15

El brandy alivió aquella noche el dolor de las heridas de Mack, pero, a la mañana siguiente, el joven se despertó con todo el cuerpo dolorido, desde los pies destrozados por los fuertes puntapiés de Rees Preece hasta la cabeza, donde las sienes le pulsaban con inusitada violencia. El rostro que vio en el trozo de espejo que utilizaba para afeitarse estaba lleno de cortes y magulladuras y el dolor le impedía tocárselo y tanto menos afeitarse.

Aun así, se sentía rebosante de entusiasmo. Lizzie Hallim siempre conseguía animarle. Su audacia superaba todos los obstáculos. ¿Qué iba a hacer a continuación? Cuando la había visto sentada en el borde de la cama, a duras penas había podido resistir el impulso de estrecharla en sus brazos. Al final, había conseguido vencer la tentación, pensando que semejante comportamiento hubiera marcado el final de aquella curiosa amistad. Una cosa era que ella quebrantara las normas, pues era una dama. Lizzie podía jugar con un cachorrillo si quería, pero, si éste la mordiera, lo sacaría sin contemplaciones al patio.

Al decirle ella que se iba a casar con Jay Jamisson, Mack se había mordido la lengua para no decirle que era una estúpida. No era asunto suyo y no quería ofenderla.

Bridget, la mujer de Dermot, le preparó un desayuno de gachas saladas y Mack se lo comió en compañía de los niños. Bridget tenía unos treinta años y debía de haber sido muy guapa, pero ahora estaba muy desmejorada. Cuando terminó de comer, Mack salió con Dermot a buscar trabajo.

—A ver si traéis un poco de dinero a casa —les gritó Bridget mientras salían.

No estuvieron de suerte aquel día. Recorrieron todos los mercados de comestibles de Londres, ofreciéndose como mozos para acarrear cestas de pescado, toneles de vino y sanguinolentos pedazos de carne destinados al consumo de la hambrienta ciudad de Londres, pero los aspirantes eran muchos y no había trabajo para todos. Al mediodía se dieron finalmente por vencidos y se dirigieron al West End para probar en los cafés. Al atardecer estaban tan fatigados como si se hubieran pasado todo el día trabajando, pero no habían conseguido ganar ni un céntimo.

Al entrar en el Strand, una pequeña figura salió precipitadamente de una callejuela con la rapidez de un conejo y chocó contra Dermot. Era una escuálida, asustada y andrajosa chiquilla de unos trece años. Dermot emitió un ruido semejante al de una vejiga pinchada. La niña lanzó un grito, se tambaleó y recuperó el equilibrio. La seguía un musculoso joven, vestido con unas elegantes, pero arrugadas prendas. Estaba a punto de agarrarla cuando la niña rebotó tras haber chocado con Dermot, se agachó, lo esquivó y escapó corriendo. Después tropezó, cayó y el joven se le echó encima.

La niña gritó aterrorizada. Loco de rabia, el joven agarró su frágil cuerpo, empezó a propinarle puñetazos en la cabeza, la derribó de nuevo al suelo y la emprendió a puntapiés con ella, golpeándole el escuálido tronco con las lujosas botas.

Mack ya estaba acostumbrado a la violencia de las calles de Londres. Los hombres, las mujeres y los niños se peleaban constantemente y se daban puñetazos y bofetadas a cada dos por tres, probablemente por efecto de la ginebra barata que se vendía en las tiendecitas de las esquinas. Sin embargo, jamás había visto a un hombre golpear de una forma tan despiadada a una chiquilla desvalida. Temió que fuera a matarla. Aún le dolía el cuerpo tras su encuentro con la Montaña Galesa y por nada del mundo hubiera querido enzarzarse en otra pelea, pero no pudo quedarse cruzado de brazos sin hacer nada. Cuando el hombre estaba a punto de propinarle a la niña otro puntapié, Mack lo agarró sin miramientos y lo hizo girar sobre sí mismo.

El hombre, que le llevaba a Mack varios centímetros de estatura, se volvió y, apoyando la mano en el centro de su pecho, lo empujó fuertemente hacia atrás. Mack se tambaleó mientras el hombre se inclinaba de nuevo hacia la niña, la cual estaba intentando levantarse.

Un fuerte bofetón la hizo casi volar por los aires.

Mack perdió los estribos. Agarró al hombre por el cuello de la camisa y los fondillos de los pantalones y lo levantó del suelo. El hombre soltó un rugido de rabia y sorpresa y se estremeció violentamente mientras Mack lo levantaba en alto por encima de su cabeza.

Dermot contempló admirado la soltura con la cual Mack había levantado al joven del suelo.

—Eres un chico muy fuerte, Mack, te lo aseguro —le dijo.

—Quítame las cochinas manos de encima —gritó el hombre.

Mack lo depositó de nuevo en el suelo y lo agarró por una muñeca.

—Y usted deje en paz a la niña.

Dermot ayudó a la chiquilla a levantarse y la sujetó con una suavidad no exenta de firmeza.

—¡Es una maldita ladrona! —replicó el desconocido en tono desafiante.

De pronto, observó el devastado rostro de Mack y decidió no pelearse con él.

—¿Eso es todo? —preguntó Mack— a juzgar por los puntapiés que usted le estaba dando, cualquiera hubiera dicho que había matado al rey.

—¿Y a ti qué te importa lo que haya hecho? —dijo el hombre ya un poco más tranquilo.

Mack lo soltó.

—Cualquier cosa que haya hecho, creo que ya la ha castigado usted bastante.

—Se ve que acabas de desembarcar —dijo el hombre, mirándole de arriba abajo—. Eres un chico muy fuerte, pero, aun así, no durarás demasiado en Londres si te fías de la gente como ella —añadió, alejándose.

—Gracias, escocés… me has salvado la vida —le dijo la niña.

