17

Al llegar el mediodía de la tercera jornada, ya habían descargado todo el carbón de la bodega del Durham Primrose.

Mack miró a su alrededor sin apenas poder creer lo que había ocurrido. Lo habían hecho todo ellos solos sin necesidad de un contratante. Estaban esperando en la orilla y habían elegido un barco que había llegado a media mañana cuando todas las demás cuadrillas ya llevaban un buen rato trabajando. Mientras sus compañeros aguardaban en la orilla, Mack y Charlie se habían acercado al buque en una embarcación de remos y habían ofrecido sus servicios al capitán, poniendo inmediatamente manos a la obra.

El capitán sabía que, para utilizar los servicios de una de las cuadrillas habituales, hubiera tenido que esperar hasta el día siguiente y decidió contratarlos porque el tiempo era oro para los capitanes de barco.

Los hombres trabajaron con más ánimos, sabiendo que cobrarían la paga íntegra. Se pasaron todo el día bebiendo cerveza, por supuesto, pero pagaron jarra a jarra y sólo tomaron lo que necesitaban.

Descargaron el barco en cuarenta y ocho horas.

Mack se echó la pala al hombro y subió a cubierta. Hacía frío y había mucha niebla, pero la atmósfera en la bodega era asfixiante.

Cuando cargaron el último saco de carbón en la barca, los descargadores lanzaron gritos de júbilo.

Mack habló con el contramaestre. La barca llevaba quinientos sacos y ellos habían llevado la cuenta de los viajes que había efectuado.

Ahora contaron los sacos que quedaban para el último viaje y calcularon el total. Después bajaron al camarote del capitán.

Mack confiaba en que no hubiera ningún contratiempo de última hora. Habían hecho el trabajo y se lo tenían que pagar.

El capitán era un sujeto delgado y narigudo de mediana edad, del cual se escapaban unos fuertes efluvios de ron.

—¿Listos? —preguntó—. Sois más rápidos que las cuadrillas habituales. ¿Cuál es el total?

—Seiscientas veintenas menos noventa y tres —contestó el contramaestre mientras Mack asentía con la cabeza.

Contaban en veintenas porque a cada hombre se le pagaba un penique por cada veinte sacos.

El capitán los hizo pasar y se sentó con un ábaco.

—Seiscientas veintenas menos noventa y tres por seis peniques la veintena…

La suma era complicada, pero Mack estaba acostumbrado a que le pagaran según el peso del carbón que sacaba y sabía calcular mentalmente cuando su salario dependía de ello.

El capitán llevaba una llave colgada del cinto. La utilizó para abrir un arca de un rincón. Mack le vio sacar una caja, colocarla sobre la mesa y abrirla.

—Si consideramos como media veintena los siete sacos que faltan, os debo exactamente treinta y nueve libras con catorce peniques —dijo, contando el dinero.

El capitán colocó el dinero en una bolsa de lino con cambio suficiente para que se pudiera repartir con exactitud entre los hombres.

Mack experimentó una inmensa sensación de triunfo mientras sostenía el dinero en sus manos. Cada hombre había ganado casi dos libras y diez chelines… más dinero en dos días del que ganaban en dos semanas con Lennox. Pero lo más importante era el hecho de haber demostrado que podían defender sus derechos y conseguir ser tratados con justicia.

Mack se sentó en la cubierta para pagar a los hombres.

Amos Tipe, el primero de la fila, le dijo:

—Gracias Mack, Dios te bendiga, muchacho.

—No me des las gracias, te lo has ganado —le contestó Mack.

A pesar de su protesta, el segundo hombre le dio las gracias de la misma manera, como si fuera un príncipe que dispensara favores a sus súbditos.

—No es sólo por el dinero —dijo Mack mientras Slash Harley, el tercer hombre, se adelantaba—. Es porque hemos recuperado la dignidad.

—Te puedes guardar la dignidad donde te quepa, Mack —dijo Slash—. A mí dame simplemente el dinero.

Los demás se echaron a reír.

Mack se enfadó un poco con ellos mientras contaba las monedas.

