A Mack le hubiera gustado ponerse enseguida en camino hacia Edimburgo, pero sabía que hubiera sido una insensatez. A pesar de que no había trabajado un turno completo, se sentía agotado y la explosión lo había dejado ligeramente aturdido. Necesitaba un poco de tiempo para pensar en la posible reacción de los Jamisson y en lo que él podía hacer para burlarles.
Regresó a casa, se quitó la ropa mojada, encendió la chimenea y se fue a la cama. La inmersión en el charco de desagüe lo había ensuciado más de lo que ya estaba, pues el agua estaba llena de carbonilla y polvo de carbón, pero las mantas de su cama estaban tan negras que un poco más no se notaría. Como casi todos los hombres, Mack se bañaba una vez a la semana el sábado por la noche.
Los demás mineros habían vuelto al trabajo después de la explosión. Esther se había quedado en el pozo con Annie para recoger el carbón que Mack había picado y subirlo arriba. No quería que se desperdiciara el duro esfuerzo de su hermano.
Antes de quedarse dormido, Mack se había preguntado por qué razón los hombres se cansaban antes que las mujeres. Los picadores, que siempre eran hombres, trabajaban diez horas, desde la medianoche hasta las diez de la mañana; los cargadores, mujeres en su inmensa mayoría, trabajaban desde las dos de la madrugada hasta las cinco de la tarde, es decir, quince horas seguidas. El trabajo de las mujeres era mucho más duro, pues tenían que subir repetidamente por la escalera con los enormes capazos de carbón sobre sus encorvadas espaldas y, sin embargo, seguían en la brecha hasta mucho después de que los hombres hubieran regresado a casa y caído rendidos en sus camas. Algunas mujeres trabajaban a veces de picadoras, pero no era frecuente, pues no manejaban con la suficiente fuerza el pico y el martillo y tardaban demasiado en arrancar el carbón de la cara de la galería.
Los hombres siempre echaban una siesta al regresar a casa y se levantaban al cabo de aproximadamente una hora. Entonces casi todos ellos preparaban el almuerzo para sus mujeres e hijos. Algunos se pasaban toda la tarde bebiendo en casa de la señora Wheighel, pero sus mujeres llevaban una vida mucho peor, pues era muy duro para una mujer regresar a casa después de haber trabajado quince horas en la mina y no encontrar la chimenea encendida ni la comida preparada y tener que aguantar a un marido borracho. La vida era muy dura para los mineros, pero lo era mucho más para sus mujeres.
Cuando se despertó, Mack comprendió que aquel día iba a ser muy importante, pero no consiguió recordar por qué motivo. Después lo recordó: era el día en que abandonaría el valle.
No conseguiría llegar muy lejos con su pinta de minero fugado, por consiguiente, lo primero que tenía que hacer era asearse. Avivó el fuego de la chimenea e hizo varios viajes al riachuelo con un balde. Calentó el agua en la chimenea e introdujo en la casa la bañera que tenía colgada en la puerta de atrás. El cuartito se llenó de vapor.
Llenó la bañera de agua, tomó una pastilla de jabón y un áspero cepillo y se frotó enérgicamente.
Se estaba empezando a sentir a gusto. Era la última vez que se lavaba para quitarse el polvo de carbón que le cubría la piel. Jamás volvería a bajar a la mina. La esclavitud había quedado a su espalda.
Tenía por delante Edimburgo, Londres y el mundo entero. Conocería a personas que jamás habrían oído hablar del pozo de la mina de Heugh. Su destino era una hoja de papel en blanco, en la cual él podría escribir lo que quisiera. Mientras se bañaba, entró Annie.
La joven se detuvo un instante en la puerta con expresión turbada e insegura. Mack la miró sonriendo, le dio el cepillo y le dijo:
—¿Te importa frotarme la espalda?
Annie se acercó y tomó el cepillo, pero le siguió mirando con la misma expresión de tristeza que al entrar.
—Vamos —le dijo Mack.
Annie empezó a frotarle la espalda.
—Dicen que los mineros no se tendrían que frotar la espalda —dijo—. Por lo visto, los debilita.
—Yo ya no soy un minero.
Annie se detuvo.
—No te vayas, Mack —le suplicó—. No me dejes aquí.
Mack se lo temía. Aquel beso en los labios había sido una advertencia. Se sentía culpable. Apreciaba a su prima y lo había pasado muy bien jugando y bromeando con ella el verano anterior en los páramos durante las calurosas tardes de los domingos, pero no quería compartir toda la vida con ella y tanto menos quedarse en Heugh.