La gente adivinaba su procedencia escocesa por su acento. Mack no se había dado cuenta de que hablaba con acento hasta que llegó a Londres. En Heugh todo el mundo hablaba igual: hasta los Jamisson utilizaban una versión un poco más refinada del dialecto. Pero allí en Londres era algo así como una insignia.

Mack miró a la niña. Llevaba el cabello oscuro muy corto y en su rostro ya se empezaban a hinchar las magulladuras de los golpes. Su cuerpo era de niña, pero sus ojos poseían la madurez propia de los mayores. Le estudió con recelo, preguntándose sin duda qué querría de ella.

—¿Cómo estás? —le preguntó Mack.

—Me duele —contestó la niña, tocándose el costado—. Me hubiera gustado que mataras a ese maldito asqueroso.

—¿Qué le has hecho?

—He intentado robarle mientras follaba con Cora, pero se ha dado cuenta.

Mack asintió con la cabeza. Había oído decir que, a veces, las prostitutas tenían cómplices que robaban a sus clientes.

—¿Te apetece beber algo?

—Le besaría el culo al Papa a cambio de un buen trago de ginebra.

Mack jamás había oído a nadie hablar de aquella manera y tanto menos a una niña. No sabía si escandalizarse o echarse a reír.

Al otro lado de la calle estaba The Bear, la taberna donde él había derribado al Machacador de Bermondsey y le había ganado la libra al enano. Cruzó la calle y entró. Compró tres jarras de cerveza y los tres se detuvieron en una esquina para bebérselas.

Peg apuró casi todo el contenido de la suya en pocos tragos.

—Eres un buen hombre, escocés.

—Me llamo Mack —le dijo él—. Y éste es Dermot.

—Yo soy Peggy, pero me llaman Peg «la Rápida».

—Por la rapidez con que bebes, supongo.

La niña sonrió.

—En esta ciudad, si no bebes rápido, alguien te roba la bebida.

¿De dónde eres?

—De un pueblo llamado Heugh, a unos ochenta kilómetros de Edimburgo.

—¿Y dónde está Edimburgo?

—En Escocia.

—¿Y eso queda muy lejos?

—Tardé una semana en barco, bordeando la costa. —La semana se le había hecho muy larga, pues el mar lo ponía nervioso. Tras haberse pasado quince años trabajando en la mina, la inmensidad del océano lo aturdía. Sin embargo, se había visto obligado a subir a los mástiles para amarrar cabos en toda clase de condiciones meteorológicas. Jamás sería marinero—. Creo que la diligencia tarda trece días.

—¿Y por qué te fuiste?

—Para ser libre. Me escapé. En Escocia, los mineros del carbón son esclavos.

—¿Quieres decir como los negros de Jamaica?

—Me parece que sabes más de Jamaica que de Escocia.

—¿Y eso qué tiene de malo? —replicó la niña, molesta por la crítica implícita.

—Nada. Simplemente que Escocia está más cerca.

—Ya lo sé.

Mack comprendió que mentía. Se compadeció de ella porque era sólo una chiquilla a pesar de sus bravatas.

—¿Estás bien, Peggy? —preguntó una voz femenina casi sin resuello.

Mack levantó la vista y vio a una joven vestida de color anaranjado.

—Hola, Cora —contestó Peg—. Me ha rescatado un apuesto príncipe. Te presento al escocés McKnock.

Cora miró con una sonrisa a Mack, diciendo:

—Gracias por ayudar a Peg. Confío en que esas magulladuras no se las hayan hecho por defenderla.

Mack sacudió la cabeza.

—Eso me lo hizo otro animal.

—Dejen que les invite a un trago de ginebra.

Mack estaba a punto de rechazar la invitación, pues hubiera preferido una cerveza, pero Dermot se le adelantó:

—Es usted muy amable, gracias.

Mack la miró mientras se dirigía a la taberna. Debía de tener unos veinte años y tenía un rostro angelical y una preciosa mata pelirroja.

Lamentó que una chica tan joven y agraciada tuviera que dedicarse a la prostitución.

—O sea que ésa estaba follando con el tipo que te persiguió, ¿verdad? —le preguntó a la niña.

—Bueno, no suele llegar hasta el fondo con un hombre —contestó Peg en tono de experta—. Por regla general, los deja en una callejuela con la picha levantada y los pantalones bajados.

—Mientras tú te escapas con la bolsa —dijo Dermot.

—¿Yo? Qué va, hombre. Yo soy una dama de compañía de la reina Carlota.

Cora se sentó al lado de Mack. Llevaba un fuerte perfume con esencias de sándalo y canela.

—¿Y qué hace usted en Londres, escocés?

Mack la miró. Era muy atractiva.

—Buscar trabajo.

—¿Y ha encontrado algo?

—Poca cosa.

La joven sacudió la cabeza.

—Ha sido un invierno muy jodido, frío como una tumba y con el precio del pan por las nubes. Hay demasiados hombres como usted por ahí.

—Por eso mi padre se convirtió en ladrón hace dos años, pero lo malo es que no se le daba muy bien —dijo la niña.

Mack apartó a regañadientes la mirada de Cora y miró a Peg.

—¿Qué le pasó?

—Danzó con el collar del alguacil.

—¿Cómo?

Dermot se lo explicó.

—Quiere decir que lo ahorcaron.

—Oh, cuánto lo siento —dijo Mack.

—No lo sientas por mí, escocés. Me pone enferma.

Peg era un auténtico caso perdido.

—Bueno, bueno, no lo siento —dijo Mack en tono apaciguador.

—Si quiere trabajar —dijo Cora—, conozco a uno que está buscando descargadores de carbón en el muelle. Es un trabajo tan duro que sólo los jóvenes lo pueden hacer y prefieren que sean forasteros porque no se quejan tanto.

—Soy capaz de hacer cualquier cosa —dijo Mack, pensando en Esther.

—Las cuadrillas de descargadores de carbón las organizan los taberneros de Wapping. Yo conozco a uno, Sidney Lennox del Sun.

—¿Es buena persona?

Cora y Peg se echaron a reír al unísono.

