Cuando Jay y Lizzie regresaron al castillo, unos ocho o diez criados ya se habían levantado y andaban de un lado para otro, encendiendo chimeneas y fregando suelos a la luz de las velas. Lizzie, tiznada de carbón y de polvo y casi muerta de cansancio, le dio las gracias a Jay en un susurro y subió al piso de arriba con paso vacilante. Jay ordenó que le subieran una bañera y agua caliente a su habitación y se bañó, rascándose el polvo del carbón de la piel con un trozo de piedra pómez.
En el transcurso de las últimas cuarenta y ocho horas, se habían producido varios acontecimientos de importancia trascendental en su vida: su padre le había cedido un patrimonio ridículo, su madre había lanzado una maldición contra su padre y él había intentado asesinar a su hermano… pero ninguna de aquellas cosas ocupaba su mente. Pensó en Lizzie mientras permanecía en remojo en la bañera. Su travieso rostro surgía ante él en medio de los vapores del baño, sonriendo con picardía, mirándolo con expresión burlona, tentándolo y desafiándolo. Recordó la sensación de tenerla en sus brazos cuando la había llevado sobre sus hombros mientras subía por la escalera del pozo de la mina, percibiendo la suavidad y ligereza de su cuerpo comprimido contra el suyo. Se preguntó si ella estaría pensando en él. Seguramente también habría pedido que le subieran agua caliente: no hubiera podido irse a la cama con la suciedad que llevaba encima. Se la imaginó desnuda delante de la chimenea de su habitación, enjabonándose el cuerpo. Pensó que ojalá pudiera estar con ella, tomar la esponja y quitarle delicadamente el polvo del carbón de los montículos de sus pechos. El pensamiento lo excitó mientras salía de la bañera y se secaba el cuerpo con una áspera toalla.
No tenía sueño. Necesitaba hablar con alguien acerca de su aventura de aquella noche, pero seguramente Lizzie se pasaría muchas horas durmiendo. Pensó en su madre. A veces lo empujaba a hacer cosas contrarias a su voluntad, pero siempre se ponía de su parte.
Se afeitó, se puso ropa limpia y se dirigió a la habitación de su madre. Tal como él esperaba, la encontró levantada, tomando una taza de chocolate junto a la mesita de su tocador mientras la doncella la peinaba. Su madre le miró sonriendo, él la besó y se acomodó en una silla. Estaba muy guapa incluso a primera hora de la mañana, pero su alma era más dura que el acero.
Alicia mandó retirarse a la doncella.
—¿Cómo te has levantado tan pronto? —le preguntó a Jay.
—No he dormido. Bajé a la mina.
—¿Con Lizzie Hallim?
Qué lista era, pensó Jay, rebosante de afecto hacia ella. Siempre adivinaba sus propósitos, pero a él no le importaba, pues jamás lo condenaba.
—¿Cómo lo has adivinado?
—No ha sido muy difícil. Ella estaba deseando ir y no es una chica capaz de arredrarse ante una negativa.
—Hemos elegido un mal día para bajar. Ha habido una explosión.
—Dios mío, ¿y estáis todos bien?
—Sí…
—Mandaré llamar al doctor Stevenson de todos modos…
—¡Deja ya de preocuparte, madre! Yo estaba fuera de la mina cuando se produjo la explosión. Y Lizzie también. Simplemente me noto un poco de debilidad en las rodillas por haberla subido a cuestas por la escalera.
Su madre se tranquilizó.
—¿Y qué le ha parecido todo aquello a Lizzie?
—Ha jurado que jamás permitirá que se exploten las minas de la finca Hallim.
Alicia se echó a reír.
—Y tu padre, que aspira a incorporar aquellos yacimientos a los suyos. En fin, estoy deseando presenciar la batalla. Cuando Robert sea su marido, tendrá derecho a oponerse a sus deseos… en teoría. Pero ya veremos. ¿Cómo crees tú que marcha el galanteo?
—Los galanteos no son el punto fuerte de Robert que digamos —contestó Jay en tono despectivo.