¿Cómo era posible que no comprendieran que aquello era algo más que el salario de aquel día? Si eran tan estúpidos que no comprendían cuáles eran sus intereses, se merecían ser explotados por los contratistas.

Sin embargo, nada hubiera podido empañar su victoria. Mientras los llevaban a la orilla en barcas de remo, los hombres se pusieron a cantar una canción muy obscena llamada El alcalde de Bayswater.

Mack se unió a sus voces cantando a pleno pulmón.

Más tarde, él y Dermot regresaron a pie a Spitalfields. La bruma matinal se estaba disipando. Mack tenía una canción en los labios y caminaba como si tuviera alas en los pies. Al entrar en su habitación, le esperaba una sorpresa muy agradable. Sentada en un taburete de tres patas, oliendo a madera de sándalo y balanceando una torneada pierna, estaba Cora, la pelirroja amiga de Peg, con una chaqueta de color castaño y un vistoso sombrero.

Había tomado la capa de Mack que normalmente cubría el colchón de paja donde dormía y estaba acariciando la piel.

—¿De dónde la has sacado? —le preguntó.

—Fue el regalo de una amable señora —contestó Mack, mirándola con una sonrisa—. ¿Y tú qué estás haciendo aquí?

—He venido a verte —contestó Cora—. Si te lavas la cara, podrás salir a dar un paseo conmigo… bueno, siempre y cuando no tengas que ir a tomar el té con alguna amable señora. —Al ver la dubitativa expresión de su rostro, la joven añadió—: No pongas esta cara. Seguramente piensas que soy una puta, pero eso no es cierto, sólo lo soy en momentos de necesidad.

Mack tomó su pastilla de jabón y bajó al depósito de agua del patio. Cora le siguió y le vio desnudarse de cintura para arriba y lavarse el polvo de carbón de la piel y el cabello. Mack le pidió prestada una camisa limpia a Dermot, se puso la chaqueta y el sombrero y tomó a Cora del brazo.

Se dirigieron hacia la zona oeste, atravesando el centro de la ciudad. Mack había descubierto que la gente de Londres paseaba por las calles por puro placer tal como ellos paseaban por las colinas de Escocia. Le gustaba llevar a Cora del brazo y le gustaba que de vez en cuando lo rozara con sus contoneantes caderas. Por el precioso color de su tez y su cabello y por las llamativas prendas que lucía, la joven llamaba mucho la atención y los hombres miraban a Mack con mal disimulada envidia.

Entraron en una taberna y pidieron ostras, pan y una cerveza negra muy fuerte llamada porter. Cora comió con buen apetito, se tragó las ostras enteras y las regó con grandes tragos de cerveza negra.

Cuando volvieron a salir, el tiempo había cambiado. Hacía frío, pero, como lucía un poco el sol, decidieron dirigirse dando un paseo al elegante barrio residencial llamado Mayfair.

En sus veintidós años de vida, Mack sólo había visto dos residencias palaciegas, el castillo de Jamisson y High Glen House. En aquel barrio había por lo menos dos mansiones en cada calle y otras cincuenta casas ligeramente menos lujosas. La riqueza de Londres no cesaba de asombrarlo.

Delante de una de las mansiones más lujosas se estaban acercando unos carruajes de los que descendían los invitados a una fiesta. En la acera, a ambos lados de la entrada, se había congregado un pequeño grupo de viandantes y criados de las casas vecinas y, en las ventanas y las puertas de los edificios de los alrededores, había personas mirando. A pesar de que era sólo media tarde, todas las luces de la casa estaban encendidas y la entrada estaba adornada con flores.

—Tiene que ser una boda —dijo Cora.

Mientras se detenían, se acercó otro carruaje y de él descendió un conocido personaje. Mack experimentó un sobresalto al reconocer a Jay Jamisson. Jay dio la mano a su novia para ayudarla a bajar y la gente aplaudió y empezó a lanzar vítores.

—Es muy guapa —dijo Cora.

Lizzie sonrió y miró a su alrededor, agradeciendo los aplausos.