—Es un miserable cerdo borracho y maloliente que miente y engaña a todo el mundo, pero todos son iguales, ¿qué se le va a hacer?

—¿Querrá usted acompañarnos al Sun?

—Allá ustedes —dijo Cora.

Una sofocante bruma de sudor y polvo de carbón llenaba la opresiva bodega del barco de madera. Mack se encontraba encima de una montaña de carbón, recogiendo a buen ritmo grandes paletadas. El trabajo era tremendamente duro, le dolían los brazos y estaba empapado en sudor, pero se sentía a gusto. Era joven y fuerte, ganaba dinero y no era esclavo de nadie.

Pertenecía a una cuadrilla de dieciséis descargadores de carbón que gruñían, soltaban maldiciones y contaban chistes mientras trabajaban. Casi todos sus compañeros eran musculosos campesinos irlandeses, pues la tarea resultaba demasiado dura para los escuchimizados hombres de la ciudad. Dermot, a sus treinta años, era el mayor del grupo.

Por lo visto, estaba condenado a no librarse del carbón. Pero el mundo daba muchas vueltas. Mientras trabajaba, Mack se preguntaba adónde iría a parar todo aquel carbón y pensaba en todos los salones de Londres que calentaría y en los miles de cocinas, hornos de tahonas y fábricas de cerveza que alimentaría. El voraz apetito de carbón de la ciudad era insaciable.

Era un sábado por la tarde y la cuadrilla ya casi había terminado de descargar todo el carbón del Back Smarn de Newcastle. Mack disfrutaba calculando cuánto le pagarían aquella noche. Era el segundo barco que descargaban aquella semana y la cuadrilla cobraba 16 peniques, es decir, un penique por barba por cada veinte sacos. Un hombre fuerte con una pala grande podía descargar una cantidad equivalente al contenido de un saco en un par de minutos. Calculaba que cada hombre había ganado seis libras brutas.

No obstante, había algunas deducciones. Sidney Lennox, el intermediario o «contratante», enviaba a bordo grandes cantidades de ginebra y cerveza para los hombres. Los descargadores tenían que beber mucho para reponer el líquido que perdían sudando, pero Lennox les daba más de lo necesario y los hombres se lo bebían todo, por lo que era lógico que hubiera algún accidente antes de que finalizara la jornada. Y la bebida se tenía que pagar. Por consiguiente, Mack no sabía muy bien lo que le iban a dar cuando aquella noche hiciera cola en la taberna para cobrar el salario. Sin embargo, aunque la mitad del dinero se fuera en deducciones, un cálculo sin duda exagerado, el resto doblaba lo que ganaba un minero en una semana laboral de seis días.

A aquel paso, podría enviar por Esther en muy pocas semanas.

Le había escrito una carta a su hermana nada más instalarse en casa de Dermot y ella se había apresurado a contestarle. Su fuga había sido la comidilla del valle, le decía. Algunos de los jóvenes picadores estaban tratando de enviar un documento de protesta al Parlamento inglés contra la esclavitud en las minas. Y Annie se había casado con Jimmy Lee.

Mack experimentó una punzada de nostalgia al pensar en Annie. Jamás volvería a retozar en el brezal con ella. Pero Jimmy Lee era un buen chico. A lo mejor, el documento de protesta sería el principio del cambio. A lo mejor, los hijos de Annie y Jimmy Lee serían libres.

Introdujeron los últimos restos de carbón en los sacos y éstos se cargaron en una barcaza que los trasladaría a la orilla desde donde los llevarían a un cercano almacén. Mack enderezó la dolorida espalda y se echó la pala al hombro. Arriba en la cubierta el aire frío le azotó el cuerpo. Se puso la camisa y la capa de piel que Lizzie Hallim le había dado. Los descargadores de carbón se trasladaron a la orilla en la barcaza que transportaba los últimos sacos y se dirigieron a pie al Sun para cobrar la paga.

El Sun era una taberna frecuentada por marinos y estibadores. El suelo era de tierra, los bancos y las mesas estaban rotos y una chimenea cuyo humo se esparcía por el local daba un poco de calor. El tabernero Sidney Lennox era un jugador y siempre había alguna partida en marcha: cartas, dados o algún complicado juego con un tablero y unas fichas. Lo único bueno que tenía el lugar era Back Mary, la cocinera africana que preparaba unos picantes y sabrosos guisos a base de mariscos y carne de segunda que a los clientes les sabían a gloria.

Mack y Dermot fueron los primeros en llegar. Encontraron a Peg sentada en el bar con las piernas cruzadas, fumando tabaco de Virginia en una pipa de arcilla. La niña vivía en el Sun y dormía en el suelo, en un rincón de la taberna. Lennox era no sólo contratante sino también receptador de objetos robados, por lo que Peg le vendía todo lo que birlaba. Al ver a Mack, soltó un escupitajo al fuego y le dijo alegremente:

—Hola, escocés… ¿has rescatado a alguna otra doncella en apuros?

—Hoy no —le contestó él, mirándola con una sonrisa.

Back Mary asomó su sonriente rostro por la puerta de la cocina.

—¿Sopa de rabo de buey, chicos?

Hablaba con acento de los Países Bajos y algunos decían que era una antigua esclava de un capitán de barco holandés.

—Sólo un par de calderas para mí, por favor —le contestó Mack.

—Tenemos hambre, ¿eh? —dijo ella sonriendo—. ¿Habéis trabajado mucho?

—Sólo un poco de ejercicio para que nos entrara el apetito —contestó Dermot.

Mack no tenía dinero para pagarse la cena, pero Lennox concedía crédito a todos los descargadores de carbón y después se lo descontaba de la paga. A partir de aquella noche, pensó Mack, lo pagaría todo en efectivo, no quería contraer deudas.

Se sentó al lado de Peg y le preguntó en tono de chanza:

—¿Qué tal va el negocio?

La niña se tomó la pregunta en serio:

—Esta tarde Cora y yo nos hemos tropezado con un tipo muy rico y ahora tenemos la noche libre.

