El día de la boda de Jay Jamisson amaneció húmedo y frío. Desde su dormitorio en Grosvenor Square el joven podía ver Hyde Park, donde estaba acampado su regimiento. Una bruma muy baja cubría el suelo y, envueltas por ella, las tiendas de los soldados parecían velas de barco en medio de un grisáceo mar embravecido. Aquí y allá humeaban algunas hogueras que contribuían a oscurecer la atmósfera. Los hombres debían de sentirse muy desgraciados, aunque, en realidad, los soldados nunca estaban contentos.
Se apartó de la ventana. Su padrino de boda, Chip Marlborough, le ayudó a ponerse la chaqueta. Jay se lo agradeció con un gruñido.
Chip también era capitán del Tercer Regimiento de la Guardia Real. Su padre era lord Arebury, el cual mantenía relaciones de negocios con sir George. Jay se sentía muy halagado por el hecho de que semejante aristócrata hubiera accedido a ser su padrino de boda.
—¿Has visto los caballos? —le preguntó Jay con inquietud.
—Pues claro —contestó Chip.
Aunque el suyo era un regimiento de infantería, los oficiales siempre iban montados y Jay tenía la misión de supervisar a los hombres que cuidaban de los caballos. Se entendía muy bien con los animales y los comprendía instintivamente. Le habían concedido dos días de permiso para la boda, pero estaba preocupado, temiendo que los caballos no estuvieran debidamente atendidos.
El permiso era muy corto porque el regimiento se encontraba en servicio activo. No estaban en guerra: la última guerra en la que había participado el Ejército británico había sido la de los Siete Años contra los franceses en América, la cual había terminado cuando Jay y Chip iban todavía a la escuela. Pero los habitantes de Londres estaban tan alterados e intranquilos que las tropas se mantenían en estado de alerta para poder sofocar cualquier disturbio. Cada día algún grupo de trabajadores iniciaba una huelga, organizaba una marcha al Parlamento o recorría las calles, rompiendo los cristales de las ventanas a pedradas. Precisamente aquella semana los tejedores de seda, indignados por las reducciones de sus salarios, habían destruido tres de los cuatro telares de Spitalfields.
—Espero que el regimiento no tenga que entrar en acción en mi ausencia —dijo Jay—. Lamentaría mucho no poder participar.
—¡Deja ya de preocuparte! —le dijo Chip, escanciando brandy de una jarra en dos copas, pues era un gran aficionado a dicha bebida—. ¡Por el amor! —brindó.
—¡Por el amor! —repitió Jay.
—En realidad, sabía muy poco acerca del amor, pensó. Había perdido la virginidad cinco años atrás con Arabella, una de las criadas de su padre. Creyó en aquel momento que él había seducido a la chica, pero ahora, mirando hacia atrás, comprendía que había sido justo al revés. Tras haber compartido tres veces su lecho, la criada le dijo que estaba embarazada. Entonces él le pagó treinta libras que le facilitó un prestamista para que desapareciera. Ahora sospechaba que la chica no estaba embarazada y que lo había estafado.
Desde entonces había cortejado a docenas de muchachas, había besado a muchas y se había acostado con unas cuantas. No le resultaba difícil encandilar a las mujeres: le bastaba con simular interés por todo lo que decían, aunque su apostura y sus buenos modales también influían lo suyo. Se las metía en el bolsillo sin demasiado esfuerzo, pero ahora, por primera vez, él había sido objeto del mismo trato. En presencia de Lizzie, siempre se le cortaba la respiración y le parecía que ella era la única persona presente en la estancia, tal como les ocurría a las chicas cuando él las quería seducir. ¿Sería eso el amor? No tenía más remedio que serlo.
Su padre había aceptado aquella boda por la oportunidad que le ofrecería de conseguir el carbón de Lizzie. Por eso había permitido que Lizzie y su madre se instalaran en su casa de invitados y por eso pagaría el alquiler de la casa de Chapel Street donde vivirían Jay y Lizzie después de la boda. Los jóvenes no le habían hecho ninguna solemne promesa a sir George, pero tampoco le habían dicho que Lizzie estaba totalmente en contra de explotar las minas de High Glen. Jay esperaba que todo acabara resolviéndose satisfactoriamente.
Se abrió la puerta y entró un criado:
—¿Desea usted recibir al señor Lennox, señorito?
Jay le miró con semblante irritado. Le debía dinero a Sidney Lennox por deudas de juego. De buena gana lo hubiera despedido con viento fresco —al fin y al cabo no era más que un tabernero—, pero temía que en tal caso Lennox se pusiera pesado.
