20

Mientras bajaba hundiendo los pies en el barro de la angosta High Street de Wapping, Mack creyó adivinar los sentimientos de un rey. Desde todas las puertas de las tabernas, las ventanas, los patios y los tejados, los hombres lo saludaban con la mano, le llamaban a gritos por su nombre y se lo indicaban con el dedo a sus amigos. Todo el mundo quería estrechar su mano, pero el aprecio de los hombres no era nada comparado con el de sus esposas. Los maridos no sólo llevaban a casa tres y hasta cuatro veces más dinero que antes sino que, además, acababan la jornada mucho más serenos. Las mujeres lo abrazaban por la calle, le besaban las manos y llamaban a sus vecinas, diciendo:

—¡Es Mack McAsh, el que ha desafiado a los contratantes, venid a verlo!

Llegó a la orilla del ancho río y contempló las oscuras aguas. Era la pleamar y había varios barcos nuevos anclados. Buscó un barquero para que lo llevara. Los contratantes tradicionales solían esperar en sus tabernas la llegada de los capitanes que pedían cuadrillas para descargar sus barcos. En cambio, Mack y sus cuadrillas iban a ver a los capitanes, ahorrándoles tiempo y garantizándoles el servicio.

Se acercó al Prince of Denmark y subió a bordo. La tripulación había desembarcado y sólo quedaba un anciano marinero fumando en pipa en la cubierta. El hombre le indicó a Mack el camarote del capitán. El capitán estaba sentado junto a una mesa, escribiendo laboriosamente en el cuaderno de bitácora del barco con una pluma de ave.

—Buenos días, capitán —le dijo Mack, esbozando una amistosa sonrisa—. Soy Mack McAsh.

—¿Qué hay? —replicó ásperamente el capitán sin invitarle a sentarse.

Mack no se ofendió por su grosería, pues los capitanes de barco no solían ser demasiado corteses.

—¿Quiere que mañana descarguemos el carbón de su barco con rapidez y eficacia? —le preguntó cordialmente.

—No.

Mack se sorprendió. ¿Alguien se les habría adelantado?

—Pues entonces, ¿quién lo va a hacer?

—Eso no es asunto tuyo.

—Vaya si lo es, pero, si no me lo quiere decir, no importa… alguien me lo dirá.

—Me parece muy bien, buenos días.

Mack frunció el ceño. No quería irse sin averiguar qué había ocurrido.

—¿Qué demonios le pasa, capitán? ¿Le he ofendido en algo?

—No tengo nada más que decirte, chico, y hazme el favor de marcharte.

Mack sospechaba algo, pero como no sabía qué decir, se marchó.

Los capitanes de barco eran unos tipos malhumorados… quizá porque se pasaban mucho tiempo separados de sus mujeres. Contempló el río. Otro barco, el Whitehaven Jack, estaba anclado al lado del Prince. La tripulación aún estaba recogiendo las velas y enrollando los cabos en la cubierta. Mack decidió probar suerte y le dijo al barquero que lo llevara hasta allí. Encontró al capitán en el castillo de popa en compañía de un joven caballero con espada y peluca. Los saludó con serena cortesía, pues había descubierto que ésa era la mejor manera de ganarse la confianza de la gente.

—Capitán, señor, tengan ustedes muy buenos días.

El capitán era más amable que el anterior.

—Buenos días. Te presento al señor Tallow, el hijo del propietario. ¿Qué deseas?

—¿Quiere que mañana le descargue el barco una cuadrilla muy rápida que nunca bebe más de la cuenta?

—Sí —contestó el capitán.

—No —dijo Tallow.

El capitán se extrañó y miró con semblante inquisitivo a Tallow.

—Tú eres McAsh, ¿verdad? —preguntó dirigiéndose a Mack.

—Sí, creo que los armadores están empezando a considerarme una garantía de trabajo bien hecho…

—No te queremos —dijo Tallow.

Aquella segunda negativa enfureció sobremanera a Mack.

—¿Por qué no? —preguntó en tono desafiante.

—Venimos trabajando desde hace años con Harry Nipper del Frying Pan y nunca hemos tenido ningún tipo de problema.

—Bueno, yo no diría tanto —terció el capitán.

Tallow le miró con rabia.

—No me parece justo que los hombres se vean obligados a beberse el salario —dijo Mack.

—No pienso discutir con gentuza como tú —replicó Tallow, ofendido—. Aquí no hay trabajo para ti, con que ya te estás largando.

Mack insistió.

