Lizzie Hallim y su madre cruzaron la ciudad de Londres en dirección norte en un coche de alquiler. Lizzie se sentía muy feliz y estaba enormemente emocionada: iban a reunirse con Jay para examinar una casa.
—No cabe duda de que sir George ha cambiado de actitud —dijo lady Hallim—. Nos ha llevado a Londres, está organizando una fastuosa boda y ahora se ha ofrecido incluso a pagarnos el alquiler de una casa en Londres.
—Creo que lady Jamisson lo ha convencido —dijo Lizzie—, pero sólo en los pequeños detalles. Sigue sin querer cederle a Jay la plantación de Barbados.
—Alicia es una mujer muy inteligente —dijo lady Hallim en tono pensativo—. Aun así, me sorprende que haya logrado convencer a su marido después de la terrible pelea que tuvieron el día del cumpleaños de Jay.
—A lo mejor, sir George es de esos que olvidan las discusiones fácilmente.
—Antes no era así… a menos que le conviniera hacerlo. Me pregunto por qué lo hace. No será que quiere algo de ti, ¿verdad?
Lizzie soltó una carcajada.
—¿Qué podría darle yo? A lo mejor, sólo quiere que haga feliz a su hijo.
—Por eso no tiene que preocuparse. Ya hemos llegado.
El coche se detuvo en Chapel Street, una sobria y elegante hilera de casas de Holborn… menos cara y no tan lujosa como Mayfair o Westminster.
Lizzie bajó del coche y contempló la fachada de la casa del número doce. Le gustó inmediatamente. Era un edificio de planta baja, tres pisos y sótano, con unas amplias y bonitas ventanas. Dos de ellas estaban rotas y en la puerta principal pintada de negro figuraba el número 45 toscamente garabateado. Lizzie estaba a punto de hacer un comentario cuando se acercó otro coche y de él bajó Jay.
Vestía un traje azul con botones de oro, llevaba el rubio cabello recogido con un lazo azul y estaba para comérselo. Saludó a Lizzie con un apresurado beso porque estaban en la calle, pero ella se lo agradeció y pensó que más tarde habría otros más apasionados. Jay ayudó a su madre a bajar del vehículo y llamó a la puerta de la casa.
—El propietario es un importador de brandy que se ha ido a pasar un año a Francia —explicó mientras esperaban.
Abrió la puerta un anciano criado.
—¿Quién ha roto las ventanas? —le preguntó inmediatamente Jay.
—Han sido los sombrereros —contestó el hombre mientras entraban.
Lizzie había leído en los periódicos que los que hacían sombreros estaban en huelga… al igual que los sastres y los afiladores.
—No sé qué pretenden conseguir esos insensatos, rompiendo las ventanas de la gente respetable —dijo Jay.
—¿Por qué están en huelga?
—Quieren mejores salarios, señorita —contestó el criado—. ¿Y quién se lo puede reprochar si la barra de pan de cuatro peniques ha subido a ocho peniques y cuarto? ¿Cómo puede un hombre mantener a su familia?
—No van a conseguir nada pintando el número 45 en todas las puertas de Londres —dijo Jay en tono malhumorado—. Enséñenos la casa, buen hombre.
Lizzie se preguntó qué significaría el número 45, pero le interesaba mucho más ver la casa. Recorrió las estancias muy emocionada, descorriendo cortinas y abriendo ventanas. Los muebles eran nuevos y muy caros y el claro y espacioso salón tenía tres grandes ventanales en cada extremo. En la casa se aspiraba el característico olor a moho propio de los lugares cerrados, pero bastaría con una buena limpieza, una mano de pintura y una renovación de la ropa blanca para que resultara una vivienda extremadamente alegre y acogedora.
Lizzie y Jay se adelantaron a sus madres y al criado y subieron solos a la buhardilla. Allí entraron en uno de los cuartitos reservados a la servidumbre y Lizzie rodeó a Jay con sus brazos y lo besó con ansia. Sólo podrían disponer de un minuto como máximo. Lizzie tomó las manos de su prometido y las colocó sobre su pecho. Él la empezó a acariciar suavemente.