—Pero sí el tuyo, ¿verdad? —preguntó Alicia con indulgencia.
—Él hace lo que puede —contestó Jay, encogiéndose de hombros.
—Puede que, al final, Lizzie no se case con él.
—Creo que tendrá que hacerlo —dijo Jay.
—¿Acaso sabes algo que yo no sé? —dijo su madre con cierto recelo.
—Lady Hallim tiene dificultades para renovar las hipotecas… mi padre se ha encargado de que las tenga.
—¿De veras? Hay que reconocer que es muy listo.
Jay lanzó un suspiro.
—Lizzie es una chica maravillosa. Con Robert se echará a perder.
Alicia apoyó una mano sobre su rodilla.
—Jay, hijo mío, todavía no es la esposa de Robert.
—Supongo que podría casarse con otro.
—Podría casarse contigo.
—Pero ¿qué dices, madre?
A pesar de que había besado a Lizzie, Jay no había llegado al extremo de pensar en el matrimonio.
—Estás enamorado de ella, lo sé.
—¿Enamorado? ¿Tú crees que es eso?
—Por supuesto que sí… se te iluminan los ojos cuando pronuncias su nombre y, cuando entra en una habitación, sólo tienes ojos para ella.
Alicia acababa de describir con toda exactitud los sentimientos de Jay, el cual jamás le ocultaba ningún secreto.
—Pero ¿casarme con ella?
—Si estás enamorado, ¡declárale tu amor! Serías el amo de High Glen.
—Eso para Robert sería peor que un puñetazo en un ojo —dijo Jay sonriendo. El solo hecho de pensar en la posibilidad de casarse con Lizzie le aceleró los latidos del corazón, pero no podía olvidar las cuestiones prácticas—. No tengo ni un céntimo.
—No lo tienes ahora. Pero tú sabrías administrar la finca mucho mejor que lady Hallim… ella no entiende de negocios. La finca es enorme… High Glen debe de medir más de quince kilómetros de longitud y, además, lady Hallim también es propietaria de Craigie y de Crook Glen. Tú talarías bosques para crear pastizales, venderías más carne de venado, construirías un molino de agua… Podrías obtener unos elevados ingresos, aunque no explotaras las minas de carbón.
—¿Y las hipotecas?
—Tú eres un prestatario mucho más seductor que ella… eres joven fuerte y perteneces a una familia muy acaudalada. Te sería fácil renovar los préstamos. Y después, con el tiempo…
—¿Qué?
—Bueno, Lizzie es una chica muy impulsiva. Hoy dice que nunca permitirá que se exploten las minas de la finca Hallim. Mañana, vete tú a saber, podría decir que los ciervos tienen sentimientos y prohibir la caza. Y una semana después se podría haber olvidado de ambas prohibiciones. Si pudieras explotar aquellas minas, conseguirías pagar todas tus deudas.
Jay hizo una mueca.
—No me atrae la perspectiva de ir en contra de los deseos de Lizzie en algo de este tipo.
En lo más hondo de su ser, él deseaba convertirse en un plantador de azúcar de Barbados, no en un propietario de minas escocés. Pero también quería a Lizzie.
Con desconcertante rapidez, su madre cambió de tema.
—¿Qué ocurrió ayer durante la cacería?
Pillado por sorpresa, Jay no pudo inventarse una mentira para salir del paso. Se ruborizó, tartamudeó y finalmente contestó:
—Tuve otra discusión con mi padre.
—Eso ya lo sé —dijo Alicia—. Lo comprendí por las caras que poníais a la vuelta. Pero no fue una simple discusión. Hiciste algo que lo dejó trastornado. ¿Qué fue?
Jay nunca había sido capaz de engañar a su madre.
—Intenté disparar contra Robert —confesó con semblante abatido.
—Oh, Jay, eso es tremendo.
El joven inclinó la cabeza. Era peor que haber fallado. Si hubiera matado a su hermano, el remordimiento hubiera sido horrible, pero hubiera experimentado por lo menos una salvaje sensación de triunfo. En cambio ahora, sólo le quedaba el remordimiento.