A Mack le hacía gracia tener amistad con una ladrona. Sabía cuál era la causa que impulsaba a la chica a robar: no tenía ninguna otra alternativa si no quería morirse de hambre. Sin embargo, algo en su interior, tal vez un residuo de las actitudes de su madre, lo inducía a no aprobar su conducta.

Peg era una niña escuálida, menuda y tremendamente frágil, con unos preciosos ojos azules y el temperamento propio de una delincuente empedernida, tal como efectivamente la consideraba la gente.

Mack sospechaba, sin embargo, que su dura apariencia no era más que una coraza protectora, tras la cual se ocultaba probablemente una desvalida chiquilla asustada sin nadie en el mundo que cuidara de ella.

Back Mary le sirvió una sopa con unas cuantas ostras flotando, una rebanada de pan y una jarra de cerveza negra. Mack se abalanzó sobre la comida como un lobo hambriento.

Los otros descargadores ya estaban entrando a la taberna.

A Lennox no se le veía por ninguna parte, lo cual era muy extraño, pues normalmente siempre se encontraba en el local, jugando a las cartas o los dados con sus clientes. Mack estaba deseando que apareciera, pues quería saber cuánto dinero había ganado aquella semana.

Llegó a la conclusión de que Lennox les estaba haciendo esperar para que se gastaran más dinero en la taberna.

Cora se presentó al cabo de aproximadamente una hora. Estaba tan guapa como de costumbre, con un vestido de color mostaza ribeteado de negro. Todos los hombres la saludaron con entusiasmo, para asombro de Mack, la muchacha decidió sentarse a su lado.

—Me han dicho que has tenido una tarde muy fructífera —le dijo Mack.

—Un dinero muy fácil de ganar —contestó ella—. El vejestorio hubiera tenido que ser un poco más juicioso.

—Dime cómo lo haces para que yo no sea víctima de alguien como tú.

Ella le miró con expresión coqueta.

—Tú nunca tendrás que pagar nada a las mujeres, Mack. Eso te lo digo yo.

—Pero dímelo de todos modos… siento curiosidad.

—Lo más fácil es elegir a un ricachón con unas copas de más, tratar de encandilarle, llevarle a un callejón oscuro y escapar con el dinero.

—¿Y es eso lo que has hecho hoy?

—No lo de hoy ha sido mucho mejor. Encontramos una casa vacía y sobornamos al criado que la cuidaba. Yo hice el papel de una dama aburrida… y Peg el de mi sirvienta. Lo llevamos a la casa, simulando que yo vivía allí. Me quité la ropa, conseguí que se metiera en la cama y entonces entró Peg muy alterada, diciendo que mi marido había regresado inesperadamente.

Peg se partió de risa.

—Hubieras tenido que ver la cara del pobre viejo. ¡Estaba tan muerto de miedo que se escondió en un armario!

—Nos fuimos con su billetero, su reloj y toda su ropa.

—¡Probablemente aún está en el armario! —dijo Peg.

Ambas se desternillaron de risa.

Las mujeres de los descargadores entraron en la taberna, muchas de ellas con sus hijos en brazos o agarrados de sus faldas. Algunas eran muy guapas, pero otras parecían muy cansadas y desnutridas, esposas apaleadas de maridos violentos. Mack pensó que todas estaban allí para recibir por lo menos una parte de la paga antes de que sus maridos se gastaran el dinero en la bebida y el juego o de que las prostitutas se lo robaran. Bridget Riley entró con sus cinco hijos y se sentó con Dermot y Mack.

Al final, Lennox apareció a medianoche.

Llevaba un saco de cuero lleno de monedas y un par de pistolas para protegerse de los ladrones, según él. En cuanto lo vieron entrar, los descargadores de carbón, la mayoría de los cuales ya estaban bebidos a aquella hora, lo acogieron con vítores y aclamaciones como si fuera un héroe conquistador. Mack experimentó un momentáneo sentimiento de desprecio hacia sus compañeros: ¿por qué mostraban gratitud por algo que era simplemente lo que les correspondía? Lennox era un tipo ceñudo y musculoso de unos treinta años de edad.

Calzaba botas altas, vestía un chaleco de franela sin camisa y se encontraba en muy buena forma porque estaba acostumbrado a acarrear barriles de cerveza y aguardiente. Mantenía la boca siempre torcida en una mueca de crueldad y emanaba de él un olor muy característico, semejante al de la fruta podrida. Mack observó que Peg se estremecía involuntariamente de miedo al paso del tabernero.

Lennox empujó una mesa a un rincón y colocó encima de ella el saco y las pistolas. Los hombres y las mujeres se congregaron a su alrededor entre codazos y empujones, como si temieran que se fugara con el dinero antes de que les tocara el turno. Mack se quedó detrás.

Le parecía una indignidad ir corriendo a buscar la paga que se había ganado.

Oyó la áspera voz de Lennox, elevándose por encima del griterío de los presentes.

—Cada hombre ha ganado esta semana una libra y once peniques sin descontar las cuentas de la taberna.

Mack no estuvo muy seguro de haber oído bien. Habían descargado dos barcos, algo así como unos treinta mil sacos de carbón, lo cual equivalía a unos ingresos brutos de seis libras por barba. ¿Cómo era posible que la cantidad hubiera quedado reducida a algo más de una libra por barba?

Se oyó un murmullo de decepción entre los hombres, pero ninguno de ellos puso en duda la cifra. Mientras Lennox empezaba a contar las pagas individuales, Mack le dijo:

—Un momento. ¿Cómo lo has calculado?

Lennox levantó los ojos y le miró con cara de pocos amigos.

—Habéis descargado veintinueve mil sacos de carbón, lo cual equivale a seis libras y seis peniques brutos. Si se deducen quince chelines diarios por bebidas…

—¿Cómo? —lo interrumpió Mack—. ¿Quince chelines diarios?