—Aprieta más fuerte —le susurró ella mientras le besaba. Quería seguir sintiendo la presión de sus manos cuando se separaran. Se le endurecieron los pezones y los dedos de Jay los localizaron a través de la tela de su vestido.
—Pellízcalos —le dijo Lizzie.
Jay así lo hizo. La mezcla de dolor y placer la obligó a emitir un jadeo. Oyeron unas pisadas en el rellano y se apartaron, respirando afanosamente.
Lizzie se volvió y se asomó a una ventanita de gablete para recuperar el resuello. En la parte de atrás de la casa había un alargado jardín. El criado les estaba mostrando a las madres todos los cuartitos de la servidumbre.
—¿Qué significa el número cuarenta y cinco? —preguntó Lizzie.
—Tiene que ver con ese traidor de John Wilkes —contestó Jay—. Publicaba un periódico que se llamaba el North Briton y el Gobierno lo acusó de difamación porque en el número 45 prácticamente tachaba de embustero al rey. Se fue a París, pero ahora ha vuelto para armar alboroto entre la pobre gente ignorante.
—¿Es cierto que no les alcanza el dinero para comprar pan?
—Hay carestía de trigo en toda Europa y es inevitable que suba el precio del pan. Y el desempleo se debe al boicot decretado por los americanos contra los productos británicos.
—No creo que eso les sirva de mucho consuelo a los sombrereros y los sastres —dijo Lizzie, volviéndose de espaldas a Jay.
Éste la miró frunciendo el ceño. No le gustaba que su futura esposa simpatizara con los descontentos.
—Creo que no te das cuenta de lo peligroso que resulta hablar tanto de la libertad.
—Creo que no.
—Por ejemplo, los destiladores de ron de Boston exigen la libertad de comprar la melaza donde ellos quieran. Pero la ley dice que se tienen que comprar a las plantaciones británicas como la nuestra. Si les das libertad, se la comprarán más barata a los franceses… y, en tal caso, nosotros no podríamos permitirnos el lujo de tener una casa como ésta.
—Comprendo.
«No me parece justo», pensó, pero decidió no decir nada.
—Toda la morralla exigiría libertad, desde los mineros del carbón de Escocia a los negros de Barbados. Sin embargo, Dios ha otorgado a las personas como yo autoridad sobre el pueblo bajo.
Así era, en efecto.
—Pero ¿te has preguntado alguna vez por qué? —dijo Lizzie.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a la razón por la cual Dios te ha otorgado autoridad sobre los mineros del carbón y los negros.
Jay sacudió la cabeza irritado y Lizzie se dio cuenta de que había vuelto a rebasar el límite.
—Creo que las mujeres no pueden entender estas cosas —dijo Jay.
—Me encanta la casa, Jay —dijo Lizzie, tomándole del brazo en un intento de ablandarle. Aún tenía los pezones doloridos a causa del pellizco que él le había dado—. Estoy deseando instalarme aquí contigo para poder dormir juntos todas las noches —añadió en un susurro.
—Yo también —dijo Jay.
Lady Hallim y lady Jamisson entraron en el cuarto. Los ojos de la madre de Lizzie se deslizaron hacia su pecho y la joven comprendió que se le debían de notar los pezones en erección a través del vestido.
Lady Hallim debió de adivinar lo que había ocurrido, pues la miró frunciendo el ceño, pero a ella le dio igual. Pronto se casaría con Jay.
—Bueno, Lizzie, ¿te gusta la casa? —le preguntó Alicia.
—¡Me encanta!
—Pues la tendrás.
Lizzie esbozó una radiante sonrisa de satisfacción y Jay le comprimió el brazo.
—Sir George es muy amable —dijo lady Hallim—, no sé cómo agradecérselo.