¿Cómo podía explicárselo sin causarle dolor? Vio unas lágrimas en sus ojos y comprendió su ardiente deseo de que él se quedara a su lado. Pero estaba firmemente decidido a marcharse, lo deseaba más que cualquier otra cosa que jamás hubiera deseado en su vida.
—Tengo que irme —le dijo—. Te echaré de menos, Annie, pero tengo que irme.
—Te crees mejor que todos nosotros, ¿verdad? —replicó ella con rencor—. Tu madre siempre se creyó más de lo que era y tú eres igual. Yo soy muy poco para ti, ¿verdad? ¡Quieres irte a Londres para casarte con una señorita fina, supongo!
Era verdad. Su madre siempre se había creído superior a los demás, pero él no se quería ir a Londres para casarse con una señorita fina. ¿Se creía mejor que los demás? ¿Se consideraba superior a Annie? Había una punta de verdad en lo que ella le había dicho y se sentía un poco turbado.
—Todos nosotros tenemos derecho a no ser esclavos —dijo.
Annie se arrodilló junto a la bañera y apoyó la mano sobre su rodilla por encima de la superficie del agua.
—¿No me quieres, Mack?
Para su vergüenza, Mack empezó a emocionarse. Hubiera deseado abrazarla y consolarla, pero hizo un esfuerzo y reprimió su impulso.
—Te aprecio mucho, Annie, pero nunca te he dicho «te quiero» y tú tampoco me lo has dicho a mí.
Annie introdujo la mano bajo el agua entre sus piernas. Sonrió al percibir su erección.
—¿Dónde está Esther? —preguntó Mack.
—Jugando con el niño de Jen. Tardará un rato en volver.
Mack adivinó que Annie se lo habría pedido. De lo contrario, Esther se hubiera apresurado a regresar a casa para discutir los planes con él.
—Quédate aquí y casémonos —añadió Annie, acariciándole. La sensación era deliciosa. Él le había enseñado a hacerlo el verano anterior y después le había pedido que le enseñara cómo se satisfacía a sí misma. Mientras lo recordaba, empezó a excitarse—. Podríamos hacer constantemente cualquier cosa que quisiéramos —dijo.
—Si me caso, me tendré que quedar aquí toda la vida —replicó Mack, comprendiendo que su resistencia era cada vez más débil.
Annie se levantó y se quitó el vestido. No llevaba nada debajo. La ropa interior se reservaba para los domingos. Su cuerpo era esbelto y musculoso, con unos pequeños pechos aplanados y una masa de negro vello en la ingle. Su piel estaba enteramente tiznada de polvo de carbón como la de Mack. Para asombro de su primo, la joven se metió en la bañera con él y se agachó con las piernas separadas.
—Ahora te toca a ti lavarme —le dijo, entregándole el jabón.
Mack la enjabonó muy despacio, hizo espuma y apoyó las manos sobre sus pechos. Tenía unos pequeños pezones muy duros. Annie emitió un gemido gutural y, asiéndolo por las muñecas, le empujó las manos hacia su liso y duro vientre y su ingle. Los enjabonados dedos se deslizaron entre sus muslos y percibieron los ásperos rizos del espeso vello del pubis y la suave carne que había debajo.
—Dime que te vas a quedar —le suplicó—. Vamos a hacerlo. Quiero sentirte dentro de mí.
Mack comprendió que, si lo hacía, su destino estaría ya sellado.
La escena tenía un toque un tanto irreal.
—No —dijo en un susurro.
Ella se le acercó, atrajo su cabeza contra su pecho y se agachó hasta rozar con los labios de su vulva la hinchada punta de su miembro por encima de la superficie del agua.
—Dime que sí —le suplicó.
Mack soltó un leve gruñido y se dejó arrastrar.
—Sí —contestó—. Por favor. Date prisa.
Se oyó un repentino estruendo y la puerta se abrió de golpe.
Annie lanzó un grito.
Cuatro hombres habían irrumpido en el pequeño cuarto: Robert Jamisson, Harry Ratchett y dos de los guardabosques de los Jamisson. Robert llevaba una espada y un par de pistolas y uno de los guardabosques iba armado con un mosquete.
Annie se apartó de Mack y salió de la bañera. Aturdido y asustado, Mack se levantó temblando.
El guardabosque del mosquete miró a Annie.
