lentamente con la cabeza un par de veces.
«Gracias a Dios», pensó.
Apartó la mirada y esbozó una sonrisa cuando sus ojos se cruzaron con los de Cora. Vio en su expresión un atisbo de reconocimiento, como si ella supiera quién era. Después, Cora le devolvió la sonrisa y se acercó a él.
Jay estaba nervioso, pero procuró tranquilizarse, pensando que le bastaría con mostrarse encantador con ella. Había seducido a muchas mujeres. Besó su mano. La chica llevaba un embriagador perfume con esencias de sándalo.
—Pensé que ya conocía a todas las mujeres bonitas de Londres, pero estaba equivocado —le dijo galantemente—. Soy el capitán Jonathan y éste es el capitán Chip.
Decidió no utilizar su verdadero nombre por si Mack se lo hubiera mencionado. En caso de que supiera quién era, la chica sospecharía.
—Me llamo Cora —dijo ella, echándoles una ojeada—. Qué pareja de hombres tan apuestos. No sabría decir cuál me gusta más.
—Mi familia es más noble que la de Jay —dijo Chip.
—Pero la mía es más rica —replicó Jay.
El comentario suscitó las risas de ambos.
—Si es tan rico, invíteme a un brandy —dijo Cora.
Jay llamó por señas al camarero y le cedió a Cora su asiento.
La joven se acomodó en el banco, apretujada entre él y Chip. Jay aspiró los efluvios de ginebra de su aliento, contempló sus hombros y la curva de sus pechos y no pudo evitar compararla con su mujer. Lizzie era pequeña, pero voluptuosa, de anchas caderas y busto exuberante. Cora era más alta y esbelta y sus pechos le recordaban dos manzanas colocadas en un cuenco la una al lado de la otra.
—¿Le conozco? —preguntó la joven, mirándole inquisitivamente.
Jay experimentó una punzada de inquietud. No creía haberla visto en ninguna parte.
—No creo —contestó. Como ella lo reconociera, el juego habría terminado.
—Su cara me es conocida. Sé que no he hablado jamás con usted, pero le he visto en alguna parte.
—Pues ahora es el momento de que nos conozcamos —dijo Jay, esbozando una angustiada sonrisa. Extendió el brazo sobre el respaldo del banco y empezó a acariciarle la nuca. Cora cerró los ojos como si le gustara y Jay se tranquilizó.
La joven resultaba tan convincente que él casi olvidó que estaba actuando. Cora le apoyó una mano en el muslo, cerca de la entrepierna. Jay lamentó no poder entregarse al placer y pensó que ojalá no hubiera bebido tanto, pues tenía que estar muy despierto.
El camarero le sirvió el brandy a Cora y ella lo apuró de un trago.
—Vamos, chico —le dijo a Jay—. Es mejor que salgamos a tomar un poco el aire antes de que te estallen los pantalones. —Jay se dio cuenta de que su erección resultaba muy visible y se ruborizó de vergüenza.
Cora se levantó y se encaminó hacia la puerta, seguida de Jay.
Una vez en la calle, la chica le rodeó la cintura con su brazo y bajó con él por los soportales de la acera de la plaza porticada del Covent Garden. Jay le rodeó los hombros con su brazo, deslizó la mano hacia su escote y jugueteó con un pezón. Ella soltó una risita y dobló la esquina de una callejuela.
Allí se abrazaron y besaron y Jay le comprimió los pechos, olvidándose por completo de Lennox y de la conspiración: Cora era dulce y cálida y él la deseaba con toda su alma. Las manos de Cora le recorrieron el cuerpo, le desabrocharon el chaleco, le acariciaron el pecho y se deslizaron hacia el interior de sus pantalones. Jay introdujo la lengua en su boca y trató al mismo tiempo de levantarle la falda. Sintió el aire frío en su vientre.
Oyó a su espalda un grito infantil. Cora se sobresaltó y apartó a Jay. Volvió la cabeza e hizo ademán de echar a correr, pero Chip Marlborough apareció como por arte de ensalmo y la sujetó antes de que pudiera dar tan siquiera el primer paso.
Jay se volvió y vio a Lennox, tratando de sujetar a una chiquilla que lloraba y forcejeaba con él. En medio de los forcejeos, la niña dejó caer al suelo varios objetos. Jay identificó su billetero, su reloj de bolsillo, su pañuelo de seda y su sello de plata. La niña se había dedicado a vaciarle los bolsillos mientras él besaba a Cora. A pesar de que lo esperaba, se había identificado tanto con su papel que ni siquiera se había dado cuenta. La niña dejó de forcejear y Lennox dijo:
—Os vamos a llevar a las dos en presencia de un magistrado. El hurto se castiga con la horca.