—Agradézcaselo a mi madre —dijo Jay—. Es ella la que lo ha obligado a comportarse como Dios manda.
Alicia miró a su hijo con expresión de reproche pero Lizzie comprendió que, en realidad, no le importaba. Estaba claro que ella y Jay se querían mucho. Lizzie experimentó una punzada de celos, pero enseguida pensó que era una tonta, pues era lógico que todo el mundo le tuviera cariño a Jay.
Los cuatro abandonaron la estancia. El criado estaba fuera esperando.
—Mañana iré a ver al abogado del propietario y redactaremos el contrato de alquiler.
—Muy bien, señor.
Mientras bajaban por la escalera, Lizzie le dijo repentinamente a Jay:
—¡Quiero enseñarte una cosa!
Había recogido una octavilla en la calle y la había guardado para él. Se la sacó del bolsillo y se la entregó para que la leyera. Decía lo siguiente:
En la taberna Pelican
cerca de Shadwell
Tomen nota los caballeros y los jugadores.
Jornada General Deportiva
Un toro enfurecido con bengalas por todo el cuerpo
será hostigado por perros.
Habrá una pelea entre dos gallos de Westminster
y dos de East Cheap por cinco libras.
Un combate general con garrotes entre siete mujeres
y
¡Un combate a puñetazos por Veinte libras!
Rees Preece la Montaña Galesa
contra
Mack McAsh el Carbonero Asesino
el próximo sábado
a las tres en punto.
—¿Tú qué crees? —preguntó Lizzie con impaciencia—. Tiene que ser Malachi McAsh de Heugh ¿no te parece?
—O sea que eso es lo que ha sido de él —dijo Jay—. Se ha convertido en púgil. Mejor le hubiera ido quedándose a trabajar en la mina de mi padre.
—Yo nunca he visto un combate de boxeo —dijo Lizzie en tono anhelante.
Jay soltó una carcajada.
—¡Me lo imagino! No es un lugar muy apropiado para una dama.
—Tampoco lo es una mina de carbón y tú me acompañaste.
—Muy cierto y por poco te mueres en una explosión.
—Yo pensaba que aprovecharías la ocasión de acompañarme en otra aventura.
Su madre la oyó y preguntó:
—¿Qué es eso? ¿Qué aventura?
—Quiero que Jay me acompañe a un combate de boxeo —contestó Lizzie.
—No seas ridícula —dijo lady Hallim.
Lizzie sufrió una decepción. La audacia de Jay había desaparecido momentáneamente, pero ella no quería darse por vencida. En caso de que él no la llevara, iría por su cuenta.
Lizzie se puso la peluca y el sombrero y se miró al espejo. Vio a un joven. El secreto estaba en las tiznaduras de hollín de chimenea que le oscurecían las mejillas, la garganta, la barbilla y el labio superior como si fuera un hombre que no se hubiera afeitado.
El cuerpo fue más fácil. Un grueso chaleco le aplastaba el busto, la chaqueta ocultaba las redondeces de las nalgas y unas altas botas disimulaban las pantorrillas. El sombrero y la peluca masculina completaban la imagen.
Abrió la puerta del dormitorio. Ella y su madre ocupaban una casita en los terrenos de la mansión de sir George en Grosvenor Square. Su madre estaba durmiendo la siesta. La joven prestó atención por si hubiera algún criado de sir George en la casa, pero no oyó nada. Bajó sigilosamente por la escalera, abrió la puerta y salió al sendero de la parte de atrás.
Era un frío y soleado día de finales de invierno. Al llegar a la calle, recordó que tenía que caminar como un hombre, dando grandes zancadas, balanceando los brazos y adoptando un aire fanfarrón como si la acera fuera suya y ella estuviera dispuesta a liarse a puñetazos con el primero que se le pusiera por delante.
No podía ir a pie todo el rato de aquella manera, pues Shadwell se encontraba en la otra punta de la ciudad, en el East End de Londres.