¡Eran tres cuartas partes de sus ingresos!

—Eso es un auténtico robo —musitó Dermot Riley.

Algunos hombres y mujeres le hicieron eco con sus murmullos.

—Cobro una comisión de dieciséis peniques por hombre y barco —añadió Lennox—. Otros dieciséis peniques son la propina del capitán, seis peniques diarios por el alquiler de la pala…

—¿Alquiler de la pala? —estalló Mack.

—Tú eres nuevo aquí y no conoces las reglas, McAsh —le dijo Lennox con voz chirriante—. ¿Por qué no callas la maldita boca y me dejas seguir? De lo contrario, aquí no va a cobrar nadie.

Mack estaba indignado, pero el sentido común lo indujo a pensar que Lennox no se había inventado el sistema aquella noche: debía de ser algo previamente acordado y aceptado por los hombres. Peg le tiró de la manga y le dijo en voz baja:

—No armes jaleo, escocés… Lennox te lo hará pagar muy caro.

Mack se encogió de hombros y se calló. Sin embargo, su protesta había surtido efecto en sus compañeros. Dermot Riley intervino diciendo:

—Yo no me he bebido quince chelines de alcohol diarios.

—Por supuesto que no —añadió su mujer.

—Ni yo tampoco —dijo otro—. ¿Quién podría beberse esa cantidad? ¡Un hombre explotaría si se bebiera toda esa cerveza!

—Eso es lo que yo os he enviado a bordo —replicó Lennox en tono enojado—, ¿creéis que puedo llevar la cuenta de lo que bebe al día cada hombre?

—¡Si no la llevas, eres el único tabernero de Londres que no lo hace! —dijo Mack entre las carcajadas de sus compañeros.

El tono de burla de Mack y las risotadas de sus compañeros provocaron la ira de Lennox.

—Las reglas establecen que hay que pagar dieciséis chelines por la bebida, tanto si uno se la bebe como si no —dijo el tabernero, mirando enfurecido a los hombres.

Mack se acercó a la mesa.

—Pues mira, yo tengo otro sistema —dijo—. No pago el alcohol que no he bebido ni he pedido. Es posible que tú no hayas llevado la cuenta, pero yo sí y puedo decirte exactamente lo que te debo.

—Yo también —dijo otro hombre. Era Charlie Smith, un negro nacido en Inglaterra que hablaba con un marcado acento de Newcastle—. He bebido ochenta y tres jarras de la cerveza que tú vendes aquí a cuatro peniques. O sea veintisiete chelines con ocho peniques para toda la semana, no quince chelines diarios.

—Tú tienes suerte de que te paguen, negro de mierda —replicó Lennox—, tendrías que estar trabajando como un esclavo.

Charlie le miró con expresión sombría.

—Soy inglés y cristiano y mucho mejor que tú porque soy honrado —dijo, procurando dominar su furia.

—Yo también puedo decirte exactamente lo que he bebido —dijo Dermot Riley.

Lennox se estaba empezando a enfadar en serio.

—Si no os andáis con cuidado, nadie va a cobrar nada —les advirtió a los hombres.

Mack pensó entonces que sería mejor que se calmaran los ánimos.

Trató de inventarse algo, pero, al ver a Bridget Riley y a sus cinco hijos hambrientos, no pudo contener su indignación y le dijo a Lennox:

—No abandonarás esta mesa hasta que nos hayas pagado lo que nos debes.

Lennox desvió la vista hacia las pistolas.

Con un rápido movimiento, Mack arrojó las pistolas al suelo.

—Tampoco podrás escapar disparándome un tiro, maldito ladrón —le gritó.

Lennox parecía un mastín acorralado. Mack temió haber ido demasiado lejos. Quizá hubiera sido mejor abandonar la taberna para salvar la cara, pero ahora ya era demasiado tarde. Lennox tenía que rectificar. Había hecho beber más de la cuenta a los descargadores y ahora éstos lo matarían a no ser que les pagara.

Se reclinó en su asiento, entornó los ojos y le dirigió a Mack una mirada asesina diciendo:

—Esto me lo vas a pagar, McAsh, te lo juro por Dios.

Mack le contestó en tono pausado:

—Vamos, Lennox, los hombres sólo te piden que les pagues lo que les debes.

Lennox no se ablandó, pero cedió y empezó a contar a regañadientes el dinero. Primero pagó a Charlie Smith, después a Dermot Riley y a continuación, a Mack, dando por buenas las cantidades de bebidas alcohólicas que éstos afirmaban haber consumido.

Mack se apartó de la mesa, rebosante de alegría. Tenía en la mano tres libras con nueve chelines: si guardara la mitad para Esther, aún le sobraría una buena cantidad.

Otros descargadores calcularon lo que habían bebido y Lennox no lo discutió, excepto en el caso de Sam Potter, un corpulento muchacho de Cork, el cual afirmó haber bebido tan sólo treinta jarras entre las risas generales de sus compañeros. Al final, se conformó con que le asignaran el triple.

Un sentimiento de júbilo se extendió entre los hombres y sus mujeres mientras se guardaban las ganancias. Varios de ellos se acercaron a Mack para darle unas palmadas en la espalda y Bridget Riley incluso le dio un beso. Mack sabía que había hecho algo extraordinario, pero mucho se temía que el espectáculo aún no hubiera terminado. Lennox había cedido con demasiada facilidad.

Mientras el último hombre cobraba su paga, Mack recogió del suelo las pistolas de Lennox, vació la pólvora para que no se pudieran disparar y las volvió a depositar sobre la mesa.

Lennox tomó las pistolas descargadas y la bolsa casi vacía del dinero y se levantó. Se hizo un profundo silencio en el local mientras Lennox se dirigía a la puerta que daba acceso a sus habitaciones privadas. Todos observaron sus movimientos con atención, como si temieran que pudiera encontrar algún medio de quitarles el dinero. Al llegar a la puerta, Lennox se volvió.

