El regimiento de Jay estaba de guardia en Palace Yard el día del juicio de Wilkes.
El héroe liberal había sido condenado por difamación varios años atrás y había huido a París. A su regreso a principios de aquel año, había sido acusado de estar fuera de la ley. Sin embargo, mientras se desarrollaban los procedimientos judiciales contra él, había sido elegido diputado por Middlesex, aunque todavía no había ocupado su escaño en el Parlamento y el Gobierno esperaba poder impedir que lo hiciera con un veredicto de culpabilidad de los tribunales.
Jay sujetó las riendas de su caballo y contempló con cierta inquietud a los varios centenares de partidarios de Wilkes que se habían congregado delante de Westminster Hall donde se estaba celebrando el juicio. Muchos de ellos llevaban prendida en el sombrero la escarapela azul que los identificaba como seguidores de Wilkes. Los tories, como el padre de Jay, deseaban hacer callar a Wilkes, pero todos temían la reacción de sus seguidores.
En caso de que estallaran disturbios, el regimiento de Jay sería el encargado de restablecer el orden. Un pequeño destacamento… demasiado pequeño en opinión de Jay, sólo cuarenta hombres y unos cuantos oficiales bajo el mando del coronel Cranbrough, el comandante de Jay, formaba una fina línea blanquirroja que se interponía entre el edificio de los tribunales y la muchedumbre.
Cranbrough recibía órdenes de los magistrados de Westminster, representados por sir John Fielding. Fielding era ciego, pero tal circunstancia no parecía impedirle el desempeño de sus funciones. Se trataba de un célebre juez reformista, demasiado blando a juicio de Jay. Afirmaba, por ejemplo, que el delito tenía su origen en la pobreza, lo cual era algo así como decir que el adulterio tenía su origen en el matrimonio.
Los jóvenes oficiales estaban deseando entrar en acción y Jay también lo deseaba, pero tenía un poco de miedo. Jamás había hecho uso de la espada o de su arma de fuego en un combate real.
La jornada se estaba haciendo muy larga y los capitanes interrumpían por turnos la patrulla para irse a beber un vaso de vino.
Hacia el atardecer, mientras le estaba dando una manzana a su caballo, Jay fue abordado por Sidney Lennox.
El corazón le dio un vuelco en el pecho. Lennox quería cobrar su dinero. Seguramente había acudido a Grosvenor Square para reclamar el pago de la deuda, pero había aplazado la petición por ser el día de su boda. Jay no le podía pagar, pero temía que Lennox fuera a ver a su padre.
—¿Qué estás haciendo aquí, Lennox? —le preguntó con fingida bravuconería—. No sabía que fueras partidario de Wilkes.
—Por mí, John Wilkes se puede ir al infierno —contestó Lennox—. He venido por las ciento cincuenta libras que perdió usted en el juego del faraón en Lord Archer’s.
Jay palideció al oír mencionar la cantidad. Su padre le pasaba treinta libras mensuales, pero nunca era suficiente y no sabía cuándo podría tener en sus manos ciento cincuenta libras. La sola idea de que su padre pudiera enterarse de que había vuelto a perder dinero en el juego le hizo sentir una súbita debilidad en las piernas. Haría cualquier cosa con tal de evitarlo.
—Te voy a tener que pedir que esperes un poco más —dijo, tratando de adoptar un aire de arrogante indiferencia.
Lennox no le contestó directamente.
—Creo que usted conoce a un hombre llamado Mack McAsh.
—Por desgracia, sí.
—Ha organizado su propia cuadrilla de descargadores de carbón, con la ayuda de Caspar Gordonson. Ambos nos están causando un montón de problemas.
—No me extraña. Era un auténtico incordio en la mina de carbón de mi padre.
—Pero el problema no es sólo McAsh. Sus dos compinches Dermot Riley y Charlie Smith tienen también sus propias cuadrillas y habrá otras a finales de esta semana.
—Eso os va a costar una fortuna a vosotros los contratantes.
—Arruinará nuestro negocio a menos que les paremos los pies.
—Aun así, yo no tengo nada que ver con eso.
—Pero nos podría ayudar.
—Lo dudo.
Jay no quería verse mezclado en los asuntos de Lennox.
—Para mí eso tiene un valor monetario.
—¿De cuánto? —preguntó cautelosamente Jay.
—Ciento cincuenta libras.