Hizo señas a una silla de manos, levantando el brazo con gesto autoritario en lugar de agitar tímidamente la mano como una mujer.
Cuando los hombres se detuvieron y posaron el vehículo en el suelo, ella carraspeó, soltó un escupitajo en la acera y dijo con un profundo graznido:
—Llevadme a la taberna Pelican y daos prisa.
La llevaron a un sector del este de Londres en el que ella jamás había estado, cruzando un barrio de sencillas casitas, húmedas callejuelas, arenales llenos de barro, embarcaderos peligrosamente inestables, destartaladas viviendas fluviales, serrerías protegidas por altas vallas y viejos almacenes con puertas cerradas con cadenas. La dejaron delante de una taberna de la orilla del río en cuyo rótulo aparecía dibujado un tosco pelícano. En el bullicioso patio se mezclaban los trabajadores con botas y pañuelos alrededor del cuello con los caballeros vestidos con chalecos, las mujeres de la clase baja envueltas en manteletas y calzadas con zuecos y algunas mujeres con la cara pintarrajeada y grandes escotes que debían de ser prostitutas.
No había mujeres «de calidad», tal como las llamaba su madre.
Lizzie pagó la entrada y se abrió paso entre las risotadas de la ruidosa multitud. Se olía fuertemente a sudor y a personas que no se lavaban y ella se sentía dominada por una perversa emoción. Las gladiadoras estaban en pleno combate. Varias de ellas ya se habían retirado de la refriega: una permanecía sentada en un banco sosteniéndose la cabeza, otra trataba de restañar la sangre de una herida de la pierna y una tercera yacía inconsciente en el suelo a pesar de los esfuerzos de sus amigas por reanimarla. Las cuatro restantes se encontraban junto a las cuerdas, atacándose mutuamente con unas toscas porras de madera labrada de algo menos de un metro de longitud. Todas iban desnudas de cintura para arriba, descalzas y con unas faldas hechas jirones. Sus rostros y cuerpos estaban magullados y llenos de cicatrices. Una muchedumbre de unos cien espectadores animaba a sus favoritas y varios hombres se cruzaban apuestas sobre el resultado. Las mujeres blandían las porras y se golpeaban unas a otras con todas sus fuerzas. Cada vez que un golpe alcanzaba su objetivo, los hombres lanzaban rugidos de aprobación. Lizzie contemplaba el espectáculo con una mezcla de horror y fascinación.
Otra de las mujeres recibió un golpe en la cabeza y se desplomó al suelo. La contemplación de la mujer semidesnuda tendida casi sin sentido sobre el barro del suelo le provocó un mareo que la obligó a apartar el rostro.
Entró en la taberna, golpeó el mostrador con el puño y le dijo al camarero:
—Una jarra de cerveza negra, amigo.
Era maravilloso poder dirigirse al mundo con aquella arrogancia.
Si hubiera hecho lo mismo vestida de mujer, cualquier hombre con quien ella hubiera hablado se hubiera considerado con derecho a reprochárselo, incluso los taberneros y los mozos que portaban las sillas de mano. En cambio, unos pantalones eran una autorización para mandar.
El local olía a ceniza de tabaco y cerveza derramada. Sentada en un rincón, Lizzie tomó un sorbo de cerveza y se preguntó por qué razón había acudido a aquel lugar tan lleno de violencia y crueldad.
Estaba jugando un juego muy peligroso. ¿Qué hubiera hecho aquella gentuza tan brutal de haber sabido que era una dama de la aristocracia vestida de hombre?
Estaba allí en parte por pura curiosidad. Siempre la habían atraído los frutos prohibidos, ya en su infancia. La frase «ese no es un lugar apropiado para una dama» era para ella algo así como un trapo rojo para un toro. No podía resistir la tentación de abrir cualquier puerta que dijera «Prohibido el paso». Su curiosidad era tan apremiante como su sexualidad y el hecho de reprimirla le resultaba tan difícil como abstenerse de besar a Jay.