—Pero ¿por qué quieren que les descargue el barco en tres días una pandilla de borrachos pendencieros, pudiendo hacerlo más rápido con mis hombres?

El capitán, que no se sentía en modo alguno intimidado por la presencia del hijo del propietario, añadió:

—Sí, yo también quiero saberlo.

—No tolero que nadie se atreva a discutir mis decisiones —dijo Tallow. Quería reafirmar su autoridad, pero era demasiado joven para eso.

Una sospecha cruzó por la mente de Mack.

—¿Acaso le ha dicho alguien que no contratara mi cuadrilla?

La expresión del rostro de Tallow le hizo comprender que había dado en el blanco.

—Verás cómo nadie en el río contratará tu cuadrilla ni la de Riley o la de Charlie Smith —dijo Tallow en tono malhumorado—. Se ha corrido la voz de que eres un alborotador.

Mack comprendió que la situación era grave. Un frío estremecimiento le sacudió el corazón. Sabía que Lennox y los demás contratantes emprenderían alguna acción contra él más tarde o más temprano, pero no había imaginado que pudieran contar con el apoyo de los armadores.

Le parecía un poco desconcertante. El antiguo sistema no era especialmente beneficioso para los armadores, pero éstos llevaban muchos años colaborando con los contratantes y puede que la pura rutina los indujera a ponerse del lado de las personas a las que ya conocían, tanto si ello era justo como si no.

De nada hubiera servido manifestar enojo.

—Lamento que haya tomado esta decisión —dijo serenamente—. Es mala para los hombres y para los propietarios. Espero que la reconsidere y le deseo muy buenos días.

Tallow no contestó y Mack regresó a la orilla en una barca de remos. Sosteniéndose la cabeza con las manos, contempló las sucias y pardas aguas del Támesis.

¿Cómo era posible que hubiera pretendido derrotar a un grupo de hombres tan poderosos y despiadados como los contratantes? Estaban muy bien relacionados y contaban con muchos apoyos. ¿Y él, en cambio, quién era? Mack McAsh de Heugh.

Hubiera tenido que preverlo.

Saltó a la orilla y se dirigió al St. Luke’s Coffee House, que se había convertido en algo así como su cuartel general oficioso.

Había por lo menos cinco cuadrillas que trabajaban con el nuevo sistema. El sábado por la noche, cuando las cuadrillas del antiguo sistema recibieran las diezmadas pagas de manos de los voraces taberneros, casi todos ellos se pasarían al nuevo sistema.

Pero el boicot de los armadores daría al traste con todas sus esperanzas.

El local estaba justo al lado de la iglesia de San Lucas y en él se servía no sólo café sino también cerveza, aguardiente e incluso comidas, pero todo el mundo se sentaba para comer y beber, a diferencia de lo que ocurría en las tabernas donde casi todos los parroquianos permanecían de pie.

Vio a Cora comiendo pan con mantequilla. A pesar de que ya era la media tarde, aquél era su desayuno, pues a menudo se pasaba buena parte de la noche levantada. Mack pidió un plato de gigote de cordero y una jarra de cerveza, y se sentó a su mesa.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Cora inmediatamente.

Mack se lo dijo y mientras contempló su inocente rostro. Ya estaba preparada para empezar a trabajar, llevaba el mismo vestido de color anaranjado que el día en que él la había conocido y se había perfumado con la misma esencia. Parecía un cuadro de la Virgen María, pero olía como el harén de un sultán. No era de extrañar que los ricachones borrachos estuvieran dispuestos a acompañarla a las callejuelas oscuras, pensó Mack.

Se había pasado tres de los últimos seis días con ella. Cora le quería comprar un abrigo nuevo y él quería, a su vez, que ella abandonara la vida que llevaba. Era la primera amante de verdad que jamás hubiera tenido.

Mientras terminaba de contarle lo ocurrido entraron Dermot y Charlie. En lo más hondo de su ser, había abrigado la débil esperanza de que ellos hubieran tenido mejor suerte que él, pero la expresión de sus semblantes le dijo que no. El negro rostro de Charlie era la viva imagen del desaliento.

—Los propietarios han conspirado contra nosotros —dijo Dermot con su marcado acento irlandés—. Ni un solo capitán del río nos ha querido dar trabajo.

—Maldita sea su estampa —dijo Mack.

El boicot estaba dando resultado y él se encontraba en dificultades.

Experimentó un momento de justa indignación. Él sólo quería trabajar duro y ganar el dinero suficiente como para comprar la libertad de su hermana, pero constantemente se lo impedían unas personas que tenían dinero a espuertas.