Alicia se levantó y estrechó su cabeza contra su pecho.
—Mi pobre niño —le dijo—. No era necesario que lo hicieras. Ya encontraremos otro medio, no te preocupes. Bueno, bueno —añadió, acariciándole el cabello mientras se balanceaba hacia delante y hacia atrás como si lo acunara.
—¿Cómo pudiste hacer una cosa semejante? —preguntó lady Hallim en tono quejumbroso mientras le frotaba la espalda a su hija.
—Quería verlo con mis propios ojos —contestó Lizzie—. ¡No frotes tan fuerte!
—Tengo que frotar fuerte, de lo contrario, el polvo de carbón no hay quien lo quite.
—Mack McAsh me atacó los nervios al decirme que no sabía de qué estaba hablando —explicó Lizzie.
—¿Y qué es lo que tienes tú que saber? —replicó su madre—. ¡Dime qué es lo que tiene que saber una señorita acerca de las minas de carbón!
—Me fastidia que la gente me diga que las mujeres no entienden nada de política, agricultura, minería o comercio… no soporto todas esas idioteces.
—Espero que a Robert no le moleste que seas tan masculina —dijo lady Hallim en tono preocupado.
—Me tendrá que aceptar tal como soy o dejarlo correr.
Lady Hallim lanzó un suspiro de exasperación.
—Eso no puede ser, querida. Tienes que animarle un poco. Una chica no tiene que dar la impresión de que se muere de ganas, pero es que tú exageras por el otro extremo. Prométeme que hoy serás amable con Robert.
—Madre, ¿qué piensas de Jay?
Lady Hallim la miró sonriendo.
—Es un joven encantador, no cabe duda… —dijo, deteniéndose de repente para mirar fijamente a Lizzie—. ¿Por qué me lo preguntas?
—Me ha besado en la mina.
—¡No! —gritó lady Hallim, levantándose y arrojando la piedra pómez al otro lado de la estancia—. ¡No, Elizabeth, eso no te lo consiento! —Lizzie se quedó perpleja ante la repentina furia de su madre—. ¡No me he pasado veinte años viviendo en la penuria para que, cuando tú crezcas, vayas y te cases con un apuesto pobretón!
—No es un pobretón…
—Sí, lo es, ya viste la horrible escena con su padre… su patrimonio es un simple caballo… ¡Lizzie, tú no puedes hacer eso!
Lady Hallim estaba fuera de sí y Lizzie no podía comprenderlo.
—Cálmate, madre, te lo suplico —dijo la joven, levantándose para salir de la bañera—. ¿Me pasas la toalla, por favor?
Para su asombro, lady Hallim se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar. Lizzie la rodeó con sus brazos, diciendo:
—Madre querida, ¿qué te sucede?
—Cúbrete, niña perversa —contestó su madre entre sollozos.
Lizzie se envolvió el cuerpo mojado con una manta.
—Siéntate, madre —dijo, acompañando a lady Hallim a un sillón.
Al cabo de un rato, lady Hallim le dijo, torciendo la boca en una mueca de amargura:
—Tu padre era exactamente igual que Jay. Alto, apuesto, encantador y muy aficionado a besar a las mujeres en los rincones oscuros… y débil, muy débil. Me dejé llevar por mis instintos y me casé con él en contra de toda sensatez, pese a saber muy bien que era un tarambana. En cuestión de tres años dilapidó mi fortuna y un año después sufrió una caída de caballo estando bebido, se rompió su preciosa cabeza y murió.
—Vamos, mamá —dijo Lizzie, extrañada ante el odio que reflejaba la voz de su madre.
Por regla general, lady Hallim le hablaba de su padre en tono neutral. Siempre le había dicho que no había tenido suerte en los negocios, que había muerto en un accidente y que los abogados no habían sabido administrar debidamente los bienes. Por su parte, ella apenas recordaba a su padre pues tenía tres años cuando él murió.
—Y encima me despreciaba por no haberle dado un hijo varón —añadió lady Hallim—. Un hijo que hubiera sido como él, infiel e irresponsable y aficionado a romperles el corazón a las chicas. Por eso lo evité.