Sus ojos se encontraron con los de Mack y, por un instante, se quedó paralizada. Mack le dirigió una sonrisa y la saludó con la mano, pero ella apartó la mirada y entró rápidamente en la casa.

Todo había ocurrido en una décima de segundo, pero a la perspicaz Cora no le pasó inadvertido.

—¿La conoces?

—Es la que me regaló la capa de piel —contestó Mack.

—Espero que su marido no se entere de que les hace regalos a los descargadores de carbón.

—Es una pena que se case con Jay Jamisson… un chico guapo, pero sin carácter.

—Supongo que debes de pensar que le iría mejor casándose contigo —dijo Cora en tono sarcástico.

—Ella también lo piensa —contestó Mack, hablando completamente en serio—. ¿Te apetece ir al teatro?

Aquella noche, Lizzie y Jay, vestidos con sus camisas de dormir, se sentaron en el lecho de la cámara nupcial, rodeados de sonrientes familiares y amigos, todos ellos más o menos borrachos. Los de más edad se habían retirado hacía un buen rato, pero la tradición exigía que los invitados a la boda se quedaran allí para atormentar a los novios que debían de estar deseando consumar el matrimonio.

El día había pasado en un abrir y cerrar de ojos. Lizzie apenas había tenido tiempo de pensar en la traición de Jay, las excusas que éste le había dado, el perdón que ella le había otorgado y su futuro en Virginia. Tampoco había tenido tiempo de preguntarse si su decisión había sido acertada.

Chip Marlborough entró sosteniendo en su mano una copa de leche con vino, yema de huevo, azúcar y canela. Llevaba una de las ligas de Lizzie prendida en el sombrero.

—¡Un brindis! —dijo, llenando las copas de los presentes.

—¡Un brindis final! —puntualizó Jay entre las risas y las bromas de los presentes.

Lizzie tomó un sorbo. Se sentía profundamente agotada. Había sido un día muy largo, desde la terrible discusión de la mañana hasta el satisfactorio y sorprendente desenlace, pasando por la ceremonia en la iglesia, el banquete de boda, la música, el baile y ahora aquel cómico ritual final.

Katie Jamisson, una pariente de los Jamisson, se sentó en la cama sosteniendo en la mano uno de los calcetines blancos de seda de Jay y lo lanzó hacia atrás por encima de su cabeza. Si diera a Jay, se casaría muy pronto según la tradición. El calcetín hubiera ido a parar a otro sitio, pero Jay lo cazó al vuelo, se lo colocó sobre la cabeza como si hubiera aterrizado allí y todo el mundo batió palmas.

Un hombre muy bebido llamado Peter McKay se sentó a su lado en la cama.

—Virginia —dijo—. Hamish Drome se fue a Virginia cuando la madre de Robert le quitó la herencia que le correspondía, ¿sabes?

Jay oyó el comentario.

—¿Que se la quitó? —dijo.

—Olive falsificó el testamento; naturalmente —contestó McKay—. Pero Hamish jamás lo pudo demostrar y no tuvo más remedio que aceptarlo. Se fue a Virginia y nunca más se supo de él.

—¡Vaya, hombre! Ahora me entero de que la bondadosa Olive era… ¡una falsificadora! —exclamó Jay, soltando una carcajada.

—¡Ssss! —dijo McKay—. ¡Como nos oiga sir George, nos mata!

Lizzie estaba intrigada, pero ya se estaba empezando a cansar de los parientes de Jay.

—¡A ver si sacas de aquí a toda esta gente! —le dijo a su flamante esposo en voz baja.

Se habían cumplido todas las tradiciones menos una.

—Bueno, pues —dijo Jay—. Si no os vais voluntariamente…

Apartó las sábanas de su lado de la cama y se puso de pie. Después se levantó la camisa y enseñó las rodillas. Todas las chicas empezaron a lanzar gritos de terror, fingiendo escandalizarse como castas doncellas ante la contemplación de un hombre en camisa de dormir. Inmediatamente salieron corriendo de la estancia, perseguidas por los hombres.

Jay cerró la puerta con llave. Después acercó una cómoda a la puerta para asegurarse de que no los volvieran a interrumpir.