—Estamos perdidos, Mack —dijo Dermot.

La escasa disposición a luchar que ponían de manifiesto sus compañeros enfurecía a Mack mucho más que el boicot propiamente dicho.

—¿Perdidos? —replicó, despectivamente, Mack—. ¿Tú eres un hombre o no?

—Pero ¿qué podemos hacer? —dijo Dermot—. Si los armadores no contratan nuestras cuadrillas, los hombres volverán al viejo sistema. De algo tienen que vivir.

—Podríamos organizar una huelga —dijo impulsivamente Mack.

Los otros dos le miraron en silencio.

—¿Una huelga? —preguntó Cora.

Mack había dicho lo primero que se le había ocurrido, pero ahora, cuanto más lo pensaba, tanto mejor le parecía.

—Todos los descargadores de carbón quieren pasarse a nuestro sistema —dijo—. Podríamos convencerles de que dejaran de trabajar para los contratantes. Entonces los armadores no tendrían más remedio que contratar a las nuevas cuadrillas.

—¿Y si se negaran a contratarnos a pesar de todo? —dijo Dermot en tono escéptico.

Mack no soportaba que fuera tan pesimista. ¿Por qué tenían los hombres que esperar siempre lo peor?

—Si lo hicieran, no podrían descargar el carbón.

—¿De qué vivirán los hombres?

—Pueden permitirse el lujo de tomarse unos cuantos días libres.

Es algo que nos ocurre a cada dos por tres… Cuando no hay ningún barco en el puerto, no trabajamos.

—Es verdad. Pero no podemos resistir eternamente.

Mack estaba tan furioso que sentía deseos de ponerse a gritar.

—Los armadores tampoco… ¡Londres necesita carbón!

Dermot seguía sin estar demasiado convencido.

—Pero ¿qué otra cosa podríais hacer, Dermot? —le dijo Cora.

Dermot frunció el ceño, lo pensó un momento y después se le iluminó el semblante.

—No quiero volver a las antiguas condiciones. Lo voy a probar, qué demonios.

—¡Así me gusta! —dijo Mack, lanzando un suspiro de alivio.

—Yo hice huelga una vez —dijo Charlie en tono sombrío—. Las que más sufren son las mujeres.

—¿Cuándo hiciste huelga? —le preguntó Mack, pues se trataba de algo que sólo había leído en los periódicos y no tenía ninguna experiencia directa.

—Hace tres años, en Tyneside. Era minero de carbón.

—No sabía que hubieras sido minero. —Ni él ni nadie de Heugh hubiera podido imaginar que los mineros pudieran ir a la huelga—. ¿Y cómo terminó?

—Los propietarios de las minas tuvieron que ceder —reconoció Charlie.

—¿Lo veis? —dijo Mack en tono triunfal.

—Pero aquí no os enfrentáis con terratenientes del norte —dijo Cora con inquietud—. Aquí se trata de los taberneros de Londres, la escoria de la tierra. Son capaces de enviar a alguien para que te corte la garganta mientras duermes.

Mack la miró a los ojos y se dio cuenta de que temía sinceramente que pudiera ocurrirle algo.

—Tomaré precauciones —dijo.

Cora le miró con escepticismo, pero no dijo nada.

—Lo más difícil será convencer a los hombres —dijo Dermot.

—Muy cierto —dijo Mack en tono decidido—. Es absurdo que nosotros cuatro estemos aquí discutiendo como si tuviéramos poder para tomar una decisión. Convocaremos una reunión. ¿Qué hora es?

Todos miraron hacia la calle. Estaba oscureciendo.

—Deben de ser las seis —dijo Cora.

—Las cuadrillas que hoy han trabajado —añadió Mack— terminarán en cuanto se haga de noche. Vosotros dos id por todas las tabernas de la High Street y corred la voz —les dijo a sus compañeros.

Ambos asintieron con la cabeza.

—No podemos reunirnos aquí… el local es demasiado pequeño —dijo Charlie—. Hay unas cincuenta cuadrillas en total.

—El Jolly Sailor tiene un patio muy grande —dijo Dermot—. Y el dueño no es contratante.

—Muy bien —dijo Mack, asintiendo con la cabeza—. Decidles que acudan allí una hora después del anochecer.

—Todos no irán —dijo Charlie.

—Pero la mayoría sí.

—Reuniremos a todos los que podamos —dijo Dermot.

Él y Charlie abandonaron el café.

Mack miró a Cora.