—Será mejor que lo hagas pasar —le dijo al criado—. Perdona —añadió, dirigiéndose a Chip.
—Conozco a Lennox —dijo Chip—. Yo también he perdido dinero con él.
Entró Lennox y Jay aspiró inmediatamente el característico olor agridulce que emanaba de él, un olor como de algo fermentado.
—¿Qué tal estás, maldito bribón? —le dijo Chip al tabernero a modo de saludo.
Lennox le miró fríamente.
—Observo que no me llama usted maldito bribón cuando gana.
Jay le miró con inquietud. Lennox lucía un traje de color amarillo con calcetines de seda y zapatos con hebilla, pero parecía un chacal vestido de hombre. Las costosas prendas que vestía no podían disimular su expresión amenazadora. Pese a lo cual, Jay no conseguía romper los lazos que lo unían a él. Era una amistad muy útil, pues montaba rápidamente una timba.
Además, siempre se mostraba dispuesto a conceder crédito a los jóvenes oficiales que se quedaban sin dinero pero querían seguir jugando. Ahí estaba lo malo. Jay le debía ciento cincuenta libras y le daría una cierta vergüenza que Lennox se empeñara en cobrar la deuda en aquel momento.
—Ya sabes que hoy es el día de mi boda, Lennox —le dijo.
—Sí, ya lo sé —dijo el tabernero—. He venido para brindar por su salud.
—Pues claro, faltaría más. Chip… un trago para nuestro amigo.
Chip escanció tres generosas medidas de brandy.
—Por usted y su novia —brindó Lennox.
—Gracias —dijo Jay.
Los tres hombres bebieron.
—Mañana —dijo Lennox, dirigiéndose a Chip— habrá una gran partida de faraón en el café Lord Archer’s, capitán Marlborough.
—Me parece muy bien —dijo Chip.
—Espero verle allí. Usted estará sin duda muy ocupado, capitán Jamisson.
—Por supuesto que sí —contestó Jay. «De todos modos, no podría permitirme el lujo de ir», pensó.
Lennox posó la copa.
—Les deseo un buen día y espero que la niebla se levante —dijo, abandonando la estancia.
Jay disimuló su alivio. No se había hablado para nada del dinero.
Lennox sabía que el padre de Jay había pagado la última deuda y confiaba quizá en que sir George volviera a hacerlo. Jay se preguntó por qué razón le habría visitado Lennox. No creía que lo hubiera hecho simplemente para tomarse un trago de brandy. Tenía la desagradable sensación de que el tabernero había querido decirle algo. Se respiraba en el aire una tácita amenaza. Pero ¿qué daño le podía causar un tabernero al hijo de un acaudalado empresario?
Jay oyó desde la calle el rumor de los carruajes que se estaban acercando a la casa y se quitó a Lennox de la cabeza.
—Ya podemos bajar —le dijo a su amigo.
El salón era inmenso y había sido amueblado con piezas muy caras fabricadas por Thomas Chippendale. Entre los agradables efluvios de la cera de lustrar, el padre, la madre y el hermano de Jay ya estaban allí, vestidos para ir a la iglesia. Alicia le dio un beso a su hijo. Sir George y Robert lo saludaron con cierta turbación. Nunca habían sido una familia demasiado afectuosa y la pelea del día de su cumpleaños aún perduraba en su memoria.
Un criado estaba sirviendo el café. Jay y Chip tomaron sus tazas.
Antes de que bebieran el primer sorbo, se abrió la puerta y Lizzie entró como un huracán.
—¿Cómo te atreves? —gritó—. ¿Cómo te atreves?
Jay sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. ¿Qué pasaba ahora? Lizzie tenía el rostro arrebolado a causa de la indignación, respiraba afanosamente y le brillaban los ojos de furia. Estaba preciosa con su sencillo vestido de novia blanco con sombrero del mismo color.
—¿Qué es lo que he hecho? —preguntó Jay en tono quejumbroso.
—¡La boda se anuló! —dijo Lizzie.
—¡No! —gritó Jay.
No era posible que alguien le hubiera arrebatado a Lizzie en el último momento. La idea le resultaba insoportable.
Lady Hallim entró en la estancia con expresión trastornada.
—Lizzie, por favor, no hagas disparates —le dijo.
La madre de Jay asumió el mando de la situación.
—Lizzie querida, ¿qué es lo que ocurre? Dinos, por favor, por qué estás tan alterada.