Sin embargo, el motivo principal era McAsh. Siempre había sido un chico interesante y ya de niño era distinto: rebelde, desobediente y siempre dispuesto a poner en duda lo que le decían. Una vez alcanzada la edad adulta, estaba cumpliendo su promesa. Había desafiado a los Jamisson, había huido de Escocia —cosa que muy pocos mineros conseguían hacer— y había llegado nada menos que hasta Londres. Y ahora se había convertido en boxeador. ¿Qué iba a hacer después?
Sir George había dado muestras de inteligencia permitiendo que se marchara, pensó Lizzie. Dios había previsto que algunos hombres fueran los amos de otros, pero McAsh jamás lo aceptaría y allí en el pueblo se hubiera pasado muchos años armando alboroto. McAsh poseía un magnetismo especial que inducía a la gente a seguirle dondequiera que fuera, tal vez por el orgulloso porte de su cuerpo, su confiada manera de ladear la cabeza o la intensa mirada de sus sorprendentes ojos verdes. Ella misma había sentido aquel poder y se había dejado arrastrar por él.
Una de las mujeres de rostro pintarrajeado se sentó a su lado y le dirigió una mirada insinuante. A pesar de las capas de carmín y afeites; se la veía muy vieja y cansada. Qué halagador sería para su disfraz, pensó, que una prostituta le hiciera una proposición. Pero la mujer no se dejaba engañar fácilmente.
—Sé lo que eres —le dijo.
Lizzie se dio cuenta de que las mujeres tenían mejor vista que los hombres.
—No se lo digas a nadie —le rogó.
—Puedes hacer de hombre conmigo a cambio de un penique —dijo la mujer.
Lizzie no comprendió qué quería decir.
—Lo he hecho muchas veces con chicas como tú —añadió la mujer—. Chicas ricas que quieren hacer el papel de hombre. En casa tengo una vela muy gorda que encaja de maravilla, tú ya me entiendes, ¿verdad?
Lizzie lo adivinó.
—No, gracias —le dijo con una sonrisa—. No he venido aquí para eso. —Buscó en su bolsillo y sacó una moneda—. Pero aquí tienes un chelín para que me guardes el secreto.
—Dios bendiga a vuestra señoría —dijo la prostituta, alejándose.
Se enteraba una de muchas cosas yendo disfrazada, pensó Lizzie.
Nunca hubiera imaginado que una prostituta tuviera en su casa una vela especial para las mujeres que deseaban hacer el papel de hombre. Era una de las muchas cosas que una dama jamás hubiera descubierto a no ser que huyera de la sociedad respetable y se fuera a explorar el mundo que había más allá de las cortinas de sus ventanas.
Se oyeron unos gritos procedentes del patio y Lizzie adivinó que el combate a garrotazos ya tenía una vencedora… probablemente la última mujer que había quedado en pie. Salió sosteniendo la cerveza en la mano como un hombre, el otro brazo al costado y el pulgar de la mano doblado sobre el borde de la jarra.
Las gladiadoras se retiraron tambaleándose o llevadas en brazos, pues el principal acontecimiento estaba a punto de empezar. Lizzie vio a McAsh enseguida. No cabía duda de que era él. Desde el lugar donde se encontraba, podía ver sus impresionantes ojos verdes. Ya no estaba cubierto por el negro polvo del carbón y su cabello era muy rubio. Se encontraba de pie junto al ring, conversando con otro hombre. Miró varias veces hacia ella, pero no pudo atravesar su disfraz. Su rostro reflejaba una sombría determinación.
Su contrincante Rees Preece se tenía bien merecido el apodo de «la Montaña Galesa». Era el hombre más gigantesco que Lizzie hubiera visto en su vida, le llevaba por lo menos treinta centímetros a Mack, era corpulento y rubicundo y tenía una nariz torcida que probablemente le habían roto más de una vez. Miraba con cara de pocos amigos y Lizzie se asombró de que alguien pudiera tener el valor o la audacia de enfrentarse voluntariamente con tan temible animal.
