11

Jay se despertó, sabiendo que se iba a declarar a Lizzie.

Su madre le había insinuado aquella posibilidad justo la víspera, pero la idea había echado rápidamente raíces. Le parecía algo natural e incluso inevitable.

Pero no sabía si ella lo iba a aceptar.

Sabía que le gustaba… gustaba a casi todas las chicas, pero Lizzie necesitaba dinero y él no tenía ni un céntimo. Su madre le había dicho que aquel problema tenía solución, pero, a lo mejor, Lizzie preferiría la certeza de las perspectivas de Robert. El solo hecho de pensar que pudiera casarse con Robert le resultaba intolerable.

Para su decepción, descubrió que Lizzie había salido temprano.

Estaba nervioso, demasiado como para permanecer en casa, aguardando su regreso. Se dirigió a las cuadras y contempló el semental blanco que su padre le había regalado para su cumpleaños. El caballo se llamaba Blizzard. Había jurado no montarlo jamás, pero no pudo resistir la tentación. Subió con Blizzard hasta High Glen y lo hizo galopar por la orilla de la corriente. Se alegró de haber quebrantado su juramento. Era como si galopara a lomos de un águila, llevado por el viento a través del aire. Blizzard daba lo mejor de sí mismo al galope. Cuando iba al paso o trotaba, se le notaba inseguro, nervioso y asustadizo. Sin embargo, no le costaba el menor esfuerzo perdonar a un caballo que no sabía trotar, pero corría como una bala.

Mientras regresaba a casa, pensó en Lizzie. Ya de niña llamaba la atención por su belleza, su encanto y su rebeldía. Ahora se había convertido en un personaje singular. Disparaba mejor que nadie, le había derrotado en una carrera a caballo, no había temido bajar a la mina y se había disfrazado de hombre y engañado a todo el mundo durante una cena… Jay jamás había conocido a una mujer como ella.

Su trato era un poco difícil, por supuesto: testaruda, obstinada y egoísta y mucho más dispuesta que la mayoría de las mujeres a contradecir a los hombres. Pero todo el mundo se lo toleraba porque era una criatura deliciosa que sonreía y fruncía el ceño con una gracia singular, aunque te llevara la contraria en todo.

Llegó al patio de las cuadras al mismo tiempo que su hermano.

Robert estaba de mal humor. Cuando se enfadaba, se le congestionaba la cara y se parecía más que nunca a su padre.

—¿Qué demonios te pasa? —le preguntó Jay.

Robert se limitó a arrojarle las riendas a un mozo y se fue hecho una furia sin decir nada.

Mientras Jay estabulaba a Blizzard, llegó Lizzie. Parecía también disgustada, pero, con las mejillas arreboladas y los ojos brillantes de rabia, estaba más guapa que nunca. Jay la miró, subyugado. «Quiero a esta chica —pensó—, la quiero para mí». Estaba a punto de declarársele allí mismo, pero, antes de que pudiera hablar, ella desmontó diciendo:

—Sé que a las personas que no se comportan como es debido se las tiene que castigar, pero no creo en la tortura, ¿y usted?

Jay no veía nada de malo en torturar a los delincuentes, pero no pensaba decírselo, estando ella tan enojada.

—Por supuesto que no —contestó—. ¿Viene usted de la mina?

—Ha sido horrible. Le he dicho a Robert que soltara a aquel hombre, pero no ha querido.

O sea que había discutido con Robert. Jay disimuló su alegría.

—¿Nunca había visto a un hombre dando vueltas alrededor del pozo? Pues no es tan raro.

—No, nunca lo había visto. No sé cómo es posible que me haya pasado tanto tiempo sin saber nada acerca de la vida de los mineros. La gente me debía de proteger de la triste realidad porque era una chica.

—Me ha parecido que Robert estaba muy enfadado por algo —la espoleó Jay.

—Los mineros se han puesto a cantar un himno y no han querido callarse cuando él se lo ha ordenado.

Jay se alegró. Por lo visto, Lizzie había visto la peor faceta de Robert. «Mis posibilidades de éxito van mejorando a cada minuto que pasa», pensó, exultante de júbilo.