—¿Te vas a tomar la noche libre? —le preguntó en tono esperanzado.

Cora sacudió la cabeza.

—Estoy esperando a mi cómplice.

Mack lamentaba que Peggy fuera una ladrona y que Cora la incitara a serlo.

—Ojalá pudiéramos encontrar algún medio de que esta niña se ganara la vida sin tener que robar —dijo.

—¿Por qué?

La pregunta lo había desconcertado.

—Pues porque es evidente que…

—¿Qué es evidente?

—Que mejor sería que fuera honrada.

—¿Y por qué sería mejor?

Mack captó el tono enojado de las preguntas de Cora, pero ya no podía echarse atrás.

—Lo que hace es muy peligroso. Podría acabar en la horca de Tyburn.

—¿Estaría mejor fregando el suelo de la cocina de alguna casa rica, apaleada por el cocinero y violada por el amo?

—No creo que a todas las fregonas las violen…

—A las que son guapas, sí. ¿Y cómo me ganaría yo la vida sin ella?

—Tú podrías hacer muchas cosas, eres inteligente y bonita…

—Yo no quiero hacer cualquier cosa, Mack. Quiero hacer esto.

—¿Por qué?

—Porque me gusta. Me gusta vestirme bien, beber ginebra y coquetear. Robo a los imbéciles que tienen más dinero del que se merecen. Es fácil y divertido y gano diez veces más que si trabajara de costurera o tuviera una tiendecita o sirviera a las mesas en un café.

Mack la miró, escandalizado. Pensaba que le diría que robaba porque no tenía más remedio que hacerlo. La idea de que le gustara la vida que llevaba había modificado el concepto que tenía de ella.

—Realmente no te conozco —le dijo.

—Tú eres un chico muy listo, Mack, pero no sabes nada de la vida.

En aquel momento, apareció Peg. Estaba tan pálida, cansada y ojerosa como siempre.

—¿Ya has desayunado? —le preguntó Mack.

—No —contestó la niña—. Me encantaría un vaso de ginebra.

Mack llamó por señas al camarero.

—Un cuenco de gachas de avena y crema de leche, por favor.

Peg hizo una mueca, pero, cuando le sirvieron la comida, se la zampó en un santiamén.

Mientras la niña comía, entró Caspar Gordonson. Mack se alegró de verle. Tenía intención de acudir a la casa de Fleet Street y discutir con él el boicot de los armadores y la idea de la huelga. Ahora repasó rápidamente los acontecimientos de la jornada mientras el desaliñado abogado tomaba una copa de brandy.

Mack empezó a hablar y Gordonson le escuchó con semblante cada vez más preocupado. Cuando terminó, el abogado le dijo con su estridente tono de voz habitual:

—Debes comprender que nuestros gobernantes están asustados. Y no me refiero tan sólo a la Corte y el Gobierno sino a la clase alta en general: los duques y condes, los concejales, los jueces, los comerciantes y los terratenientes. La palabra libertad los pone nerviosos y los disturbios que hubieron por la comida el año pasado y el anterior les demostraron lo que puede hacer el pueblo cuando se enfada.

—¡Estupendo! —dijo Mack—. Pues entonces nos tienen que dar lo que queremos.

—No necesariamente. Temen que, si lo hacen, les pidáis más. Lo que de verdad quieren es una excusa para echar los soldados a la calle y disparar contra la gente.

Mack se dio cuenta de que, detrás del frío análisis de Gordonson, había un temor auténtico.

—¿Y necesitan una excusa?

—Pues claro. Todo se debe a John Wilkes. Es una espina clavada en su carne. Acusa al Gobierno de despotismo. En cuanto utilicen el Ejército contra los ciudadanos, la gente sencilla dirá: «¿Lo veis? Wilkes tenía razón. Este Gobierno es una tiranía». Y todos los tenderos, plateros y panaderos tienen muchos votos.

—Pues entonces, ¿qué clase de excusa necesita el Gobierno?

—Quieren que tú asustes a la gente sencilla con la violencia y los disturbios. Que la gente busque por encima de todo la paz y deje de pensar en la libertad de expresión. Entonces, cuando intervenga el Ejército, la gente lanzará un suspiro colectivo de alivio en lugar de un rugido de indignación.

Mack escuchaba hablar al abogado con una mezcla de emoción e inquietud. Nunca había pensado en la política en aquellos términos.