—¡Por esto! —contestó Lizzie, mostrando los papeles que sostenía en la mano.
—Es una carta de mi administrador —dijo lady Hallim, retorciéndose nerviosamente las manos.
—Dice que los agrimensores de los Jamisson —explicó Lizzie— han hecho perforaciones en la finca Hallim.
—¿Perforaciones? —preguntó Jay, desconcertado.
Miró a Robert y vio en su rostro una expresión huidiza.
—Están buscando carbón, naturalmente —dijo Lizzie con impaciencia.
—¡Oh, no! —protestó Jay.
Comprendía lo que había ocurrido. Su padre estaba tan ansioso de apoderarse del carbón de Lizzie que ni siquiera había esperado a que se celebrara la boda.
Sin embargo, la avidez de su padre le podía hacer perder la novia. Aquella posibilidad lo puso tan furioso que lo indujo a insultar a sir George.
—¡Eres un insensato! —le dijo temerariamente—. ¡Mira lo que has hecho!
Era impensable que un hijo le hablara en semejante tono a su progenitor y, además, sir George no estaba acostumbrado a que nadie se rebelara contra sus designios. Se le congestionó la cara y los ojos parecieron escapársele de las órbitas.
—¡Pues que se anule la maldita boda! —rugió—. Me importa un bledo.
Alicia intervino.
—Cálmate, Jay, y tú también, Lizzie —dijo. Incluía también a sir George, pero evitó diplomáticamente mencionarle—. Aquí tiene que haber un error. Está claro que los agrimensores de sir George no interpretaron bien sus órdenes. Lady Hallim, se lo ruego, acompañe a Lizzie a la casa de invitados y déjenos resolver este malentendido. Estoy segura de que no tendremos que recurrir a la drástica medida de anular la boda.
Chip carraspeó. Jay se había olvidado de su presencia.
—Si me disculpan… —dijo, encaminándose hacia la puerta.
—No salgas de la casa —le suplicó Jay—. Espérame arriba.
—De acuerdo —dijo Chip, a pesar de que hubiera preferido estar en cualquier otro sitio.
Alicia empujó amablemente a Lizzie y a lady Hallim hacia la puerta detrás de Chip.
—Por favor, déjenme unos minutos, saldré enseguida y todo se arreglará.
Lizzie se retiró con expresión más de duda que de enojo. Jay confió en que comprendiera que él no sabía nada acerca de las perforaciones. Su madre cerró la puerta y se volvió hacia ellos. Jay rezó, pidiendo que hiciera algo para salvar la boda. ¿Acaso tenía algún plan? Su madre era muy inteligente y, en aquellos momentos, era su única esperanza.
En lugar de hacerle reproches a sir George, Alicia le dijo:
—Si no hay boda, tú te quedarás sin el carbón.
—¡High Glen está en bancarrota! —replicó sir George.
—Pero lady Hallim podría renovar las hipotecas con otro prestamista.
—Ella no lo sabe.
—Pero alguien se lo dirá.
Alicia hizo una pausa para que la velada amenaza surtiera el efecto deseado. Jay temía que su padre estallara. Pero su madre sabía calibrar mejor las consecuencias de sus acciones.
Al final, preguntó en tono resignado:
—¿Qué es lo que quieres, Alicia?
Jay lanzó un gran suspiro de alivio. A lo mejor, la boda se podría salvar.
—En primer lugar —contestó Alicia—, Jay tiene que hablar con Lizzie y convencerla de que él no sabía nada acerca de las perforaciones.
—¡Es verdad! —dijo Jay.
—¡Tú calla y escucha! —le gritó brutalmente su padre.
—Si lo consigue —añadió Alicia—, la boda se podrá celebrar según lo previsto.
—Y después, ¿qué?
—Ten paciencia. Con el tiempo, Jay y yo conseguiremos convencer a Lizzie. Ahora ella está en contra de las explotaciones mineras, pero cambiará de opinión o, por lo menos, no será tan intransigente… sobre todo, cuando tenga un hogar y un hijo y empiece a comprender la importancia del dinero.
Sir George sacudió la cabeza.
—No es suficiente, Alicia… no puedo esperar.
—¿Por qué no?
Sir George hizo una pausa y miró a Robert, el cual se encogió de hombros.