Jay sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. La perspectiva de liquidar su deuda era una suerte inesperada. Pero Lennox no estaría dispuesto a renunciar a tanto. Seguramente exigiría un favor muy importante a cambio.
—¿Qué tendría que hacer? —preguntó cautelosamente.
—Quiero que los armadores se nieguen a contratar a las cuadrillas de McAsh. Ahora bien, algunos de los propietarios de las minas son también contratantes y, por consiguiente, colaborarán. Pero la mayoría son independientes. El propietario más importante de Londres es su padre de usted. Si él encabeza el movimiento, los demás lo seguirán.
—Pero ¿por qué razón iba a hacerlo? A él le traen sin cuidado los contratantes y los descargadores de carbón.
—Es concejal de Wapping y los contratantes representan muchos votos. Tiene que defender nuestros intereses. Además, los descargadores de carbón son muy alborotadores y conviene mantenerlos controlados.
Jay frunció el ceño. La tarea iba a ser muy difícil. Él no ejercía la menor influencia en su padre. A sir George no se le podía convencer de que hiciera algo así por las buenas, pero él tendría que intentarlo.
Un rugido de la multitud indicó que Wilkes estaba saliendo del edificio. Jay montó apresuradamente en su caballo.
—Veré lo que puedo hacer —le dijo a Lennox, alejándose al trote. Se cruzó con Marlborough y le preguntó—: ¿Qué es lo que ocurre?
—Le han denegado la fianza a Wilkes y lo llevan a la prisión de los Tribunales Reales.
El coronel estaba reuniendo a sus tropas.
—Corra la voz… nadie deberá abrir fuego a no ser que lo ordene sir John. Dígaselo a sus hombres.
Jay reprimió una indignada protesta. ¿Cómo podrían los soldados controlar a la multitud con las manos atadas? se preguntó mientras comunicaba la orden.
Un carruaje salió, cruzando la entrada. La muchedumbre emitió un rugido capaz de helarle la sangre en las venas al más valiente. Jay sintió una punzada de temor mientras los soldados abrían paso al vehículo, golpeando a la muchedumbre con sus mosquetes. Los seguidores de Wilkes corrieron al puente de Westminster y Jay comprendió que el coche tendría que cruzar el río para pasar a Surrey y dirigirse a la prisión. Espoleó su caballo en dirección al puente, pero el coronel Cranbrough le hizo señas de que se detuviera.
—No cruce el puente —le dijo—. Hemos recibido instrucciones de mantener el orden aquí, a la entrada de los tribunales.
Jay refrenó su montura.
Surrey era un distrito aparte y los magistrados de Surrey no habían pedido ayuda al Ejército. Era ridículo, pensó Jay, contemplando cómo el vehículo cruzaba el Támesis. Antes de que llegara a la orilla de Surrey, la muchedumbre lo obligó a detenerse y desenganchó los caballos.
Sir John Fielding seguía el vehículo en compañía de dos ayudantes que lo guiaban y le decían lo que estaba ocurriendo. Jay observó que doce hombres muy forzudos se situaban entre las guarniciones y empezaban a tirar del coche. Consiguieron que éste diera la vuelta y lo dirigieron de nuevo hacia Westminster mientras la multitud lanzaba vítores de aprobación.
El corazón de Jay latía violentamente. ¿Qué ocurriría cuando la chusma llegara a Palace Yard? El coronel Cranbrough levantó una mano en gesto de advertencia para indicar que no deberían intervenir.
Jay le preguntó a Chip:
—¿Crees que deberíamos apartar el coche de la multitud?
—Los magistrados no quieren que haya derramamientos de sangre —contestó Chip.
Uno de los acompañantes de sir John se abrió paso entre la muchedumbre e intercambió unas palabras con Cranbrough. Una vez cruzado el puente, el coche se dirigió hacia el este. Cranbrough les gritó a sus hombres:
—Sigan a distancia… ¡no emprendan ninguna acción!
El destacamento se situó detrás de la multitud. Jay rechinó los dientes de rabia. Aquello era una humillación. Unos cuantos disparos de mosquete hubieran dispersado a la muchedumbre en cuestión de segundos. Wilkes lo hubiera explotado políticamente, pero ¿qué importaba?
El carruaje enfiló el Strand para dirigirse al centro de la ciudad.