Jay miró a su alrededor, medio esperando que los amigos de Cora acudieran en su ayuda, pero nadie había visto la refriega de la callejuela.
Chip contempló la entrepierna de Jay diciendo:
—Puede usted guardarse el arma, capitán Jamisson… la batalla ha terminado.
Casi todos los hombres ricos y poderosos eran magistrados y sir George Jamisson no constituía ninguna excepción. Aunque jamás había actuado en una sala de justicia, estaba autorizado a juzgar los casos en su domicilio, podía ordenar que los delincuentes fueran azotados, marcados a fuego o encarcelados e incluso podía entregar a los culpables de delitos graves al Old Bailey para que fueran juzgados allí.
No se había acostado porque esperaba a Jay, pero, aún así estaba molesto por el hecho de haber tenido que permanecer en vela hasta tan tarde.
—Os esperaba sobre las diez —rezongó cuando todos entraron en el salón de la casa de Grosvenor Square.
Cora, maniatada y llevada a rastras por Chip Marlborough, dijo:
—¡O sea que ya nos esperaba! Todo estaba preparado… son ustedes unos malditos cerdos.
—Calla la boca si no quieres que te mande azotar en la plaza antes de que empecemos —dijo sir George.
Cora le debió de creer capaz de cumplir su amenaza, pues ya no dijo nada más.
Sir George tomó un papel y mojó la pluma en un tintero.
—El señor Jay Jamisson es el denunciante. Afirma que le fue vaciado el bolsillo por parte de…
—La llaman Peg la Rápida, señor —dijo Lennox.
—Eso no lo puedo escribir —dijo sir George en tono malhumorado—. ¿Cuál es tu verdadero nombre, niña?
—Peggy Knapp, señor.
—¿Y el de la mujer?
—Cora Higgins —contestó Cora.
—Hurto cometido por Peggy Knapp con la complicidad de Cora Higgins. El delito ha sido presenciado por… el señor Sidney Lennox, propietario de la taberna Sun de Wapping.
—¿Y el capitán Marlborough?
Chip levantó las manos en gesto defensivo.
—Preferiría no verme envuelto en eso si las pruebas del señor Lennox fueran suficientes.
—Lo serán sin duda, capitán —dijo sir George. Siempre se mostraba muy cortés con Chip porque le debía dinero a su padre—. Ha sido usted muy amable al haber colaborado en la captura de estas ladronas. ¿Tienen algo que alegar las acusadas?
—Yo no soy su cómplice… en mi vida la había visto —dijo Cora. Peg emitió un jadeo y miró incrédula a Cora mientras ésta añadía—: Salí a pasear con un apuesto caballero, eso es todo. No me di cuenta de que le estaba vaciando los bolsillos.
—Las dos son muy conocidas y todo el mundo sabe que trabajan, en colaboración, sir George —dijo Lennox—, las he visto juntas muchas veces.
—Ya he oído suficiente —dijo sir George—. Las dos serán conducidas a la prisión de Newgate bajo la acusación de robo.
Peg se echó a llorar y Cora palideció de temor.
—¿Por qué me han hecho ustedes esta jugada? —preguntó la joven, señalando con un dedo acusador a Jay—. Usted me estaba esperando en el Archer’s. —Señaló a Lennox—. Y tú nos seguiste. Y usted, sir George Jamisson, nos estaba esperando levantado a una hora en que hubiera tenido que estar en la cama. ¿A qué viene todo esto? ¿Qué les hemos hecho a ustedes Peg y yo?
Sir George no le contestó.
—Capitán Marlborough, hágame el favor de acompañar fuera a la mujer y custodiarla un momento. —Todos esperaron mientras Chip se retiraba con Cora y cerraba la puerta a su espalda. Después sir George se dirigió a Peg—. Vamos a ver, niña, ¿cuál es el castigo por robo… lo sabes?
Peg le miró pálida y temblorosa.
—El collar del alguacil —contestó en un susurro.
—Si te refieres a la horca, estás en lo cierto. Pero ¿sabes tú que a algunas personas no se las ahorca sino que se las envía a América?
La niña asintió en silencio.
—Algunas personas tienen amigos influyentes que interceden por ellas y le piden al juez que tenga compasión. ¿Tienes tú algún amigo influyente?
Peg sacudió la cabeza.
—Bueno, pues, yo seré tu amigo influyente e intercederé por ti.
Peggy levantó el rostro y le miró con un brillo de esperanza en los ojos.
—Pero tendrás que hacer algo a cambio.
—¿Qué?
—Te salvaré de la horca si nos dices dónde vive Mack McAsh.
El silencio se prolongó un buen rato.
—En la buhardilla del almacén de carbón de la High Street de Wapping —dijo Peg, rompiendo en sollozos.