Tuvo miedo por McAsh. Comprendió con un estremecimiento de angustia que lo podían mutilar e incluso matar. No quería verlo. Sintió la tentación de marcharse, pero no lo hizo.
Cuando el combate ya estaba a punto de empezar, el amigo de Mack se enzarzó en una acalorada discusión con los acompañantes de Preece. Se oyeron unas voces y Lizzie dedujo que la causa eran las botas de Preece. El representante de Mack insistía, hablando con un marcado acento irlandés, en que los contrincantes pelearan descalzos. Los espectadores empezaron a batir lentamente palmas para expresar su impaciencia. Lizzie confiaba en que se suspendiera el combate, pero sufrió una decepción. Después de muchos tiras y aflojas, Preece accedió a quitarse las botas.
El combate se inició de repente. Lizzie no vio ninguna señal. Ambos hombres se trabaron como gatos, propinándose puntapiés y puñetazos en medio de unos movimientos tan rápidos y frenéticos que apenas se podía ver quién estaba haciendo qué. La muchedumbre rugió y Lizzie se dio cuenta de que ella también estaba gritando. Enseguida se cubrió la boca con la mano.
La furia inicial duró sólo unos segundos, pues era demasiado intensa como para poder prolongarse. Los hombres se separaron y empezaron a moverse en círculo el uno alrededor del otro, levantando un puño a la altura del rostro mientras con el otro brazo se protegían el cuerpo. Mack tenía el labio hinchado y a Preece le sangraba la nariz. Lizzie se mordió nerviosamente un dedo.
Preece se abalanzó de nuevo sobre Mack, pero esta vez Mack retrocedió, lo esquivó, se le puso repentinamente delante y le golpeó con fuerza la parte lateral de la cabeza. Lizzie hizo una mueca al oír el sordo rumor del golpe, semejante al de una almádena contra una roca. Los espectadores lanzaron estruendosos vítores. Preece se quedó un poco perplejo, como si la fuerza de Mack lo hubiera pillado por sorpresa. Lizzie se empezó a animar. A lo mejor, Mack conseguiría finalmente derrotar al gigante.
Mack retrocedió danzando para situarse fuera del alcance de los puños de su oponente. Preece se sacudió como un perro, agachó la cabeza y cargó, golpeando con furia. Mack se inclinó, esquivó los golpes y propinó puntapiés a las piernas de Preece con un duro pie descalzo, pero Preece consiguió acorralarlo y colocarle varios golpes muy fuertes. Mack volvió a propinarle un golpe en la parte lateral de la cabeza y, una vez más, Preece se detuvo en seco.
La danza se repitió y Lizzie oyó gritar al irlandés:
—¡Vamos, Mack, acaba con él, no le des tiempo a que se recupere!
Había observado que, cada vez que conseguía conectar un buen golpe, Mack se retiraba y le concedía tiempo al otro para que se recuperara. En cambio, Preece iba conectando un golpe tras otro hasta que Mack conseguía quitárselo de encima.
Al cabo de diez horribles minutos, alguien tocó una campana y los púgiles se tomaron un descanso. Lizzie lanzó un suspiro de alivio tan profundo como si fuera ella la que estuviera en el ring. A los púgiles les ofrecieron cerveza mientras permanecían sentados en unos toscos taburetes en extremos opuestos del ring. Uno de los representantes tomó aguja e hilo normales y empezó a coser un desgarro de la oreja derecha de Preece. Lizzie apartó la mirada.
Trató de olvidar el daño que estaba sufriendo el espléndido cuerpo de Mack y de pensar que el combate era una simple contienda.
Mack era más ágil y tenía una pegada más fuerte, pero no poseía el salvaje instinto asesino que induce a un hombre a desear destruir a otro. Para eso hubiera tenido que enfadarse.