La muchedumbre cantaba, bailaba y gritaba «Wilkes y libertad» y «Número cuarenta y cinco». No se detuvieron hasta que llegaron a Spitalfields. Allí el coche se detuvo delante de la iglesia. Wilkes bajó y entró en la taberna Three Tuns, seguido por sir John Fielding.
Algunos de los seguidores quisieron entrar detrás de ellos, pero no todos lo consiguieron. Por consiguiente, se quedaron un rato en la calle hasta que Wilkes se asomó desde una ventana del piso de arriba y tomó la palabra entre los enfervorizados aplausos de la multitud.
Jay estaba demasiado lejos y no pudo oír lo que decía, pero captó el sentido general: Wilkes estaba haciendo un llamamiento al orden.
Durante su discurso, el ayudante de Fielding salió de la taberna y volvió a intercambiar unas palabras con el coronel Cranbrough, el cual comunicó en voz baja la noticia a sus capitanes. Había conseguido más de lo que esperaba: Wilkes saldría por una puerta de atrás y aquella misma noche se entregaría en la prisión del Tribunal Real.
Wilkes terminó su discurso; saludó con la mano, inclinó la cabeza y desapareció. Al comprender que ya no volvería a salir, la gente se empezó a cansar y se fue retirando poco a poco. Sir John salió de la taberna y estrechó la mano a Cranbrough.
—Espléndido trabajo, mi coronel, quiero expresar mi gratitud a sus hombres. Se ha evitado el derramamiento de sangre y se ha cumplido la ley.
Estaba tratando de salvar la cara, pensó Jay, pero, en realidad, la multitud se había burlado de la ley.
Mientras la guardia regresaba a Hyde Park, Jay se sintió invadido por una profunda tristeza. Se había preparado para pasarse todo el día luchando y no podía soportar la decepción, pero el Gobierno no podía seguir apaciguando eternamente al populacho. Más tarde o más temprano, tendría que apretarle las tuercas. Y entonces habría acción.
Una vez hubo despedido a sus hombres y comprobado que los caballos estuvieran debidamente atendidos, Jay recordó la propuesta de Lennox. No sabía cómo exponerle a su padre el plan del tabernero, pero sería mucho más fácil que pedirle ciento cincuenta libras para pagar otra deuda de juego. Antes de regresar a casa, decidió pasar por Grosvenor Square.
Era tarde. La familia ya había cenado, le dijo el sirviente, y sir George se encontraba en un pequeño estudio de la parte de atrás de la casa. Jay permaneció indeciso un instante en el frío vestíbulo de suelo de mármol. Aborrecía tener que pedirle algo a su padre. Sir George o bien se burlaría de él por pedirle algo equivocado, o bien lo reprendería por exigirle más de lo debido. Pero tenía que hacerlo.
Llamó con los nudillos a la puerta y entró.
Sir George estaba tomando una copa de vino mientras examinaba entre bostezos una lista del precio de las melazas. Jay se sentó diciendo:
—A Wilkes le han denegado la libertad bajo fianza.
—Eso me han dicho.
A lo mejor, pensó Jay, a su padre le gustaría saber de qué forma su regimiento había mantenido el orden.
—La chusma empujó el coche hacia Spitalfields y nosotros lo seguimos, pero él ha prometido entregarse esta noche.
—Me parece muy bien. ¿Qué te trae por aquí a esta hora tan tardía?
Jay comprendió que a su padre no le interesaban sus actividades de la jornada y decidió cambiar de tema.
—¿Sabías que Malachi McAsh ha aparecido aquí en Londres?
Sir George sacudió la cabeza.
—No creo que eso tenga la menor importancia —dijo con indiferencia.
—Está armando alboroto entre los descargadores de carbón.
—Cuesta poco hacerlo… son una gente muy pendenciera.
—Me han pedido que hable contigo en nombre de los contratantes.
Sir George enarcó las cejas.
—¿Y por qué tú? —preguntó, dando a entender con su tono de voz que nadie en su sano juicio hubiera utilizado los servicios de Jay como embajador.
Jay se encogió de hombros.
—Quizá porque conozco a uno de ellos y me ha pedido que hable contigo.
—Los taberneros constituyen un grupo de votantes muy poderoso —dijo sir George con aire pensativo—. ¿Qué desean?
—McAsh y sus amigos han organizado una cuadrilla independiente que no trabaja a través de los contratantes. Estos han pedido a los propietarios de los barcos que les sean leales y rechacen a las nuevas cuadrillas y creen que, si tú das ejemplo, los demás te seguirán.