—Será mejor que lo sepas —dijo sir George—. Tengo cuantiosas deudas. Sabes que siempre hemos llevado el negocio con préstamos… casi todos de lord Arebury. Hasta ahora, habíamos obtenido beneficios tanto para nosotros como para él. Pero el comercio con América ha bajado mucho desde que empezaron los problemas en las colonias. Y es casi imposible que te paguen lo poco que les vendemos. Nuestro mayor deudor se ha arruinado y me ha dejado con una plantación de tabaco en Virginia que no puedo vender.
Jay se quedó de una pieza. Jamás se le hubiera ocurrido pensar que los negocios de la familia pasaban por un mal momento y que la riqueza que él siempre había conocido tal vez no durara eternamente. Comprendió de pronto por qué razón su padre se había enojado tanto por sus deudas de juego.
Sir George añadió:
—El carbón nos ha permitido seguir tirando, pero no basta. Lord Arebury quiere recuperar su dinero. Y, por consiguiente, yo necesito la finca Hallim. De lo contrario, podría perder todos mis negocios.
Se produjo una pausa, pues Jay y su madre estaban demasiado sorprendidos como para poder hablar.
—En tal caso, no hay más que una solución —dijo finalmente Alicia—. Se tendrán que explotar las minas de High Glen sin que Lizzie se entere.
Jay frunció el ceño con inquietud. La proposición lo preocupaba, pero decidió no decir nada de momento.
—¿Y eso cómo se podría hacer? —preguntó sir George.
—Envíala con Jay a otro país.
Jay miró a su madre, asombrado. ¡Qué idea tan inteligente!
—Pero lady Hallim se enterará —dijo—. Y se lo dirá a Lizzie.
—No, no lo hará —contestó Alicia, sacudiendo la cabeza—. Hará lo que sea con tal de que esta boda se celebre. Guardará silencio si nosotros se lo pedimos.
—Pero ¿adónde podríamos ir? —preguntó Jay—. ¿A qué país?
—A Barbados —contestó su madre.
—¡No! —gritó Robert—. Jay no puede quedarse con la plantación de azúcar.
—Creo que tu padre se la cederá si de ello depende la supervivencia de todos los negocios de la familia —dijo tranquilamente Alicia.
Robert la miró con expresión de triunfo.
—Mi padre no podría hacerlo, aunque quisiera. La plantación ya es mía.
Alicia miró inquisitivamente a sir George.
—¿Es eso cierto? ¿Se la has cedido a él?
—Sí —asintió sir George.
—¿Cuándo?
—Hace tres años.
Otra sorpresa. Jay no tenía ni idea. Estaba profundamente dolido.
—Por eso no me la quisiste regalar por mi cumpleaños —dijo tristemente—. Ya se la habías dado a Robert.
—Pero, Robert, yo creo que tú estarás dispuesto a devolverla para salvar todas las empresas de la familia, ¿no es cierto? —dijo Alicia.
—¡No! —contestó enérgicamente Robert—. Y eso es sólo el principio… ¡empezaríais robando una plantación y, al final, os quedaríais con todo! ¡Sé desde hace mucho tiempo que me quieres arrebatar los negocios para dárselos a este pequeño bastardo!
—Yo sólo quiero una parte justa para Jay —contestó Alicia.
—Robert —dijo sir George—, si no lo haces, podríamos ir a la bancarrota.
—Yo, no —replicó Robert—. A mí todavía me quedaría la plantación.
—Pero podrías tener mucho más —dijo sir George.
—De acuerdo, lo haré —dijo taimadamente Robert—, pero… con una condición: el resto de los negocios me los cedes a mí, todo lo que tienes. Y tú te retiras.
—¡No! —gritó sir George—. No pienso retirarme… ¡ni siquiera he cumplido los sesenta!
Padre e hijo se miraron con rabia. Jay sabía que ambos se parecían muchísimo y comprendió que ninguno de los dos daría su brazo a torcer.
La situación estaba estancada. Aquellos hombres tan tercos e inflexibles serían capaces de estropearlo todo: la boda, los negocios y el futuro de la familia.
Pero Alicia aún no se había dado por vencida.
—¿Cuál es esa propiedad de Virginia, George?
—Mockjack Hall… una plantación de tabaco de unas quinientas hectáreas y cincuenta esclavos… ¿qué estás pensando?
—Se la podrías ceder a Jay.
Jay sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. ¡Virginia! Sería el nuevo comienzo con el que tanto había soñado, lejos de su padre y su hermano, con una plantación que él podría dirigir y cultivar por su cuenta. Estaba seguro de que a Lizzie le encantaría.
—No podría darle dinero —dijo—. Tendría que pedir prestado lo que le hiciera falta para mantener en marcha la plantación.