—Qué primitos tan cariñosos —dijo esbozando una socarrona sonrisa.
Mack le conocía, se llamaba McAlistair. El otro era un corpulento sujeto llamado Tanner.
Robert soltó una áspera risotada.
—¿De verdad es… su prima? Supongo que el incesto debe de ser algo muy normal entre los mineros.
El temor y la perplejidad de Mack fueron sustituidos por un sentimiento de rabia ante aquella invasión de su hogar. El joven reprimió su cólera y trató de conservar la calma. Corría un grave peligro y cabía la posibilidad de que Annie sufriera también las consecuencias.
Tenía que dominarse y no dejarse arrastrar por la indignación. Miró a Robert.
—Soy un hombre libre y no he quebrantado ninguna ley —dijo—. ¿Qué están haciendo ustedes en mi casa?
McAlistair no apartaba los ojos del húmedo y vaporoso cuerpo de Annie.
—Qué espectáculo tan bonito —dijo con voz pastosa.
Mack se volvió hacia él y le dijo en voz baja:
—Como la toques, te arranco la cabeza del cuello con mis propias manos.
McAlistair clavó los ojos en los hombros de Mack y comprendió que hubiera podido cumplir su amenaza. Palideció y retrocedió a pesar de ir armado.
Sin embargo, Tanner era más fuerte y temerario. Alargó la mano y agarró el mojado pecho de Annie.
Mack actuó sin pensar. Salió de la bañera y asió a Tanner por la muñeca. Antes de que los demás pudieran intervenir, colocó la mano de Tanner sobre el fuego. Éste gritó y se agitó, pero no pudo soltarse de la presa de Mack.
—¡Suéltame! —chilló—. ¡Por favor, por favor!
Sosteniendo su mano sobre el carbón encendido, Mack gritó:
—¡Corre, Annie!
Annie tomó su vestido y salió por la puerta de atrás.
La culata de un mosquete se estrelló sobre la cabeza de Mack.
El golpe le hizo perder los estribos. Soltó a Tanner y, agarrando a McAlistair por la chaqueta, le pegó un puñetazo y le rompió la nariz.
La sangre empezó a manar y McAlistair soltó un rugido de dolor.
Mack se volvió y le pegó un puntapié a Harry Ratchett con un pie desnudo más duro que una piedra. Ratchett se dobló gimiendo de dolor.
Todas las peleas en las que Mack había participado habían tenido lugar en la mina y, por consiguiente, el joven estaba acostumbrado a moverse en un espacio muy limitado; sin embargo, cuatro contrincantes eran demasiado. McAlistair volvió a golpearle con la culata del mosquete y, por un instante, lo dejó medio aturdido. Después, Ratchett lo agarró por detrás, inmovilizándole los brazos. Antes de que Mack pudiera soltarse, Robert Jamisson le acercó la punta de la espada a la garganta.
Después, Robert ordenó:
—Atadlo.
Lo arrojaron sobre el lomo de un caballo, cubrieron su desnudez con una manta, lo llevaron al castillo de Jamisson y, lo encerraron atado de pies y manos en la despensa. Allí permaneció tendido en el gélido suelo, temblando de frío entre unos ensangrentados despojos de venados, vacas y cerdos. Trató de moverse para calentarse, pero sus manos y pies atados no podían producir demasiado calor. Al final, consiguió sentarse con la espalda apoyada en el peludo pellejo de un venado muerto. Se pasó un rato canturreando para animarse un poco… primero las baladas que solían berrear en casa de la señora Wheighel los sábados por la noche, después unos cuantos himnos y, finalmente, algunos viejos cantos de los rebeldes jacobitas, pero, cuando se le acabaron las canciones, se sintió peor que antes.
Le dolía la cabeza a causa de los golpes de mosquete, pero lo que más le dolía era la facilidad con la cual los Jamisson lo habían atrapado. Qué necio había sido al retrasar su partida. Les había dado tiempo para emprender una acción. Mientras ellos planeaban su caída, él estaba acariciando los pechos de su prima.
El hecho de hacer conjeturas acerca de lo que le tenían reservado no contribuyó precisamente a animarle. En caso de que no se muriera de frío encerrado en aquella despensa, lo más seguro era que lo enviaran a Edimburgo y lo llevaran a juicio por haber atacado a los guardabosques. Y, como en casi todos los delitos, la condena era la horca. La luz que se filtraba a través de las rendijas de los bordes de la puerta se fue apagando a medida que caía la noche. Se abrió la puerta en el momento en que el reloj del patio de las cuadras daba las once. Esta vez eran seis y él no opuso resistencia.