Cuando se reanudó el combate, ambos se movieron más despacio, pero siguieron la misma pauta: Preece perseguía al danzarín Mack, lo acorralaba y le colocaba dos o tres poderosos golpes hasta que Mack le soltaba un tremendo derechazo.
Preece ya tenía un ojo cerrado y cojeaba a causa de los repetidos puntapiés de Mack, pero éste sangraba por la boca y a través de un corte en la ceja. El combate perdió velocidad, pero adquirió más brutalidad. Sin fuerza para esquivar a su contrincante, ambos hombres recibían los golpes con muda resignación. ¿Cuánto rato podrían permanecer allí de pie, machacándose el uno al otro? Lizzie se preguntó por qué razón se preocupaba tanto por el cuerpo de McAsh y trató de convencerse de que hubiera sentido lo mismo por cualquier otro hombre.
Hubo otro descanso. El irlandés se arrodilló al lado del taburete de Mack y le habló en tono apremiante, subrayando sus palabras por medio de enérgicos gestos con los puños. Lizzie adivinó que le estaba instando a acabar con su contrincante. Hasta ella pudo comprender que, en un duro combate de fuerza y resistencia, Preece se alzaría con el triunfo por el simple hecho de ser más corpulento y más duro en el castigo. ¿Acaso Mack no lo comprendía?
Volvió a reanudarse el combate. Mientras los contrincantes se machacaban mutuamente, Lizzie recordó a Malachi McAsh a la edad de seis años, jugando en el prado de High Glen House. Una vez se había peleado con él, lo había agarrado por el cabello y lo había hecho llorar. El recuerdo hizo asomar las lágrimas a sus ojos. Qué pena que aquel chiquillo hubiera terminado de aquella manera.
En el ring los golpes se sucedían sin interrupción. Mack golpeó a Preece por tres veces consecutivas y después le propinó un puntapié en el muslo que lo hizo tambalearse. Lizzie se llenó de esperanza, confiando en que Preece se desplomara al suelo y terminara el combate. Mack retrocedió, esperando la caída de su adversario. Los consejos de su representante y los gritos de la multitud sedienta de sangre le instaban a que acabara con Preece, pero él no les prestaba la menor atención.
Para consternación de Lizzie, Preece volvió a recuperarse con más rapidez de la prevista y le soltó a Mack un fuerte golpe en la boca del estómago. Mack se dobló involuntariamente hacia delante y lanzó un jadeo… y Preece se abalanzó sobre él con toda la fuerza de sus anchas espaldas. Las cabezas de los contendientes chocaron con un crujido estremecedor. Todos los espectadores contuvieron la respiración.
Mack se tambaleó y cayó. Mientras Preece le propinaba un puntapié en la parte lateral de la cabeza, las piernas se le doblaron y se desplomó al suelo. Preece le dio otro puntapié en la cabeza cuando ya estaba tendido boca abajo en el suelo. Mack no se movió. Lizzie gritó sin poderlo remediar:
—¡Déjalo en paz!
Preece siguió propinando puntapiés a su contrincante hasta que los dos representantes saltaron al ring y lo apartaron.
Preece miraba aturdido a su alrededor como si no lograra comprender por qué razón las personas que pedían sangre y lo habían instado a seguir peleando ahora querían que se detuviera; después recuperó el sentido y levantó las manos en gesto de victoria, poniendo la cara de felicidad propia de un perro que ha complacido los deseos de su amo.
Lizzie temió que Mack hubiera muerto. Se abrió paso entre la gente y subió al ring. El representante de Mack estaba arrodillado junto al cuerpo tendido. Lizzie se inclinó hacia él con el corazón en un puño. Tenía los ojos cerrados, pero respiraba.
—Gracias a Dios que está vivo —dijo.
El irlandés la miró brevemente sin decir nada. Lizzie rezó en silencio para que Mack no hubiera sufrido daños permanentes. En la última media hora había recibido más golpes en la cabeza que la mayoría de la gente en toda una vida. Temía que, cuando recuperara el conocimiento, se hubiera convertido en un idiota babeante.