—Eso no me preocupa —se apresuró a decir Jay.
—Pero habría que pagarle a lady Hallim los intereses de las hipotecas… de lo contrario, podría perder High Glen —terció Alicia.
—Lo haré con los ingresos derivados del carbón —dijo sir George, pensando inmediatamente en los detalles—. Tendrán que irse enseguida a Virginia, dentro de unas semanas.
—No puede ser —protestó Alicia—. Tienen que prepararlo todo. Dales tres meses por lo menos.
—Necesito el carbón mucho antes —dijo sir George, sacudiendo la cabeza.
—Muy bien. De esta manera, Lizzie no regresará a Escocia… estará demasiado ocupada preparándose para su nueva vida.
Jay no podía soportar la idea de engañar a Lizzie. Él sería quien sufriera las consecuencias de su enojo cuando averiguara la verdad.
—¿Y si alguien le escribe una carta? —dijo.
Alicia le miró con aire pensativo.
—Tenemos que saber qué criado de High Glen lo podría hacer…, eso podrías averiguarlo tú, Jay.
—¿Y cómo lo podremos impedir?
—Enviaremos a alguien allá arriba para que despida a los más sospechosos.
—Podría dar resultado —dijo sir George—. De acuerdo… lo haremos.
Alicia se volvió hacia Jay con una sonrisa exultante en los labios. Al final, había conseguido asegurarle un patrimonio. Lo rodeó con sus brazos y le dio un beso.
—Que Dios te bendiga, querido hijo. Ahora sal y dile a Lizzie que tú y tu familia lamentamos muchísimo el error y que tu padre te ha cedido Mockjack Hall como regalo de boda.
Jay la abrazó a su vez y le dijo en voz baja:
—Lo has hecho muy bien, madre… gracias.
Después abandonó el salón. Mientras cruzaba el jardín, se sintió invadido por una mezcla de júbilo e inquietud. Había conseguido lo que siempre había soñado, pero hubiera deseado poder hacerlo sin engañar a su novia… sin embargo, no había tenido más remedio que hacerlo. Si se hubiera negado, hubiera perdido la propiedad y probablemente la hubiera perdido también a ella.
Entró en la pequeña casa de invitados colindante con las caballerizas. Lady Hallim y su hija estaban sentadas delante de la chimenea del sencillo salón. Se veía bien a las claras que habían llorado.
Jay experimentó un súbito y peligroso impulso de decirle a Lizzie la verdad. Si le hubiera revelado el engaño que proyectaban sus padres y le hubiera pedido que se casara con él y aceptara vivir en la pobreza, puede que ella le hubiera dicho que sí.
Pero el riesgo le impidió hacerlo. Y no hubiera podido cumplir su sueño de irse a otro país. A veces, pensó, la mentira era más piadosa que la verdad.
Pero ¿le creería ella?
Se arrodilló delante de Lizzie. Su vestido de novia olía a lavanda.
—Mi padre lamenta mucho lo ocurrido —le dijo—. Yo ignoraba que hubiera mandado llevar a cabo las perforaciones… él creyó que nos gustaría saber que había carbón en tus tierras. No sabía que tú eras tan acérrimamente contraria a las explotaciones mineras.
—¿Por qué no se lo dijiste? —preguntó Lizzie en tono receloso.
Jay extendió las manos en gesto de impotencia.
—Él no me lo preguntó. —Lizzie le miró con incredulidad, pero él se guardaba otro as en la manga—. Y hay otra cosa. El regalo de boda.
—¿Qué es?
—Mockjack Hall… una plantación de tabaco en Virginia. Podremos irnos enseguida.
Lizzie le miró, sorprendida.
—Es lo que siempre hemos querido, ¿verdad? —dijo él—. Empezar de nuevo en otro país… ¡una aventura!
Poco a poco, el rostro de ella se iluminó con una sonrisa.
—¿De veras? ¿En Virginia? ¿No me engañas?
Jay casi no podía creerlo.
—¿Entonces aceptas? —le preguntó con inquietud.
Lizzie sonrió y asintió con la cabeza, mirándole con lágrimas en los ojos sin apenas poder hablar a causa de la emoción.
Jay comprendió que había ganado. Tenía todo lo que quería. Era algo así como haber ganado una mano en las cartas. Había llegado la hora de embolsarse las ganancias.
Se levantó, le dio la mano para ayudarla a levantarse y le ofreció su brazo.
—Ven conmigo entonces —le dijo—. Vamos a casarnos.