Un mozo se hizo cargo del caballo de Lizzie y ambos cruzaron el patio en dirección al castillo. Robert estaba hablando con sir George en el vestíbulo.

—Ha sido un desafío intolerable —decía Robert—. Cualquier cosa que ocurra, tenemos que evitar por todos los medios que McAsh se salga con la suya.

Lizzie emitió un jadeo de irritación y Jay vio la posibilidad de apuntarse un tanto delante de ella.

—Creo que deberíamos considerar muy en serio la posibilidad de permitir la partida de McAsh —le dijo a su padre.

—No seas ridículo —le dijo Robert.

Jay recordó los comentarios de Harry Ratchett.

—Ese hombre es un alborotador… mejor que nos libremos de él.

—Nos ha desafiado abiertamente —replicó Robert en tono de protesta—. No podemos tolerar que se salga con la suya.

—¡No se ha salido con la suya! —terció Lizzie—. ¡Ha sufrido el más bárbaro de los castigos!

—No es bárbaro, Elizabeth —le dijo sir George—, debe usted comprender que ellos no sufren como nosotros. —Antes de que ella pudiera contestar, el hacendado se dirigió a su hijo Robert—: Pero es cierto que no se ha salido con la suya. Ahora los mineros saben que no pueden marcharse al cumplir los veintiún años: hemos demostrado nuestra fuerza. Quizá deberíamos permitir que se fuera discretamente.

Robert no parecía muy convencido.

—Jimmy Lee es un alborotador, pero lo obligamos a quedarse.

—Es un caso distinto —dijo su padre—. Lee es todo corazón y no tiene cerebro… jamás será un cabecilla, no tenemos nada que temer de él. En cambio, McAsh tiene otra madera.

—No le tengo miedo a McAsh.

—Podría ser peligroso —dijo sir George—. Sabe leer y escribir. Es bombero y eso significa que los demás se fían de él. Y, a juzgar por la escena que me acabas de describir, ya está casi a punto de convertirse en un héroe. Si le obligamos a quedarse, se pasará toda su cochina vida dándonos quebraderos de cabeza.

Robert asintió a regañadientes con la cabeza.

—Sigo pensando que la cosa no tiene muy buen cariz.

—Pues procura mejorarla —dijo sir George—. Deja la vigilancia en el puente. McAsh se irá probablemente cruzando la montaña y nosotros no lo perseguiremos. No me importa que los demás piensen que se ha escapado… siempre y cuando sepan que no tenía ningún derecho a hacerlo.

—De acuerdo —dijo Robert.

Lizzie le dirigió una mirada de triunfo a Jay. A la espalda de Robert, articuló en silencio las palabras «¡Bien hecho!».

—Tengo que lavarme las manos antes de comer —dijo Robert, retirándose, todavía enfurruñado.

Sir George se fue a su estudio.

—¡Lo ha conseguido! —exclamó Lizzie, arrojándole los brazos al cuello a Jay—. ¡Ha logrado que lo dejen en libertad! —añadió, dándole un sonoro beso en la mejilla.

Jay se sorprendió de su atrevido comportamiento, pero enseguida se recuperó. Le rodeó el talle con sus brazos y la estrechó. Después inclinó la cabeza y ambos se volvieron a besar, pero esta vez fue un beso distinto, lento, sensual y exploratorio, Jay cerró los ojos para concentrarse mejor en las sensaciones. Olvidó que estaban en la estancia más pública del castillo de su padre, por la que pasaban constantemente los miembros de la familia y los invitados, los vecinos y los criados. Por suerte, no entró nadie y el beso no sufrió la menor interrupción. Cuando ambos se apartaron casi sin aliento, todavía estaban solos.

Presa de una profunda emoción, Jay se dio cuenta de que aquel era el mejor momento para pedirle a Lizzie que se casara con él.

—Lizzie…

No sabía cómo abordar la cuestión.

—¿Sí?

—Lo que quiero decirle… ahora no se puede usted casar con Robert.

—Puedo hacer lo que me dé la gana —le contestó ella inmediatamente.

Estaba claro que no era la mejor táctica para abordar a Lizzie. Jamás se le podía decir lo que no tenía que hacer.

—No quería…

—A lo mejor, Robert besa todavía mejor que usted —dijo Lizzie, sonriendo con picardía.