De repente, Lizzie se notó la boca seca. Era el momento con el que había estado soñando desde el día en que Jay la había besado en el vestíbulo del castillo de Jamisson y le había pedido que se casara con él. A partir de entonces, sus abrazos, robados en los pocos momentos en que ambos podían estar juntos, habían sido cada vez más apasionados. Desde los besos con la boca abierta, habían pasado a otras caricias más íntimas. Habían hecho todo lo que hubieran podido hacer dos personas en una habitación con la puerta abierta, sabiendo que una de sus madres o las dos podían entrar inesperadamente. Ahora, finalmente, habían podido cerrar la puerta con llave.

Jay empezó a apagar las velas de la habitación. Cuando llegó a la última, Lizzie le dijo:

—Deja una encendida.

—¿Por qué? —le preguntó él, sorprendido.

—Quiero verte. —Al observar que él la miraba extrañado, añadió—: ¿Te parece bien?

—Sí, por supuesto —contestó Jay, metiéndose de nuevo en la cama.

Mientras empezaba a besarla y acariciarla, Lizzie pensó que ojalá ambos pudieran estar desnudos, pero prefirió no decir nada. Esta vez, le dejaría hacer las cosas a su manera.

Experimentó una profunda emoción y sintió un estremecimiento mientras las manos de Jay le recorrían todo el cuerpo. Inmediatamente él le separó las piernas y se colocó encima suyo. Ella levantó el rostro para que la besara mientras la penetraba, pero Jay estaba tan concentrado que no se dio cuenta. De repente, Lizzie sintió un agudo dolor y estuvo a punto de gritar, pero todo pasó enseguida.

Jay se movía en su interior y ella seguía sus movimientos. No sabía muy bien si era lo que tenía que hacer, pero le resultaba agradable. Estaba empezando a pasarlo bien, cuando Jay se detuvo, empezó a jadear, volvió a empujar y se derrumbó sobre su cuerpo, respirando afanosamente.

—¿Te ocurre algo? —le preguntó ella, frunciendo el ceño.

—No —contestó Jay en un susurro.

«¿Eso es todo?» pensó Lizzie, pero no dijo nada.

Jay se apartó y la miró a los ojos:

—¿Te ha gustado? —le preguntó.

—Ha sido un poco rápido —contestó Lizzie—. ¿Lo podremos repetir mañana por la mañana?

Vestida únicamente con su camisola, Cora se tendió sobre la capa de piel y atrajo a Mack hacia sí. Cuando él le introdujo la lengua en la boca, percibió el sabor de la ginebra. Mack le levantó la camisola.

El vello rubio rojizo no ocultaba los pliegues del sexo. La acarició tal como solía hacer con Annie hasta que ella le preguntó entre jadeos:

—¿Quién te enseñó a hacerlo, mi virginal muchacho?

Mack se bajó los pantalones y Cora alargó la mano hacia su bolso y sacó una cajita. Dentro había un tubo hecho de algo que parecía pergamino, con una cinta rosa en su extremo abierto.

—¿Qué es eso? —preguntó Mack.

—Se llama condón —contestó la joven.

—¿Y para qué demonios sirve?

Por toda respuesta, ella se lo colocó en el miembro en erección y ató fuertemente la cinta.

—Bueno, ya sé que mi polla no es muy bonita —dijo Mack con aire pensativo—, pero nunca pensé que una chica quisiera taparla.

Cora soltó una carcajada.

—Eso no es un adorno, palurdo. ¡Es para que no me dejes embarazada!

Mack se situó encima suyo y la penetró. Entonces Cora dejó de reírse. Desde los catorce años Mack se había preguntado cómo sería, pero seguía pensando que aún no lo sabía, pues no acertaba a comprenderlo. Se detuvo y contempló el angelical rostro de Cora.

—No pares —le dijo ella.

—Cuando terminemos, ¿todavía seré virgen? —preguntó Mack.

—Si lo eres, yo seré monja —contestó la chica—. Y ahora deja de hablar porque te vas a quedar sin respiración.

Y se quedó.