David Taggart, el herrero que hacía las herramientas de los mineros, le ajustó alrededor del cuello un collar como el de Jimmy Lee.
Era la máxima humillación: una señal que proclamaba a los cuatro vientos que él era propiedad de otro hombre. Era menos que un hombre, un ser infrahumano, una cabeza de ganado.
Le soltaron las ataduras y le arrojaron unas prendas de vestir: unos pantalones, una raída camisa de franela y un chaleco roto. Se las puso inmediatamente, pero no consiguió entrar en calor. Los guardabosques lo volvieron a maniatar y lo colocaron sobre una jaca.
Después se dirigieron con él al pozo.
Faltaban sólo unos minutos para que empezara el turno del miércoles a las doce de la noche. Un mozo estaba enganchando otro caballo para que impulsara la cadena del cubo. Mack comprendió que lo iban a obligar a hacer la rueda.
Gimió sin poderlo evitar. Era una tortura humillante. Hubiera dado cualquier cosa a cambio de un cuenco de gachas de avena calientes y unos minutos de descanso delante de una chimenea encendida. En su lugar, lo condenarían a pasar la noche a la intemperie.
Hubiera deseado caer de rodillas y suplicar piedad, pero la idea de lo mucho que se alegrarían los Jamisson cuando se enteraran fortaleció su orgullo.
—¡No tenéis ningún derecho a hacer eso! —gritó—. ¡Ningún derecho!
Los guardabosques se burlaron de él.
Lo colocaron en el fangoso surco circular alrededor del cual los caballos de la mina trotaban día y noche. Echó los hombros hacia atrás y levantó la cabeza, reprimiendo el impulso de romper a llorar. Después, lo ataron a los arneses de cara al caballo para que no pudiera apartarse de su camino. A continuación, el mozo fustigó al caballo para que éste se lanzara al trote. Mack empezó a correr de espaldas.
Tropezó casi inmediatamente mientras el caballo se acercaba. El mozo volvió a estimular al animal con la fusta y Mack se levantó justo a tiempo. Enseguida le cogió el ritmo. Se confió demasiado y resbaló sobre el helado barro. Esta vez el caballo se le echó encima.
Mack rodó hacia un lado para apartarse de los cascos del animal, pero fue arrastrado por éste durante uno o dos segundos, perdió el control, y cayó bajo los cascos. El caballo le pisó el estómago, le dio una coz en el muslo y se detuvo.
Lo obligaron a levantarse y volvieron a fustigar al caballo. El golpe en el estómago lo había dejado sin sentido y se notaba la pierna izquierda muy débil, pero se vio obligado a correr de espaldas renqueando.
Rechinó los dientes y trató de seguir un ritmo. Había visto a otros sufrir el mismo castigo… Jimmy Lee, por ejemplo. Todos habían sobrevivido a la experiencia, aunque les habían quedado las huellas:
Jimmy Lee tenía una cicatriz sobre el ojo izquierdo causada por la coz del caballo. El resentimiento que ardía en el corazón de Jimmy estaba alimentado por el recuerdo de aquella humillación. Él también sobreviviría. Con la mente atontada por el dolor, el frío y la derrota, sólo se concentraba en la necesidad de permanecer de pie y evitar los mortíferos cascos del animal.
A medida que pasaba el tiempo, Mack se dio cuenta de que su compenetración con el caballo era cada vez mayor. Los dos llevaban unos arneses y se veían obligados a correr en círculo. Cuando el mozo hacía restallar el látigo, Mack corría un poco más y, cuando Mack tropezaba, el caballo parecía aminorar un momento la velocidad para darle tiempo a recuperarse.
Oyó a los picadores que se estaban acercando para iniciar su turno a medianoche. Subían por la cuesta hablando, gritando, gastando bromas y contando chistes como de costumbre; los hombres enmudecieron de golpe al acercarse a la boca de la mina y ver a Mack. Los guardabosques levantaban los mosquetes con gesto amenazador siempre que los mineros hacían ademán de detenerse. Mack oyó los indignados comentarios de Jimmy Lee y vio por el rabillo del ojo que tres o cuatro compañeros lo rodeaban, lo agarraban por los brazos y lo empujaban hacia el pozo para evitar problemas.