Jay se rió.

La joven se apoyó contra su pecho.

—Por supuesto que ahora no puedo casarme con él.

—Porque…

Lizzie le miró a los ojos.

—Pues porque voy a casarme con usted… ¿no es cierto?

—¡Ah… claro! —contestó Jay sin poder dar crédito a lo que acababa de oír.

—¿No era eso lo que usted estaba a punto de pedirme?

—En realidad… sí.

—Pues ya está. Ahora me puede volver a besar.

Todavía un poco aturdido, Jay inclinó la cabeza hacia ella. En cuanto sus labios se rozaron, Lizzie abrió la boca y la dulce punta de su lengua lo asombró y deleitó, abriéndose paso con increíble suavidad. Jay se preguntó a cuántos chicos habría besado, pero no era el momento más adecuado para plantearle la cuestión. Reaccionó de la misma manera y, de repente, notó su erección y temió que ella se diera cuenta. Lizzie se apoyó contra él, se quedó paralizada un momento como si no supiera qué hacer y lo sorprendió una vez más, pegándose a su cuerpo como si ansiara sentirle. Jay había conocido en las tabernas y cafés de Londres a mujeres descaradas que besaban a un hombre y se restregaban contra él como si tal cosa; pero Lizzie parecía que lo hiciera por primera vez.

Jay no oyó abrirse la puerta. De repente, Robert le gritó al oído:

—¿Qué demonios es esto?

Los enamorados se separaron.

—Cálmate, Robert —dijo Jay.

—Maldita sea tu estampa. ¿Qué estás haciendo? —gritó Robert, a punto de perder los estribos.

—Tranquilo, hermano —contestó Jay—. Verás, es que acabamos de comprometernos en matrimonio.

—¡Eres un cerdo! —rugió Robert, soltándole un puñetazo.

El impacto hubiera sido muy fuerte, pero Jay consiguió esquivarlo. Robert volvió a la carga con renovada furia. Jay no se había peleado con su hermano desde que eran pequeños, pero recordaba que Robert era muy fuerte, aunque un poco lento. Tras esquivar toda una serie de golpes, se abalanzó contra su hermano y empezó a forcejear con él. Para su asombro, Lizzie saltó sobre la espalda de Robert y empezó a propinarle puñetazos en la cabeza diciendo:

—¡Déjele! ¡Déjele en paz!

El espectáculo le hizo tanta gracia que no pudo proseguir la pelea y soltó a Robert. Éste le descargó un puñetazo que le dio directamente en el ojo y lo hizo tambalearse hacia atrás y caer al suelo. Con el ojo sano, Jay vio a Robert, tratando de quitarse a Lizzie de encima.

A pesar del dolor, volvió a estallar en una carcajada.

La madre de Lizzie entró en la estancia, seguida de sir George y de Alicia. Una vez recuperada de la momentánea sorpresa, lady Hallim le dijo a su hija:

—¡Elizabeth Hallim, apártate de este hombre ahora mismo!

Jay se levantó y Lizzie saltó al suelo. Los tres progenitores estaban demasiado perplejos como para poder hablar.

Cubriéndose con una mano el ojo herido, Jay se inclinó ante la madre de Lizzie.

—Lady Hallim, tengo el honor de pedirle la mano de su hija.

—Eres un necio, no tendrás nada con qué vivir —le dijo sir George unos minutos más tarde.

Las familias se habían separado para discutir en privado la sorprendente noticia. Sir George, Jay y Alicia se encontraban en el estudio. Robert se había retirado hecho una furia.

Jay se mordió los labios para no replicar con insolencia. Recordando lo que le había dicho su madre, contestó:

—Estoy seguro de que sabré administrar High Glen mucho mejor que lady Hallim. La extensión es de unas quinientas hectáreas o más… creo que puede producir unos ingresos suficientes como para que podamos vivir de ellos.

—Eres un estúpido. High Glen no será para ti… la finca está hipotecada.

Jay, humillado por las despectivas palabras de su padre, se ruborizó intensamente.

—Jay podría renovar las hipotecas —dijo Alicia.

Sir George la miró, sorprendido.