Había discutido las elevadas teorías de los libros y había sido una víctima impotente de unas leyes injustas, pero aquello era algo intermedio entre ambas cosas. Era la zona en la que las fuerzas contendientes luchaban y fluctuaban y las tácticas podían alterar el resultado. Aquello era la realidad… una realidad muy peligrosa, por cierto.

Gordonson había perdido parte de su encanto y, en aquellos momentos, era simplemente un hombre preocupado.

—Yo te he metido en todo eso, Mack, y, si te matan, me sentiría culpable.

Sus temores estaban empezando a hacer mella en Mack. Cuatro meses atrás, no era más que un minero de carbón, pensó; ahora, en cambio, soy un enemigo del Gobierno, alguien a quien quieren eliminar. ¿Y quién me manda a mí meterme en estos líos? Pero se sentía obligado. De la misma manera que Gordonson se sentía responsable de lo que pudiera ocurrirle, él se sentía responsable del destino de los descargadores de carbón. No podía huir y esconderse. Sería una vergonzosa cobardía. Había metido a los hombres en un lío y ahora los tenía que sacar de él.

—¿Qué cree usted que podríamos hacer? —le preguntó a Gordonson.

—Si los hombres acceden a ir a la huelga, tu misión será mantenerlos bajo control. Tendrás que impedir que incendien los barcos y que asesinen a los que no quieran participar y sometan a asedio las tabernas de los contratantes. Esos hombres no son precisamente unos curitas… son jóvenes y fuertes y están furiosos. Como estallen disturbios, serían capaces de incendiar Londres.

—Creo que lo podré hacer —dijo Mack—. Me harán caso. Creo que me respetan.

—Te adoran —dijo Gordonson—. Y eso te coloca en una situación de mayor peligro. Eres un cabecilla y el Gobierno podría romper la huelga, ahorcándote. En cuanto los hombres digan que sí, correrás un grave peligro.

Mack estaba empezando a pensar que ojalá no se le hubiera ocurrido pronunciar la palabra «huelga».

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó.

—Deja tu actual alojamiento y vete a otro sitio. Mantén en secreto tu domicilio y procura que sólo lo conozcan algunas personas de confianza.

—Ven a vivir conmigo —dijo Cora.

—Eso no sería nada difícil —dijo Mack sonriendo.

—No te dejes ver por las calles durante el día —añadió Gordonson—. Asiste a las reuniones y vete enseguida. Conviértete en un fantasma.

A Mack le parecía un poco ridículo, pero el miedo lo indujo a aceptarlo.

—De acuerdo.

Cora se levantó para marcharse. Para asombro de Mack, Peg le rodeó la cintura con sus brazos y lo abrazó.

—Ten cuidado, escocés —le dijo—. Sobre todo, que no te peguen un cuchillazo.

Mack se extrañó y emocionó al ver lo mucho que se preocupaban por él. Tres meses atrás no conocía a Peg ni a Cora ni a Gordonson.

Cora le dio un beso en los labios y se alejó, contoneando provocativamente las caderas en compañía de Peg.

Momentos después Mack y Gordonson se fueron al Jolly Sailor.

Ya había anochecido, pero la High Street de Wapping estaba muy concurrida y las luces de las velas brillaban en las puertas de las tabernas, las ventanas de las casas y las linternas que algunos llevaban en sus manos. La marea había bajado y se aspiraba un intenso olor a podrido procedente de la playa.

Mack se sorprendió al ver que el patio de la taberna estaba lleno de hombres. En Londres había unos ochocientos descargadores de carbón y por lo menos la mitad de ellos se encontraba allí. Alguien había improvisado a toda prisa una tosca plataforma y colocado a su alrededor cuatro antorchas encendidas. Mack se abrió paso entre la gente. Todos le reconocieron y le dirigieron la palabra o le dieron palmadas en la espalda. La noticia de su llegada se había difundido rápidamente y los hombres estaban empezando a vitorearle. Cuando llegó a la plataforma, los gritos se habían convertido en rugidos. Subió a la plataforma y los contempló. Cientos de rostros tiznados de carbón le estaban mirando. Reprimió unas lágrimas de gratitud por la confianza que habían depositado en él. Gritaban tanto que no le dejaban hablar. Levantó las manos para pedir silencio, pero no le hicieron caso. Algunos pronunciaban a gritos su nombre, otros gritaban: «¡Wilkes y libertad!», y otros lemas. Poco a poco, un canto se impuso a los demás hasta que todos se pusieron a gritar lo mismo:

—¡Huelga! ¡Huelga! ¡Huelga!

«¿Qué es lo que he hecho?» pensó Mack, mirándoles con inquietud.