Lizzie la miró con renovado asombro. ¿Entonces era cierto que las mujeres podían evitar el embarazo? ¿Lo habría hecho su madre en contra de los deseos de su esposo?
Lady Hallim tomó su mano.
—Prométeme que no te casarás con él, Lizzie. ¡Prométemelo!
Lizzie retiró la mano. Se sentía infiel, pero tenía que decir la verdad.
—No puedo —dijo—. Le amo.
En cuanto Jay abandonó la habitación de su madre, su remordimiento y su vergüenza parecieron disiparse y, de repente, le entró apetito. Bajó al comedor, donde su padre y Robert estaban conversando con Harry Ratchett mientras saboreaban unas gruesas lonchas de jamón a la parrilla con manzanas asadas y azúcar. En su calidad de capataz de la mina, Ratchett había acudido al castillo para informar a sir George de la explosión de grisú. Su padre miró severamente a Jay.
—Tengo entendido que anoche bajaste al pozo de Heugh.
A Jay se le empezó a pasar el apetito.
—Sí —dijo, llenándose un vaso de cerveza de una jarra—. Hubo una explosión.
—Ya sé lo de la explosión —dijo su padre—. Pero ¿quién te acompañaba?
Jay tomó un sorbo de cerveza.
—Lizzie Hallim —confesó.
Robert enrojeció de rabia.
—Maldito seas —dijo—. Sabes muy bien que padre no quería que ella bajara a la mina.
Jay no pudo resistir la tentación de replicar en tono desafiante.
—Muy bien, padre, ¿cómo me vas a castigar? ¿Dejándome sin un céntimo? Eso ya lo has hecho.
Su padre agitó un dedo con gesto amenazador.
—Te lo advierto, no te burles de mis órdenes.
—Te tendrías que preocupar más bien por McAsh que por mí —dijo Jay, tratando de desviar la cólera de sir George hacia otro objeto—. Le dijo a todo el mundo que hoy mismo se piensa ir.
—Maldito mocoso desobediente —dijo Robert sin aclarar si se refería a McAsh o a Jay.
Harry Ratchett carraspeó.
—Deje que se vaya, sir George —dijo—. McAsh es un buen trabajador, pero causa demasiados problemas y es mejor que se largue con viento fresco.
—No puedo —replicó sir George—. McAsh ha adoptado públicamente una postura contraria a mi persona. Si se sale con la suya, cualquier joven minero pensará que él también puede irse.
—No es sólo por nosotros —terció Robert—. Este tal abogado Gordonson podría escribir a todas las minas de Escocia. Si los jóvenes mineros tienen derecho a marcharse al cumplir los veintiún años, toda la industria podría venirse abajo.
—Exactamente —convino sir George—. Y entonces, ¿de dónde sacaría el carbón la nación británica? Os aseguro una cosa, si alguna vez tengo delante de mí a este Caspar Gordonson acusado de traición, lo mandaré ahorcar antes de que alguien pueda pronunciar la palabra «inconstitucional». De eso no os quepa la menor duda.
—De hecho, nuestro deber para con la patria es pararle los pies a McAsh —dijo Robert.
Se habían olvidado de la barrabasada de Jay para alivio de éste.
Para mantener la conversación centrada en McAsh, el joven preguntó:
—Pero ¿qué se puede hacer?
—Lo podría enviar a la cárcel —contestó sir George.
—No —dijo Robert—. Cuando saliera, seguiría afirmando que es un hombre libre.
Se produjo una pausa de pensativo silencio.
—Se le podría azotar —sugirió Robert.
—Esa podría ser la respuesta —dijo sir George—. Tengo derecho a azotarlos según la ley.
Ratchett se estaba poniendo nervioso.
—Hace muchos años que ningún propietario de minas ejercita ese derecho, sir George. ¿Quién manejaría el látigo?
—Bueno, pues —dijo Robert, impacientándose—, ¿qué hacemos con los alborotadores?
—Obligarlos a hacer la rueda —contestó sir George con una sonrisa.