—Ya os podéis ir todos a casa —dijo, mirándoles con un destello de perversidad en los ojos—. Y no volváis el lunes. No habrá trabajo para vosotros. Estáis despedidos.

Mack se pasó casi toda la noche despierto, presa de una gran inquietud. Algunos descargadores decían que el lunes Lennox ya habría olvidado el incidente, pero Mack lo dudaba. Lennox no era el tipo de hombre acostumbrado a la derrota. No tendría ninguna dificultad en encontrar a otros dieciséis jóvenes para su cuadrilla.

La culpa era toda suya, pensó Mack. Los descargadores de carbón eran como los bueyes: fuertes, estúpidos y fáciles de conducir. Jamás se hubieran rebelado contra Lennox si él no los hubiera empujado.

Ahora Mack se sentía obligado a enderezar la situación.

El domingo por la mañana se levantó temprano y se dirigió a la otra habitación. Dermot y su mujer dormían sobre un colchón y los cinco niños dormían todos juntos en el otro extremo de la estancia.

Mack sacudió a Dermot.

—Tenemos que encontrar trabajo para la cuadrilla antes del lunes —le dijo.

Dermot se levantó y Bridget murmuró desde la cama:

—Vestíos de una forma respetable si queréis causar buena impresión a un intermediario.

Dermot se puso un viejo chaleco de color rojo y le prestó a Mack la camisa de seda azul con corbatín que se había comprado para el día de su boda. Por el camino, recogieron a Charlie Smith, el cual llevaba cinco años trabajando como descargador y conocía a todo el mundo. Se puso su mejor chaqueta azul y se dirigieron los tres juntos a Wapping.

Las sucias calles del barrio portuario estaban casi desiertas y las campanas de los cientos de iglesias de Londres convocaban a los fieles a la oración, pero casi todos los marineros, estibadores y obreros de los almacenes querían disfrutar de su día de descanso y solían quedarse en casa. Las pardas aguas del Támesis acariciaban perezosamente los desiertos embarcaderos y las ratas campaban a sus anchas por la orilla.

Todos los intermediarios de la descarga de carbón eran taberneros. Los tres hombres entraron en primer lugar en la Frying Pan, situada a escasos metros del Sun. Encontraron al tabernero, hirviendo jamón en el patio. Mack aspiró el delicioso aroma y se le hizo la boca agua.

—Hola, Harry —saludó alegremente Charlie.

El tabernero les miró con expresión avinagrada.

—¿Qué es lo que queréis, chicos, si no es cerveza?

—Trabajo —le contestaron—. ¿Tienes que descargar algún barco mañana?

—Sí y tengo una cuadrilla para hacerlo, pero gracias de todos modos.

Los tres amigos se retiraron.

—¿Qué le pasaba? —les preguntó Dermot a sus compañeros—. Nos ha mirado como si fuéramos leprosos.

—Anoche debió de beber demasiada ginebra —dijo Charlie.

Mack temió que fuera algo mucho más grave, pero prefirió no decir nada de momento.

—Vamos al King’s Head —dijo.

Varios descargadores de carbón que estaban bebiendo cerveza en el local saludaron a Charlie.

—¿Estáis ocupados, chicos? —les preguntó Charlie—. Buscamos un barco.

El tabernero le oyó.

—¿Vosotros trabajabais para Sidney Lennox, el del Sun?

—Sí, pero la semana que viene no nos necesita —contestó rápidamente Charlie.

—Ni yo tampoco —dijo el tabernero.

Al salir, Charlie dijo:

—Vamos a probar con Buck Delaney del Swan. Suele tener dos o tres cuadrillas a la vez.

El Swan era una taberna muy bulliciosa que contaba con cuadras para caballos, un café, un almacén de carbón y varias barras. Encontraron al propietario irlandés en su habitación privada que daba al patio. Delaney había sido descargador de carbón en su juventud, pero ahora se ponía peluca y un corbatín de encaje para tomar su desayuno a base de café y carne fría de buey.

—Permitidme que os dé un consejo, muchachos —les dijo—. Todos los contratantes de Londres saben lo que ocurrió anoche en el Sun. Ninguno de ellos os dará trabajo. Sidney Lennox ya se ha encargado de que así sea.

Mack se desesperó. Temía que ocurriera algo por el estilo.

—Yo que vosotros —añadió Delaney— tomaría un barco y me alejaría uno o dos años de la ciudad. Cuando regreséis, el incidente ya se habrá olvidado.

—¿Eso quiere decir que los descargadores de carbón tendrán que ser eternamente estafados por vosotros los contratantes? —replicó Dermot enfurecido.

Si Delaney se ofendió, lo disimuló muy bien.

—Mira a tu alrededor, muchacho —le dijo amablemente, abarcando con un vago gesto de la mano el servicio de plata, la estancia alfombrada y el próspero negocio que era el origen de todo aquel lujo—. Todo esto no lo he conseguido siendo honrado con la gente.

—¿Y qué impide que nosotros nos pongamos directamente en contacto con los capitanes y nos ofrezcamos a descargar los barcos? —preguntó Mack.

—Todo —contestó Delaney—. De vez en cuando aparece algún descargador de carbón como tú, McAsh, alguien con más arrestos que los demás que pretende formar su propia cuadrilla, prescindir del contratante y encargarse de los gastos de bebida y todo lo demás. Pero hay demasiada gente que gana demasiado dinero con la actual situación. —El tabernero sacudió la cabeza—. No eres el primero que protesta contra la injusticia del sistema, McAsh, y tampoco serás el último.

Mack se irritó ante el cinismo de Delaney, pero comprendió que el hombre decía la verdad. No se le ocurría nada más que decir. Sintiéndose derrotado, se encaminó hacia la puerta, seguido de Charlie y Dermot.

—Acepta mi consejo, McAsh —añadió Delaney—. Haz lo que yo. Búscate una pequeña taberna y dedícate a venderles bebidas a los descargadores de carbón. No intentes ayudarles y empieza a ayudarte a ti mismo. Lo harías muy bien, te lo aseguro. Tienes lo que hay que tener.