—¿Eso significa que estás del lado del chico?

—No le has querido dar nada. Quieres que luche en la vida tal como hiciste tú. Bueno, pues, ya está luchando y lo primero que ha conseguido es Lizzie Hallim. No podrás quejarte.

—¿La ha conseguido él…?, ¿o tú has tenido alguna parte en ello? —preguntó astutamente sir George.

—No fui yo quien la acompañó a la mina —contestó Alicia.

—Ni quien la besó en el vestíbulo —dijo sir George en tono resignado—. En fin. Los dos han cumplido los veintiún años y, si quieren ser unos insensatos, no creo que nosotros podamos impedirlo. —Una expresión taimada se dibujó en su rostro—. De todos modos, el carbón de High Glen irá a parar a nuestra familia.

—No, no creo —dijo Alicia.

Jay y sir George la miraron fijamente.

—¿Qué demonios quieres decir? —preguntó sir George.

—Tú no vas a abrir pozos en las tierras de Jay… ¿por qué ibas a hacerlo?

—No seas tonta, Alicia… hay una fortuna en carbón en las entrañas de High Glen. Sería un pecado no explotarlo.

—Jay podría conceder la explotación a otros inversores. Hay varias compañías interesadas en abrir nuevos pozos… te lo he oído decir muchas veces.

—¡Tú no harás negocio con mis rivales! —gritó sir George.

Jay admiró la valentía de su madre. Sin embargo, Alicia parecía haber olvidado los recelos de Lizzie a propósito de las explotaciones mineras.

—Pero, madre —le dijo—, recuerda que Lizzie…

Su madre le dirigió una mirada de advertencia y lo interrumpió diciéndole a sir George:

—A lo mejor, Jay prefiere hacer negocio con tus rivales. Después de la ofensa que le hiciste el día de su cumpleaños, ¿qué es lo que te debe?

—¡Soy su padre, maldita sea!

—Pues entonces, empieza a comportarte como tal. Felicítale por el compromiso. Recibe a su prometida como a una hija. Y organiza una boda por todo lo alto.

Sir George la miró fijamente.

—¿Es eso lo que quieres?

—Aún hay más.

—Me lo suponía. ¿Qué es?

—El regalo de boda.

—¿Qué pretendes, Alicia?

—Barbados.

Jay estuvo casi a punto de levantarse de un salto del sillón. No lo esperaba. ¡Qué astuta era su madre!

—¡Eso está excluido! —tronó sir George.

—Piénsalo —dijo Alicia, levantándose como si el asunto no le importara demasiado—. El azúcar es un problema, tú siempre lo has dicho. Los beneficios son altos, pero siempre hay dificultades: no llueve, los esclavos se ponen enfermos y mueren, los franceses venden más barato, los barcos naufragan. En cambio, el carbón es más fácil. Lo arrancas de la tierra y lo vendes. Tal como tú me dijiste una vez, es como encontrar un tesoro en el patio de atrás.

Jay estaba emocionado. A lo mejor, acabaría consiguiendo lo que quería. Pero ¿qué ocurriría con Lizzie?

—La plantación de Barbados se la he prometido a Robert —dijo su padre.

—No cumplas la promesa —dijo Alicia—. Bien sabe Dios la de veces que no has cumplido las que le habías hecho a Jay.

—La plantación de azúcar de Barbados pertenece al patrimonio de Robert.

Alicia se encaminó hacia la puerta y Jay la siguió.

—Ya hemos hablado de eso muchas veces, George —dijo—. Pero ahora la situación es distinta. Si quieres el carbón de Jay, le tendrás que dar algo a cambio. Y, si no se lo das, te vas a quedar sin él. La elección es muy sencilla y tienes mucho tiempo para pensarlo —añadió, abandonando la estancia sin más.

Jay salió con ella y, una vez fuera, le dijo en voz baja:

—¡Has estado maravillosa! Pero Lizzie no quiere que se exploten las minas de carbón en High Glen.

—Lo sé, lo sé —dijo Alicia con impaciencia—. Eso es lo que dice ahora. Puede que cambie de idea.

—¿Y si no cambia? —preguntó Jay con semblante preocupado.

—Cada cosa a su tiempo —le contestó su madre.