Mack abrió los ojos.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó Lizzie en tono apremiante.
Mack volvió a cerrar los ojos sin contestar.
El irlandés la miró y le preguntó:
—¿Quién es usted, una soprano masculina?
Lizzie se dio cuenta de que había olvidado imitar la voz de un hombre.
—Una amiga —contestó—. Vamos a llevarlo dentro… no conviene que se quede tendido aquí sobre el barro.
—Muy bien —dijo el hombre tras dudar un instante.
Asió a Mack por las axilas y dos espectadores le agarraron las piernas y lo levantaron.
Lizzie encabezó la marcha hacia el interior de la taberna.
Con la voz masculina más arrogante que pudo conseguir, gritó:
—¡Tabernero… enséñame tu mejor habitación y date prisa!
Una mujer salió de detrás del mostrador.
—¿Y quién la pagará? —preguntó en tono receloso.
Lizzie le entregó un soberano.
—Por aquí —dijo la mujer, acompañándoles a un dormitorio del piso de arriba que daba al patio.
La habitación estaba muy limpia y la cama con dosel estaba cubierta con una sencilla manta. Los hombres depositaron a Mack sobre la cama.
—Enciende la chimenea y tráenos un poco de brandy francés —le dijo Lizzie a la mujer—. ¿Conoces a algún médico del barrio que pueda curar las heridas de este hombre?
—Mandaré avisar al doctor Samuels.
Lizzie se sentó en el borde de la cama. El rostro de Mack estaba hinchado y ensangrentado. Lizzie le desabrochó la camisa y vio que tenía el pecho cubierto de magulladuras y erosiones.
Los hombres que habían ayudado a trasladar a Mack se retiraron.
—Me llamo Dermot Riley y Mack se hospeda en mi casa —dijo el irlandés.
—Yo me llamo Elizabeth Hallim —contestó Lizzie—, y conozco a Mack desde que éramos pequeños.
No quiso explicar por qué razón se había disfrazado de hombre. Que Riley pensara lo que quisiera.
—No creo que esté malherido —dijo Riley.
—Le tendremos que lavar las heridas. Pida un cuenco de agua caliente si no le importa.
—De acuerdo.
El hombre la dejó sola con Mack.
Lizzie contempló la inmóvil figura de Mack. Apenas respiraba.
Con gesto vacilante, apoyó la mano sobre su pecho. La piel estaba caliente y los músculos que había debajo se notaban duros. Apretó y percibió los fuertes y regulares latidos de su corazón.
Le gustaba tocarlo. Se acercó la otra mano al pecho y comparó la suavidad de sus senos con la dureza de los músculos de Mack. Rozó una pequeña y suave tetilla de Mack y se acarició uno de sus pezones en erección.
Mack abrió los ojos.
Lizzie apartó la mano con gesto culpable. «Pero ¿qué demonios estoy haciendo?» —pensó.
Él la miró desconcertado.
—¿Dónde estoy? ¿Quién es usted?
—Has participado en un combate de boxeo —contestó Lizzie—. Y has perdido.
Mack la miró unos segundos y al final, esbozó una sonrisa.
—Lizzie Hallim, otra vez disfrazada de hombre —dijo, hablando en tono normal.
—¡Gracias a Dios que estás bien!
Él la miró con cierta extrañeza.
—Es usted muy amable… al preocuparse por mí.
Lizzie se turbó.
—No sé por qué lo hago —dijo con la voz ligeramente quebrada por la emoción—. Tú eres un minero que no sabe estar en el sitio que le corresponde. —Después, para su horror, las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas—. Es muy duro ver cómo machacan a un amigo —añadió sin poder controlar el temblor de su voz.
Mack la vio llorar.
—Lizzie Hallim —le dijo, mirándola con asombro—, no sé si alguna vez lograré comprenderla.