—¿Que haga lo que tú? —replicó Mack—. Tú te has hecho rico estafando a tus semejantes. Ni a cambio de un reino quisiera ser así.

Antes de salir, tuvo la satisfacción de ver que el rostro de Delaney se congestionaba de rabia.

Sin embargo, su alegría sólo duró el tiempo que tardó en cerrar la puerta. Había ganado la discusión, pero había perdido todo lo demás. Ojalá se hubiera tragado el orgullo y hubiera aceptado el sistema de los contratantes. Por lo menos, hubiera tenido un trabajo al día siguiente. Ahora no tenía nada… y había dejado a quince hombres con sus familias en la misma situación desesperada en la que él se encontraba. La perspectiva de mandar llamar a Esther a Londres estaba más lejos que nunca. Todo lo había hecho mal. Había sido un maldito insensato.

Los tres hombres se sentaron junto a una de las barras y pidieron pan y cerveza para desayunar. Había sido muy arrogante, pensó Mack, despreciando a sus compañeros por el hecho de aceptar sumisamente el destino que les había caído en suerte. Los había llamado mentalmente bueyes, pero, en realidad, el buey era él.

Recordó a Caspar Gordonson, el abogado radical que le había revelado cuáles eran sus derechos legales. Si pudiera hablar con Gordonson, pensó, le diría para qué servían los derechos legales.

Por lo visto, la ley sólo era útil para los que tenían el poder de hacerla cumplir… pero quizá él podría hacer otra cosa mejor. Tal vez, Gordonson accedería a convertirse en el defensor de los descargadores de carbón. Era abogado y constantemente escribía acerca de la libertad de los ingleses. Puede que él les echara una mano.

Merecía la pena intentarlo.

La carta fatídica que Mack había recibido de Caspar Gordonson procedía de una dirección de Fleet Street. El Fleet era una corriente de agua sucia que vertía su caudal en el Támesis al pie de la colina en cuya cima se levantaba la catedral de San Pablo. Gordonson vivía en una casa de ladrillo de planta y dos pisos, justo al lado de una espaciosa taberna.

—Debe de ser soltero —dijo Dermot.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Charlie Smith.

—Ventanas sucias, umbral lleno de polvo… en esta casa no hay ninguna señora.

Abrió la puerta un criado que no se sorprendió lo más mínimo cuando pidieron ver al señor Gordonson. En el momento en que ellos entraban, salieron dos caballeros muy bien vestidos que estaban manteniendo una acalorada discusión acerca de William Pitt, vizconde de Weymouth, canciller del Reino y secretario de Estado.

Sin interrumpir su conversación, uno de ellos saludó con un movimiento de la cabeza a Mack, el cual le miró con asombro, pues los caballeros solían ignorar a la gente de la clase baja.

Mack pensaba que la casa de un abogado tenía que ser un lugar lleno de polvorientos documentos y secretos murmullos, en la cual el único ruido que se escuchaba era el pausado rumor de las plumas, rascando el papel. Sin embargo, la casa de Gordonson parecía más bien una imprenta. En el vestíbulo se amontonaban los folletos y los periódicos atados con cuerdas mientras en el aire se aspiraba el olor del papel y la tinta y se oía un ruido de maquinaria procedente del sótano, donde funcionaba una prensa.

El criado entró en una estancia adyacente al vestíbulo. Mack se preguntó si no estaría perdiendo el tiempo. Seguramente las personas que escribían sesudos artículos en los periódicos no se ensuciaban las manos mezclándose con los trabajadores. A lo mejor, el interés de Gordonson por la libertad era de carácter puramente teórico.

Pero él tenía que intentarlo todo. Había conducido a sus compañeros de la cuadrilla de descargadores por el camino de la rebelión y ahora todos se habían quedado sin trabajo; tenía que hacer algo.

Se oyó una sonora y estridente voz desde el interior de la estancia.

—¿McAsh? ¡Jamás he oído hablar de él! ¿Quién es? ¿No lo sabes? ¡Pues pregúntaselo! Bueno, no importa…

Poco después un hombre calvo y sin peluca apareció en la puerta y miró a los tres descargadores de carbón a través de unas gafas.

—Creo que no conozco a ninguno de ustedes —dijo—. ¿Qué desean de mí?

Fue una presentación más bien descorazonadora.

—Hace poco me dio usted un mal consejo, pero, a pesar de ello, vuelvo para que me dé otro.

Se produjo una pausa en cuyo transcurso Mack creyó haber ofendido a Gordonson, pero éste no tardó en soltar una jovial carcajada.

—¿Quién es usted, si puede saberse?

—Malachi McAsh, llamado Mack. Trabajaba como minero de carbón en Heugh, cerca de Edimburgo, hasta que usted me escribió y me dijo que era un hombre libre.

El semblante de Gordonson se iluminó al recordarlo.

—¡Tú eres el minero amante de la libertad! Chócala, hombre.

Mack le presentó a Dermot y Charlie.

—Pasad. ¿Os apetece un vaso de vino?

Le siguieron al interior de una desordenada estancia amueblada con una mesa de escribir y estanterías con libros en las paredes. En el suelo se amontonaban toda clase de publicaciones y la mesa aparecía enteramente cubierta de galeradas. Un viejo y obeso perro dormía sobre una raída alfombra delante de la chimenea. Se aspiraba un denso aroma que quizá emanaba de la vieja alfombra, del perro o de ambas cosas a la vez. Mack apartó un libro de derecho que había sobre una silla y se sentó.

—Prefiero no tomar vino, gracias —contestó.

Quería estar en pleno uso de todas sus facultades.

—¿Una taza de café, quizá? El vino da sueño, pero el café despierta. —Sin esperar una respuesta, Gordonson le dijo al criado—: Café para todos. —Volviéndose a mirar a Mack, añadió—: Bueno, McAsh, ¿por qué fue malo mi consejo?