Poco a poco, Mack perdió la noción del tiempo. Los cargadores, mujeres y niños subieron charlando por la cuesta y se callaron tal como anteriormente habían hecho los hombres al pasar junto a Mack. Oyó gritar a Annie:
—¡Oh, Dios mío, están obligando a Mack a hacer la rueda! —Los hombres de Jamisson la apartaron, pero ella le gritó—: Esther te está buscando… voy a llamarla.
Esther se presentó al poco rato y, antes de que los guardabosques pudieran impedirlo, detuvo el caballo y acercó a los labios de Mack una jarra de leche caliente con miel. Le supo como el elixir de la vida y se la bebió con tal rapidez que casi se atragantó. Consiguió bebérsela toda antes de que los guardabosques apartaran a Esther.
La noche pasó tan despacio como un año. Los guardabosques dejaron los mosquetes en el suelo y se sentaron alrededor de la hoguera del pozo. El trabajo en la mina seguía como siempre. Los cargadores subían desde el pozo, vaciaban los capazos y volvían a bajar en un incesante carrusel. Cuando el mozo cambió el caballo, Mack pudo descansar unos minutos, pero el nuevo trotaba más rápido.
En determinado momento, Mack se dio cuenta de que ya era de día. Debían de faltar una o dos horas para que los picadores terminaran su turno, pero una hora se hacía muy larga.
Una jaca estaba subiendo por la cuesta. Por el rabillo del ojo Mack vio que el jinete desmontaba y se lo quedaba mirando. Desviando brevemente la vista en aquella dirección, reconoció a Lizzie Hallim con el mismo abrigo de piel negra que llevaba en la iglesia.
¿Habría subido para burlarse de él? se preguntó. Se sentía humillado y hubiera deseado que se fuera. Sin embargo, cuando volvió a mirar su pícaro rostro, no vio en él el menor asomo de burla. Vio más bien compasión, rabia y algo más que no supo interpretar. Subió otro caballo por la cuesta. Robert desmontó y se dirigió a Lizzie en voz baja. La joven le contestó con toda claridad:
—¡Eso es una salvajada!
En medio de su aflicción, Mack se sintió profundamente agradecido y su indignación lo consoló. Era un alivio saber que entre la aristocracia había alguien que consideraba que los seres humanos no debían ser tratados de aquella manera.
Robert le contestó enfurecido, pero Mack no pudo oír sus palabras. Mientras ambos discutían, los hombres empezaron a salir del pozo. Sin embargo, no regresaron a sus casas sino que permanecieron de pie observando a Mack y al caballo sin decir nada. Las mujeres también empezaron a congregarse en el mismo lugar: vaciaron los capazos, pero no volvieron a bajar sino que se incorporaron a la silenciosa multitud.
Robert ordenó al mozo que parara el caballo. Al final, Mack dejó de correr. Hubiera querido permanecer orgullosamente de pie, pero las piernas no lo sostuvieron y cayó de rodillas. El mozo hizo ademán de acercarse a él para desatarlo, pero Robert se lo impidió con un gesto de la mano.
—Bueno, McAsh —dijo Robert, levantando la voz para que todo el mundo le oyera—, ayer dijiste que te faltaba un día para ser esclavo. Ahora ya has trabajado ese día de más. Ahora eres propiedad de mi padre incluso según tus insensatas normas.
Se volvió para dirigirse a los reunidos.
Pero, antes de que pudiera volver a abrir la boca, Jimmy Lee empezó a cantar.
Las notas del conocido himno resonaron por el valle en la pura voz de tenor del minero:
Mirad al varón sufrido
Que vencido por la pena
Sube el pedregoso camino
Llevando la cruz a cuestas…
—¡Cállate! —le gritó Robert, enrojeciendo de rabia.
Jimmy no le hizo caso e inició la segunda estrofa. Los otros se unieron a su voz, algunos tarareando y cien voces cantando.
Ahora llora de dolor
Y sufre gran humillación
Pero mañana al albor
Tendrá su resurrección
Robert dio media vuelta, impotente. Pisó el barro a grandes zancadas en dirección a su montura, dejando allí a la pequeña y desafiante figura de Lizzie. Montó en su caballo y bajó por la pendiente de la colina con expresión enfurecida mientras las voces de los mineros estremecían el aire de la montaña como los truenos de una tormenta:
Desechad el desconsuelo
Contemplando la victoria
Pues en la ciudad del cielo
¡Libre será nuestra gloria!