—No sé si conviene que yo intervenga en el conflicto. No es nuestra batalla.
Jay sufrió una decepción. Creía haber planteado bien la cuestión.
Simuló indiferencia.
—A mí no me va ni me viene, pero me extraña… porque tú siempre dices que hay que tratar con mano dura a los trabajadores rebeldes que pretenden elevarse por encima de su condición.
Justo en aquel momento se oyeron unos fuertes golpes contra la puerta principal de la casa. Sir George frunció el ceño y Jay salió al vestíbulo para ver qué ocurría. Un criado pasó presuroso por su lado y abrió la puerta. Un corpulento trabajador calzado con zuecos y tocado con una grasienta gorra adornada con una escarapela azul le ordenó al sirviente:
—Enciende la luz ¡ilumina la casa en honor de Wilkes!
Sir George salió del estudio y se situó al lado de su hijo.
—Mira lo que hacen…, obligan a la gente a poner velas en todas las ventanas en apoyo de Wilkes —dijo Jay.
—¿Qué hay en la puerta? —preguntó sir George.
Padre e hijo se adelantaron. Alguien había pintado con tiza el número 45 en la puerta. En la plaza, un reducido número de personas estaba yendo de puerta en puerta.
Sir George se dirigió al hombre de la puerta.
—¿Sabes lo que has hecho? —le dijo—. Este número es una clave. Significa «El rey es un embustero». Tu amado Wilkes ha ido a la cárcel por eso y tú también podrías acabar allí.
—¿Quieren encender velas en apoyo de Wilkes? —replicó el hombre, haciendo caso omiso de las palabras de sir George.
Sir George enrojeció de rabia. Se ponía hecho una furia cuando alguien de la clase baja no le trataba con el debido respeto.
—¡Vete al infierno! —le dijo, dándole con la puerta en las narices.
Después regresó a su estudio y Jay le siguió. Mientras se sentaban, oyeron ruido de rotura de cristales. Volvieron a levantarse y corrieron al comedor situado en la parte anterior de la casa. Un cristal de una de las dos ventanas estaba roto y en el reluciente entarimado del suelo había una piedra.
—¡Este cristal es de la Best Crown! —dijo sir George, irritado—. ¡Cuesta seis chelines el metro cuadrado!
Mientras contemplaban el estropicio, otra piedra rompió un cristal de la otra ventana.
Sir George salió al vestíbulo y le dijo al sirviente:
—Diles a todos que se vayan a la parte de atrás de la casa para que nadie sufra daños.
El atemorizado criado le preguntó:
—¿No sería mejor poner velas encendidas en todas las ventanas tal como ellos piden, señor?
—Calla la maldita boca y haz lo que te mando —contestó airado sir George.
Hubo una tercera rotura de cristales en el piso de arriba y Jay oyó gritar a su madre. Subió corriendo al piso de arriba y la vio saliendo del salón.
—¿Estás bien, mamá?
Alicia estaba muy pálida, pero parecía tranquila.
—Sí, pero ¿qué es lo que ocurre?
Sir George subió por la escalera y dijo con mal disimulada rabia:
—Nada de lo que tengas que asustarte, unos malditos seguidores de Wilkes. Vamos a retirarnos a la parte de atrás hasta que se vayan.
Corrieron a un pequeño salón de la parte posterior de la casa mientras los de la calle seguían arrojando piedras contra las ventanas. Jay observó que su padre estaba profundamente enojado. El hecho de que lo obligaran a retirarse no tenía más remedio que provocar su furia. Puede que fuera el mejor momento para volver a exponerle la petición de Lennox. Arrojando por la borda cualquier precaución, Jay le dijo:
—Mira, padre, tendremos que ser más duros con todos estos alborotadores.
—¿De qué demonios estás hablando?
—Estaba pensando en McAsh y en los descargadores de carbón. Si les permitimos que desafíen una vez a la autoridad, lo volverán a hacer. —Su madre le miró con curiosidad, pues aquélla no era su habitual manera de hablar. Jay siguió insistiendo—: Es mejor cortar estas cosas al principio y enseñarles el lugar donde tienen que estar.
Sir George estaba a punto de darle otra respuesta malhumorada, pero dudó un instante, lo pensó mejor y, mirándole enfurecido, le dijo:
—Tienes muchísima razón. Mañana mismo lo haremos.