Mack le contó la historia de su fuga de Heugh. Dermot y Charlie le escucharon con atención, pues él jamás les había contado nada.

Gordonson encendió la pipa y exhaló unas nubes de humo, sacudiendo de vez en cuando la cabeza con expresión asqueada. Llegó el café cuando Mack ya estaba a punto de terminar su relato.

—Conozco a los Jamisson desde hace tiempo… son codiciosos, despiadados y brutales.

—¿Qué hiciste al llegar a Londres?

—Encontré trabajo como descargador de carbón —contestó Mack, explicándole lo que había ocurrido en el Sun.

—Las pagas que ofrecen los taberneros a los descargadores de carbón son un escándalo que viene de muy antiguo.

Mack asintió con la cabeza.

—Me han dicho que no soy el primero en protestar.

—En efecto. En realidad, el Parlamento aprobó hace diez años una ley que prohíbe esta práctica.

Mack le miró, asombrado.

—Pues entonces, ¿cómo es posible que lo sigan haciendo como si tal cosa?

—La ley jamás se ha hecho cumplir.

—¿Por qué no?

—El Gobierno teme que se produzcan dificultades en el suministro de carbón. Londres vive gracias al carbón… aquí no se hace nada sin él… no se cocería el pan, no se elaboraría cerveza, no se soplaría el vidrio, no se fundiría el hierro, no se herrarían los caballos, no se fabricarían clavos…

—Comprendo —dijo Mack, interrumpiéndole con impaciencia—. No tendría que sorprenderme que la ley no haga nada por la gente como nosotros.

—Bueno, en eso te equivocas —dijo Gordonson con cierta pedantería—. La ley no toma decisiones. Carece de voluntad. Es como un arma o una herramienta: trabaja por los que la toman en sus manos y la utilizan.

—Los ricos.

—Generalmente, sí —reconoció Gordonson—. Pero podría trabajar para vosotros.

—¿Cómo? —preguntó ansiosamente Mack.

—Imagínate que tú te inventaras un sistema alternativo de cuadrillas para la descarga de los barcos de carbón.

Era lo que Mack esperaba.

—No sería difícil —dijo—. Los hombres podrían elegir a uno de ellos para que fuera el contratante e hiciera los tratos con los capitanes. El dinero se repartiría en cuanto se cobrara.

—Supongo que los descargadores de carbón preferirían trabajar con el nuevo sistema y poder gastarse la paga a su antojo —añadió el abogado.

—Sí —dijo Mack, disimulando su emoción—. Y pagar tan sólo la cerveza que consumieran, tal como lo hace todo el mundo. —Pero ¿accedería Gordonson a ponerse del lado de los descargadores de carbón? En caso afirmativo, todo cambiaría.

—Ya se ha intentado otras veces y no ha dado resultado —dijo Charlie Smith en tono abatido.

Mack recordó que Charlie llevaba muchos años trabajando como descargador de carbón.

—¿Y por qué no da resultado? —le preguntó.

—Porque los contratantes sobornan a los capitanes de los barcos para que no utilicen los servicios de las nuevas cuadrillas. Y entonces se producen problemas y riñas entre las cuadrillas y las sanciones por las riñas siempre se imponen a las nuevas cuadrillas porque los magistrados son también contratantes o amigos de contratantes… y, al final, los descargadores de carbón vuelven al antiguo sistema.

—Qué necios —dijo Mack.

Charlie se ofendió.

—Claro, porque, si fueran listos, supongo que no serían descargadores de carbón.

Mack comprendió que había sido un poco arrogante, pero no podía evitar indignarse ante el hecho de que los hombres fueran sus propios enemigos.

—Sólo necesitan un poco de determinación y solidaridad —dijo.

—Hay algo más —terció Gordonson—. Es una cuestión política. Recuerdo la última disputa de los descargadores de carbón. Fueron derrotados porque no tenían a nadie que los defendiera. Los contratantes estaban contra ellos y nadie estaba a favor suyo.

—¿Y por qué sería distinto esta vez? —preguntó Mack.

—Por John Wilkes.

Wilkes era el defensor de la libertad, pero ahora se encontraba en el exilio.

—No puede hacer mucho por nosotros desde París.

—No está en París. Ha vuelto.

Era una sorpresa.

—¿Y qué va a hacer?

—Presentarse candidato al Parlamento.

Mack no acertaba a comprender de qué forma ello podría influir en los círculos políticos de Londres.

—No veo muy claro de qué nos iba a servir eso a nosotros.

—Wilkes se pondrá del lado de los descargadores de carbón y el Gobierno se pondrá del lado de los contratantes. Ese debate en el que los trabajadores tendrían la ley de su parte le sería muy beneficioso a Wilkes.

—¿Y cómo sabe usted lo que hará Wilkes?

Gordonson esbozó una sonrisa.

—Soy su representante electoral.

Gordonson era más poderoso de lo que Mack suponía. Estaban de suerte.

Charlie Smith, todavía escéptico, dijo:

—O sea que usted quiere utilizar a los descargadores de carbón para sus fines políticos.

—Exacto —dijo Gordonson, posando la pipa—. Pero ¿por qué creéis que presto mi apoyo a Wilkes? Os lo voy a explicar. Hoy habéis venido a mí para quejaros de una injusticia. Es algo que ocurre muy a menudo. Hombres y mujeres corrientes son cruelmente explotados en beneficio de algún desalmado codicioso como George Jamisson o Sidney Lennox. Y eso es malo para el comercio porque las malas empresas perjudican a las buenas. Y, aunque fuera bueno para el comercio, sería una iniquidad. Amo a mi país y aborrezco a los malvados capaces de destruir a su pueblo y destrozar su prosperidad. Por eso me paso la vida luchando por la justicia. —Gordonson sonrió y se volvió a colocar la pipa entre los labios—. Confío en que no os parezca una presunción.

—De ninguna manera —dijo Mack—. Me alegro de que esté de nuestra parte.